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La araucana primera parte/VII

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VI
La araucana primera parte
de Alonso de Ercilla
VII
VIII

VII


Llegan los españoles a la ciudad de la Concepción hechos
pedazos, cuentan el destrozo y pérdida de nuestra gente y vista la
poca que para resistir tan gran pujanza de enemigos en la ciudad
había, y las muchas mujeres, niños y viejos que dentro estaban, se
retiran en la ciudad de Santiago. Asimismo en este canto se
contiene el saco, incendio y ruina de la ciudad de la concepción


Tener en mucho un pecho se debría
a do el temor jamás halló posada,
temor que honrosa muerte nos desvía
por una vida infame y deshonrada.
En los peligros grandes la osadía
merece ser de todos estimada;
el miedo es natural en el prudente
y el saberlo vencer es ser valiente.

Esto podrán decir los que picaban
los cansados caballos aguijando;
pues tanto de temor se apresuraban
que les daremos crédito aun callando;
con los prestos calcaños lo afirmaban,
con piernas, brazos, cuerpo ijadeando,
también los araucanos sin aliento,
la furia iban perdiendo y movimiento.

Que del grande trabajo fatigados
en el largo y veloz curso aflojaron,
y por el gran tesón desalentados
a seis leguas de alcance los dejaron.
Los nuestros, del temor más aguijados,
al entrar de la noche se hallaron
en la estrema ribera de Biobío
adonde pierde el nombre y ser de río,

y a la orilla un gran barco asido vieron
de una gruesa cadena a un viejo pino;
los más heridos dentro se metieron
abriendo por las aguas el camino;
y los demás con ánimo atendieron
hasta que el esperado barco vino
y con la diligencia comenzada
a la ciudad arriban deseada.



Puédese imaginar cuál llegarían
de trabajos y heridas maltratados;
algunos casi rostros no traían,
otros los traen de golpes levantados;
del infierno parece que salían:
no hablan ni responden, elevados
a todos con los ojos rodeaban
y más callando el daño declaraban.

Después que dio el cansancio y torpe espanto
licencia de decir lo que pasaba,
dejando el pueblo atónito ya cuanto,
súbito en triste tono levantaba
un alboroto y doloroso llanto,
que el gran desastre más solenizaba
y al són discorde y áspera armonía
la casa más vecina respondía.

Quién llora el muerto padre, quién marido,
quién hijos, quién sobrinos, quién hermanos;
mujeres como locas sin sentido
ansiosas tuercen las hermosas manos;
con el fresco dolor crece el gemido
y los protestos de acidente vanos;
los niños abrazados con las madres
preguntaban llorando por sus padres.

De casa en casa corren publicando
las voces y clamores esforzados;
los muertos que murieron peleando
y aquellos infelices despeñados;
mozas, casadas, viudas lamentando,
puestas las manos y ojos levantados
piden a Dios para dolor tan fuerte
el último remedio de la muerte.

La amarga noche sin dormir pasaban
al són de dolorosos instrumentos;
mas el día venido, se atajaban
con otro mayor mal estos lamentos,
diciendo que a gran furia se acercaban
los araucanos bárbaros sangrientos,
en una mano hierro, en otra fuego,
sobre el pueblo español, de temor ciego.



Ya la parlera Fama pregonando
torpes y rudas lenguas desataba;
las cosas de Lautaro acrecentando,
los enemigos ánimos menguaba;
que ya cada español casi temblando,
dando fuerza a la Fama, levantaba
al más flaco araucano hasta el cielo,
derramando en los ánimos un yelo.

Levántase un rumor de retirarse
y la triste ciudad desamparalla,
diciendo que no pueden sustentarse
contra los enemigos en batalla;
corrillos comenzaban a formarse;
la voz común aprueba el despoblalla,
algunos con razones importantes
reprobaban las causas no bastantes.

Dos varias partes eran admitidas
del temor y el amor de la hacienda;
la poca gente, muertes y heridas
dicen que la ciudad no se defienda;
las haciendas y rentas adquiridas
al liberal temor cogen la rienda,
mas luego se esforzó y creció de modo
que al fin se apoderó de todo en todo.

La gente principal claro pretende
desamparar el pueblo y propio nido;
el temeroso vulgo aun no lo entiende
mas tiende oreja atenta a aquel ruido;
visto el público trato, más no atiende,
que súbito, alterado y removido,
de nuevo esfuerza el llanto y las querellas
poniendo un alarido en las estrellas.

Quién a su casa corre pregonando
la venida del bárbaro guerrero;
quién aguija a la silla, procurando
cincharla en el caballo más ligero;
las encerradas vírgines llorando
por las calles, sin manto ni escudero,
atónitas, de acá y de allá perdidas,
a las madres buscaban desvalidas.



Como las corderillas temerosas
de las queridas madres apartadas,
balando van perdidas, presurosas,
haciendo en poco espacio mil paradas,
ponen atenta oreja a todas cosas,
corren aquí y allí desatinadas,
así las tiernas vírgines llorando,
a voces a las madres van llamando.

De rato en rato se renueva y crece
el llanto, la aflición y el alarido;
tal vez hay que de súbito enmudece,
reduciendo el sentir sólo al oído;
cualquier sombra Lautaro les parece,
su rigurosa voz cualquier ruido,
alzan la grita y corren, no sabiendo
más de ver a los otros ir corriendo.

Era cosa de oír bien lastimosa
los sospiros, clamores y lamento,
haciéndoles mayores cualquier cosa
que trae de nuevo el miedo por el viento;
desampara la turba temerosa
sus casas, posesión y heredamiento,
sedas, tapices, camas, recamados,
tejos de oro y de plata atesorados.

Si alguno hace protestos requiriendo
que no sea la ciudad desamparada,
responde el principal: «Yo no lo entiendo,
ni de mi voluntad soy parte en nada».
Pero el temor un viejo posponiendo,
les dice: «¡Gente vil, acobardada,
deshonra del honor y ser de España!
¿Qué es esto?, ¿dónde vais?, ¿quién os engaña?»

No fue esta correción de algún provecho
ni otras cosas que el viejo les decía;
muestran todos hacerse a su despecho
y van al que más corre ya la vía.
Es justo que la fama cante un hecho
digno de celebrarse hasta el día
que cese la memoria por la pluma
y todo pierda el ser y se consuma.



Doña Mencía de Nidos, una dama
noble, discreta, valerosa, osada,
es aquella que alcanza tanta fama
en tiempo que a los hombres es negada;
estando enferma y flaca en una cama,
siente el grande alboroto y esforzada
asiendo de una espada y un escudo,
salió tras los vecinos como pudo.

Ya por el monte arriba caminaban,
volviendo atrás los rostros afligidos
a las casas y tierras que dejaban,
oyendo de gallinas mil graznidos;
los gatos con voz hórrida maullaban,
perros daban tristísimos aullidos:
Progne con la turbada Filomena
mostraban en sus cantos grave pena.

Pero con más dolor doña Mencía,
que dello daba indicio y muestra clara,
con la espada desnuda los seguía,
y en medio de la cuesta y dellos para;
el rostro a la ciudad vuelto, decía:
«¡Oh valiente nación, a quien tan cara
cuesta la tierra y opinión ganada
por el rigor y filo de la espada!,

decidme ¿Qué es de aquella fortaleza,
que contra los que así teméis mostrastes?
¿Qué es de aquel alto punto y la grandeza
de la inmortalidad a que aspirastes?
¿Qué es del esfuerzo, orgullo, la braveza
y el natural valor de que os preciastes?
¿Adónde vais, cuitados de vosotros,
que no viene ninguno tras nosotros?

¡Oh cuántas veces fuistes imputados,
de impacientes, altivos, temerarios,
en los casos dudosos arrojados,
sin atender a medios necesarios;
y os vimos en el yugo traer domados
tan gran número y copia de adversarios,
y emprender y acabar empresas tales
que distes a entender ser inmortales!



Volved a vuestro pueblo ojos piadosos,
por vos de sus cimientos levantado;
mirad los campos fértiles viciosos
que os tienen su tributo aparejado;
las ricas minas y los caudalosos
ríos de arenas de oro y el ganado
que ya de cerro en cerro anda perdido,
buscando a su pastor desconocido.

Hasta los animales que carecen
de vuestro racional entendimiento,
usando de razón, se condolecen,
y muestran doloroso sentimiento;
los duros corazones se enternecen
no usados a sentir, y por el viento
las fieras la gran lástima derraman
y en voz casi formada nos infaman.

Dejáis quietud, hacienda y vida honrosa
de vuestro esfuerzo y brazos adquirida,
por ir a casa ajena embarazosa
a do tendremos mísera acogida.
¿Qué cosa puede haber más afrentosa,
que ser huéspedes toda nuestra vida?
¡Volved, que a los honrados vida honrada
les conviene o la muerte acelerada!

¡Volved, no vais así desa manera,
ni del temor os deis tan por amigos,
que yo me ofrezco aquí, que la primera
me arrojaré en los hierros enemigos!
¡Haré yo esta palabra verdadera
y vosotros seréis dello testigos!
«¡Volved, volved!» gritaba, pero en vano,
que a nadie pareció el consejo sano.

Como el honrado padre recatado
que piensa reducir con persuasiones
al hijo, del propósito dañado,
y está alegando en vano mil razones;
que al hijo incorregible y obstinado
le importunan y cansan los sermones:
así al temor la gente ya entregada
no sufre ser en esto aconsejada.



Ni a Paulo le pasó con tal presteza
por las sienes la Iáculo serpiente,
sin perder de su vuelo ligereza,
llevándole la vida juntamente,
como la odiosa plática y braveza
de la dama de Nidos por la gente;
pues apenas entró por un oído
cuando ya por el otro había salido.

Sin escuchar la plática, del todo
llevados de su antojo caminaban;
mujeres sin chapines por el lodo
a gran priesa las faldas arrastraban;
fueron doce jornadas deste modo
y a Mapochó al fin dellas arribaban.
Lautaro, que se siente descansado,
me da priesa, que mucho me he tardado.

No es bien que tanto dél nos descuidemos
pues él no se descuida en nuestro daño,
y adonde le dejamos volveremos,
que fue donde dejó el alcance estraño.
En muy poco papel resumiremos
un gran proceso y término tamaño,
que fuera necesario larga historia
para ponerlo estenso por memoria.

Mas con la brevedad ya profesada
me detendré lo menos que pudiere
y las cosas menudas, de pasada
tocaré lo mejor que yo supiere.
Pido que atenta oreja me sea dada,
que el cuento es grave y atención requiere,
para que con curiosa y fácil pluma
los hechos destos bárbaros resuma.

Que luego que el alcance hubo cesado
volviendo al hijo de Pillán gozoso,
que atrás un largo trecho había quedado
más por autoridad que de medroso,
al General despachan un soldado,
alojándose el campo en el gracioso
valle de Talcamávida importante,
de pastos y comidas abundante.



Un bárbaro valiente que tenía
la estancia y heredad en aquel valle,
halló un indio cristiano por la vía;
pero no se preciando de matalle,
prisionero a su casa le traía
y comienza en tal modo a razonalle:
«La vida, ¡oh miserable!, quiero darte
aunque no la mereces por tu parte.

Pues que ya a la guerra tú venías,
gozando del honor de los guerreros,
¿por qué con las mujeres te escondías
viendo a hierro morir tus compañeros?
Mujer debes de ser, pues que temías
tanto de alguna espada los aceros;
y así quiero que tengas el oficio
en todo lo que toca a mi servicio».

Mandó que del oficio se encargase
que a la mujer honesta es permitido,
y la posada y cena concertase
en tanto que del sueño convencido
los fatigados miembros recrease;
y habiéndose a su cama recogido,
al mundo el sol dos vueltas había dado
y no había el araucano despertado,

sepultado en un sueño tan profundo
como si de mil años fuera muerto,
hasta que el claro sol dio luz al mundo
a la vuelta tercera; que despierto
pidió la usada ropa, y lo segundo
si estaba la comida ya en concierto;
el diligente siervo respondía
que después de guisada estaba fría,

diciéndole también cómo había estado
cincuenta horas de término en el lecho,
del trabajo y manjares olvidado,
con todo lo demás que se había hecho;
y que el comer estaba aparejado
si del sueño se hallaba satisfecho.
El bárbaro responde: «No me espanto
de haber sin despertar dormido tanto;



que el cuidoso Lautaro apercibido,
por hacer desear vuestra llegada,
la gente en escuadrones ha tenido
con tanta diciplina castigada,
que aun el sentarnos era defendido
en acabando Apolo su jornada,
hasta que ya los rayos de su lumbre
nos daban de la vuelta certidumbre.

Si alguno de su puesto se movía,
sin esperar descargo le empalaba,
y aquel que de cansado se dormía
en medio de dos picas le colgaba;
quien cortaba una espiga allí moría,
demás de la ración que se le daba:
con órdenes estrechas y precetos
nos tuvo, como digo, así sujetos.

Desta suerte estuvimos los soldados
más de catorce noches aguardando,
las picas altas, a ellas arrimados,
vuestra tarda venida deseando;
del sueño y del cansancio quebrantados
pasando gran trabajo, hasta cuando
supimos que llegábades ya junto,
que nos quitó el cansancio en aquel punto».

Viendo el silencio que en el valle había
le pregunta si el campo era partido;
el mozo dice: «Ayer antes del día
salió de aquí con súbito ruido;
afirmarte la causa no sabría
aunque por claras muestras he entendido
que la ciudad de Penco torreada
era del español desamparada».

Así era la verdad: que caminado
habían los escuadrones vencedores
hacia el pueblo español, desamparado
de los inadvertidos moradores.
La codicia del robo y el cuidado
les puso espuelas y ánimos mayores;
siete leguas del valle a Penco había
y arribaron en sólo medio día.



A vista de las casas ya la gente
se reparte por todos los caminos,
porque el saco del pueblo sea igualmente
lleno de ropa, y falto de vecinos;
apenas la señal del partir siente
cuando cual negra banda de estorninos
que se abate al montón del blanco trigo,
baja al pueblo el ejército enemigo.

La ciudad yerma en gran silencio atiende
el presto asalto y fiera arremetida
de la bárbara furia, que deciende
con alto estruendo y con veloz corrida;
el menos codicioso allí pretende
la casa más copiosa y bastecida;
vienen de gran tropel hacia las puertas
todas de par en par francas y abiertas.

Corren toda la casa en el momento
y en un punto escudriñan los rincones;
muchos por no engañarse por el tiento
rompen y descerrajan los cajones;
baten tapices, rimas y ornamento,
camas de seda y ricos pabellones,
y cuanto descubrir pueden de vista
que no hay quien los impida ni resista.

No con tanto rigor el pueblo griego
entró por el troyano alojamiento,
sembrando frigia sangre y vivo fuego,
talando hasta en el último cimiento
cuanto de ira, venganza y furor ciego,
el bárbaro, del robo no contento,
arruina, destruye, desperdicia
y aun no puede cumplir con su malicia.

Quién sube la escalera y quién abaja,
quién a la ropa y quién al cofre aguija,
quién abre, quién desquicia y desencaja,
quién no deja fardel ni baratija;
quién contiende, quién riñe, quién baraja,
quién alega y se mete a la partija,
por las torres, desvanes y tejados
aparecen los bárbaros cargados.



No en colmenas de abejas la frecuencia,
priesa y solicitud cuando fabrican
en el panal la miel con providencia,
que a los hombres jamás lo comunican,
ni aquel salir, entrar y diligencia
con que las tiernas flores melifican,
se puede comparar, ni ser figura
de lo que aquella gente se apresura.

Alguno de robar no se contenta
la casa que le da cierta ventura,
que la insaciable voluntad sedienta
otra de mayor presa le figura;
haciendo codiciosa y necia cuenta
busca la incierta y deja la segura,
y llegando, el sol puesto, a la posada,
se queda, por buscar mucho, sin nada.

También se roba entre ellos lo robado,
que poca cuenta y amistad había,
si no se pone en salvo a buen recado,
que allí el mayor ladrón más adquiría;
cuál lo saca arrastrando, cuál cargado
va, que del propio hermano no se fía;
más parte a ningún hombre se concede
de aquello que llevar consigo puede.

Como para el invierno se previenen
las guardosas hormigas avisadas,
que a la abundante troje van y vienen
y andan en acarretos ocupadas;
no se impiden, estorban, ni detienen;
dan las vacías el paso a las cargadas:
así los araucanos codiciosos
entran, salen y vuelven presurosos.

Quien buena parte tiene, más no espera,
que presto pone fuego al aposento;
no aguarda que los otros salgan fuera
ni tiene al edificio miramiento;
la codiciosa llama de manera
iba en tanto furor y crecimiento,
que todo el pueblo mísero se abrasa,
corriendo el fuego ya de casa en casa.



Por alto y bajo el fuego se derrama,
los cielos amenaza el són horrendo,
de negro humo espeso y viva llama
la infelice ciudad se va cubriendo;
treme la tierra en torno, el fuego brama
de subir a su esfera presumiendo;
caen de rica labor maderamientos
resumidos en polvos cenicientos.

Piérdese la ciudad más fértil de oro
que estaba en lo poblado de la tierra,
y adonde más riquezas y tesoro
según fama en sus términos se encierra.
¡Oh, cuántos vivirán en triste lloro,
que les fuera mejor continua guerra!
Pues es mayor miseria la pobreza
para quien se vio en próspera riqueza.

A quién diez a quién veinte y a quién treinta
mil ducados por año les rentara;
el más pobre tuviera mil de renta,
de aquí ninguno dellos abajara;
la parte de Valdivia era sin cuenta
si la ciudad en paz se sustentara,
que en torno la cercaban ricas venas
fáciles de labrar y de oro llenas.

Cien mil casados súbditos servían
a los de la ciudad desamparada;
sacar tanto oro en cantidad podían,
que a tenerse viniera casi en nada.
Esto que digo y la opinión perdían
por aflojar el brazo de la espada,
ganados, heredades, ricas casas,
que ya se van tornando en vivas brasas.

La grita de los bárbaros se entona;
no cabe el gozo dentro de sus pechos
viendo que el fuego horrible no perdona
hermosas cuadras ni labrados techos,
en tanta multitud no hay tal persona
que de verlos se duela así deshechos,
antes sospiran, gimen y se ofenden,
porque tanto del fuego se defienden.



Paréceles que es lento y espacioso
pues tanto en abrasarlos se tardaba,
y maldicen al Tracio proceloso,
porque la flaca llama no esforzaba;
al caer de las casas sonoroso
un terrible alarido resonaba,
que junto con el humo y las centellas,
subiendo amenazaba las estrellas.

Crece la fiera llama en tanto grado
que las más altas nubes encendía;
Tracio con movimiento arrebatado
sacudiendo los árboles venía
y Vulcano al rumor, sucio y tiznado,
con los herreros fuelles acudía,
que ayudaron su parte al presto fuego
y así se apoderó de todo luego.

Nunca fue de Nerón el gozo tanto
de ver en la gran Roma poderosa
prendido el fuego ya por cada canto,
vista sola a tal hombre deleitosa;
ni aquello tan gran gusto le dio, cuanto
gusta la gente bárbara dañosa
de ver cómo la llama se estendía,
y la triste ciudad se consumía.

Era cosa de oír dura y terrible
los estallidos y fornace estruendo,
el negro humo espeso e insufrible,
cual nube en aire así se va imprimiendo;
no hay cosa reservada al fuego horrible,
todo en sí lo convierte, resumiendo
los ricos edificios levantados,
en antiguos corrales derribados.

Llegado al fin el último contento
de aquella fiera gente vengativa,
aun no parando en esto el mal intento,
ni planta en pie ni cosa dejan viva;
el incendio acabado como cuento,
un mensajero con gran priesa arriba
del hijo de Leocán, y su embajada
será en el otro canto declarada.