La altísima: 21
Capítulo VIII
Madrid le recibía con la magnificencia de su Mayo diáfano. Caía del cielo el gozo en sol, y saltaba hecho flores y sonrisas en las gentes, alrededor del cochecillo del viajero. No comprendía Víctor cómo pudieran así festejarle el aire de oro y la ciudad si él hubiera de venir á la desdicha. Había siempre un armónico contacto entre su sér y la luz, y se entregó á sus halagos. Adria no moriría: llegaba él á recogerla libertada; en sus hijas refugiado el amor del viejo al saberse sin el de ella con crueldad, se harían amar los dos de la fanática Sagrario, dichosa testigo al fin del triunfo de los dos en la vida y en el arte.
Llegó, y subía la escalera, buscando en cada cosa indicios de su suerte. De otro piso bajaba una hermosa mujer, de claro, con un ramo de claveles.
Le abrió una criada. Salió al pasillo doña Paz.
-¡Oh, qué mala está, don Víctor! -dijo como á un triste impulso de abrazarle. -¡Se muere!
Tiraba de él, que la seguía con la avidez muda de poder mirar que no era cierto. En el falsete le detuvo para advertirle muy quedo:
-Entre despacio. Duermen las dos, la pobre señora también. ¡Qué noche, Dios mío!
Y abriéndole ella misma, dejóle paso sin entrar, para más silencio.
La cama, de blanco. Un orden de capilla santa alrededor. Del balcón del gabinete llegaba la luz suave. Contra el encaje de la almohada misma en que esparcíase intensa la negra melena de Adria, dormía Sagrario en una marquesita... Avanzó de puntillas Víctor, y vio, con los brazos fuera, á lo largo del cuerpo, de espaldas, á.... ¡la adoradísima -qué importaba todo! -Llegó, se inclinó, y miró su rostro inmóvil, con los ojos abiertos, fijos, fijos, fijos en el aire, del lado opuesto á él, como si acabase de girar la cabeza en un éxtasis de horrible dicha al verle...
-¡Adria! ¡Adria! -gimió besándola, y tan bajo, tan en crispado soplo de su sér, que no pudo despertar la tita.
-Víctor... -musitó ella.
La insensibilidad de la faz, la fijeza de los ojos, y la vaguedad espantosa del nombre pronunciado por Adria como un suspiro, le dijeron la inconsciencia de la enferma, que ardía en fiebre. Lloró él, tomado de la misma fija insensatez en su dolor miserable, y cayeron sus lágrimas al rostro pálido... pálido, descarnado, pero sin demacración; de una expresión amarguísima de felicidad recóndita; de una celeste belleza como sólo la hay en los ensueños...
-¡Adria! -volvió Víctor á clamar, eco hueco de sí mismo.
Pero entraba doña Paz sigilosa.
-No oye, don Víctor, la pobre. ¡Ni ve!
Él se irguió cubriéndose con el pañuelo los ojos, al tiempo que lloraba doña Paz enfrente, susurrando:
-¡Cuántas veces habrá dicho el nombre de usted, la infeliz!... Antes lo hablaba todo... Ahora le nombra, le nombra... Cree que está con usted en la calle Olózoga. A su tita y á mí nos dice Marciana, alguna criada que tendrían ustedes...
Con un fácil abrir de ojos despertó Sagrario. Se incorporó, en un rechazo de ira á Víctor, quedando indecisamente hostil con la frente alta, después de haberse recogido atrás el pelo de las sienes.
-¡Ah... usted!
Se levantó. Un ansia fulguró en su mirada, y con el ademán expresó en seguida la invitación de que él probase en la enferma su presencia.
Doblóse Víctor de nuevo é hizo girar á su cara la cara de Adria entre ambas manos convulsas, para lanzarle al mismo aliento de su boca:
-¡Adria! ¡Adria!... ¡Soy yo! ¡¡Tu Víctor!!
Hubo unos segundos de asombro, en Sagrario, en doña Paz. La enferma había girado los ojos, como una ciega de ojos claros, en un afán extraño y pasajero. Por primera vez veíanla este asomo de atención.
¡Llámela! ¡Más! ¡Parece que le atiende! -excitó la dueña de la casa.
Y el amante la sacudió casi brusco, al repetir:
-¡Adria! ¿No me escuchas? ¿No me ves? ¡Soy tu Víctor!!
Le miró Adria, clavada. Se estremeció. Fué á sonreír... ¡Nada, después! cerró los párpados pesadamente y ni volvió á sentir la voz querida ni los besos más pesados del amante... Entre besos, se alzaba á contemplarla con su ávida pena de asesino, dulce no obstante, detrás de su pena, no sabría él qué alegría infinitamente suave cual si también detrás, dentro de la enferma, de la muerta, del cuerpo de tantos que no importaba que muriese, se le estuviera indudable como nunca revelando la vida inmortal y toda y sólo suya de la ALTÍSIMA. -La besaba, ante las dos absortas mujeres, y la volvía á contemplar. Prescindía de ellas. Veían los ojos de su alma á ELLA, únicamente. Y ELLA, esta alma de carne que era á la vez, por mezcla infanda, carne de amor de perdida, y de la cual quisiera el noble arrancar para él la Adria suya, cristalina de purezas dejándole á las gentes maciza la Adria de pasión, había podido conservarle, aun para morir, su poesía... No ostentaba ni la más leve huella infecta de enfermedad como bruto ultraje... Bañada con frecuencia, según indicaba una tina de cinc en el rincón, el agua, con que querían apagarle los doctores el fuego de la fiebre, tenía también en nítida limpieza su beldad... Blancos sus dientes, finos sus rizos, una sombra azul apenas en los párpados, un tenue olor de éter apenas en su aliento... Era como si hubiérase dormido en un sueño eterno desde que él la dejó meses antes, y tuviese la pálida y divina delgadez de un ensueño vivo de la muerte. La besaba, la volvía á besar pesadamente ansioso, enmarcada entre sus brazos...
-¡Vamos! ¡Déjela! -Pidió brusca Sagrario -¡Déjela! ¡Duerme!
Y como al estallido de rencor, que rasgó el silencio, Adria tornó lenta y sin tino la cabeza, sin abrir los ojos, y pronunciando con agotado llamar el nombre del que tenía á su lado, del que ella vería tan lejos en la obsesión penosa é insensata... Sagrario le arrojó á Víctor con odio:
-Dice Víctor... por horror al daño que le ha hecho. ¡Leí... la carta de usted!!
Encarábale altiva y triunfal... en raro triunfo de sarcasmo, porque no había servido su presencia más que la de ella misma con su idolatría salvaje para el milagro de resucitar... á la que ella hubiese querido quizás ver muerta otra vez... antes que tener que debérsela resucitada por el sortilegio de sus besos.
Salió Víctor á la sala contigua con doña Paz.
Por las estancias donde aún vivió con Adria tan bella vida, con una triste belleza de crespúsculo, flotaba la paz siniestra del destrozo..., del destrozo de amor, barrido, cuya última ruina era aquel cuerpo puesto á morir allí cerca. Ni estaban dispersas por los muebles las cosas de los dos, ni respetaron del grande amor la sagrada sombra otras gentes. -«Aquí tuve en todo Enero un matrimonio. Yo creo que el marido era jugador, muy gordo, lleno de brillantes» -le había dado por sandia noticia doña Paz.
Él permaneció tumbado en la butaca, de espaldas al balcón, medio oculta la cara en una mano. Ella le contó cuanto sabía del «accidente»: debió Adria quedarse á leer la carta de pie, como estaba cuando se la entregó en el gabinete; debió caer de pronto, desplomada, porque le habían visto después una herida entre el pelo... Le refería también sus breves escenas con don Baldomero, tan triste, el pobre señor, que aunque no se separaba de la cama, se diría más profundamente disgustado que por la enfermedad misma, por la carta... La propia enferma en su loco delirar del principio, le enteró de todo; doña Paz tuvo al fin que confesarle, y disculparle á su manera, que don Víctor la conoció casualmente como vecino de esta sala...
-¡No volverá, el buen señor!... ¡Bueno como el pan, aunque burrote! ¡Si viese usted qué lástima me daba, don Víctor!... Le ha dejado dicho á doña Sagrario un comercio donde cobrará la renta, y cuanto necesiten. ¡Pobre! ¡Pobre don Baldomero!
Víctor, oyéndola, admiraba sin sorpresa, una vez más, cómo la ignorancia de estas buenas gentes había podido hacer, como tantas buenas gentes á otras infelices, una mártir en la Adria niña que cuidaron con tan paternal solicitud.
-Y todo -siguió fundida en llanto de improviso doña Paz -, todo por la ligereza de usted, don Víctor... todo por aquella carta mía, que es la pena oculta que me mata. ¡Celos usted de don Antonio; mentira parece, don Víctor!... Del sencillo don Antonio, como un muchacho que allá dentro sigue de palomino atontado sin saber de la desgracia sino que cayó la señorita con fiebre cerebral... y vaya -plantó quitándose de los ojos el pañuelo repentina -¿quiere usted que le diga más, que le diga de una vez... -Detúvose, y resolvió en seguida con su ardor de convicciones: -Sí, sí, don Víctor; se lo diré... mire si yo podré saber la inocencia de ese hombre, desde que á poco si lo mato cuando le reñí aquello aquel día... Mire si yo habría vuelto á aguantarle lo más mínimo, cuando... cuando... ¡en fin (y usted dispense... y bien sabe Dios que lo confieso por si muere doña Adria, que no sea sin mis disculpas...) cuando don Antonio y yo nos entendemos!... ¿Concibe usted que le tuviera si no en mi casa por diez reales?... Pues bueno: de día, á su oficina, de noche... comprende usted?... Lo que hay es que la señorita Adria era una niña que salía igual de su prisión por charlar ahí fuera con él, ó conmigo ó las criadas... que al balcón si oía una pandereta!
Partió doña Paz. La llamaban.
Volvió Víctor á llorar cada día muchos ratos recogido en la sala de recuerdos, y con la imagen de la Altísima que le llamaba sin cesar sin conocerle, sin que le vieran sus ojos de fijezas insensatas. Aquella voz, aquel nombre suyo obstinado en el delirio, le causaba la trágica emoción de un eco de otros mundos. Oía en él... la Eternidad -aquella cosa honda y sin término que él mismo había querido entrarle á Adria en el corazón con la fugacidad de la vida. Y era inefablemente dulce, con dulzura lejana é infinita, la divagación del nombre en los labios que ya nada más sabían de la Tierra. Era de una tremenda y soberana majestad esta especie de tenaz y solemne llamada amorosa de la muerte por los últimos suspiros de la amada.
Víctor!... Victor!... Víctor!...»
El suspiro de muerte de victoria lo exultaban los labios de la Altísima cada vez más bajo y tardíamente... de media en media hora, al moverse, al sacarla cualquier ruido del sopor... Parecía que le iban saliendo en él las últimas burbujas de alma. Si moría, habría de haber dicho su postrera expiración: Víctor, -y entonces él entendería: Vencí... porque ella habría muerto deshecha en amor, dada así su vida entera al alma del Universo. ¿Acaso para más se cruza por la Tierra con ojos, con boca, con corazón, con tantas ansias de besar? ¿Acaso el Universo fuese más que el beso sin fin de todo á todo, y toda la sabiduría el comprender esto?
Mas un poco se parecían al sabio aquél del tren Sagrario y los doctores: ella con su instintivo yo perenne é indivisible (con su soberbia fanática y salvaje); ellos con su metódico pensar de hombres de ciencia, que les hacía afirmar á uno que moría la Altísima de meningitis, á otro que de larvado tifus cerebral... si bien ambos avenidos, ante la muerte fatal de todos modos, al simple tratamiento de baños y frecuentes lociones con florida á la cabeza. Sagrario, en cambio, tenía su diagnóstico de odio, que le lanzaba á Víctor al mirarle conmoverse de ternura, como de embriagueces supremas de amor, cuando recogía en los largos silencios junto al lecho, la tita á un lado, al otro él, los suspiros de su nombre.
-¡Psiá! ¡bah!... ¡no crea usted que á nadie mata... un disgusto! ¡Lo que tiene es reuma al corazón, como su madre!
Resignábase la tita á ir viéndola morir, en una torva displicencia, en una casi indiferencia irónica y rabiosa que al menos se dijera satisfecha si lograse convencer á Víctor de que no moría por culpa de él». Así, tan extrañamente, aborreciéndole más, la maníaca le absolvía del crimen noble -realizado desde la memorada noche sin el puñal de Bibly.
-«¡Oh, por él!... No lo crea usted, señora: le importaba un cuerno!» -oyó Víctor otra vez, al descuido, que le decía la tita á la dueña de la casa, en su afán de hacerles creer lo contrario de su persuasión á los extraños.
Aparte esto, no le dirigía la palabra. Tres noches sufriendo al verle competir con ella en la fatiga inútil de velar á Adria. Solían saltar en el silencio, de la arisca irreductible que parecía dormida, frases como éstas: -«¡Déjela!... ¡descansaba ahora!» -«¿Por qué no va usted á acostarse?» -«¿Por qué no se va usted mañana?» -E igual siempre que le sorprendía robando á besos los últimos soplos de vida y de cariño en la frente ó en la mano de la enferma. -No le dirigía la palabra, le fulminaba los odios.
Éxtasis de los ojos: los de Adria en el aire, los de Víctor en Adria. Por la alta noche subían de la calle los mismos ruidos de gentes y tranvías que oyeron otras noches. Adria habría seguido oyéndolos en su soledad, desde su prisión. ¡Qué tristes de abandono debían haberle parecido las noches y los días! -«¡Una niña! Salía de su cárcel lo mismo á charlar con el huésped ó las criadas, que al balcón por una pandereta!»
La niña.
Niña como él, niña que creyó, que lloró -más que él. Tan inverosímil de bondad y de simplicidad, que la creerían absurda las gentes y que él propio no había podido CREERLA.
La ALTÍSIMA.
Mirándola, pensaba Víctor que hay cosas increíbles, jamás creídas hasta que llegan á evidenciarlas estas pruebas imponentes de lo absoluto. Acordábase de un amigo de su casi infancia, de sus diez y seis años, tan tímido y cobarde y lindo como una niña: nadie hubiera podido suponerle capaz de un rasgo enérgico... y una noche, porque sorprendió una carta de un amante de su madre, se mató -del modo más brutal; con un pie descalzo, atados á un dedo los gatillos de la escopeta de dos cañones, y con cuatro balas, que le hicieron saltar los sesos al techo.
Con el recuerdo triste, tendió Víctor la mano á la frente de la Altísima, como á tocar sus purezas increíbles y sublimes. Se alarmó: estaba fría.
Su faz, sin embargo, serena, y su respiración bien ritmada. Sagrario, desde hacía dos noches, dormitaba en la obscuridad del gabinete, dejándole al cuidado de la enferma, echada allí con odio por los Víctor, Víctor, perpetuos del delirio...
Se levantó y le puso el termómetro. Marcaba 36º y 5 décimas.
¡Sin fiebre!
Fué la sorpresa del día siguiente. Los médicos se llenaron de esperanza; Víctor se llenó de esperanza; Sagrario recibió con recelo su esperanza..., con no supiera qué recelos de seguir oyéndolo en razón á su sobrina lo que la oyó loca, en olvido á ella de amor á otro.
Sin dejar de ser insensato, volvió á ser más extenso el delirio de la infebril; en frases de recuerdos fragmentados, pero igual en su obsesión: fijábase en quien la hablaba, y las alucinaciones hacíanla llamar otra vez Marciana, Carmen, á Sagrario ó doña Paz. Hablaba de sus trajes blancos... de la muerta que tenía sobre el pecho el corazón..., de Víctor que la llevaba por la nieve...
Un anochecer le preguntó él:
-¿Qué tienes, Adria?
-Yo? -le respondió ella mirándole con singular insistencia donde pareció prenderse la conciencia un segundo -; ¡no tengo nada! -Y fijándole aún más la mirada negra en los ojos, preguntó: ¿Quién eres tú?
-¡Tu Víctor! ¡Oh, Adria! ¡Mi ALTÍSIMA! -exclamó el amante rodeándola dulce un brazo y besándola más dulce, más ávido de no espantar en su caricia á la pobre débil razón que rebrillaba en la mirada.
Estaba sentada en la cama, y volvió á echarse lenta, y sonriendo y murmurando:
-Ah, sí, la Altísima... ¡Lo decía él! ¡La Altísima!
Cerró los ojos y se los ocultó con la mano, como á meditar en místico embeleso.
De las tinieblas del gabinete salió inmediatamente un desgarrado lamento de Sagrario que decía -escapando por la sala:
-¡Está loca! ¡Me la ha vuelto loca, loca!... ¡Dios mío!
Y corrió en desesperación, la mísera, y durmió por allá dentro esta noche.
Vagó Sagrario, desde entonces, en una especie de siniestra vigilancia de los dos, hostil, muda, sombría. Llegaba al lecho, miraba á Adria, esquivaba de Víctor sus torvas emociones, y volvía á salir rígidamente. -A la hora volvía, fúnebre y puntual, á darle á la sobrina té con leche, bizcochos, champaña.
Una vez, un clónico temblor la hizo romper una copa al fin de un diálogo:
-¿NO; no ve usted? -lo había iniciado Adria de improviso -¡No vendrá! Se habrá perdido en las nieves...
-¿Quién? -inquirió la tita desabrida.
-¡Él!... ¡No vendrá! ¡No vendrá!
-¡Si estoy aquí, contigo, alma -intervino Víctor -.¿No me oyes?¿No me ves?
-Víctor... ¡Ah, sí, te oigo!... Tu voz es como la suya. ¡Cómo te pareces! -y le acarició añadiendo:
-¡Pobre Víctor... ¿te ha mandado á ti?
-¡Adria! Adria! -la agitó Sagrario entonces, queriendo arrancarla de aquella caricia que nunca era para ella: -¿No te acuerdas de tu tía, de tu Sagrario... de tus hijas?
Y Adria, mirándola, grave, susurró meditativa:
-Sí... yo tenía... una Sagrario y dos niñas, rubias... Han debido Morir hace tiempo. No recuerdo cómo eran... ¿Las conocieron ustedes? Iré á Versala y rezaré. También era yo rubia, muy rubia!
Dobló la cabeza á las manos, afligida, y no escuchó más.
A veces creía Víctor que llegaba la tita á creer, cuando interrumpía en las furtivas entradas sus diálogos con la delirante, que Adria «por refinada maldad» (¡no inaccesible al menos la histérica Sagrario á tal aberración!), seguía fingiendo sólo para ella el desvarío de una fiebre ya pasada. Doña Paz, con la estultez de las gentes al juzgar de ciertas psicosis, fomentada esta creencia sin quererlo. ¡Oh, si hubiese usted oído antes cómo le hablaba á don Víctor... todo, todo el entresuelo de la calle de Olózaga lo estuvo recordando, según preguntaba él!»; -y á Sagrario y á ella misma les completaba la admiración y la extrañeza, con respecto á la inconsciencia de Adria para las personas, la casi cabal sensatez, dentro de sus errores, que iba mostrando hacia las cosas y las sensaciones de presente: comiendo, ella prefería unos platos á otros, los sazonaba de sal, diferenciaba los vinos; repuesta, además, de fuerzas -y teniendo la manía de que era una virgen, «una virgen rubia, cuyos ojos negros se volvían verdes por la tarde»-, habíansele exagerado todas las delicadezas relativas al cuidado de sí misma; y en fin, por más que no se interesaba en cualquier conversación de los demás, soliendo entonces cerrar los párpados y sumergirse en sus abstracciones, parecía á tiempos escuchar, y respondía, si se hablaba de paseos ó de teatros y se la interrogaba insistentemente: -«Sí, á mí me gusta pasear.» -«Sí, me gusta mucho el teatro». Contó una vez, á instancias de Víctor, una divertida escena de un sainete, y otra rectificó que fuesen escaleras, sino rampas, las de la Giralda de Sevilla.
Contemplándola, recogiéndole amor el amante, de sus emotivas incoherencias, una tarde Víctor y ella se durmieron, bien cerca las cabezas al extremo de la almohada -él en un sillón. Se había dormido Víctor de un modo dulce y profundo, y los dos abrazados. Así los halló la furtiva vigilante al entrar... y fué horrible su impresión, porque no había vuelto á verlos así desde el diálogo del otro día; porque no había visto ni aun entonces esta sonrisa de felicidad en Adria, como si tuviese entre los brazos su todo y único tesoro.
Fué horrible, fué horrible. Paralizada Sagrario en espasmo, el levísimo suspiro de dolor que lanzó su pecho bastó á cortar el sueño siempre ligero de Adria..., que abrió los ojos, que alzó cuidadosa sobre Víctor la cabeza, que le miró hechizada, enajenada, murmurando «¡Victor!... ¡oh, mi Víctor!», y que desplegó su sonrisa en venturas inefables besándole muy leve... besándole la frente, besándole los ojos... besándole con la angélica y ternísima pasión que á un niño todo luz ó todo alma á quien no se quiere despertar...
Sagrario sintió que la rabia la cegaba y que una congoja le oprimía la garganta como un cerco; primero llevóse á la garganta ambas manos; y luego tendidas, abiertas como á ahogar, se lanzó á Adria rugiéndole:
-¡Bruta! ¡Bruta!... ¡¡Estúpida!!
Llegó, y se detuvo espantosa, vacilante... ante Víctor despertado en sobresalto, ante Adria sorprendida en brusquedad... Ante Adria, que en su miedo instintivo é insensato se amparó en Víctor, sepultándole contra el corazón la cara... vueltos á Sagrario los ojos con horror.
Y volvió á rugir Sagrario, entonces, saliendo y derribando en su fuga de infernales odios una silla:
-¡¡Bruta!! ¡¡Bruta!!... ¡¡Animal!!
¿Qué fué?... ¿Por qué y adónde corría la imbécil?... Víctor no pudo darse cuenta sino de que sentía contra su corazón á su Altísima, refugiada en él de la barbarie...
Símbolo soberbio. Casi la vida. El alma de una ciega en la ciega fe de un corazón! -Porque Adria seguía sin ver lo que veían sus ojos, sin oír lo que escuchaba. Porque Adria, cuando él desenlazándola quiso hacerse netamente constar en su conciencia de mujer, volvió á reír y á divagar con su insensatez de divina loca que tenía en la mente una quimera.
Por la noche supo Víctor que Sagrario había salido y no volvía.
Por la mañana recibió doña Paz una carta con insultos para todos: «He resuelto marcharme con mis niñas donde no le importa á nadie. Dígale á mi sobrina, la LOCA DE CONVENIENCIA, la cómica más cómica y la mujer más animal de las nacidas, que se quede con DON VÍCTOR para que la SIGA ADORANDO ó la tire al río. Dígales que no se acuerden más del santo de mi nombre, que no estoy dispuesta á que me tomen más para sus alcahueterías... pues ya tienen y les sobra CON USTED, señora doña Paz...
Víctor, á quien le llevó la carta doña Paz indignadísima, no tenía derecho á detestar de la sandez que había inspirado, en la que la escribió, tales absurdos. Le invadió rubor, nada más: la bestialidad de Sagrario, sarcástica y maligna, parecía estarle retratando como un espejo: era su misma bestialidad, y sus dudas, sus frases... «á la cómica más cómica...» ¿Por qué la ALTÍSIMA lo era en tanta sencillez que tuvo que dudarla incluso el que la adivinó y se la reveló á ella misma?
Abandonado en este día el lecho, por indicación de los doctores, tres después daban el alta y dejaban un plan cada uno, según sus nuevos juicios del mal; el más viejo, celda, aislamiento y no esperar que la loca dejara de serlo de por vida (de generación en placas); el más joven, higiene, viajes, diversiones, un poco de hierro, y no sorprenderse de que el día menos pensado amaneciese cuerda (manía histérica). Víctor, antes de abandonar á Madrid, llamó á un especialista famoso que supo ser más prudente: imposible todo diagnóstico ó pronóstico hasta ver la marcha con el tiempo: bien estaba el hierro. Campo, higiene, y... esperar.
A Tur entonces.
Carmen fué llamada para el viaje. Lloró, al ver así á la señorita. Doña Paz fué á la estación á despedirlos.
¡Loca!
Pasaban las noches. Pasaban las lunas por el cielo, y siempre volvía otra luna detrás de las estrellas hundidas en el mar.
No pudo recibir la Vida, no pudo recibir el Amor, sin enloquecer la triste Adria!
Un delirio la abrasó miserias del pasado. Otro la había borrado entera su vileza. Diáfana. Ideal. Fantasma de sí propia. La miserable no hubiese podido envolverse de otro modo en el pleno amor -la nacida para amar únicamente. Quedaba en su simplicidad pasmosa, que ella por su calvario de ignominia supo irradiar con mudas y amargas sonrisas para todo, desdoblada la duplicidad tremenda de su sér. Libre la ALTÍSIMA -muerta y olvidada y dejada atrás la perdida, en el camino, para siempre...
¡Oh, la gitana del camino! ¡Cómo había arribado al puerto de luz de la ilusión en donde está la felicidad en la eternidad!... Y cómo Víctor la envidiaba, menos dichoso, con su pobre razón sujeta aún al tormento de cuanto no es todavía la misma cosa de ilusión y de verdad sobre la Tierra! mirándola, mirándola cruzar blanca entre las rosas á la luna, se preguntaba cuánto aún hubiese de tardar en ser así divinas locas, divinas niñas, pero con la gracia apasionada que había perdido Adria en su destrozo de mujer, todas las mujeres...
Ella no sabía de virtud, ni de rubores, ni de gentes... Sabía, como una diosa, de flores, de cielo, de amor. Y sonreía. Toda sensualidad y alma, era toda alma y toda boca y toda nervios... virgen blanca singular, alma de nervios que para hallar sus éxtasis voluptuosos de más enamorada bastábale besar á Víctor en los ojos, en su ensueño ó en el fondo del cáliz de una rosa.
Virgen de las más raras castidades sin pudores, porque era ya vaso de amor toda ella. Vivía como en el deliquio de la perenne insuperada posesión que no necesita la carnal de los abrazos. Brasa de amor inocente en cuya transparencia azul se habían juntado amigas y fundido las lujurias la tigre y las purezas del ángel. Si Víctor, viéndola tan cándidamente desnuda tantas veces, osara alguna volver á tomarla como plena amante, él tenía la seguridad de que ella le aceptaría sin menos amor, sin más amor, con la misma inexaltable sonrisa de serenidad feliz que la veía en sus besos á las rosas.
Su ventura divina, no podría serlo, en verdad, si conservase la aptitud de ser aumentada en un momento: extensa, perpetua, infinita..., tenía la serenidad siempre igual de lo infinito.
-¿Vamos, Adria? -solía él decirla cuando ya todos dormían y la luna se inclinaba sobre el mar.
La cogía del brazo y la llevaba á sus estancias, llenas ella las manos de rosas para el altar. El joven mastinote del hortelano llegaba delante de ellos, jugando á morder las rosas, hasta la puerta.
Víctor, inmediata á las suyas, le había convertido á la Altísima en dormitorio y capilla-tocador de azul y blanco dos amplias habitaciones con balcón á las montañas. El lecho heráldico, el que había servido para su pasión de pura en casa de Marina, teníalo aquí la blanca virgen vestido de sedas suntuales. Una Santa Teresa, de marfil, para que fuese como Adria, coronaba entre los búcaros de rosas, y delante del espejo, el místico altarcillo de belleza, cuyo pañal de encajes y batista estaba lleno de cepillos y frascos de perfume. Y Adria, la Altísima, se desnudaba lenta en el altar y se iba al lecho, donde Víctor la dejaba con el beso de hasta mañana en la frente...
¡En la frente, ó en los negros rizos ó en el pecho... daba igual!
Desnuda, vestida, en el lecho ó bajo el cielo, purísima ó coqueta con sus gracias de nereida ó de flor, él besaba castamente la frente de la Altísima, los senos de la Altísima... y no estremecían á la mujer, muerta en la Altísima, los besos en los senos, -no más los sentía que en los negros rizos derramados por los hombros. Zonas anestésicas, llamaríale á esto el viejo médico aldeano, de Tur, que las encontraba por los brazos y en el dorso de las manos y los pies. -A Víctor le enojaban tales frías é inútiles interpretaciones científicas de dinamismos morbosos, y prefería atribuir la no hiperestesia orgánica á una «equilibración», á una fusión nerviosa de lo sensorial y lo ideal en la misma bella alma; pero le bastaba considerar que en el apasionado abrazo (tal vez por la suya deseado) ella hubiera de permanecer como ajena é inconsciente del pleno placer de amor que diera sin participarlo, tomado en ella á traición y en robo, sin la voluntad de ella, en la mera pasividad feliz, no más, de la insensata..., para que la respetase sacratísima, como á una niña entregada á su custodia. Ahogaba, pues, tales impulsos, llorando algunas veces el dolor de su bien perdido sobre la sonrisa de la Altísima... que le hablaba de él, del eterno ausente..., y se apartaba Víctor del lecho y salía con la indestructible evidencia de que no pudiera nunca cometer, de que no cometería jamás, tal profanación villana, cobarde.
Pasaban las mañanas. Pasábanse los ramos del altar y volvían más á los búcaros, incesantemente, las manos de la Altísima.
Locura moral. Locura de diosa -tal vez.
La dulce loca, á besos dormida y á besos despertada de sus sueños ó sus éxtasis, dejaba el lecho negro heráldico -ya aquí con ella misma entre regios doseles como la reliquia gloriosa en un museo -, y lo mismo se iba al altarcillo-tocador cubierta sólo por la camisa de amores de encaje para besar á la Santa ofreciéndole perfumes, que al baño, para salir de él y enjugarse y quedar en cueros rezando delante de la Santa y del amante. Pero rezando sin rezos..., que no sabía, que había olvidado su bella confusión de lo humano en lo divino. Rezándoles, orando, postrada toda pagana y cristiana en la alfombra, sentada con un pie bajo el muslo y en la otra rodilla las manos enlazadas en éxtasis, en sus largos éxtasis dignos de la extática enamorada de Jesús, y del poeta enamorado del mármol de alma de la carne.
Un poco cara en dolor le había costado á la suya este contemplativo gozo hacia la ideal estatua por su amor labrada, pero bien valía todos los dolores.
En la mano solía ella jugar á un tiempo con el nupcial anillo de brillantes y con la vieja medalla de plata que llevó desde nacer, puesta por su madre. Asimismo el anillo se lo puso Víctor en otro nacimiento: en el de la Altísima. Talismanes que á través de la vileza la habían guiado hacia la luz de esta locura.
Y así era su locura, como su vida fué, de sumisión y de humildad, de sonrisa y de belleza... de una extraña y gentil coquetería llena de misticismo que estaba en ella como en los místicos nardos. Locura de lo delicado y de lo limpio y de lo noble. Locura de las cosas blancas y de esencias. Locura de bañarse, cual si el agua tibia de su bañera de alabastro, que olía á florida y tenía floriándola flotantes pétalos de flores, fuese el Jordán de sus purezas en la estancia de silencio. Locura, en fin, de hierático impudor, de arcangélica inocencia, que la hacía desnudarse para el agua delante á la vez también muchas mañanas de Carmen (igual se desnudara en medio de una calle), y que la dejaba después -cuando salía en rubor la doncellita, poco á poco sin embargo inocentemente acostumbrándose á la perfecta inocencia de la estatua y al admirador respetuoso -sola con Víctor, en sus éxtasis de muda esclava feliz humilde por los suelos, ó en sus diálogos de divagación alucinada hacia el ausente, por cualquier sillón que amante recogía la suave desnudez de morena perla.
Nada, por otra parte, tan admirable, en medio de su rebelde incoordinación mental emotiva, como la precisa sensatez con que servíase de sus cepillos, de sus jabones, de sus útiles de adorno. Era una loca del corazón, y no lo era para todo lo demás del mundo de las cosas, entre las que cruzaba con una simple solemnidad callada y sonriente cual si les pidiese nada más que no turbasen mucho su íntimo ensueño tan querido. Carmen la llevaba al extremo de la huerta, saltando el mastín delante de las dos, á que la viese ordeñar la vaca y la ayudara á coger las fresas. Y Marciana, que la adoraba en hija, como á Victor que la llamaba de tú, como á su Víctor, se obstinaba en retenerla en la cocina, siempre limpia como un salón, por sentirla cerca, embelesada, cruzando con ella algunas frases que no revelaban la menor demencia, sino la limitación vergonzosa de una niña recién sacada de un colegio, mientras Adria misma iba confeccionando al otro lado del fogón compotas y flanes para el postre.
Tal era el afán de Carmen, de Marciana, de la mujer del hortelano, igualmente, por estar cerca de la linda chiquilla de melenas negras á quien Víctor se las hacía tener ceñidas por detrás de las orejas con un liso y finísimo arete de oro. -Por que Víctor, ambicioso é insaciable, en tanto trabajaba él, queríala también sentada no lejos por la galería, en el diván, en las butacas, blanca con sus túnicas de arcángel y su diadema en las negras crenchas -á la Altísima que era en su tocador la helénica desnuda...; blanca y soñadora y pétreamente inmóvil, aquí, recogida en sí misma, con toda la ventura del reposo, con la faz caída á la mano, cerrados los ojos, como en verdad al arcángel de ensueño de un sepulcro.
Unos ratos, á ella, en la galería del trabajo, antes de llevarla al comedor donde la mesa los esperaba nevada de jazmines, leíale él las vivas páginas escritas. Le escuchaba, como á una música de evocaciones lejanas é inconexas, y refiriéndose indefectiblemente al Víctor ausente, que no podría volver, le interrumpía con frases vagas que prendíanla un segundo en su memoria: -«¡Sagrario!» -«Juanita y Luz!... Juanita!» -«Bibly Diora... sí, sí, yo la conocí!»... Y sin embargo-¡oh misterio de las fibras que enlazan la impresión! ¡oh rotos teléfonos del alma!..., y sin embargo, seguía absolutamente refiriendo al Víctor real el Víctor delirado... Así otros ratos, oyéndole las cosas de presente, ella se hipnotizaba y le devolvía las suavísimas caricias en un positivo gozo directo, inmediato, que no tenía que pasar en refracción por sus quimeras... aunque sus labios, discordes con sus ojos, persistían en hablarla de él... del ausente... ¡¡del nunca presente por completo!!... De él, pues, que era un alma!...
Pasaban las tardes. Pasaban rosas y nacían más. Adria las cuidaba. Víctor, viendo sobre el campo de rosales el cuerpo blanco y la melena negra de la Altísima recortarse contra el cielo, contra el mar, dejaba caer el libro á las rodillas y se quedaba meditando ó adorando...
No le mintió la luz de oro de este sol, que él tenía hermoso en todas partes, con su augurio de esperanzas cuando fué á Madrid el amante llamado en un delirio. Llamado á salvarla.
La había salvado.
Hubo un azar providente que salvó también á cuantos amó la mártir. Ella para él, ya feliz, redimida del martirio, su ALTÍSIMA -su IDEAL, forjado al fin, en una vida, del ensueño de Salvata; él, tendría por derecho de amor, y arrancado al mundo en la cruenta batalla de sus ansias donde mirando atrás veía muertas, veía muertos, un trozo de campo, un huerto de flores, un fondo de mar y de cielo y de sol, de luna y de estrellas, y una copa bella y frágil de la VIDA tallada en alma; y cuando el soñador de realidad fuese á Madrid, comerciante de sus libros, «de sus sueños» él... acordándose de esta Villa Paz de Tur, que siempre había esperado un alma y que ya tenía un
ALMA, podría no volver á perder ni un momento la conciencia de que vendía alma... alma, alma generosa, en derroche de sus libros, por unas cosas menudamente lisonjeras y otras redondas y sonoras á que llamaban las gentes aplausos y monedas. -Para él, su ALTÍSIMA; para las dos niñas de candor, la reclusión del colegio en torno al cual el padre banquero y la tita apasionada velarían por ellas vueltos á conciliarse sin la aborrecida presencia de la traidora é ingrata á quien amaron ambos con amores tan horribles...
Meditaba, meditaba Víctor en estas tardes frente al cielo, mirando á la ilusión suya, bella y blanca y negra, vagar entre las rosas. Había hecho una felicidad. Aquella noche en que él pensó haber matado á la Altísima á la puerta del teatro, le había asestado la frase de puñal, al revés, á la perdida. No fué tampoco el bruto que quedó frente á la perdida que no volvió á existir en la ausente ni en la viajera de Sevilla, quien la escribió «la carta». Rectificaba ahora; fué el Amor, fué... el alto amante de la alta amada, -y por eso ella con el último destello de razón lo pudo ver entre renglones; y por eso, en ella, la otra, la perdida agonizante, se desplomó y murió para que volara la ALTÍSIMA que más que nunca le amó entonces, que más que nunca, y para siempre ya, le amaba...
Se acercaba Adria entre las rosas, con un manojo de rosas para el altar. En la otra mano traía un capullo y lo olía ávidamente.
Estaba Víctor en el cenador, como en una jaula de enredaderas y de hiedras. Por entre las hojas la vio sentarse cerca de él, en el sofá de mármol de la glorieta redonda, al otro lado de la fuentecilla de guijos que esparcía al alto en lluvia de abanico su salto de agua. Un laurel cerezo servíala de dosel. El tenue ramaje la sembraba de lunares de sol toda la falda.
¡Qué belleza de lunares la suya tan perfecta!
Había soltado las rosas en la piedra y olía el capullo, acercándoselo á la boca, á la nariz de respiraciones epilépticas. Un gran capullo rosa-Francia, cerrado como un huevo -con sólo dos ó tres hojas vueltas de un pálido color grosella por el revés. Su olor la enajenaba. Teníale entre ambas manos é inclinábase para aspirarlo en un ansia de embriagueces.
Lo aspiraba como un cerrado pomo de esencias. Maciza y herméticamente cerrada la flor en sus pétalos, debía su aroma trascender prometedora, prohibida. Y la Altísima volvió la vista al ramo del asiento y á otros rosales, en busca de alguna de esta misma clase abierta. No la había. De té, y blancas, purpúreas... sin aquel palor de carne, sin perfume. Hubo de resignarse.
Durante un rato jugó con el capullo por su barba y por su sien... Cerraba los ojos, lánguida, habiendo inclinado leve la cara sobre el brazo contra el alto respaldar -doblada y torcida toda ella en sí misma y permaneciendo por fin inmóvil con la flor junto á los labios.
Palpitaba su pecho bajo el níveo traje. Mordió una hoja y la mascó. Su cara palidecía. Su mano cayó inerte con la flor sobre la falda.
¿Iba á dormirse?
¿Se habría dormido?
¿Soñaba? ¿Qué soñaba... tal vez de otras rosas que jugaron por su carne?
Dos mariposas blancas salieron del ramaje y volaron sobre la cabeza inmóvil. Una se posó ingrávida un instante en el arete de oro -antes de seguir en busca de la otra perdida en el rosal.
Adria abrió los ojos, alzó la flor, y con la otra mano le arrancó dos pétalos. Triturándolos, los olió. Luego, irritada de improviso contra aquella aroma púdicamente guardada por el duro nódulo de hojas, se irguió un poco, y se dedicó á separarlas una á una para transformarlo en rosa abierta. Pronto lo consiguió en las primeras; mas debajo se envolvían como películas tenaces fáciles de desgarrar, y sus dedos se obstinaban impiadosos, delicados, desliándolas y apartándolas en trémula caricia... Y de que había vuelto algunas, volvía á oler anhelante el capullo y volvía á querer esponjarlo más, como excitada por la intensidad de la esencia.
Su cara palidecía. Sus manos temblaban, nerviosa toda ella é impaciente en la tarea creciente á cada paso en imposible. Tenía aquello algo de violación. Las hojas no cedían sin romperse, sin ajarse como sedas vivas. Innumerables, más sutiles mientras más profundas, é invertidas y rotas las de fuera, ya formaban en derredor del duro cono un cuenco que tendía á cerrarse y que en vano Adria quería abrir á soplos ó aplastándolo entre su boca en beso cruel.
Víctor seguía en aquella faz el ritmo de la transformación extraña. La bella loca que siempre parecía la proyección vaporosa de todas las etéreas bellezas ideales, sin realidad, sin calor -cobraba el fulgor sombrío de una humana vida de mujer encendida por la simple caricia de una rosa. Pálida, pálida, sus ojos negros brillaban en una sombra violeta. Sus rojos labios mostraban el cerco igual de sus dientes en un tic de amargura y de ansiedad por la pobre flor que moría para su placer entre sus manos...
Esta voluptuosidad caprichosa y nimia, que tenía á la vez algo de fiero y divino, y cuya satisfacción burlaba la escondida esencia, adquirió, por último, la viveza de una pasión de los sentidos. Crispada Adria, rasgó, hundió, forzó codiciosamente aquella virginidad escondida en la belleza que no quería entregarse sin morir... y cuando sus dedos tocaron los estambres en el fondo de la flor, la llevó á su nariz, á sus ojos, á su boca, aplastándola y hartándose en ella de perfume, sin piedad, restregándola y agotándola como á cosa ya irremediablemente destrozada...
Luego la tiró, con ira, con dolor, con pena... Se levantó, recogió las otras flores de la Santa y echó á andar hacia el túnel de álamos.
Cuando se hubo perdido, salió Víctor y cogió la rosa.
La besó. La guardó.
Era cuanto podría volver á recoger su pasión de la ALTÍSIMA que le amaba ausente en amores á las rosas...