La altísima: 13

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La altísima de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo IV

Capítulo IV

También tuvo Bibly asuntos esta tarde, obligándola á salir, «en su vida horrible de las letras».

Víctor la admiró: ¿se había quedado en Madrid furtivamente... para lucirse en todas partes?

-¡Tonto, en coche!... Mi marido no va nunca donde yo... ¡en sus casinos!... Digo, ¡poco bruto!

Y á la hora de cenar entró aterrada. ¡Tenía la idea de haber sido vista por el marido en Recoletos... él á pie... debió seguirla, al coche, ya tan cerca de la casa!... ¡Quizá estaba en la puerta!...¡tal vez con el cochero, preguntando!... La desatinaban el dolor, la incertidumbre... Parecía una loca.

-Mira, asómate al balcón... ¡Uno alto y rubio, con bigotes!... anda, hombre, vaya una flema la tuya... ¡pues, como sea!... ¡No, mejor no, no te recuerde de Cádiz!... ¿os visteis?... ¡cierra, no abras, Víctor!... ¡Alfonso! ¡Alfonso!... ¡ve, Víctor, por Dios, avísale á Alfonso que no responda si suben...

Tocaba el timbre, corría de los balcones á la puerta... le dio la orden al criado, que entró, por sí misma... y luego, cuando iba angustiadísima á espiar por entre las misteriosas la calle, temió veloz la imprudencia de mostrarse al transparente, y fué á apagar las luces... Sólo que se paró, tomando la escarcela que colgaba su muñeca.

-¡Ah! Lee esta carta.

Se la acercó coqueta y maligna, tranquila por repentina magia, y púsosele por encima á leer también la carta, que cogió Víctor, ya á la mesa sentado.

«Señora y amiga mía...

-Es decir -le interrumpió pasándole la mano abierta sobre el hombro para tapar la escritura si no eres... ¡celoso! Porque aunque nada diga, se ve bien que este señor editor espléndido.... ¿eh? Le di las señas de Rossina, como si viviésemos juntas... ¿sabes? para la contestación.

Breve y galante la carta, daba por resuelta la colaboración deseada por Rossina, á cien francos por artículo, y solicitaba, además, dos crónicas mensuales de «la insigne Bibly Diora», á las cuales ella misma pondría precio...

-¡Cien francos!... De modo que si yo pido quinientos, mil francos mensuales por las mías...

Durante la cena giró la conversación sobre el americano fastuoso, sobre las crónicas y sobre el marido... si bien en perfecto olvido de que pudiese estar por la calle... Aquel editor habíala también dejado libertad para fijarle precio á los libros; le escribiría dos en el año... con tiradas colosales de veinte á treinta mil ejemplares ¡á la americana! ¡Oh, qué España de asco!... Veinte, treinta mil francos, pues, con doce mil de las crónicas.... «¡y he aquí una renta soberbia... he aquí la redención económica, la libertad, para mandar al cuerno al rumano!»

«¡A los cuernos!» -amplió Víctor mentalmente, viendo en cercana perspectiva el que suspendería en su iniciación la tropical lluvia de oro.

Y fué esta fantástica lluvia la obsesión maníaca de Bibly en la noche. Se acostaron á las diez, porque quería descansar, á fin de ver al editor por la mañana. No se durmieron, sin embargo, hasta las dos -una hora apenas dedicada al lento recreo de Víctor y las demás charlando ella en «grande artista» consagrada por un fastuoso porvenir... Ya en los brazos del amante, á quien cortaba sus delirios de erótico poeta compuestos sobre la blanca hermosura, y que tenía á veces que callarla, manifestó repetidamente sus dudas, sus afanes, sus generosidades también de próxima archirrica. -«¡Ah, si yo supiera que ese hombre no me hubiese de imponer bochornosas exigencias!... ¡Porque eso sí, te lo juro, ni por un trono!...» Por lo demás, desechando confiada tal idea, mortificadora de la conciencia de su mero y alto valor artístico, esperaba constreñirle á cerrar el contrato al día siguiente... y presentaríale luego á Víctor... también...

-¿Cuántos amantes has tenido?

Le miró Matilde vuelta en la almohada de la divagación de gloria y de millones que la tenía mirando al techo. Ia insólita pregunta le pareció inconcebible... y con toda la fuerza de su mano de real moza le descargó á la insolente boca un bofetón.

Víctor sangró de los dientes.

-¡Qué bruta! -no pudo menos de decirla riendo.

Y mientras ella se volvía á dormir ó á pensar ó á despreciar al «poeta descompuesto» que así tajábala sus visiones de grandeza con tal salida de tono, él tuvo que ir al tocador en calzoncillos á contenerse la sangre con enjuagues.

La pregunta para esta «honrada» había sido exactamente igual que para Adria aquella tarde memorable.

La contestación, no menos memorable, bien diferente.

Era entonces cuando dieron las dos... y se durmieron dándole ella la espalda.



Pero á las seis de la mañana le despertó. ¡Nada, que no tenía más sueño ella! Egoísta, se aburría y no era cosa de estar mirándole dormir.

-Hijo, duermes como un jornalero. A mí me basta con poco, ¿sabes?

Se engolfó en sus charlas literarias, sacudiendo á Víctor, que volvía á dormirse contra toda voluntad. -Levantados á las ocho salieron á las nueve, cada cual á sus negocios. El día fué semejante al anterior y la noche igual que la pasada, si bien un poco contrariada Bibly en ésta por la rebeldía del editor al contrato... «¡Lo temía: aun á presencia de Rossina (que, ó mucho se engañaba, ó había dormido con él) se permitió el americano ciertas imprudentísimas insinuaciones de Creso conquistador.»... Vuelta á despertar á poco más de las tres, llamó con toda inconsideración á Víctor -enojada de su descortesía de dormir -y le siguió instalando sus temores con respecto á los designios del otro... «¡Ah, qué vida para una mujer decente esta de las letras... Todos lo mismo, por Dios.»

¿A qué horas dormía, pues, la baronesa?

Le pedía consejos, un plan de conducta.

-Mira, Matilde -acabó Víctor por decir atosigado -; yo que tú, si previamente él se aviniese á formalizar el contrato, que no es ningún grano de anís... pues... nada, hija que...

-Qué.

-que me entregaba.

-¡Asss... queroso.

Apercibido al bofetón, la detuvo por el codo.

Precaución baldía, porque la indignación la hizo á ella arrojarse de la cama, recoger sus ropas y empezar á vestirse.

-Sí, sí, hombre... no volveré más; ¡asqueroso... Mañana, á mi casa, de donde no debí salir... ¡asqueroso! ¡asqueroso!... ¡puerco!

Decididamente se vestía, más enojada del reír de Víctor á los insultos como si fuesen flores. Puesta la enagua y una media, buscaba la otra. La halló, cogió el corsé. ¡Decididamente se vestía!

-¿Pero adónde vas, chiquilla, á estas horas?

-¡A mi casa! ¡O al infierno!

-¡Horas de tren! ¡Dirás que has vuelto por el aire!

-Bien... eso no te incumbe. Acabaré la noche con Rossina.

-Y si está allí el «interfecto»... ¡tableau!

La desarmó la advertencia, reduciéndola á su prisión otra vez. Entonces, con una de sus decisiones súbitas, se acercó amargamente severa: -Dí, Victor... ¿por que eres tan grosero conmigo? ¿Es que yo soy una tía...también digna de esas bromas?

-Mujer, si es que me despiertas... que tengo un sueño que me muero; ¡de algún modo he de vengarme!

Le execró ella con rudeza, volviendo á acostarse -luego de haberse quitado al borde de la cama la enagua y la media. Su perorata de enojos duró minutos, al cabo de los cuales tornó á hablar del editor y del contrato.

Pero había sido brutal la desconsideración de Víctor y le saltaba de rato en rato en la memoria:

-¡Qué idiota eres hombre; qué estúpido!

Le daba un codazo en una rabiosa llamarada y seguía tranquila charlándole del editor. Una de las veces, no obstante, sin saber por qué, dada la movilidad pensante de aquel cerebro, donde se creerían sueltas y suspensas las ideas como turbión de papeles por el aire, la cruzó más ancho el nublado de rencor. Fué un pellizco entonces, á hacer daño con centellas en los ojos.

-Vamos, di... ¡el americano... y yo Salvata, según tú!... Caigo ahora en que quizás... querrás que imite á tu Salvata.. ¡Hombre, hombre... ¿será en eso en lo que tanto te place el parecido con ella de esa otra virtud... toda carne y corazón?... ¡Adria!... ¡olvidaba el nombre! ¡muy bonito ¡de... guerra?

Hacíale falta á Víctor sin duda en la vida una bufonesca parodia del más noble ideal de su arte y de su Adria y era ésta. La aceptaba divertidamente, parodia él mismo de sí mismo. Sonreía y añadió Bibly:

-¡Qué ensueños los tuyos, altísimo poeta! No, y como eso sí, original lo resultas... aficionado á los... ¿eh? -púsose sobre la frente los índices tendidos! ¡Completamente original! ¡El cuerno espontáneo!.., Eres el primero, hijo, el único hombre, bien puedes gritarlo, que rabia por esa comida. ¡Cásate, pon el cartel... y tráete la señora á Madrid, que pierdo yo el cuello si no te hartan! ¡Y válgame Dios, adónde conduce la... originalidad!

La parodia difícilmente pudiese alcanzar un cómico más intenso. A Víctor le plació seguirlo:

-¡Yo creí que al menos habrían de agradecerlo las mujeres!

-¡Según!... ¡Hay clases todavía!... -replicó irónica Bibly; pero se rectificó, filósofa, ahondando: -Hombre, y ni eso. Las Adrias, las Salvatas... las de pura carne y corazón, predispuestas por la sangre y por... su poquísima lacha, se bastan y se sobran, sin necesidad de invitaciones ni de autorizados permisos. Las otras... las que tenemos además en la educación y en la cabeza... ¿comprendes?... ¡Vale más que lo imagines, si puedes, novelista original de las Salvatas!

Hablaba así, en la cama, al lado de él, y casi con una llaneza ahora en la faz de santa heroína de la moralidad y el orden, aunque con el blanco pecho al aire..., la noble esposa del barón Georgesco. El observador de vidas no podía sorprenderse mucho de estos sinceros embelecamientos tan frecuentes en ingenuas y en ingenuos, es decir, entre la turba irresponsable de «las gentes educadas», y se sorprendió muy poco.

Desdeñó por pequeño y por inútil el placer de confundirla como mujer en su absurda posición de moralista; y sabiendo ya sobradamente que aun á la escritora, á la literata dada á discutirlo todo, recurría sólo esta vez por un artero egoísmo (no exento en la forma de piedad, puesto que disimulaba crueldades), recurrió á la literata. Iba á servirle, además, de triste, de macabra diversión el espectáculo complejo de una esclava libertada por instintos de mujer y defendiendo por mentalidad de «artistas» desde su LIBERTAD sus cadenas. ¡Ah libros de Dios que despreciaba el sabio por los de Renán y Carducci!

-Yo creo, Matilde, que es una irritante injusticia que puedan tener los hombres cien amantes y las mujeres no.

Dicho seco el argumento, ella lo recogió seca apercibida:

-Desbarras. Pueden, como robar cien relojes.

Secamente, pues, prosiguió él la discusión:

-El ladrón iría á la cárcel. El tenorio al teatro, y le aplauden.

-Bien... es que los hombres sois así... tan materialotes, tan groseros, tan necesitados de ciertas cosas que no necesitamos las mujeres... y os las tomáis por el derecho del bruto.

-Pero es que también le aplaudís vosotras al Don Juan... esas cosas y ese derecho de bruto.

-¡Nada! ¡Teatro... ya ves! ¡Al actor!

-Que no hay novia que no esté envidiosamente comparando, como tal Don Juan, con el pobre novio modosito que la mira al lado.

-Puede ser. De mí te aseguro que nunca.

-¡De ti, Bibly -lanzóse él á romper la situación de farsa -. ¿Pues no te aburre tu marido por borracho y jugador... por poco galante, y no estás aquí conmigo, quizás, por la varia y amorosa gallardía de mis novelas?

-¡Ah! ¡Tenorio! ¡Adiós! -burlóse ella, no pudiendo contestarle de otro modo.

-¡Oh, no! Ten la bondad, no me ofendas -se opuso él rápido -, es el tipo que me repugna más, por granuja y embustero, de toda la caballería española. Más noble y más justa tú, en otros días, me dabas un nombre digno: Júpiter.

Ella le miró, pufando risa, y no pudo entender, como siempre, si hablábale en broma ó con una presunción inverosímil, intolerable, puesta aún por la sonrisa sobre estos vencimientos que de ella conseguía la... «habilidad del polemista».

-¡Vamos, hijo... no he visto en mi vida tontería como la tuya! ¡Tenorio es poco... Dios! ¡A ver más soberbia!

-Es que únicamente los dioses tienen la humildísima soberbia mía, Bibly.

-¡Uh, mentecato!

Le volvió la espalda de un brinco, acomodándose contra el brazo izquierdo en la almohada, como para dormir; ahora que él, despertado por fuerza, quería proseguir la charla.

La luz pálido heliotropo del globo eléctrico vertíase suavemente sobre el revuelto pelo obscuro hecho un torsón por la blanca carne de la espalda, por los finos encajes del canesú, por la seda verde agua de la colcha... ¡Qué pena, para el adorador de lo que Dios creaba, que apenas estos cuerpos quedasen en su hermosura íntegramente respetados por la humana estupidez!... Un fonógrafo, un teológico sistema, un maravilloso problema de triángulos con que la verdadera soberbia no humilde de los sabios pretendía asombrar y corregir á Dios como á un chicuelo torpe, capaz de haber hecho á las mujeres para amarlas, le parecían á Víctor de harto menos interés que una espalda blanca.

Por suerte, la hermosa idiota se volvió de otro salto hacia él:

-Bien, sí, veamos... ¿es que me quieres convencer con todo eso de que... debo yo tener amantes?

-No, mujer -repuso con dulce contento Víctor cogiéndole una mano que le huyó arisca. Es solamente decirte que, si los tuvieras, yo no me irrogaría el tiránico derecho de quejarme... puesto que las tengo... esa Adria... que estará pronto en este mismo cuarto algunas noches.

-¡Aquí?... ¡Aquí?

Se había sentado en la cama.

Le miraba en furia.

Sino que cansada ya de ver que tenían que deshacerse sus furias constantemente contra la «cínica imperturbabilidad»; que tenían que romperse en pedazos sus orgullos contra aquella Adria siempre presentada como roca inconmovible... las mordió y se las tragó de un golpe, esta vez, girando á un lado y otro en lenta impotencia la cabeza. Las sombrías sierpes del pelo, al ondular deshechas, parecieron algo del ser adusto de Bibly que desprendíasele derramado y roto alrededor.

-Oye, Víctor -suplicó con una humildad no resignada al tremendo, al terrible, al humillante desastre de ella entera ante una indecorosa chiquilla -, ha llegado la ocasión de que hablemos sin rodeos. Como mujer, como amiga... como lo que represente yo para ti de respetable -si es que de condición de víbora no pagas con ingratitud á la que ignora haberte hecho nunca daño -te pido que me seas completamente franco. ¿A quién hablas? ¿Cómo me hablas cuando me hablas á mí? ¿Qué explicación, que yo no acierto á penetrar, puede tener tu conducta conmigo?

Los ojos de Víctor sintieron la compasiva ternura de la lágrima. Era éste, siquiera, grito del corazón, de la humana angustia en la vencida.

Cerró un instante los párpados, porque la lágrima no brotase para la mujer que no sabía llorar ni en sus dolores supremos, y tirando de ella por el talle la obligó á caer al lado suyo.

-No te debo franqueza, sino insistencia en mi franqueza. He procurado hablar, cuando te hablo, á la extraordinaria mujer inteligente que debes ser tú, que tú has querido ser para poder ser algo grande en mi vida. Buscaba y únicamente me habría satisfecho contigo, «amor», «aquella misma amistad de las almas digna de nosotros» que proclamabas, y en la cual, ni aun extendida á lo nimiamente pasional del beso, debería de haber jamás un alma sierva y otra dueña, una libertad y una esclavitud, una voluntad despótica y otra voluntad sometida, ni por inercias de la tradición social ni por causa alguna.

Hechizada en el acento, que era por primera vez completamente noble como si surgiese directo de hondas noblezas del alma, ella, en el almohadón, parecía recoger también directamente hasta el alma las palabras, por los ojos muy abiertos, inmóviles.

-Mujer nueva junto al hombre nuevo -siguió él -teníamos que ser «dos iguales», al menos en la teórica posibilidad. Para esto, la entrega total de la conciencia, sin veladas reservas, se imponía. Buscábamos amor, amor muy alto y eterno, por encima de las mezquindades artificiosas del mundo, y hecho sobre nuestras mismas miserias; no pasión con su cohorte salvaje de celos y con su fiero impulsismo que ya en la misma noche aquella del teatro me habría forzado á pagar con bofetadas cada sonrisa tenoriesca que correspondió á las tuyas. Un instinto, Bibly, «aristocrático», va logrando ya amansar la hiena humana, para estos trances, en una forma de transigencia desdeñosa, incluso del marido á la mujer: la tendencia de ese instinto es alta, certera, hija todavía inconsciente de la civilización, cuyo máximo ideal es diferenciar las humanas relaciones de las de los gatos y los perros y los asnos: el modo aristocrático, no obstante, de manifestarse ese instinto, es vil..., y yo quería sencillamente desenvolverlo, transportándolo del corazón al pensamiento y transformándole su menguada tolerancia en aquiescencia... en «mutua y plena libertad reconocida». ¿Me entiendes bien?

-Sí.

-Pues nota que tal transmutación de la tolerancia en aquiescencia sólo debe ser estimada cinismo por los imbéciles ó los hipócritas, y advertirás que esta es la clave del lenguaje extraordinario que yo he querido rendirle á la mujer extraordinaria. La relación mía contigo, no podía ser por lo tanto la del antiguo concepto del amor en caza ó en guerra, donde las mañas y los términos son efectivamente guerreros ó venatorios: «conquista», «caer», «rendir», «victoria», «tender las redes», «paloma, gacela mía»... No, no, Matilde: tú, mujer extraordinaria, dejarías de serlo si hubieras de haber vuelto á ser «mi conquista» como en Cádiz; y mostrando y rompiendo en consecuencia ante tus ojos mis redes de engaño, lo primero, me ha parecido noble y altamente digno de ti, avisarte: mi amor difícil llega á ti como una inmensa aspiración en la cual tendrás que aceptar mi alma como es, un poco deslumbrada también ahora por otra alma.

Cerró los ojos, ella, recogida en una convulsión, y Víctor se apresuró á terminar antes de verla despertada en rebeldía:

-Porque te lo digo, esa mujer que vendrá aquí dentro de poco, esa linda perdida de carne y corazón, es ante todo un alma.

Igual, con los ojos cerrados, con la mano en ellos, que dejaba libre por debajo la boca entreabierta dolorosamente; acurrucada hasta haberse ocultado casi en la colcha, Bibly, permaneció largo tiempo. No la turbó Víctor: meditaría.

-Estás seguro tú -dijo luego alzándose á la almohada y con la faz ya firme y triste de una decisión -¿estás seguro de que todo eso que aspira á ser franqueza no es cinismo?

-Me lo afirma -repuso Víctor vivaz -el que tendría que serlo también, cinismo, el estar tú tendida á mi lado en este lecho.

-¡Y lo es! -castigóse ella á sí propia dolorosa.

-No lo creo, ni te juzgo capaz de enorgullecerte de maldades, según mostrábaste orgullosa de tu amistad-amor en las cartas...; pero, en todo caso, si ya fuese cínica la condición de nuestro afecto, ¿por qué tener la cobardía de no elevar en él á virtud nuestro cinismo?

Pareció convencida ó resignada.

-Luego vendrá esa mujer!

-Antes, de mucho... Por días, para reunirse después, todo el invierno ó para siempre, no lo sé, con el viejo amigo. Es un compromiso por mí contraído con la amante que lo era antes que tú.

Agitóse ella aún, tratando de añascar en el esfuerzo de paciencia sus rebeliones, y exclamó:

-¡Oh, Víctor... é intentarás que yo sepa sin odiarte que aquí te abraza otra mujer?

-¿Qué más da? ¡Cuestiones de espacio y de tiempo... ya has sabido que traía el perfume de sus brazos, sin odiarme... Si fuese mi mujer..: como tienes tú un marido.

-¡Tendría un derecho!

-¡Los derechos justamente de que yo quiero libertar al amor que está fuera del derecho Adria, esa alma que te digo, lo entendía sin duda así al decirme de que supo que venía á verte: -«Sí, ve, no me inquieta; si la quieres, sería inútil que yo te lo prohibiese; y si no te quiere, mejor, te desengañará.»

-Bien. Mañana estarás para jamás libre de mí.

-Entonces, Adria, esa alma, habría acertado... y saldría de aquí vencida en amor de caza, de guerra, la MUJER NO EXTRAORDINARIA.

Hablaban ahora los dos boca arriba, con vaguedad de ecos, y en un pesado movimiento de los brazos se ocultó el rostro Bibly. Luego le volvió la espalda y pidió:

-Apaga esa luz. Hay que dormir. Es de día.

Hízose, en fin, violenta tal vida para el pobre insomne. Matilde, ó no dormía en la noche entera, obligándole á velar, ó despertaba á la mitad y le despertaba. «Habíala turbado él, y removido y roto, todas las creencias.» Se contemplaba á sí misma en desorientación y en destrozo, y espantábase de las consecuencias finales de esta nueva moral de la franqueza... Era de una complicación enorme (para que pudiese en sus cien hilos recogerla Bibly) la «simple y rígida moral del bien» que Víctor hacía derivar de lo amoral»... Eran, en suma, fulguraciones perdidas de grandeza, las que Bibly había visto deslumbrada y aturdida de snobismo en el alma del amante: porque esto sí, la superioridad de Víctor, para el mal ó para el bien, se le imponía, sin comprenderla... ¡germen de toda diabólica ó angélica veneración!

No lograba definir si se sentía monstruosa ó si sentía nada más el vacío de haberlo sido, el vacío de aquellos arraigos de «virtud», de «pasión», de «fidelidad» que habían tenido que arrancarla para ponerla de acuerdo consigo propia. Perdida por lo pronto una poesía del pecado que era bella, en vano buscaba otra en su extraña afección á Víctor, que parecía encontrarla ó crearla por su parte con la directa y como física contemplación del cuerpo blanco... en lo animal, en lo materialmente más lejano siempre, para ella, del amor. Así, reducida, como por una inversión, á lo primitivo, á la naturaleza, ella que se había forjado su naturaleza de todo lo social, creía, á ratos, tener el frío de un pájaro sin plumas.., y la baronesa Georgesco llegaba á sentir humildísimos miedos infinitos hacia aquella odiada Adria que Víctor presentaba formidable...

No hablaba de ella jamás, presente sin cesar en su memoria. Víctor tampoco, pero habíala dicho una tarde:

-Cuando venga, iré cada día á saludarte en tu casa... ¿No dices que no suele estar tu marido?

-No, Víctor... no querré verte... Cuando venga. -¡yo no sé! ¡no sé!

-Por lo menos te escribiré, me escribirás. «Te recuerdo» -breves saludos cruzados en la semana de ausencia. Fíjate en que tendrán una melancolía noble é infinita de martirio esos recuerdos.

-¡Cállate!

Pero no se le mostraba ya orgullosa, sino tiernamente dolorida. Por huir del fantasma de Adria, que flotaba allí romancesco y maldito, prefería salir... y lo hacía una y otra vez con el propósito de no volver, avisándoselo al extraño amante desde la calle en carta de amargo adiós... Sólo que llegaba á las calles, y quiso su estrella en estos días que encontrárase también pequeña entre las gentes, con la humillación del editor, que únicamente buscaba en «la artista» á la mujer..., con la desilusión del viejo director de un teatro, que no la habló de la comedia futura más que con frialdades...; y volvía, miserable y modestamente recogida á Víctor, como á una incierta y única esperanza... al hombre á quien le había hecho el sacrificio de su carne y de su orgullo de mujer... al novelista de nombre, con cuyo amparo podría, al menos, afirmarse literariamente el suyo, harto ambiguo entre de artista y de cocota.

Entonces, para dar estado á su situación de «amantes bohemios» (á la que parecíale simpática pareja de dos enamorados artistas, unidos por el arte y por los nervios), hizo concurrir con ella á Víctor tres noches á los tés de Rossina, por donde á última hora desfilaban críticos y literatos y pintores... Y al tornar al nido del amor y la crueldad, hasta en los brazos de Víctor seguía obstinándose, desdeñosa ella misma de su sexo, en hacerle no olvidar que era una intelectual, una novelista como él... en hacerle no olvidar á la artistas ni aun en la hembra de obediencia.

-¿Sabes? -decía cortándole sus amorosos delirios á la hermosura blanca -. Ramos y Solá anda descubriendo que es un puro plagio de Tennyson toda la...

-¡Calla! -apagábala él con un beso.

Callaba... pero volvía en su larga paciencia de poseída insensible:

-¿Te acuerdas de Nietzsche, ese gran filósofo poeta, cómo habla en...

Víctor la mordía los labios... por no reírse á carcajadas, recordando la burla feminista, enteramente, aplicable á este «caso», oída á cierto burlón de café: «¡Horror! ¡Una literata en la cama! ¡Creería que estaba abrazando á un compañero!

Pensaba en seguida que si él escribiese esta novela, daría á la baronesa Georgesco como el tipo de la seudo-sabia, de la seudo-artista ridículamente opuesto á la divina mujer artista de Salvata. Sería una satisfacción de equilibrio debida al público. Y harto de mujer, de «literata», mejor dicho (pues acababa hasta por desvanecerle completamente «la mujer» en la blanca hermosura, que en vano tenía negros y bien femeninos contrastes), huían á Adria sus afanes, á la sencilla de alma y corazón que era una bella existencia rarísima de amor y de martirio.

Por lo demás, los tés de Rossina le confirmaban que bien pudiera ser cierto que no hubiese tenido Matilde en Madrid otros amantes, coqueta y vanidosa sin la más leve impulsión de las entrañas, y á quien sólo la coquetería, ya puesta su vanidad en el novelismo, servíala de calculada arma de combate: reía á todos, procurando explotar los deseos que despertaba. Por el contrario, coqueta en Cádiz por sí misma, por su persona y su adorno, había llevado al final más de una vez y más de dos los devaneos.. según indudables confidencias, á Víctor, de Norberta, la loca amiga -antes de ser ambas rivales. Forma, pues, de virtud, tan fácil para la coqueta como enojosa para sus desesperados galanteadores cortesanos, que ahora quizás la interpretaban por fidelidad hacia Víctor en una profunda y delicada adoración. Aparte esto, y por esto mismo, se habría dado al mitológico editor -á no haberse deshecho la leyenda de sus faustos en la de un galán de industria con frac, con un periódico y con unos puñados de billetes...

La tarde del sexto día de esta «instalación» planante sobre Víctor como una eternidad, llegaron Marciana y Carmen -«¡Oh, Víctor, qué loco eres!» -se limitó Marciana á exclamar, comentando en un aparte la presencia de Bibly... con la inminencia de Adria. Era el asombro de la vieja ama maternal que no habiendo visto nunca en la casa semejantes intrusiones, hallábalas por partida doble, al fin. Venía con ella un gigantesco mundo con ropas, mandado por Adria á Tur, siguiendo indicaciones de Víctor, para facilitarla el transporte del no reducido equipaje.

-Señorita Adria!... -tuvo la torpeza de nombrar Carmen á la baronesa Georgesco al entrarle agua al tocador.

Creía de buena fe que se les hubiese anticipado la viajera de quien ya tenían noticias y sabían el nombre. Matilde tragó saliva... Calló. Pero al entrar Víctor en la alcoba, le apostrofó dignamente:

-¡Ah, Víctor, hombre, no! Estás loco si has llegado á imaginar que una mujer en la tierra sufra esto!... Quédate con tus modernismos; yo entiendo y prefiero continuar entendiendo la pasión á la antigua... con sus celos, con sus derechos, con sus viejas consideraciones á la dama... La pasión en que no haya, al menos, la indecencia de rodearla á una de criados para que la vean salir después, llevándose su baúl, como una doncella despedida, por delante del baúl de la nueva que vendrá á su puesto.

Sonrió Víctor, fingiendo pasarse el pañuelo por la cara. Poseía Bibly indudable la desdichada facultad de hacer resaltar lo ridículo, y había querido el azar, ciertamente, que lo fuese este trasiego de baúles. Luego le dio lástima la infeliz vencida que al abrumo de tantas emociones procuraba mantenerse en su serena dignidad.

-Me marcho. Espero de ti, al menos, la delicadeza de que no digas mi nombre á tus criados. Diles... que soy una cualquiera... alquilada por ti unas noches... ¡lo prefiero!... El oficio de la que vendrá, dámelo á mí... ¡sí, es mejor!... Y procura tú también no volver á recordar mi nombre. Adiós.

Tenía puesta una capota de azabaches, negro su traje por instintos del dolor, y se dirigió á salir resueltamente.

-¿Te marchas?

-Sí.

Sus trajes no estaban en las perchas guardados ya, sin duda, en la maleta -que veíase cerrada en el rincón, trabada con las correas.

Su ademán revelaba la completa decisión, y Víctor no dudó que fuese inútil todo nuevo empeño de comedia galante.

-¿Hasta cuándo? -interrogó él con la tristeza real que supone cualquier eterna despedida.

-Hasta nunca -le respondió desde la sala.

Y él fué; la detuvo.

-Dame, Bibly, siquiera la mano de amiga.

La dio -enguantada, negra, con penosa indiferencia.

La besó Víctor, con el respeto solemne á la á pesar de ella misma fracasada en el gran esfuerzo de amor.

-Volveré á verte. Te recordaré siempre. Te enviaré desde mañana cada día mi saludo de lealtad -dijo. -Yo espero, debo esperar, en la que al menos sale de aquí tranquila y persuadida de que no me puede odiar, aunque lo quisiera: corazón sublimado en un tormento no fácil para las demás mujeres de la tierra.

-Mi corazón, es únicamente generoso -dijo ella soltándose la mano. -No me escribas... ¿á qué?

Dejándole en el centro del salón, se alejó recta, pero aún la tornó en la puerta el temor ó la esperanza de sus cartas:

-Desde casa de Rossina mandaré por la maleta luego. Y no vayas á tener también la indiscreción de escribirme á mi casa... pues sabes que no podré volver á ella lo menos en tres días, cuando hayan venido los del viaje.

-Matilde, quédate...

Desapareció.

Víctor cruzó los brazos y permaneció inmóvil contra la mesa, meditando si habría sido en realidad para esta última ocasión, sincero.

Luego alzó la frente.

Era jueves. Para el lunes tenía convenida con Adria su llegada.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco días.

Rectificó: ¡Tres!... porque hoy ya era de noche, y el lunes llegaría al amanecer.

En tres días podían purificarse su casa y su sér de baronesas, de Rossinas, de ingenios de literatos y pintores... de todas estas epidérmicas cosas deformes y duras y regladas que habíanle tenido una semana en la vida que no era su vida de anchos desperezos en lo azul.