La altísima: 11
Capítulo II
«Hombre ó demonio ó Dios, ó lo que seas, te ofrecí no vernos, y no lo puedo cumplir. No he dormido anoche. No dormiría esta noche. Y no sé si te aborrezco. Me atormentaste, me retorciste el corazón, me llenaste de amores é injurias la vida y el alma; y en mi esfuerzo de ocultártelo ¡bien inútil, ya lo sé, porque tú sonríes como los diablos! te juro que sufrí como jamás.»
«Me torturaste, y quiero ir esta noche á tu casa á destrozar tu sonrisa con mis labios, con mi carne, con mi alma y con mis dientes. Hasta la noche. Espérame.»
Esperándola, con la indeterminación de la hora, al fuego los pies y la vista fija en esta carta, que lanzó, después de releerla, á la butaca contigua, se preguntaba Víctor:
«¿Tendrá, pues, corazón?»
«¿Tendrá algún talento»
Enfrente de la chimenea, sobre cuya repisa tapizada de felpa musgo había dos toros de bronce peleándose, unidos por los cuernos, la mesa servida esperaba también.
Placíanle todos los extremos de la cortesía... aun hasta con la absurda. Miró alrededor en la vigilante inquietud de los detalles, cual si fuese Adria la que hubiera de llegar.
Todo en orden.
Y pensó en Adria.
Sus cartas, como ella, sencillas, directas, breves. No era mimosa escribiendo, ni sabía adular. Cartas de noticias, sólo al final cobraba un resplandor de diamante en oro mate una intensa frase cualquiera de amor.
Giró los ojos y vio no lejos, en marco preferente que destacaba sus reflejos lila de pelús contra el tapiz obscuro, la fotografía de la «Altísima»... de la muy Alta, cuando menos. Blanca la imagen, con una blancura de invierno de París -donde estaba hecho el retrato. Ricos y galantes el paño blanco de la falda y la piel blanca del abrigo y las blancas plumas del sombrero. Infantil, no obstante el lujo de galanterías, siempre infantil y modesta la faz, con aquella sumisa sonrisa dulce que había aprendido.
Gustador de comparar sus sensaciones, se propuso esta cuestión: ¿A cuál de ambas recibiría con más afán ahora mismo? Y decidió, pleno, en una oleada de sangre por su pecho: A Adria -aunque venía de pocos días antes saturado de sus gracias, prescindiendo sin pesar de la suerte de «encanto de mujer nueva» que iría á brindarle la en diez años bien distinta Matilde Brull.
¿Amaba él á la perdida dulce?...
O mucho menos ó mucho más. Un amor-amistad, sereno y fuerte; sin pasión, puesto que podría dejarla y podría soportar el saber que se entregaba, por ejemplo, al conde de Ferrisa, si ella se lo contase después, como él á la baronesa Georgesco, para decirselo en la carta... que hoy debiera haberla escrito. Se la escribiría mañana -borrando en Adria la ya realizada traición.
¿Amor nuevo?
Él había consignado en algún libro: «Hay que descubrir (no pervertir) en el amor como en todo.»
Un amor... que no podría ser inspirado ni recibido aún en la tierra más que por una tan singular prostituta.
Contemplando la imagen clara, en el gran marco pálido, orlada anchamente del blanco paspartú leyó la dedicatoria: «Para Víctor. Para ti, corazón mío. -Adria».
Le levantó de la butaca el impulso de quitarle este retrato á Bibly Diora de los ojos.
Una doble voluntad le detuvo: ni debiera recibirla como á traición de la Altísima, testigo en memoria, en efigie, de sus actos, ni deberíale deslealtades de amaños y de engaños á la que, si engañaba proclamándose Salvata, sólo se engañaba á sí misma. -Él no hubiera puesto por necio donjuanismo el retrato allí. Pero estaba... y quedaría.
Paseó por la estancia...
No disponía de otra para recibir á la amante. Salón y comedor al mismo tiempo en el entresuelo de soltero, tenía en un lado el cuarto de trabajo, y en otro el de dormir. Apenas dentro quedaban alojamientos para su vieja Marciana de Tur y su doncella, para su criado -único presente ahora, llegado por la mañana con el tílburi y el rojo tarbés valiente.
Alzando el cortinón, ante la columnata italiana de la alcoba, confirmó que la otra hoja de tul y seda, dejaba filtrar hasta el fondo el resplandor de la araña. Fulgor discreto de amor. Apropiado para él, «hombre de la noche»... Apropiado igualmente, quizás, para la baronesa Georgesco, no capaz de desafiar ya tampoco con su desnuda beldad excesivas claridades...
¡Qué lejos aún el tiempo en que las calmas de la vida no marcasen por los rostros de cuarenta años estragos, de vejez!... Y por consuelo, hacia el rincón izquierdo de la alcoba, miró cerca de la ducha el espejo que decíale cada mañana, de su cuerpo, la joven gallardía.
«En las mujeres, el vientre, el pecho; en los hombres, el rostro, las manos, es lo que primero envejece» -pensó tranquilizándose.
Sólo que con la tristeza del porvenir, porque en el vientre y en el pecho de purísimo marfil de Adria pensaba. ¡Sí, sí, diez años, y él sería, al lado de ella, positivamente, el viejo que ahora aquel «padre de sus hijas»!
¡Cuánto, no obstante, podía vivirse en diez años!
Miró la ancha cama de cedro y cobre donde estaría poco después Bibly Diora, donde tendría en otras no lejanas noches más felices á Adria, bajo los mismos doseles. Él le diría mañana á Adria en la carta que quería tenerla, sagrada, más alta, en el lecho mismo por donde habría pasado vulgar la aristocrática Bibly.
-Señor, las once!
Avisábale el criado desde la puerta del pasillo.
Se volvió.
-No importa, Alfonso. Aguardemos. No tengo tampoco mucha gana de cenar.
Desapareció el criado y Víctor volvió á pasearse -entretenido en advertirse, con una especie de atención orgánica, la vibración erótica de su carne, y en imaginar qué traje de voluptuosidad traería Matilde. No dudaba que vendría.
A las once y cuarto, cansado de esperar esperando, púsose á escribirle á Adria.
Instaló una mesita de te junto al fuego. Escribía una carta de noticias. Con la sinceridad soberbia y llana, imposible de emplear con otra amante, le reflejaba sus emociones confundidas de ella y de Matilde, le refería su cita del teatro y su cena del Inglés. Le decía su impresión franca sobre Bibly Diora... Antojósele transmitirle entera la singular esquela rabiosa ó pasional de esta noche, por documentar su franqueza, y la copió.
«... ¿Ves? te escribo esperándola...»
Y en este instante sonó nervioso el timbre -Bibly:
Tuvo tiempo de firmar, y de meter la carta en un sobre, mientras abría Alfonso. -Oyó en seguida:
-Por aquí, señora.
Bajo el brazo que alzaba el cortinón apareció, y quedó parada, Bibly, con una trusa de astracán nutria, con un gran sombrero azul Luzbel, con una acampanada falda de terciopelo azul de pensamiento.
Él fué, amable y amigo, tendiéndole la mano.
-Adiós.
Besó la mano, besó la boca, y trajo hidalgamente Bibly Diora frente al fuego. Venía yerta.
-¡Ah, qué frío, y qué barro!... A pie por ese Recoletos. ¡Un miedo!-clamó ella sentándose, ávida de la lumbre.
Mostraba un pie, levantando un pellizco de la falda. Las cintas de seda marrón de la bota, en la que no se advertía el barro, quizá porque fuese del mismo tono, ceñían un jugoso principio de pierna esbelta, donde asomó el raso heliotropo de la enagua... -Teatralmente vestida, pues.
-¿Sola has venido?
-¿Para qué cómplices, Víctor?... Sola. He temido después que me atracasen. Me llevarás tú, á las dos. ¿Van bien tus relojes?
Llegaba de la soledad y el frío de las calles, como á un refugio. Víctor le quitó el sombrero, y la trusa sacándole las mangas sin que se levantase de la butaca ella, que le ayudaba con inclinaciones del busto nada más, siempre los pies hacia el fuego.
-¡Qué frío, qué frío! -volvió á estremecerse en su justillo de terciopelo de igual color que la falda.
Hasta que no se confortó, no tornó la cabeza al salón: largo en el sentido de sus dos balcones.
-¡Oh, oh!... -dijo examinando los muebles, de un lujo particular sin lujo, calculados para la comodidad -, ¡vives bien, chiquillo!... ¡Solo... por supuesto!... ¿Y no has cenado?... Cena, cena... Yo he cenado.
Creía haber consignado en su aviso que vendría á las once. Terca lo discutió -hasta que le trajo Víctor la esquela, sentándose, para dársela á leer, al extremo de la misma butaca. Se hizo Bibly perdonar la terquedad con un muerdo de los que prometía su escrito -que arrojó á la lumbre -y deploró haberle hecho esperar hambriento, sin duda, por la omisión. Seríale imposible comer otra vez, naturalmente.
Con libertad de dueña le ordenó al criado, al verle entrar, que sirviera á su señor junto á la chimenea.
Así púsose Víctor á cenar, en la mesita de té, al lado de la lumbre, frente á la amante, que se recostaba perezosa en la tapicería del respaldo para mostrar mejor la correcta proporcionalidad del pecho, del talle y de la cadera, en el ajustado terciopelo de un bello azul siniestro, sencillamente adornado con botoncillos de escarcha y con volutas de soutache. Una corona de baronesa, damasquinada, cerrábale el cuello; y no traía pulseras ni sortijas, ni adornos en el pelo cogido atrás en bandós, más obscuros contra la llena blancura del rostro. Gustábala, indudablemente, no disimular en la cara su aspecto carnal, su promesa de blancas hermosuras por todo el cuerpo.
Charlaba ya de libros y le arte, y Víctor le alargó un cigarrillo.
-¡Uah! -le repuso irguiéndose enojada y lanzándolo de un manotazo á la lumbre.
Fué á hablar violenta, y calló... Entraba Alfonso. No querría fumar, quizás, delante del criado, y sostenía un gesto de burguesa dignidad ofendida, recta en el asiento.
-¡Bah, Víctor -reconvino en cuanto el criado salió -. Si quieres ser mi amigo, has de tener la bondad de tratarme... ¡como á quien soy!
-¡Matilde!... ¿es que fumar estos cigarros te desdora?
-Sí, bien, egipcios... los fuman las duquesas y las... otras. Tu Salvata también. La hacías fumar... Pero, dejemos elegancias. A mí, dispénsame; tengo la cabeza muy á la moderna europea y el corazón, ó la educación, muy á la antigua española. Has de estimarme por mí. ¡Yo, soy yo... en cuerpo y alma!
-¡Bravo, alma! -exclamó él tirándole al cuerpo la servilleta, de entusiasmo. -¡No te puedes figurar cómo me gustas altiva!
Halagada por el arranque, en que no pudo sin embargo, separar lo cierto y lo fingido, tiró también mimosa la servilleta á la lumbre... y ardió; y Víctor fué á castigarla á besos, sentándose en el brazo del mueble.
-¡Oh! -quejábase ella después de gustar aquellos besos y esquivando al fin tiernamente dolorida la boca que sabía á burdeos -, ¿te parece bien que tu criado me tome por... una golfa? Ah, sí... como eso, sí... -añadió en mayor mimosa ira, rechazándole y volviéndose á mirar al lecho que se entreveía en la alcoba -. Te juro que si supiera que has traído aquí... mujerotas, no sería yo quien se echase en esa cama... ¡qué asco!
Entró Alfonso y no se inquietó la eterna incongruente de que la viese abrazada. Apenas con un lento impulso separó y envió á Víctor á su sitio.
-Mira -pidió al quedar solos de nuevo -, respétame; que tu criado no se figure que vengo... como las otras.
-¡No; debe de figurarse que vienes á rezar! bromeó Víctor.
-¡Víctor!... ¿Quieres que salga?... -reprochó severa -. Al menos, deberías haberle dicho que vengo á leerte cualquier cosa... que soy una escritora.
-Se lo diremos. Te presentaré, si gustas. La muy excelente señora baronesa Georgesco... novelista y diplomática.
-¡Estúpido! -murmuró Bibly después de mirarle terrible, y optando por reír.
Y al mismo tiempo que sacaba de un bolsillo pequeños pliegos satinados, escritos con tinta verde, rodó atrás la butaca, impulsada con los pies, porque ya la sofocaba la lumbre.
-Sí, escucha -añadió -, no mentirías: el prólogo de mi comedia. Te lo voy á leer, amenizándote la cena, aunque eres idiota.... siquiera por tu criado. ¡No habrás vuelto á tratar, sin duda ¡oh, delicado artista!, más que porteras... Azur... ¿te gusta el título?
«¡Bestial!» -había comentado Víctor mentalmente, viéndola ordenar las cuartillas.
Durante la lectura, comía el pastel de pato -y pensaba en la diferencia de vocabulario, de suavidad, en la íntima confianza, entre esta «dama», que no sabía aceptar jovialidades, y la «pobre perdida dulce», toda gentil, por estirpe de corazón, hasta en sus descocos.
Espíritus chicos, duros, rugosos, en su ineducación de los grandes dolores humanos, los de las señoritas y damas» del fácil rubor, que no sabían caer á la pasión sino como «porteras» (¡ellas sí!) deslenguadas ú ofendidas.
¡Ah, baronesa burguesa insulsa, que no tenía siquiera la toda despreocupación del lupanar!
Leía Bibly, con entonación enfática de su melódica voz de contralto, y continuaba Víctor pensando que le completaría á Adria la carta con «estas reflexiones».
Terminaba el prólogo cuando Víctor de cenar.
«Hay que exaltar al héroe augusto, Rómula mía, única gran razón de existir, sobre la tierra miserable, para las altas almas elegidas».
-¿Qué?
-¡De alcurnia! -celebró el interrogado yendo á ella con dos copas de champaña -. Bien de blasón ese título, Azur. ¡Brindemos por el futuro triunfo!
-¡Por el triunfo del héroe! -bebió complacida Bibly.
-¡Por el tuyo! -bebió Víctor.
Y arrastró de cerca un taburetillo, sentándose á los pies del amante.
Alfonso quitó la mesa y sirvió café, también para la señora, que lo aceptaba. Se despidió en seguida cortésmente, advertido de que debería tener listo el tílburi á las dos. «Le avisarían».
-¡Qué! ¿Qué te parece? Veamos -le insistió Matilde al «maestro», que reposaba en sus muslos. -El diálogo, ¿es teatral?
-Sin duda. ¿Me dejas fumar?... Sin duda teatral -prosiguió Víctor encendiendo, por darse tiempo de buscar elogios y cualquier leve censura que acreditase su entera atención -. Teatral y regio: el nombre Rómula deja en el oído una caricia imperial de Césares prehistóricos. Pero creo que en el estilo derrochas adjetivos, como soléis las mujeres: eso le quita vigor.
Cayó en Bibly eficaz la censura, pero excesiva.
-¡Adjetivos!... ¿mi estilo de mujer?... ¡Oh, Víctor, qué bobo! -Lo único que habría aprendido de ti, en todo caso..., y tu estilo pasa por violento! ¡Te he contado doce, lo recuerdo, en un párrafo de siete líneas!
-Tal vez. Otros me lo han dicho. Quisiera, no obstante, que miraseis, antes de creer que adjetivo en abundancia, si no es casi lo contrario, que lo parece, porque suprimo nombres en un rigor de concisión... -Besando la carne de la rodilla, á un rápido y leve alzar y volver á dejar caer la falda, terminó:
-Yo hago de los adjetivos... besos; algo vagamente ultragramático de intensidad estupenda... Son los más fáciles y los más difíciles de situar, como los besos.
El argumento ad fémina debió desconcertar cosquilloso á la escritora, que marcó una pausa de indecisión -testaruda en su empeño «mental», sin embargo. Vio el amante la importunísima discusión que amenazaba, y la cortó, con un ardid:
-Oh, dí... antes que lo olvide... ¿Está en Madrid Norberta?
-¿En Madrid?
Había vibrado la incauta, olvidada de la literata al nombre odioso.
-Me ha parecido verla en automóvil.
-No era, entonces. ¡la pobre! -rió ya tranquila, sarcástica -. En automóvil, la... cursi! ¿De qué? Allá en Cádiz, como una lapa de por vida en su humilde obscuridad de comercianta, si no la hubiese yo sacado en mi coche.
Se desbordó inmediatamente en invectivas, con fuerza creciente de sí misma, de su rabia, de su herida abierta.
Menos impropia en la situación esta charla celosa de mujer, Víctor la dejó charlar, fumando sobre su pecho, instalándose al fin, más cómodo, en su regazo, con el cuerpo cruzado sobre el taburetillo. Sofocábala de tiempo en tiempo el humo, que ella, distraída, sacudía con las manos, como moscas... sin cesar en sus sañas á Norberta, «la querida de medio Cádiz». Lo probaba con historias... que iba entrelazando con habilidad de funámbula á la suya de honrada en «la triste penitencia de su falta»...
-De la dulce y afrentosa única falta de mi vida que me vuelve á ti encadenada por...
Pero un encuentro imprevisto de la mano que subía el cigarro, con la de Matilde que bajaba la taza, hizo caer el café encima de Víctor... derramado por la manga y el pecho.
-¡Ah!
-¡Chiquillo!
Se incorporó. Se levantó. Estaba tibio, nada más. Cuestión de quitarse la chaqueta y el chaleco. Hecho esto, se vio que la mancha tocaba apenas la sedilla de su camisa de dormir... Y fué momentáneamente por la toalla á la alcoba.
Daban las doce. Levantada también la baronesa, comprendiendo que el tiempo y este azar marcaban discretos la hora íntima, vagaba por disimulo de pudor, curioseando los muebles, los cuadros... alejándose del dormitorio, para que fuera Víctor quien fuese á invitarla con besos más dulces, más largos... á conducirla como ciega y desvanecida de miedos deliciosos en su hombro...
Víctor la observaba, fingiendo enjugarse, entre las columnas: iba á llegar ella al retrato blanco...
Llegó, y la visión de hechicería la detuvo.
Miró y admiró. Leyó la dedicatoria, que tenía debajo la reciente fecha.
-¿Quién es esta mujer? -preguntó.
Se había vuelto ásperamente. Mas su sorpresa era tanta, que sus ojos fueron atraídos otra vez por el retrato.
Desorientada ante la cíngara belleza de diablo arcángel lleno de blancas elegancias á un tiempo virgíneas y cortesanas, puras y púdicas como la sonrisa niña del rostro y poemáticamente galantescas como la de una princesilla pastora, Matilde no sintió al pronto más que amargor.
Tornóse á Victor, sin alejarse de la bella figura odiosa que la había fascinado.
-Víctor... -expresó con lentitud -no comprendo esto.
Y pues que Víctor, interrumpido su trabajo, limitábase á mirarla en una calma piadosa, acentuó, dolorida:
-No comprendo tu conducta... tu cinismo... ¿no has podido esconder este retrato?
-Lo pensé, rato antes de llegar tú -respondió Víctor, sin la menor jactancia, pero grave. -Lo pensé... y resolví hacerte el honor de dejarlo.
Habríale sido á Matilde imposible desentrañar lo que había de enorme en la confesión, contradictoriamente preñada de injuria y cortesía -y aún fijóse más absorta en el retrato.
Por unos segundos, enmudeció, toda temblando. Agobiábala de gentileza y juventud -en sus treinta y nueve años. Medía, sin duda, la inutilidad de cualquier intento de rivalidades «femeniles» con tal amante ó tal novia, con tal flor. Sentía, acaso, su fanfarronada de «mujer», en la noche antes, diciéndole con sonrisas al envejecido novelista, que se le daría por limosna de frescura y de belleza digna de agradecimiento...
-¿Quién es esta mujer? -demandó más seca.
-¡Esa!... ¡una!... Adria... ¡Un retrato!
Hubo otra pausa hostil.
-¿Y si te dijera yo que lo rompieras, Víctor?
-No lo rompería, Matilde -contestó él con toda la humilde tenacidad que pudo.
El hablar de Ella, el nombre sólo de Adria evocado, llenábale de un afán de ternura franca, impuesto como necesidad absoluta.
Y en el silencio, de extremo á extremo del salón, oyó la respiración anhelosa de Bibly Diora -luego su voz.
-Víctor -dijo pálida de indignación -, ¿es que has querido recibirme para... una cosa así?... ¿Quién es esta mujer?
Vaciló Víctor, á pesar de sus ansias de firmeza.
Acaso no tenía derecho á la crueldad ni aun con la pobre vida torpe que se buscaba las humillaciones por sí propia.
-¡No, Matilde, es mejor que no lo sepas! -murmuró con desaliento.
-¿Por qué?
Arrojando la toalla, avanzó Víctor y fué á caer, aún cerca de la alcoba, en un pequeño confidente.
-Porque sí; ven, siéntate. Porque me fatiga llevar contigo dos diálogos... uno de lo que le dice mi voz á tu voz... otro, de lo que no sabrías escucharme y me lo digo solo. Ven... Hablemos de otras cosas.
-No te comprendo, Víctor. ¡Me juzgas idiota!... Sí, y lo he sido viniendo, buscándote. ¡Te lo debo parecer!
-¡¡Oh!..., lo contrario... ¡Es que sería tan hermosa y digna de nosotros, «novelista», una franqueza de cristal!... Ella me ha movido, por honor á ti no quitar ese retrato de su sitio. ¡Franqueza, no cinismo!
-Muéstrala, pues, enteramente.
-¿La quieres?
-Sí.
-¿Te juzgas capaz de resistirla?
-¡Oh! -desafió ella en un irónico desdén de su seguridad, recogida como en Víctor.
Porque el tono medroso, augusto á la vez, de él, donde parecía vislumbrarse una disculpa digna, parecía anticiparle á Bibly Diora, en una adivinación clara y rápida, la significación de la escena: «Una boda de conveniencia. Una colegiala, una chiquilla rica, deslumbrada por los libros del novelista del amor, quien necesitaría á su vez, en ella, más que del amor y la beldad, de la riqueza y de algún título de marquesita provinciana». Esto verdaderamente, tendría poco que ver con este otro afecto de ellos dos, intelectual y pasional á un tiempo... Casada Bibly asimismo: y por eso Víctor habría elegido tan discreta manera de enterarla, mejor que en la correspondencia epistolar, y por eso el novelista requería ahora la experta comprensión de «la novelista...»
No podía ser otra cosa, de no ser una ignominia sin nombre.
Le había casi perdonado, cuando pensando así, cierta de su perspicacia, llegó á él, muy despacio... casi en la jactancia de haberle maravillosamente descubierto.
Deteniéndose, y apoyando la mano en el brazo del sofá, manifestó suavemente:
-Dispénsame... Te he dicho inconveniencias... Esa chiquilla es... tu novia.
-Más -repuso breve Víctor, que era quien la adivinaba sus adivinaciones.
-¿Tu prometida?
-Mi amante.
La dulce sequedad del tono seguía en la respuesta. Matilde quitó la mano del sofá.
-¿Tu amante?... -Y aventuró recelosa... -¡Que fué!
-¡Que es!
¿Se burlaba? No cabía más, en tan inaudito descaro.
-¿Y está en Madrid? ¿Por qué no vive contigo, entonces?
-Porque no puede, porque no es libre. Está muy lejos.
-¡Ah, vamos, en Francia!... ¡francesa!... -deslizó ella recordando el seno fotográfico y trocada ya su indignación en simple alarma. Pero como volvía á no comprender, volvió á aferrarse en su sospecha de boda y le logró un enlace con la escueta afirmación (y ahora sí, creyó haber comprendido plenamente!)
Sonrió, se inclinó en la tapicería apoyando afectuosa ambas manos:
-No era preciso, en verdad, misterio tanto, amigo mío... Tu enigma es simple: no es libre, irás tú á verla, la traerás...
-¡Vendrá ella! -corrigió Víctor, con sorpresa, porque perdía un poco el hilo de sus imaginaciones.
-¡Vendrá ella, qué más da!... -continuó la animosa -. Necesitaste seducirla, hacerla tu amante, truhán, para que no hayan tenido más remedio que dártela por mujer unos padres orgullosos, acaso millonarios, tal vez aristócratas... -Y, concluyó, teatral, como su misma reacción de fantasía, alargándole la mano -: ¿Condesita... ó duquesita... tu purísima conquista?... Mis plácemes.
Víctor aceptó la mano; pero rectificando todavía, con sonrisa que no pudo reprimir hacia la cándida:
-¡Oh, no, Bibly... buena Bibly!... Ni condesa, ni duquesa, ni purísima... Antes de conocerla yo, hubo quien se acostó con esa niña por un ópalo...
-Por un...
-Ópalo -le confirmó exactamente igual que al sabio; y aún la coincidencia le acentuó la sonrisa, al añadir -: Esa virgen que parece la de todos los amores y de todas las purezas, es... sencillamente una perdida.
-¿Una... perdida?
-¡Una perdida!
Bibly se recogió ante la absurda cosa dicha con una serenidad perfecta. Y él añadió:
-Vendrá. Antes de ocho días. Puedes conocerla si quieres.
¿Se burlaba? ¿Bromeaba, efectivamente, el bizarro caprichoso?
«¡Oh, sí!... Le estaban sirviendo sus celos, su inocencia, de juguete -divertido en suscitarla fantasías y rabias, tal que á una criatura».
-Mira, Víctor, no seas necio, acaba de decirlo: tu futura, tu mujer... ¿crees que me enfado?
-¿Y piensas que hablo yo para enfadarte?... Mi amante.
Le miró en reconvención, ella, y le dio un mimoso guantazo; pero sosteníala impasible Víctor su mirar de incrédula, lo cual la obligó á exigir:
-¿Palabra de honor?
-Palabra de honor.
Tembló Bibly, con todas sus iras y dudas removidas. Luego sonrió.
Por última vez la recorrió la duda acerca de cómo interpretar todo esto.
Se alejó un poco, y perdió vaga la vista en el aire.
Luego suspiró, se fué acercando, libre del enorme peso de «la rival», temible, bien temible, aun como esposa. Soberbia, por no aceptarle «el desprecio» tan enorme, preferiría querer creer que quería Víctor con la extraña farsa advertirla de que no la debiera inquietar el retrato del recuerdo de una noche... perdido como la perdida... y del cual el novelista desearía hacer una portada... un estudio somático de tipo, si no.
Suspiró, respiró, hallando, en todo caso, otra vez recuperada la importancia de sus terciopelos de dama, y deseables, harto más que lo de una perdida, su carne y sus besos generosos de honesta amante... No merecía recordarse más la fotografía con que la había atormentado por crédula, por niña... y la mujer se vengaría destrozando la sonrisa del maligno, con sus brazos, con sus dientes...
Doblóse á él, y le abrazó, besándole y mordiéndole... arrancándole nerviosas carcajadas al descubrir que tenía cosquillas..., hasta que Víctor, logrando enlazarla al fin á todo terciopelo, la levantó y la condujo así presa dulcemente hacia la alcoba...
-¿De una tienda de bellezas, verdad, ese retrato?... ¡Suscrito por ti mismo... que has querido probarme... emocionalmente!
Fueran importunas nuevas insistencias; y Víctor, que en la lucha breve, ágil y violento, como Matilde, habíala desabrochado el corpiño para vengar sus cosquillas, respondió:
-¡Tus senos! ¡qué blancos!... ¡Eran tu tesoro!
-¿Eran? -protestó la baronesa Georgesco parada entre las columnas por el pretérito que parecía brotar con la duda melancólica de los diez años pasados.
A la vez, un impulso demostrativo hacíala presentar el desorden de terciopelo azul y de blancos encajes de su busto torcido y separado un poco del brazo que la sujetaba el talle.
Entonces, Víctor, abrió más con mano irreverente los encajes, y vio, erguido de sí mismo, por encima del corsé, un seno puro, redondo, muy blanco -correctamente pequeño, dada la esbelta corpulencia de la chata buena moza de boca roja y suave. Inclinóse y lo mordió...
-¡Lujurioso! -le huyó ella.
Y se entró al rincón á despojarse, tras el biombo. Víctor, mas breve, se acabó de desnudar al lado de la cama.
Fulgor de amor el que llegaba de la araña levemente filtrado por el tul. Matilde, de pie, dejaba caer las botas y las ropas á la alfombra. Por debajo del hueco en concha alta del biombo, vio Víctor la verde saeta de las medias, y lo dijo... Y ella, riosa, le increpó de espía... saliendo últimamente con la corta camisa muy baja, por taparse púdica las piernas -derribado en cambio forzosamente desde los hombros el amplio canesú bajo los pechos, que protegían los antebrazos y las manos llenas de sortijas...
Llegó, lenta, inclinada, con los ojos cerrados por rubor y la boca sonriendo por malicia. Descruzó el yacente las manos protectoras, y mordió otra vez los senos blancos, con los labios.
-¡Lujurioso! -volvió á gemir estremecida la mal sujeta por la cintura y por las manos.
Antes que en rechazo, huía los hombros arriba y atrás en el afán de erguir sus pechos de un modo completamente juvenil. Y estaba hermosa con su arrogancia animal de adulada, pero tuvo una impertinencia todavía en su alarde de belleza y de valor:
-¡Como los... de Salvata!... ¡Mas, quiéreme como á mí!... ¡Yo soy únicamente yo misma!
Ahora tenía grandes y abiertos los ojos y sonreía de victoria.
Mordieron de nuevo los labios, largamente, sabiamente -y lograron sólo un instante despertar á la mujer en la coqueta con un fugaz temblor sensual. Tan fugaz, que la coqueta lo venció en sus nervios, prefiriéndose en sí misma dominadora y plena vigilante al fin sobre el triunfo voluptuoso de su carne no alcanzado en Cádiz.
-¡Lujurioso ¡Lujurioso -repitió en una que se diría caricia altiva de desprecio. -¡Oh, auténtico autor de Las honestas!
-¿Podía ser más, Víctor, en el triste plagio de Salvata, con la hermosa portera-baronesa obstinada en ser amada por sí propia?
-¡Qué quieres, autora de Luzbel -dijo haciéndola caer al lado suyo entre las ropas -, en el desastre de ciencias y de artes y de divinas bellezas y de toda la verdad... sois todavía vosotras las que tenéis en los senos y en los muslos lo más divino de la tierra.
La ahogó en sus brazos, mordió su boca... por no escucharla quizás una inconsciente herejía de tremenda ingratitud para su única hermosura, para su única arrogancia animal de adulada... tan blanca, tan blancos el pecho y los brazos, tan roja la boca, tan suaves las piernas ceñidas en seda...
Cuando el tílburi arrancó hacia Recoletos, se asombró Matilde de la lunar claridad fantástica, sin sombras, sin luna en el cielo, que iluminaba la calle. Y era que amanecía.
-¡Chiquillo!
Mejor. Se había dejado amar mucho, esta noche. Si no fué de fuego, quiso serle á Víctor de dulzura y de obediencia, feliz al fin de tener suyo entre los brazos al mismo fogoso amante de las novelas de fuego.
Se recogían ya tres serenos juntos, en la esquina del paseo, con las linternas apagadas.
-Bien... yo le diré á mi marido que estuve en un ensayo general después de la función, si me pregunta. Tú me llevas hasta cerca de mi casa.
El cuello de astracán reservábala del frío y las plumas del sombrero volaban al trote del rojo tarbés valiente...