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La altísima: 09

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La altísima
de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo IX

Capítulo IX

Se despertó al medio día, en el lecho «Por ella perfumado».

Comprado á invitación suya por Marina, igual que estos muebles que tendían su coqueta sencillez por la alcoba y por la sala, el lecho, de tallada madera, barnizado en negro, se le apareció con una viva y heráldica expresión que siempre le había negado á las cosas. Comprendió el blasón y por qué podían ostentar las armas de Inglaterra la liga de una dama. Guardaría este lecho en que había tenido «á la purísima». Rey, lo destinaría á un museo, entre banderas.

Una pureza muy dulce, ó un afán de caricia á los muebles y á la estancia que ya sabían de la vida intensa de la amiga le invitaron á no abandonarlos hoy. Comió aquí y aquí leyó los periódicos. Puesto el sol, paseó por las playas; y antes de volver á acostarse en el lecho noble, escribió una carta que empezaba así:

«... Me creerás en Tur, y duermo en nuestro altar. Son las diez. He llegado paseando cerca de tu hotel... pude entrar... no quise. No he querido verte. Llenos mis ojos del asombro de la gloria buena en que te vieron anoche, han dudado si sabrían volver á verte en el mismo resplandor. Llegué á tu casa y me detuve. Adivinándote en el misterio de la luna detrás de las paredes, te me aparecías arcángel. Eres desde anoche sagrada para mí. En su deslumbramiento de excelsitud, al terror de lo sagrado, te han huido mis ojos. Hubieran tenido ante ti que expiar torpes y humildes su delito de negar en tu carne de dolor y de pecado tu alma de purísima. Si alguien me hubiera cogido del brazo obligándome á tu presencia, yo hubiera gritado de rabia. He sido feliz de no verte. ¡De cuán extraños modos me llegan de ti los placeres!»

Se durmió advirtiendo que persistía la duda en sus afirmaciones, pero hecha afirmación. Y era sincero. O Adria no sería como la vieron sus ojos, ó siéndolo, sería tan alta que sus ojos no podrían volver á verla igual.

Volvieron á verla igual, sin embargo, otra noche, otras... y una le dijo Víctor:

-«No puedo dudar de ti, aunque quisiera, ni forzándome con esta interrogación: -«¿me mentirá por gratitud al mío un amor tan grande?» -«¡ Bah! -me responde algo -, si te engaña del modo que te engaña, no serás tú el engañado, sino ella, que creyendo engañarte, te estaría adorando sin saberlo»-. Es decir, que tendría fe en ti, hasta á pesar tuyo. Mira si eres grande, y si pude encontrar, en tu misma degradación, grandeza. Una fe tan firme no ha estado nunca en mi pecho.»

Y, no obstante, una fe sin esperanza -para ser mayor y más alta en si propia. Hasta el nupcial anillo que conmemoró la noche venturosa, tuvo que tener más brillantes que ternura, encomendada por previsión instintiva la ternura, á los brillantes.

Estos le harían vivir acaso en el recuerdo de Adria cuando ya de un modo inevitable le hubiese borrado el tiempo todo valor emocional á la fecha y á los nombres.

La había dicho él al ponérselo, queriendo grabar más hondamente los nombres y la fecha en el oro y en el alma:

-«De que vuelvan á ser diversas nuestras vidas, reposarán en la memoria de estas noches. Fíjate bien, un viejo balcón con geranios.

Porque era el viejo balcón, bajo el cielo, el lugar de sus tormentos dichosos -si era el lecho el de sus olvidos de pasión; porque no lograba Víctor entender cómo podrían dejar de ser los dos «los errantes amigos del camino», cómo podrían unirse sus destinos más que con estas lamentables citas pasajeras y furtivas.

Adria, su amante, la gentil de alma libérrima, suya por amor y esclava de otro, querida de otro, madre de los hijos de otro que sostenía á ella y á sus hijos, hubiera de prescindir acaso del espléndido si lo quisiera el amado; mas no sin convertirse en su esclava al convertirse él en el ridículo «sostenedor» de ella y de los hijos de otro, y de aquella estúpida Sagrario...: no sin quitarla su arrogante libertad; no sin mezclar él su vida con la buena y con la odiosa... Además, un deber, tanto más respetable cuanto más correspondía á indefensos derechos de inocentes, le impediría estorbar que el rico y viejo tenorio, noble, según Adria, dejase testamentariamente asegurado el porvenir de sus hijas.

Pensaba en ella, pues, con la premiosa ambición que le inspirase un fugaz tesoro de ilusiones. Bebía de su vida y su alma como para agotarlas. Un mes aún, y á Madrid... al olvido, única y mejor solución entre dos desastres: el de robarla por siempre y para sí, á ella sola, ó el de reanudar esta equívoca situación de misterioso y honorario favorito por un tiempo que habría de revelar al fin su bajeza. Tal vez este mismo sentimiento le hizo poner los brillantes en la sortija nupcial.

Cuidaba Víctor, por todo esto, de mantener su propio dominio tan alto como su fe, cuando menos -sin ocultárselo á Adria. Así podía y quería decirla, sin otra crueldad que la de ser franco, cosas terribles y cosas soberbias con igual acento.

-Te quiero con la plena voluntad de mi albedrío. Todo, te quiero decir. Tanto, que podría ahora mismo dejarte para no buscarte más.

Ella, sin protestar, inclinaba la frente y se perdía en tristezas mudas de no se supieran tampoco qué imposibles ó qué confusas y enormes gratitudes á tales paradojas. Le daban miedo, y prefería beber, entonces, fumar, y ser la amante niña que reía después y daba vueltas de campana.

Una noche, principalmente, halló, en el lecho de los olvidos de amor, como un socorro del suplicio en el balcón de los geranios.

Víctor, en éste, había mostrado una carta:

-Mira. Recibo estas cartas.

-¿De quién?

-Léela.

-No. ¿De quién?

-De una mujer.

Manifestábaselo con la nobleza de las dedicaciones en que á pesar del presentimiento de limitación ponía todas sus lealtades, cual si debiese ir cimentando una perpetua amistad; y Adria supo resignarse.

-Una amante.

-Lo fué una hora, hace diez años. Hoy dice que mi amada-amiga nada más.

Volvió á callarse Adria, y dijo luego por único reproche:

-¿Y á qué decírmelo, Víctor?

-Para no ocultártelo.

-¿Dónde está?

-En Madrid.

-¿La quieres mucho?

-No.

Pareció ofenderla la negativa más que la revelación. Niña extraña.

-¿No la quieres?

-Poco. Muy poco... todavía -subrayó Víctor; añadiendo por colmo de lealtad -; pero ignoro sí podré adorarla como á ti, más que á ti. Hay un libro que será el que lo decida. El libro es mío. Su heroína, hecha de mi ensueño, mi adorada. Tú te pareces á ella en lo que te es posible; si esta mujer se le pareciese más, la adoraría. El libro se publicará pronto, y ayer le envié á esta mujer el segundo ejemplar. El primero te lo tengo reservado; ¿quieres leerlo?

-No.

Fué rotunda la negación -en odio tal para el libro odioso, que dejó á la viva odiosa olvidada. No quiso saber más de la carta ni del libro. Bebió jerez y partió á la alcoba arrastrando al amante, por vengarse en él de la heroína ideal que no tendría ojos que se clavaban y dientes que mordían.

Cuando salía, de madrugada, se volvió desde la puerta:

-Ah, bien, mira, tráeme el retrato... de esa. ¿Quieres?

-De mi amiga.

-De tu amiga.

Y tres noches después, viendo el retrato de la muy blanca orgullosa inexpresiva, que nada le dijo, se limitó á comentar:

-No es joven. Pasa de los treinta años.

Lo devolvió.

Siguió cenando y hablando de otra cosa. Muy pronto, luego, al balcón, volvió su curiosidad en preguntas que fueron sacando la historia, vigilantemente seria la interrogadora, con la cabeza atrás en su butaca, entre flores:

Recordaba la firma del retrato:

-Bibly Diora... ¿extranjera?

-Gaditana; Matilde Brull, en el mundo. Pero escribe y ha elegido ese seudónimo. Acaso de máscara en él, toda entera. Solamente es real en su exotismo la nacionalidad del marido, rumano, barón Georgesco, cónsul en Cádiz cuando yo la conocí, y cónsul en Madrid ahora... que yo he vuelto á conocerla... ó que ella ha conseguido despertarme un poco el deseo de conocerla. La recuerdo mal... La traté semana y media.

-¿Y qué escribe?

-Hasta hoy una novela: Luzbel... ángel ella, en rebeldía.

-¿Quieres dejármela?

-Bien. No es mala, ni buena. Valiente. Tiene la novedad del orgullo y del descaro en la mujer. Un instinto. Si sabe seguir, es algo.

-¿Cómo la conociste?

-En Cádiz. Preciosa en competencia con una íntima amiga suya y amante mía. Por rivalidad se me entregó una noche, dos antes de partir yo para siempre... y para no volver á acordarme de la una ni la otra ni con una carta. Esto, aparte rangos sociales, te hará observar cuánto eran menos las dos, en mi estimación, que tú, perdida de mi alma.

-No he tenido tiempo de probarlo.

-Pues no lo dudes. Si al separarnos te dejo la promesa, te escribiré siempre.

-Sigue. La olvidaste...

-En un vago y lejanísimo recuerdo de un cuerpo blanco, muy blanco, que tembló con un desmayo; de un alma fatua de folletinesca lectora de novelas que la habrían dado la intrepidez de sus más disparatadas heroínas. Y por eso, cuando en Mayo último, recién llegado yo de Madrid recibí aquí una carta de Madrid, en la cual una Matilde Brull, escritora, sin aludir ni remotamente á lo pasado, me felicitaba «por mis triunfos» y me pedía un prólogo para la novela que pensaba ella publicar, tuve gran trabajo en discernir que fuese aquélla.

-¿No escribía... cuando os conocisteis?

-Ni yo, casi. Niña por aquella época, casada con el rumano hacía dos años, diez más, en la florescencia de mujer y en su experiencia del mundo, podían haber transformado á la lectora inconsciente en escritora estimable. Enviábame en la carta unas crónicas nerviosas, de un periódico de Cádiz, que no carecían de ligereza y gracia; y el interés de misterio que no consiguió inspirarme la que tan sin ellos se me dio, despertóseme con esto. No me había olvidado, puesto que había ido leyendo mis libros uno á uno; no me odiaba, puesto que afable me escribía... ¿Qué impresión guardó de mí? ¿Qué contrastes halló la «sentimental», y confirmó la «intelectual» más tarde, entre la bruta conducta de su amante y la sentimentalidad de los amantes de mis novelas, en que debió comprenderme transfundido?... ¿Fué su osada donación vileza ó arrogancia? ¿Fué su silencio desdén al mío, ó dolorosa altivez? ¿Seguiría bella?... Mi situación, de cualquier modo, tenía todas las ventajas, sólo con esperar. En el mismo tono de respeto (por si cogía mi carta el barón) le respondí que no contaba con suficiente tiempo para escribir un prólogo digno de ella... se lo negué, en una palabra.

-¡Ah!... ¿Ni fuiste á verla?

-¿Para qué?... Lo nuevo que pudiese brindarme, habrían mejor de descubrírmelo sus cartas, pues no se quedarían en la primera, ya resuelta; y más cuanto más abandonadas á su impulso. Tal sucedió. No volvió á solicitarle nada al escritor, pero le escribió al amigo. Mis respuestas, indolentes, tardías, rebeldes á sus mañas. Sus ocultos enojos crecientes en la angustia de odio y de pasión. Pronto la vi por mitad mi sierva, por mitad mi enemiga orgullosa. La cronista provinciana, trasladada á Madrid al ascenso del marido, se bastó á sí propia para lanzar su libro causando cierto escándalo de prensa. Me lo envió con la intención de una estocada. Preparada así, la enemiga, olvidada de la sierva, se creía indudablemente bien armada y fuerte para curar su vieja herida de amor propio: someterme ó vengarse en hábil lucha de desprecios de igual á igual.

-¡Come! -le avisó Adria, viendo que se le enfriaba su plato.

Comió Víctor, y siguió:

-Han cambiado sus largas y frecuentísimas cartas desde Julio, mas no las mías. Me habla de amor, de un amor del alma, espiritual, «sin que nunca debamos quererlo de otro modo», de un amor digno de los dos, y continuar encontrando en mi obediencia mi coraza de cortés pasividad, la irrita y la enardece. Ni he intentado ir á verla en tanto tiempo; nos veremos ahora, cuando vaya (es la promesa), «como amigos, como dos amantes-amigos, nada más», según aún repetía la carta que no quisiste leer; y mi duda, Adria, oscila entre si la intención la llevará por último á rendirse enamorada ó á resolverla toda en odio. ¡Mi duda, mi problema, que hubiérame por mi mal interesado mucho más no conociéndote!

Adria le había escuchado con inmóvil gravedad. La besó Víctor, con la fe tranquila y amarga que sabíase cortada en el tiempo, y ella recibió sus besos con una triste sensación de lejanía... como los habría de recibir en ilusión de que no estuviera él.

-¿Te irás pronto?

-Pronto ya. Acaso este mes.

-¡Y no puedes retrasar el viaje!

-Si quieres tú, sí.

-Oh, vete... se lo has prometido.

-No es promesa, en rigor. Es que voy siempre por ahora.

-Pero lo habéis hecho promesa. ¿Volverás pronto?

Él dudó... y resolvió con lenta pena:

-¿A qué, Adria?... Si esta mujer es capaz de parecerse á la que tú no quieres conocer de mi ideal, te adoraré en ella... si no, te adoraré en mí. Tú, de todos modos, no podrías ser nunca de mí sino «la querida de otro»; y yo no debo ser el otro de la querida de ése más tiempo. Vives «de él» para tus hijas, para tu tía Sagrario, y no podrías seguir siendo así para mí quien eres, ni menos podrías vivir igual «de mí» sin mi desprecio. ¡Lejos, tan sólo, serás perpetuamente la libre, la excelsa, la Altísima de mi corazón, la Única á quien yo podré creer con fe completa que he querido cuando contemple la vida hacia atrás al morirme!

Adria nada dijo. La había soltado él cual si dejase ya á ella y á la vida, y cerró en su abandono los ojos, llorando tal vez una de sus lágrimas heroicas. Bebió jerez y fué la amante niña que jugaba y que abrazaba.

Pero esta noche misma, allá al final, cuando fumaba Adria de espaldas en el lecho uno de sus dorados cigarrillos, su descanso y su pereza volvían á hacerse trágicos -, su silencio en la atención al amante que decíala no sabía qué cosas á sus ojos.

-Dime, Víctor -interrumpió -¿y no crees tú que yo sirva para... volverme independiente...digna de ti?

-Cómo?

-Trabajando en algo, no sé en qué, si tú me ayudas. En vez de abandonarme, deberías intentar hacerme libre por mi esfuerzo.

Sonrió él. Era incluso la misma forma en que le había pedido que la enseñase «á hacerse respetar por las gente» -la de los ojos indómitamente candorosos que seguían mirando al guardia y á cualquiera. Reconocíase bien sin voluntad, al menos, puesto que siempre solicitaba otra.

Le comprendió Adria y abandonóse triste á su fatalidad, á su amargura. Tendría razón. Sería perpetuamente la esclava, sin energías de redención ni aun por este amor que la exaltaba á lo imposible...

Otra noche más, de las de sus citas, y vio Víctor llegada la consciente impotencia en Adria al anonadamiento. Una carta... que dábale brutal á ella la plena imposición de su vileza, que dábale á él la absoluta razón de sus temores: la suscribía el ex alcalde mediador del viejo banquero, y ordenaba breve: «Mi distinguida amiga: Le mando la cantidad del trimestre que empezará en Octubre. Hacia mediados del mismo mes, estará usted en Madrid. Encontrará á Don B... donde siempre. Quiere pasar allí todo el invierno. Su afmo, -Pedro Vives.»

Fué esta noche la primera que pasaron juntos hasta el amanecer sin abrazarse. Hablaron... no sabían de qué, como dos hermanos abrumados por una vergonzosa desdicha.

Pero al domingo siguiente, sobre su desolación, llevaba la esclava infeliz radiaciones de esperanza. Con cautos miedos como al hundimiento definitivo de su vida..., volvió á hablar de «su trabajo»... de su fe en sí propia para liberarse, si Víctor quería guiarla.

Y Víctor volvió á sonreír. ¡Siempre la que confiaba en otro, la sin voluntad!

Pero esta vez, al menos, era la recóndita que alguna habría puesto en sus cavilaciones, puesto que llevaba un plan que expuso solemnemente: teníala ofrecido el padre de las niñas arreglarle cuanto antes lo que las hubiese de dar; dinero en un Banco, á nombre de las dos, creía ella, y un hotelito para vivir donde quisiesen. Ya en la primavera intentó dejárselo comprado en un barrio de Madrid. Lo rechazó Adria por venir á Versala, al lado del recuerdo de su padre... pero lo aceptaría y se iría á Madrid si creyese Víctor que allá tuviera mejor campo para establecerse, por ejemplo, de modista. Sabía cortar, un poco, y sobre todo su tía; sin prisa, en buen taller, podían perfeccionarse.

-¡Piensa esto! -le encareció al partir. -¡Piénsalo, Víctor!

-Lo pensaré -prometió él, también casi solemne.

Y cuando quedó solo en la mísera alcoba de sus gozos; cuando pensó en aquella niña perezosa y holgazana que volvía de la ignominia del placer acompañada por una celestina hacia un hogar donde la esperaba otra, por toda madre y consejera; cuando consideró en proyección de obstáculos el abrupto camino sin fin de un aprendizaje difícil y de una instalación que no fuese un desastre luego en la enorme competencia madrileña... la triste sonrisa volvió á marcarle melancólica en los labios la anticipada derrota de la voluntad de Adria y de la de él mismo, aunque hubiese de tenderla formidable á su socorro.

Se durmió, y despertó al otro día con la misma sorpresa, en la inútil rebeldía del ser entero: la de la dificultad absoluta de unir de algún modo á su vida la de esta niña -dificultad hecha de una serie de pequeñas cosas materiales, que por social escarnio inaudito, reencadenaban á la liberada de honores con fuerza mayor que á las honradas.

De regreso á Tur, por la tarde, detuvo el tílburi delante del hotel y entró á verla. Un súbito y limitado egoísmo le había invadido. Se lo quiso participar, sin tardanza, como compensación menguada, siquiera, de aquellos otros nobles propósitos que no podían realizarse. ¡Bien menguada!... ¡bien mezquina!... ¡bien espuria hija, la aspiración, del egoísmo amoroso!... Consistía... en tenerla más... saciándose de ella «por última vez» en Madrid, con un breve simulacro de la intimidad de todos los minutos en que se habrían querido los dos, acaso, para siempre. Ella iríase con él á su casa de soltero, diez, veinte días antes del fijado por el «viejo dueño» para quitársela... -No había gustado con la dulce gitana del camino esta delicia de bohemio hogar, y ansió dejarla «de ella» en su memoria... ¡algo del fúnebre banquete de los que van á ser ajusticiados!... Y por quitarle lo siniestro al proyecto de alegría, por piedad, si no á la fe y á la esperanza de Adria en sus vanos esfuerzos redentores, diríala también, sin fe y sin esperanza, que habría de servirla al mismo tiempo el plazo venturoso para iniciar sus proyectos; y después todo el invierno, en que se escribirían, mientras ella viviese con el otro, para realizarlo: si al quedarse ella nuevamente libre de la presencia del viejo, se hubiera puesto en situación de prescindir de su tutela, él la recogería; si no... la lloraría muerta.

Sorprendió una escena el visitante. Adria, tendida en el sofá, rendida aún de la noche, despeinada, mal cubierta por un viejo y roto trajecillo de percal color de cobre, miraba jugar á la tía Sagrario con las niñas á la tropa. Tenía también en la cabeza su tricornio de papel. -Lo tiró, al verle, y se descompuso el cuadro, pero en grata sorpresa de las niñas que corrieron á besarle, y de Sagrario, que le recibió con sonrisas y afables quejas de «no merecer su estimación»...

Hablaron solos, al poco rato, y Adria se fué espantando de felicidades.

-¡Ah, sí, trabajaré! ¡Tú me llevas; tú me buscas profesora!... ¡y el invierno luego, no me importa... y luego, siempre, los dos!... ¡Pero!...

La anubló, suspensa, el recuerdo de Bibly -asimismo olvidada por Víctor. Le bastó la evocación de algunas cartas que había leído, para comprender cuán absorbente esperaría «al amigo del alma»... ¿Cómo ella ir, entonces?

-¡Amiga!... ¡amiga nada más! -se asió con ávido candor el contrariado.

-¡Amiga! -arguyó ella con triste condescendencia de perdón, indicadora de su bien otro amargo convencimiento.

Pero no revelaba el acento de la heroica más dolor que el del escollo puesto al plan por el previo y ya ineludible compromiso. -Loco Víctor de rabia tranchó: «No la vería, á Bibly... á la tenaz redactora de cartas... á la terca acosadora, cuyo asedio no había hecho él más que soportar»...

-No, Víctor. Tiene derecho. No lo tienes tú para hacerle daño... para la ingratitud y la grosería... ¡Es tu antigua amante, esa mujer!

-¡Olvidada!

-¡Y vuelta á recordar!... Para tu desprecio de hoy, sería preciso que no hubieses alentado sus cartas.

Sintió el desleal temblar de admiración y respeto sus entrañas. Esto no podía decirlo tan noblemente más que el instinto generoso de... «una prostituta que tenía en el corazón la evangélica bondad de todos los tormentos».

Como tantas veces, la cogió las manos y quedó contemplándola con muda veneración. Entre ellos parecía flotar la imagen de la ausente protegida por grandeza, por humanidad. Y Víctor, fijo en los ojos negros, fijo en el rostro de limón y lotos y de gracia gris y de lunares, que era terrible en la pasión y que ahora dejaba bajo y humilde mostrar la santidad de las santas, meditaba.

-Oye, Adria -resolvió con la firmeza que no podía menos de beber en la firmísima -: iré. No sé qué pasará, pero irás tú á los ocho días. Antes, creo que habré tenido tiempo para convencerme de que no será vil mi crueldad, si, mereciéndola, fuese necesaria con ella, por tí; y si no la mereciese, del todo siquiera (pues que habré de limitarme á recibirla como quiera presentárseme), mejor: bastaría entonces el pequeño engaño de una ausencia mía de Madrid... mientras tú en mi casa... á mi lado... al fin de la cual ausencia por presencia... volvería á mi baronesa, volverías con tu banquero.

Hizo terminar en risa del doble y raro placer de venganza mutua, á lo que empezó severo, la fatalidad de mutuas deslealtades recogida con involuntaria precisión por el giro de la frase, de los hechos -á que franco el pensamiento se ceñía. Adria, contenta de la solución... contenta, además, diríase, de la casual oportunidad que hubiera de igualarlos «forzosamente traidores», se levantó y le pellizcó... casi ya con la impaciencia de aquel tren que la haría volar adonde pudiese dormir con Víctor, despertar con Víctor, vivir á su lado...

-Sí, sí, saldremos en coche cubierto siempre... Y me buscarás una buena profesora, ¿sabes?... ¡Las mañanas, mientras escribes tú!

Palmoteando, llamó á la tía y le dio cuenta del proyecto... ¡Modistas... un gran taller! Sagrario se inflamaba de entusiasmo. Tal había sido su ilusión constante... Entre burlas y veras habló de suntuosos vestidos y ajuares, de trajes para duquesas, para reinas.. «Víctor, que tendría conocimientos, las podría relacionar con gente grande»... ¡Oh!

Y contagiado Víctor por el fácil entusiasmo de la tita, de la niña (niño un poco también «con la honrada sensación de amistad» que estaba percibiendo en el hotel, adonde parecía haber traído hoy éteres de purificación y de trabajo, el que de allí partió una tarde con la impresión repugnante del «sostenedor» de una hembra), un ahogo de piedad le subía del pecho, del corazón, del fondo bueno de la vida, por salvar efectivamente á estas mujeres tan chiquillas y tan buenas y tan solas entre la bestia infamia social!... Bah, ¿quién supiese?... ¡Modista... ó telefonista... ó actriz... algo, fuera lo que fuera, con tal de que un trozo al menos del pan que llevase á su boca, le supiera á dignidad!...

Por un instante la vio suya la vida entera, al augurio de aquel tricornio de papel que la hizo volver á ponerse sobre las greñas de húngara... «como á una actriz», como á una tiple, como á una golfa de la gracia...

¡Artista de teatro!... ¿Por qué no?... ¿no la había dicho tantas veces que tenía la voz y el gesto de actriz maravillosa?... Y lanzó la idea, de pronto... explicándola en seguida, con la intensa alucinación de los dramas que escribiría él y representaría ella -en una proyección de porvenir mágica: estaba esto plenamente dentro de la edad, de la figura, de la gentileza y de la condiciones de Adria; dentro del ambiente de vida del escritor que podría enseñarla, primero, situarla con más ó menos modestia, después, y realizar, en fin, juntos, una larga apoteosis de triunfo en triunfo...

El júbilo de las dos fué enorme. -Sagrario, singularmente, veía ahora los trajes de duquesa y de reina, confeccionados por otras, para su sobrina... ¡Qué bien! -Por primera vez concedíale importancia, como tal, al escritor.

Desde esta tarde, las entrevistas siguieron en el hotel, aunque sin olvidar «las noches» en casa de Marina, por gratitud á la servicial y por el eterno pueril respeto de Adria á Sagrario.

El empeño del teatro tomó la forma, desde luego, de ensayos de lectura. Víctor llevó comedias.

Adria las dejaba con frecuencia por besarle, por hablarle, por oírle... por pereza. ¡Habría tiempo! Precisando, volvieron á acomodar el plan de sus propósitos. El invierno, durante el cual tendría que vivir Adria para el pobre señor, no pudiendo, por lo tanto, recibir de Víctor lecciones, lo emplearía en el Conservatorio; como quiera que no habrían de vivir juntos ella y el pobre señor, pues él tenía espanto de que le descubriese su familia, no faltaría una buena hora diaria para la clase, y... otra mejor para «ellos», siquiera de cuando en cuando. Marzo, finalmente... libertad; el señor aquél á Castellón, de seguro en eterna despedida, pues cada vez se veía más achacoso y no era para Adria en estas temporadas más que un padre, desde hacía años (¡la afición de viejo músico!); estaría ya terminado el asunto de las niñas y la compra del hotel... y á Madrid Sagrario, y las pequeñas... y ella y Víctor... ¡oh, primavera!...

Aquí, se perdían los dos como ante el alba esplendorosa de un día de sol infinito.

La pobre Matilde Brull, en tanto, yacía olvidada.

El día de la despedida la recordaron. Víctor insistió en no verla... convencidísimo ya de que la crueldad mayor tendría que ser lo contrario... después...

Adria insistió también, con su ronca voz de los tonos trágicos:

-No, vela... ¡qué importa! Si la quieres, yo no adelantaré nada con prohibirte que la veas... y si no la quieres y no te quiere, mejor, te desengañará. Sólo te pido que no me engañes, que no me ocultes absolutamente nada de lo que pase y de lo que sientas al tratarla.

La oyó Víctor con igual frío de veneración, con asombro de su aplomo y su heroísmo de generosa altísima, y recordó á su vez esta promesa dura inevitable -única que aún podía tender un poco de dignidad sobre aquellas íntimas entrevistas tan bien calculadas cerca del «pobre viejo».

-¡Seis meses, Adria! ¡Si de aquí á seis meses no has dejado de ser la esclava de los hombres, de ese ó de mí, es lo mismo, te olvidaré... con Bibly Diora y sin Bibly Diora!

Y la siempre grotesca Sagrario, hasta en sus más honestos y profundos alborozos (que ya veía á la sobrina con los faustos y los sueldos de una soberana actriz), salió á despedirle declamando:


«Hombre es don Juan, que á querer,
volviera el palacio á hacer
encima del panteón.»


-¡A ver, á ver si me pesca usted mi plaza de característica.

Partió el expreso, lujo ya mustio de estío, en otoño, combándose contra el mar. Víctor iba mirando un punto de la costa. Adivinaba á Adria, allí; era la exacta: habíaselo prometido, y allí estaría de paseo con sus hijas y Sagrario, á despedirle á todo el volar del tren.

Era la exacta, la exacta.

La vio, junto á la cadena del paso, avanzada de las niñas que jugaban con un aro. Un relámpago, al cruzar: una confusión de la imagen clara, dulce...; una inmóvil, después, que se quedaba atrás rápidamente con un pañuelo en la mano tremolado por la brisa... Y el tren se metió silbando entre los cedros...

Al recogerse Víctor á su asiento, un viajero de barba gris y negra que en Versala dormitaba al amparo de su gorra y vuelto en su rincón, le saludó sabiamente -esto es, sin entusiasmo:

-Hola, Víctor.

-¡Hola, Andrés!

-¡Caramba!... ¿á Madrid?

-A Madrid.

-Yo á mi vieja Castilla. Vengo...

-Si, ya lo sé. De esos juegos florales... Gran discurso. Norabuena.

-¡Psé! -hizo Andrés mirando displicente los periódicos que le rodeaban sobre el asiento, y donde veíase su nombre en grandes letras sobre columnas de telegramas.

Era, en efecto, un sabio auténtico, con menos figura de tal que aquel de las melenas hirsutas que comía merluza y que podía ser muy bien un sueco almacenista de maderas.

Víctor le dio un cigarro.

-No, no fumo.

No le costaba violencia no hablar, y á Víctor tampoco, y miraron los dos por las ventanas.

Se afirmó el sabio las gafas y expresó, porque tampoco le costaba violencia expresar sus pensamientos:

-Las dos cosas que más me desagradan, son la música y el mar.

Fumó el novelista, y dijo -soltando las palabras en humo que arrebató fuera el viento de la contramarcha:

-Dos de las que más me gustan.

El sabio estiró una pierna sobre la tapicería.

-No es vigoroso este país tuyo adoptivo; montañas verdes, paisajes de nacimiento. Sedante. Me aplana, me abruma. Amo la estepa, el polvo, el sol, los pueblos del color del barro que brotan en lo estéril. La vida es la desesperación resignada. ¿Publicas algo pronto?

-Sí, Salvata.

-¿Novela?

-Claro.

-¿Y qué es?

-Mi primera afirmación, después de las negaciones; y por tanto, anacrótica á la inversa, en orden al porvenir. El tránsito de la mujer más perfecta actual á la soñada. Bella, noble, inteligente, libre, Salvata por un hombre libre, noble inteligente.

La soñada, la perfecta, vendrá después, en proyección en lo futuro; esta vez me ha importado nada más la psicología del cambio: he querido ver si antropológicamente es posible.

-No comprendo nada de eso. No me interesa la mujer, en absoluto.

De la suya, el sabio, á los treinta y nueve años, tenía ocho hijos.

-Mi interés -continuó -es la cuestión de ultratumba. Esto de morir me irrita, no puedo con ello. Yo no debo dejar de ser yo, mi desesperación resignada.

-Tengo esa cuestión resuelta. Un poco de panteísmo. Pedazo de Dios, seré parte de Dios.

-¡Parte!... Pero yo quiero ser todo, yo mismo, infinito.

-Una parte del infinito es infinita, y una parte infinita de algo, es todo, matemáticamente. Dios serás tú, matemáticamente.

El sabio tendió el brazo á recoger El Imparcial, que se había caído y replicó:

-Me inspiran horror las matemáticas. Yo tengo el honor de despreciar la ciencia. Soy un sentimental. Aborrezco la razón, me apasiona la ternura. Detesto de la estética, me place la poesía. Termino ahora una traducción de Xenofonte; comentaré en seguida á Renán, y luego haré versos. No quiero que me clasifiquen: lo que menos cree la gente es que haya de hacerlos... ¡yo!

-¡A Filis!

-A las catedrales y al arte medioeval, verso fuerte, sin rima, á lo romano; verso patriótico á lo Carducci. La mujer es estética, sin ternura y sin poesía. Mi universo está en mi corazón y no en mi ombligo, y lo contemplo. No veo más. La cabeza humana es una excrecencia morbosa de la animalidad, sin duda.

Renunció Víctor á entender. Prefirió afirmarse:

-Yo lo veo todo. Nada desprecio. Sentimental, intelectual y animal, tengo el honor de ser un hombre, desde la frente á los pies, pasando por el ombligo: ventaja que les llevo á los fatuos y á los sabios. Mi universo es grande, el de Dios, y lo pongo igual y lo medito y lo beso en unos labios de mujer que en una rosa. Un sabio y un novelista se diferencian en que éste, invisible para el sabio, ve al sabio, y vive la vida suya y la del sabio y la de otros. En Francia ya van llamando los políticos á los novelistas para hacer leyes. Yo las preparo.

-Del amor.

-De lo que está más monstruosamente legislado y más le importa á los sabios, como tú, con ocho hijos. Por eso vienes de predicar con elocuencia que la vida es la desesperación resignada, lo he visto en la prensa. ¿Acabas de descubrirlo?

Miró el joven sabio debajo de sí mismo con sonrisa de desdén y de caricia los periódicos que traían su nombre en grandes letras.

Desde su importancia reafirmada en esto, profirió:

-Es decir, que besas mucho?

-Calladamente, sin telegrafiarlo á El Imparcial, ve qué disparate. Estudio. Me harto como puedo de estética, de ternura y de poesía. Bebo mi fe, en la vida, en vivos libros graciosos y extensos que dios me presta -como á ti, secos y llenos de polvo, Renán y Carducci. No hace una hora, al fuego de unos besos, he tenido que insistir: «Una fe tan grande no ha estado nunca en mi pecho»...

-¿La Altísima? -preguntó fríamente el sabio, que parecía volver á dormitar, abriendo los ojos un momento -; he leído no sé dónde que escribes este libro.

-Lo vivo y lo escribo, á la vez.

-Bien, la perfecta. Esa proyección de porvenir.

-¡Oh, no... ni Salvata siquiera! Es humildemente una Salvata de carne que quiero ver cuánto se acerca á la de ensueño. No sabe, por lo demás, nada de nada. Una chiquilla.

-Una inocencia.

-Tal vez, aunque hay quien se ha acostado con ella por un ópalo.

-¿Por un...

-...ópalo.

-¡Horror! ¿Se parece ya en esto á tu Salvata?

-En pequeño, como en todo. Salvata se acuesta con otro que la da mil francos en Lisboa.

-¡Los libros vivos! ¡De Dios! ¡Qué ejemplares!

-Los predilectos no los encuaderna en duquesa; tiene Dios esa manía.

-En fin, Víctor, ¿quieres que durmamos?... Vengo fatigado de discursos... Ya obscurece. No comprendo nada de eso, en absoluto. ¡Arreglado estabas, novelista, si todos los demás fuesen como yo!

-Pues ¡arreglado estabas, sabio, si todos los demás fuesen novelistas! Y durmamos. ¡Vengo rendido de amar!

El tren volaba.

Y se metió por un túnel.


FIN DE LA PRIMERA PARTE