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La araucana segunda parte/XXII

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XXI
La araucana segunda parte
de Alonso de Ercilla
XXII
XXIII

XXII


Entran los españoles en el Estado de Arauco; traban los araucanos
con ellos una reñida batalla; hace Rengo de su persona gran
prueba; cortan las manos por justicia a Galuarino, indio valeroso

Pérfido amor tirano, ¿qué provecho
piensas sacar de mi desasosiego?
¿No estás de mi promesa satisfecho
que quieres afligirme desde luego?
¡ Ay!, que ya siento en mi cuidoso pecho
labrarme poco a poco un vivo fuego
y desde allí con movimiento blando
ir por venas y huesos penetrando.

¿Tanto, traidor, te va en que yo no siga
el duro estilo del sangriento Marte,
que así de tal manera me fatiga
tu importuna memoria en cada parte?
Déjame ya, no quieras que se diga
que porque nadie quiere celebrarte,
al último rincón vas a buscarme,
y allí pones tu fuerza en aquejarme.

¿No ves que es mengua tuya y gran bajeza
habiendo tantos célebres varones,
venir a mendigar a mi pobreza
tan falta de concetos y razones,
y en medio de las armas y aspereza
sumido en mil forzosas ocasiones
me cargas por un sueño, quizá vano,
con tanta pesadumbre ya la mano?

Déjame ya, que la trompeta horrenda
del enemigo bárbaro vecino
no da lugar a que otra cosa atienda,
que me tiene tomado ya el camino
donde siento fraguada una contienda,
que al más fértil ingenio y peregrino
en tal revolución embarazado,
no le diera lugar desocupado.



¿Qué puedo, pues, hacer, si ya metido
dentro en el campo y ocasión me veo,
sino al cabo cumplir lo prometido
aunque tire a otra parte mi deseo?
Pero a término breve reducido
por la más corta senda, sin rodeo,
pienso seguir el comenzado oficio
desnudo de ornamento y artificio.

Vuelto a la historia, digo que marchaba
nuestro ordenado campo de manera
que gran espacio en breve se alejaba
del Talcaguano término y ribera;
mas cuando el alto sol ya declinaba,
cerca de un agua, al pie de una ladera,
en cómodo lugar y llano asiento
hicimos el primero alojamiento.

Estábamos apenas alojados
en el tendido llano a la marina,
cuando se oyó gritar por todos lados:
«¡Arma!, ¡arma!; ¡enfrena!, ¡enfrena!, ¡Aína, aína!»
Luego de acá y de allá los derramados,
siguiendo la ordenanza y diciplina,
corren a sus banderas y pendones
formando las hileras y escuadrones.

Nuestros descubridores, que la tierra
iban corriendo por el largo llano,
al remate del cual está una sierra,
cerca del alto monte andalicano,
vieron de allí calar gente de guerra
cerrando el paso a la siniestra mano,
diciendo: «¡Espera!, ¡espera!; ¡Tente, tente!;
veremos quién es hoy aquí valiente».

Los nuestros, al amparo de un repecho,
en forma de escuadrón se recogieron,
donde con muestra y animoso pecho
al ventajoso número atendieron,
pero los fieros bárbaros de hecho,
sin punto reparar, los embistieron,
haciéndoles tomar presto la vuelta
sin orden y camino, a rienda suelta.



Aunque a veces en partes recogidos,
haciendo cuerpo y rostro, revolvían
y con mayor valor que de vencidos
al vencedor soberbio acometían.
Pero de la gran furia compelidos,
el camino empezado proseguían,
dejando a veces muerta y tropellada
alguna de la gente desmandada.

Los presurosos indios desenvueltos,
siempre con mayor furia y crecimiento,
en una espesa polvoreda envueltos,
iban en el alcance y seguimiento.
Los nuestros a calcaño y frenos sueltos,
a la sazón con más temor que tiento,
ayudan los caballos desbocados
arrimándoles hierro a los costados.

Pero por más que allí los aguijaban,
con voces, cuerpos, brazos y talones,
los bárbaros por pies los alcanzaban,
haciéndoles bajar de los arzones.
Al fin, necesitados, peleaban
cual los heridos osos y leones,
cuando de los lebreles aquejados
veen la guarida y pasos ocupados.

Como el airado viento repentino
que en lóbrego turbión con gran estruendo
el polvoroso campo y el camino
va con violencia indómita barriendo,
y en ancho y presuroso remolino
todo lo coge, lleva y va esparciendo,
y arranca aquel furioso movimiento
los arraigados troncos de su asiento,

con tal facilidad, arrebatados
de aquel furor y bárbara violencia,
iban los españoles fatigados,
sin poderse poner en resistencia.
Algunos, del honor avergonzados,
vuelven haciendo rostro y aparencia
mas otra ola de gente que llegaba
con más presteza y daño los llevaba.



Así los iban siempre maltratando,
siguiendo el hado y próspera fortuna,
el rabioso furor ejecutando
en los rendidos, sin clemencia alguna.
Por el tendido valle resonando
la trulla y grita bárbara importuna,
que arrebatada del ligero viento
llevó presto la nueva a nuestro asiento.

En esto por la parte del poniente
con gran presteza y no menor ruido
Juan Remón arribó con mucha gente,
que el aviso primero había tenido
y en furioso tropel, gallardamente,
alzando un ferocísimo alarido,
embistió la enemiga gente airada,
en la vitoria y sangre ya cebada.

Mas un cerrado muro y baluarte
de duras puntas al romper hallaron,
que con estrago de una y otra parte,
hecho un hermoso choque, repararon.
Unos pasados van de parte a parte,
otros muy lejos del arzón volaron,
otros heridos, otros estropeados,
otros de los caballos tropellados.

No es bien pasar tan presto, ¡oh pluma mía!,
las memorables cosas señaladas
y los crudos efetos deste día
de valerosas lanzas y de espadas
que, aunque ingenio mayor no bastaría
a poderlas llevar continuadas,
es justo se celebre alguna parte
de muchas en que puedes emplearte.

El gallardo Lincoya, que arrogante
el primero escuadrón iba guiando,
con muestra airada y con feroz semblante
el firme y largo paso apresurando,
cala la gruesa pica en un instante,
y el cuento entre la tierra y pie afirmando,
recibe en el cruel hierro fornido
el cuerpo de Hernán Pérez atrevido.



Por el lado derecho encaminado
hizo el agudo hierro gran herida,
pasando el escaupil doble estofado
y una cota de malla muy tejida.
El ancho y duro hierro ensangrentado
abrió por las espaldas la salida,
quedando el cuerpo ya descolorido
fuera de los arzones suspendido.

Tucapelo gallardo, que al camino
salió al valiente Osorio, que corriendo
venía con mayor ánimo que tino
los herrados talones sacudiendo,
mostrando el cuerpo, al tiempo que convino
le dio lado, y la maza revolviendo
con tanta fuerza le cargó la mano
que no le dejó miembro y hueso sano.

A Cáceres, que un poco atrás venía,
de otro golpe también le puso en tierra,
el cual con gran esfuerzo y valentía
la adarga embraza y de la espada afierra,
y contra la enemiga compañía
se puso él solo a mantener la guerra,
haciendo rostro y pie con tal denuedo
que a los más atrevidos puso miedo.

Y aunque con gran esfuerzo se sustenta,
la fuerza contra tantos no bastaba
que ya la espesa turba alharaquienta
en confuso montón le rodeaba.
Pero en esta sazón más de cincuenta
caballos que Reinoso gobernaba
que de refresco a tiempo habían llegado,
vinieron a romper por aquel lado.

Tan recio se embistió, que aunque hallaron
de gruesas astas un tejido muro,
el cerrado escuadrón aportillaron,
probando más de diez el suelo duro,
y al esforzado Cáceres cobraron,
que cercado de gente, mal seguro,
con ánimo feroz se sustentaba,
y matando, la muerte dilataba.



Don Miguel y don Pedro de Auendaño,
Escobar, Juan Iufré, Cortés y Aranda,
sin mirar al peligro y riesgo estraño,
sustentan todo el peso de su banda.
También hacen efeto y mucho daño
Losada, Peña, Córdoba y Miranda,
Bernal, Lasarte, Castañeda, Ulloa,
Martín Ruiz y Juan López de Gamboa.

Pero muy presto la araucana gente,
en la española sangre ya cebada,
los hizo revolver forzosamente,
y seguir la carrera comenzada;
tras éstos, otra escuadra de repente
en ellos se estrelló desatinada,
mas sin ganar un paso de camino,
volver rostros y riendas le convino.

Y aunque a veces con súbita represa
Juan Remón y los otros revolvían,
luego con nueva pérdida y más priesa
la primera derrota proseguían,
y en una polvorosa nube espesa
envueltos unos y otros ya venían,
cuando fue nuestro campo descubierto
en orden de batalla y buen concierto.

Iban los araucanos tan cebados
que por las picas nuestras se metieron
pero vueltos en sí, más reportados,
el suelto paso y furia detuvieron
y al punto, recogidos y ordenados,
la campaña al través se retrujeron
al pie de un cerro, a la derecha mano,
cerca de una laguna y gran pantano,

donde de nuestro cuerno arremetimos
un gran tropel a pie de gente armada,
que con presteza al arribar les dimos
espesa carga y súbita rociada;
y al cieno retirados, nos metimos
tras ellos, por venir espada a espada,
probando allí las fuerzas y el denuedo
con rostro firme y ánimo, a pie quedo.



Jamás los alemanes combatieron
así de firme a firme y frente a frente,
ni mano a mano dando, recibieron
golpes sin descansar a manteniente
como el un bando y otro, que vinieron
a estar así en el cieno estrechamente
que echar atrás un paso no podían,
y dando apriesa, apriesa recibían.

Quién, el húmido cieno a la cintura,
con dos y tres a veces peleaba;
quién, por mostrar mayor desenvoltura,
queriéndose mover más atascaba.
Quién, probando las fuerzas y ventura,
al vecino enemigo se aferraba
mordiéndole y cegándole con lodo,
buscando de vencer cualquiera modo.

La furia del herirse y golpearse
andaba igual, y en duda la fortuna,
sin muestra ni señal de declararse
mínima de ventaja en parte alguna.
Ya parecían aquéllos mejorarse,
ya ganaban aquéstos la laguna
y la sangre de todos derramada
tornaba el agua turbia colorada.

Rengo, que el odio y encendida ira
le había llevado ciego tanto trecho,
luego que nuestro campo vio a la mira
y que a dar en la muerte iba derecho,
al vecino pantano se retira,
y el fiero rostro y animoso pecho
contra todo el ejército volvía,
y en voz amenazándole decía:

«Venid, venid a mí, gente plebea,
en mí sea vuestra saña convertida,
que soy quien os persigue y quien desea
más vuestra muerte que su propia vida.
No quiero ya descanso hasta que vea
la nación española destruida,
y en esa vuestra carne y sangre odiosa
pienso hartar mi hambre y sed rabiosa».



Así la tierra y cielo amenazando
en medio del pantano se presenta
y la sangrienta maza floreando,
la gente de poco ánimo amedrenta.
No fue bien conocido en la voz, cuando
haciendo de sus fieros poca cuenta,
algunos españoles más cercanos
aguijamos sobre él con prestas manos.

Mas a Juan, Yanacona, que una pieza
de los otros osados se adelanta
le machuca de un golpe la cabeza,
y de otro a Chilca el cuerpo le quebranta;
y contra el joven Zúñiga endereza
el tercero, con saña y furia tanta,
que como clavo en húmido terreno
le sume hasta los pechos en el cieno.

Pero de tiros una lluvia espesa
al animoso pecho encaminados,
turbando el aire claro, a mucha priesa
descargaron sobre él de todos lados.
Por esto el fiero bárbaro no cesa,
antes con furia y golpes redoblados,
el lodo a la cintura, osadamente
estaba por muralla de su gente.

Cual el cerdoso jabalí herido
al cenagoso estrecho retirado,
de animosos sabuesos perseguido
y de diestros monteros rodeado,
ronca, bufa y rebufa embravecido,
vuelve y revuelve deste y de aquel lado,
rompe, encuentra, tropella, hiere y mata
los espesos tiros desbarata,

el bárbaro esforzado de aquel modo
ardiendo en ira y de furor insano,
cubierto de sudor, de sangre y lodo,
estaba solo en medio del pantano
resistiendo la furia y golpe todo
de los tiros que de una y otra mano,
cubriendo el sol, sin número salían
y como tempestad sobre él llovían.



Ya el esparcido ejército obediente
que el porfiado alcance había seguido,
descubriendo en el llano a nuestra gente,
se había tirado atrás y recogido.
Sólo Rengo, feroz y osadamente
sustenta igual el desigual partido,
a causa que la ciénaga era honda
y llena de espesura a la redonda.

Viendo el fruto dudoso y daño cierto,
según la mucha gente que cargaba,
que a grande priesa en orden y concierto
desta y de aquella parte le cercaba,
por un inculto paso y encubierto,
que la fragosa sierra le amparaba,
le pareció con tiempo retirarse
y salvar sus soldados y él salvarse,

diciéndoles: «Amigos, no gastemos
la fuerza en tiempo y acto infrutuoso;
la sangre que nos queda conservemos
para venderla en precio más costoso.
Conviene que de aquí nos retiremos
antes que en este sitio cenagoso
del enemigo puestos en aprieto,
perdamos la opinión, y él el respeto».

Luego, la voz de Rengo obedecida,
los presurosos brazos detuvieron,
y por la parte estrecha y más tejida
al són del atambor se retrujeron.
Era áspero el lugar y la salida
y así seguir los nuestros no pudieron,
quedando algunos dellos tan sumidos,
que fue bien menester ser socorridos.

Por la falda del monte levantado
iban los fieros bárbaros saliendo.
Rengo, bruto, sangriento y enlodado,
los lleva en retaguardia recogiendo,
como el celoso toro madrigado
que la tarda vacada va siguiendo,
volviendo acá y allá espaciosamente
el duro cerviguillo y alta frente.



Nuestro campo por orden recogido,
retirado del todo el enemigo,
fue entre algunos un bárbaro cogido,
que mucho se alargó del bando amigo.
El cual a caso a mi cuartel traído
hubo de ser, para ejemplar castigo
de los rebeldes pueblos comarcanos,
mandándole cortar ambas las manos.

Donde sobre una rama destroncada
puso la diestra mano, yo presente,
la cual de un golpe con rigor cortada,
sacó luego la izquierda alegremente,
que del tronco también saltó apartada,
sin torcer ceja ni arrugar la frente;
y con desdén y menosprecio dello
alargó la cabeza y tendió el cuello,

diciendo así: «Segad esa garganta
siempre sedienta de la sangre vuestra,
que no temo la muerte ni me espanta
vuestra amenaza y rigurosa muestra,
y la importancia y pérdida no es tanta
que haga falta mi cortada diestra
pues quedan otras muchas esforzadas,
que saben gobernar bien las espadas.

Y si pensáis sacar algún provecho
de no llegar mi vida al fin postrero,
aquí, pues, moriré a vuestro despecho,
que si queréis que viva, yo no quiero;
al fin iré algún tanto satisfecho
de que a vuestro pesar alegre muero,
que quiero con mi muerte desplaceros,
pues sólo en esto puedo ya ofenderos».

Así que contumaz y porfiado
la muerte con injurias procuraba,
y siempre más rabioso y obstinado,
sobre el sangriento suelo se arrojaba,
donde en su misma sangre revolcado
acabar ya la vida deseaba,
mordiéndose con muestras impacientes
los desangrados troncos con los dientes.



Estando pertinaz desta manera,
templándonos la lástima el enojo,
vio un esclavo bajar por la ladera
cargado con un bárbaro despojo;
y como encarnizada bestia fiera
que ve la desmandada presa al ojo,
así con una furia arrebatada
le sale de través a la parada.

Y en él los pies y brazos añudados,
sobre el húmido suelo le tendía,
y con los duros troncos desangrados
en las narices y ojos le batía:
al fin junto a nosotros, a bocados,
sin poderse valer se le comía,
si no fuera con tiempo socorrido,
quedando, aunque fue presto, mal herido.

El bárbaro infernal con atrevida
voz, en pie puesto, dijo: «Pues me queda
alguna fuerza y sangre retenida
con que ofender a los cristianos pueda,
quiero acetar, a mi pesar, la vida,
aunque por modo vil se me conceda:
que yo espero sin manos desquitarme,
que no me faltarán para vengarme.

Quedaos, quedaos, malditos, que yo os digo,
que en mí tendréis con odio y sed rabiosa,
torcedor y solícito enemigo,
cuando dañar no pueda en otra cosa.
Muy presto entenderéis cómo os persigo,
y que os fuera mi muerte provechosa».
Diciendo así otras cosas que no cuento,
partió de allí ligero como el viento.

No es bien que así dejemos en olvido
el nombre deste bárbaro obstinado,
que por ser animoso y atrevido
el audaz Galbarino era llamado.
Mas por tanta aspereza he discurrido
que la fuerza y la voz se me ha acabado,
y así habré de parar, porque me siento
ya sin fuerza, sin voz y sin aliento.


La araucana segunda parte
de Alonso de Ercilla
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