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La araucana segunda parte/XXVIII

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XXVII
La araucana segunda parte
de Alonso de Ercilla
XXVIII
XXIX

XXVIII


Cuenta Glaura sus desdichas y la causa de su venida. Asaltan
los araucanos a los españoles en la quebrada de Purén; pasa
entre ellos una recia batalla; saquean los enemigos el bagaje;
retíranse alegres, aunque desbaratados


Quien tiene libre y sosegada vida
le conviene vivir más recatado,
que siempre es peligrosa la caída
del que está del peligro descuidado;
y vemos muchas veces convertida
la alegre suerte en miserable estado,
en dura sujeción las libertades
y tras prosperidad adversidades.

Es Fortuna tan varia, es tan incierta,
ya que se muestre alguna vez amiga,
que no ha llamado el bien a nuestra puerta
cuando el mal dentro en casa nos fatiga;
y pues sabemos ya por cosa cierta,
que nunca hay bien a quien un mal no siga,
roguemos que no venga y si viniere,
que sea pequeño el mal que le siguiere.

Que yo, de acuchillado en esto, siento
que es de temer en parte la ventura;
el tiempo alegre pasa en un momento
y el triste hasta la muerte siempre dura;
y porque viene bien a nuestro cuento,
a la bárbara oíd, que en la espesura
alcancé, como os dije, que en su traje
mostraba ser persona de linaje.

Era mochacha grande, bien formada,
de frente alegre y ojos estremados,
nariz perfeta, boca colorada,
los dientes en coral fino engastados;
espaciosa de pecho y relevada,
hermosas manos, brazos bien sacados,
acrecentando más su hermosura
un natural donaire y apostura.



Yo, queriendo saber a qué venía
sola por aquel bosque y aspereza,
con más seguridad que prometía
su bello rostro y rara gentileza,
la aseguré del miedo que traía;
la cual, dando un sospiro que a terneza
al más rebelde corazón moviera,
comenzó su razón en tal manera:

«No sé si ya me queje desdichada
o agradezca a los hados y a mi suerte,
que me abren puerta y que me dan entrada
para que pueda recebir la muerte;
pero si ya la historia desastrada,
quieres saber y mi dolor, tan fuerte
que aun le agravia mi poco sentimiento,
te ruego que al proceso estés atento.

Mi nombre es Glaura, en fuerte hora nacida,
hija del buen cacique Quilacura,
de la sangre de Friso esclarecida,
rica de hacienda, pobre de ventura;
respetada de muchos y servida
por mi linaje y vana hermosura
mas, ¡ay de mí!, ¡cuánto mejor me fuera
ser una simple y pobre ganadera!

En casa de mi padre a mi contento,
como única heredera yo vivía,
que su felicidad y pensamiento,
en sólo darme gusto lo ponía.
Mi voluntad en todo y mandamiento
como inviolable ley se obedecía,
no habiendo de contento y gusto cosa
que fuese para mí dificultosa.

Mas presto el invidioso amor tirano,
turbador del sosiego, adredemente
trujo a mi tierra y casa a Fresolano,
mozo de fuerzas y ánimo valiente,
de mi infelice padre primo hermano
y mucho más amigo que pariente,
a quien la voluntad tenía rendida,
no habiendo entre los dos cosa partida.



Mi padre, como amigo aficionado,
que yo le regalase me mandaba
y así yo con llaneza y gran cuidado,
por hacerle placer, lo procuraba;
mas él, luego, el propósito estragado,
cuya fidelidad ya vacilaba,
corrompió la amistad, salió de tino,
echando por ilícito camino.

O fue el trato que tuvo allí conmigo
o por mejor decir, mi desventura,
que ésta sería más cierto, como digo,
que no la mal juzgada hermosura:
que ingrato al hospedaje del amigo,
del deudo y deuda haciendo poca cura,
me comenzó de amar y buscar medio
de dar a su cuidado algún remedio.

«Visto yo que por muestras y rodeo
muchas veces su pena descubría,
conocí que su intento y mal deseo
de los honestos límites salía
mas, ¡ay!, que en el que yo padezco, veo
lo que el mísero entonces padecía,
que a término he llegado al pie del palo
que aun no puedo decir mal de lo malo.

Hallábale mil veces sospirando
en mí los engañados ojos puestos;
otras andaba tímido tentando
entrada a sus osados presupuestos;
yo la ocasión dañosa desviando,
con gravedad y términos honestos
(que es lo que más refrena la osadía)
sus erradas quimeras deshacía.

Estando sola en mi aposento un día,
temerosa de algún atrevimiento,
ante mí de rodillas se ponía
con grande turbación y desatiento,
diciéndome temblando: -¡Oh Glaura mía!,
ya no basta razón ni sufrimiento,
ni de fuerza una mínima me queda
que a la del fuerte amor resistir pueda.



Tú, señora, sabrás que el día primero
de mi felice y próspera venida,
me trujo amor al término postrero
desta penosa y desdichada vida;
mas ya que por tu amor y causa muero
quiero saber si dello eres servida,
porque siéndolo tú, no sé yo cosa
que pueda para mí ser tan dichosa.

Viéndole al parecer determinado
a cualquiera violencia y desacato,
disimuladamente por un lado
salí dél, sin mostrar algún recato,
diciéndole de lejos: -¡Oh malvado,
incestuoso, desleal, ingrato,
corrompedor de la amistad jurada,
y ley de parentesco conservada!...

Iba estas y otras cosas yo diciendo
que el repentino enojo me mostraba,
cuando con priesa súbita y estruendo
un cristiano escuadrón nos salteaba,
que en cerrado tropel arremetiendo,
nuestra alta casa en torno rodeaba,
saltando Fresolano en mi presencia,
a la debida y justa resistencia

«diciendo: -¡Oh fiera tigre endurecida,
inhumana y cruel con los humanos!
Vuelve, acaba de ser tú la homicida,
no dejes que hacer a los cristianos,
vuelve, verás que acabo aquí la vida
pues no puedo a las tuyas, a sus manos;
que aunque no sea la muerte tan honrosa,
a lo menos será más piadosa.

Así furioso, sin mirar en nada
se arroja en medio de la armada gente,
donde luego una bala arrebatada
le atravesó el desnudo pecho ardiente;
cayó, ya la color y voz turbada,
diciendo: -¡Glaura, Glaura!, últimamente
recibe allá mi espíritu, cansado
de dar vida a este cuerpo desdichado.



Llegó mi padre en esto al gran ruido,
sólo armado de esfuerzo y confianza
mas luego en el costado fue herido
de una furiosa y atrevida lanza;
cayó el cuerpo mortal descolorido
y vista mi fortuna y malandanza,
por el postigo de una falsa puerta
salí a mi parecer, más que ellos muerta.

«Acá y allá turbada al fin por una
montaña comencé luego a emboscarme,
dejándome llevar de mi fortuna
que siempre me ha guiado a despeñarme;
así que, ya sin tino y senda alguna
procuraba, ¡cuitada!, de alejarme,
que con el gran temor me parecía
que yendo a más correr, no me movía.

Mas como suele acontecer contino,
que huyendo el peligro y mal presente
se suele ir a parar en un camino
que nos coge y anega la creciente,
así a mí, desdichada, pues, me avino
que por salvar la vida impertinente,
de un mal en otro mal, de lance en lance
vine a mayor peligro y mayor trance.

Iba, pues, siempre mísera corriendo
por espinas, por zarzas, por abrojos,
aquí y allí y acá y allá volviendo
a cada paso los atentos ojos,
cuando por unos árboles saliendo
vi dos negros cargados de despojos,
que luego en el instante que me vieron
a la mísera presa arremetieron.

Fui dellos prestamente despojada
de todo cuanto allí venía vestida,
aunque yo triste no estimaba en nada
el perder los vestidos y la vida;
pero el honor y castidad preciada
estuvo a punto ya de ser perdida,
mas mis voces y quejas fueron tantas
que a lástima y piedad movía las plantas.



Usó el cielo conmigo de clemencia
guiando a Cariolán a mis clamores,
que visto el acto inorme y la insolencia
de aquellos enemigos violadores,
corrió con provechosa diligencia,
diciendo: ¡Perros, bárbaros, traidores!
Dejad, dejad al punto la doncella
si no la vida dejaréis con ella.

Fueron sobre él los dos en continente
mas él, flechando el arco que traía,
al más adelantado y diligente
la flecha hasta las plumas le escondía.
Hízose atrás dos pasos diestramente
y al otro la segunda flecha envía
con brújula tan cierta y diestro tino,
que al bruto corazón halló el camino.

Cayó muerto, y el otro mal herido
cerró con él furioso y emperrado,
mas Cariolán, valiente y prevenido,
en el arte de la lucha ejercitado,
aunque el negro era grande y muy fornido,
de su destreza y fuerzas ayudado,
alzándole en los brazos hacia el cielo
le trabucó de espaldas en el suelo

y sacando una daga acicalada,
queriendo a hierro rematar la cuenta,
por el desnudo vientre y por la ijada,
tres veces la metió y sacó sangrienta.
Huyó por allí la alma acelerada
y libre Cariolán de aquella afrenta,
se vino para mí con gran crianza,
pidiéndome perdón de la tardanza.

Supo decir allí tantas razones
(haciendo amor conmigo así el oficio)
que medrosa de andar en opiniones,
que es ya dolencia de honra y ruin indicio,
por evitar al fin murmuraciones
y no mostrarme ingrata al beneficio
en tal sazón y tiempo recebido,
le tomé por mi guarda y mi marido.



Y temiendo que gente acudiría,
por el espeso monte nos metimos,
donde sin rastro ni señal de vía,
un gran rato perdidos anduvimos;
pero, señor, al declinar del día
a la ribera de Lauquén salimos
por do venía una escuadra de cristianos
con diez indios atrás presas las manos.

Descubriéronnos súbito en saliendo,
que en todo al fin nos perseguía la suerte,
sobre nosotros de tropel corriendo,
-¡Aguarda, aguarda!, ¡ten!, gritando fuerte.
Pero mi nuevo esposo allí temiendo
mucho más mi deshonra que su muerte,
me rogó que en el bosque me escondiese
mientras que él con morir los detuviese.

Luego el temor, a trastornar bastante
una flaca mujer inadvertida,
me persuadió poniéndome delante
la horrenda muerte y la estimada vida.
Así cobarde, tímida, inconstante,
a los primeros ímpetus rendida,
me entré, viéndolos cerca, a toda priesa,
por lo más agrio de la senda espesa.

Y en lo hueco de un tronco, que tejido
de zarzas y maleza en torno estaba,
me escondí sin aliento ni sentido,
que aun apenas de miedo resollaba;
de donde escuché luego un gran ruido
que el bosque cerca y lejos atronaba
de espadas, lanzas y tropel de gente
como que combatiesen fuertemente.

Fue poco a poco, al parecer, cesando
aquel rumor y grita que se oía,
cuando la obligación ya calentando
la sangre que el temor helado había,
revolví sobre mí, considerando
la maldad y tradición que cometía
en no correr con mi marido a una
un peligro, una muerte, una fortuna.



»Salí de aquel lugar, que a Dios pluguiera
que en él quedara viva sepultada,
corriendo con presteza a la ribera
adonde le dejé desatinada;
mas cuando no vi rastro ni manera
de le poder hallar, sola y cuitada,
podrás ver qué sentí, pues era cierto
que no pudo escapar de preso o muerto.

Solté ya sin temor la voz en vano,
llamando al sordo cielo, injusto y crudo;
preguntaba: -¿Dó está mi Cariolano?
Y todo al responder lo hallaba mudo.
Ya entraba en la espesura, ya en lo llano
salía corriendo, que el dolor agudo,
en mis entrañas siempre más furioso,
no me daba momento de reposo.

No te quiero cansar ni lastimarme
en decirte las bascas que sentía;
no sabiendo qué hacer ni aconsejarme
frenética y furiosa discurría.
Muchas veces propuse de matarme
mas por torpeza y gran maldad tenía
que aquel dolor en mí tan poco obrase
que a quitarme la vida no bastase.

En tanta pena y confusión envuelta,
de contrarios y dudas combatida,
al cabo ya de le buscar resuelta
pues no daba el dolor fin a mi vida,
hacia el campo español he dado vuelta
de noche, y desde lejos escondida,
por el honor, que mal me le asegura
mi poca edad y mucha desventura.

Y teniendo noticia que esta gente
era la vuelta de Cautén pasada,
también que había de ser forzosamente
por este paso estrecho la tornada,
quise venir en traje diferente,
pensando que entre tantos, disfrazada,
alguna nueva o rastro hallaría
deste que la fortuna me desvía.



¿Qué remedio me queda ya captiva,
sujeta al mando y voluntad ajena,
que para que mayor pena reciba,
aun la muerte no viene, porque es buena?
Pero aunque el cielo cruel quiera que viva
al fin me ha de acabar ya tanta pena,
bien que el estado en que me toma es fuerte
mas nadie escoge el tiempo de su muerte».

Así la bella joven lastimada
iba sus desventuras recontando,
cuando una gruesa bárbara emboscada
que estaba a los dos lados aguardando,
alzó al cielo una súbita algarada
las salidas y pasos ocupando,
creciendo indios así, que parecían
que de las yerbas bárbaros nacían.

Llegó al instante un yanacona mío,
ganado no había un mes, en buena guerra,
diciéndome: «Señor, échate al río,
que yo te salvaré, que sé la tierra;
que pensar resistir es desvarío
a la gente que cala de la sierra.
Bien puedes, ¡oh señor!, de mí fiarte,
que me verás morir por escaparte».

Yo, que al mancebo el rostro revolvía
a agradecer la oferta y buen deseo,
vi a Glaura que sin tiento arremetía
diciendo: «¡Oh justo Dios!, ¿qué es lo que veo?
¿Eres mi dulce esposo? ¡Ay, vida mía!
En mis brazos te tengo y no lo creo:
¿Qué es esto? ¿Estoy soñando o estoy despierta?
¡ Ay, que tan grande bien no es cosa cierta!»

Yo atónito de tal acaecimiento,
alegre tanto dél como admirado,
visto de Glaura el mísero lamento
en felice suceso rematado,
no habiendo allí lugar de cumplimiento
por ser revuelto el tiempo y limitado,
dije: «Amigos, a Dios; y lo que puedo,
que es daros libertad, yo os la concedo».



Sin otro ofrecimiento ni promesa
piqué al caballo, que salió ligero,
pero aunque más los indios me den priesa,
quiero, Señor, que aquí sepáis primero
cómo a la entrada de la selva espesa
Cariolán vino a ser mi prisionero,
cuando medrosa de perder la vida
en el tronco quedó Glaura escondida.

Sabed, sacro Señor, que yo venía
con algunos amigos y soldados,
después de haber andado todo el día
en busca de enemigos desmandados;
mas ya que a nuestro asiento me volvía
con diez prisiones bárbaros atados,
a la entrada de un monte y fin de un llano
descubrimos muy cerca a Cariolano.

Corrió luego sobre él toda la gente
pensando que alas le prestara el miedo,
pero con gran desprecio y alta frente,
apercibiendo el arco estuvo quedo.
Llegando, pues, a tiro diestramente
hirió a Francisco Osorio y Acebedo,
arrancando una daga, desenvuelto
el largo manto al brazo ya revuelto.

Tanta fue la destreza, tanto el arte
del temerario bárbaro araucano,
que no fue el gran tropel de gente parte
a que dejase un sólo paso el llano;
que saltando de aquella y desta parte
todos los golpes hizo dar en vano,
unos hurtando el cuerpo desmentidos,
otras del manto y daga rebatidos.

Yo, que ver tal batalla no quisiera,
al animoso mozo aficionado,
en medio me lancé diciendo: «¡Afuera,
caballeros, afuera, haceos a un lado!,
que no es bien que el valiente mozo muera,
antes merece ser remunerado,
y darle así la muerte ya sería
no esfuerzo ni valor, mas villanía».



Todos se detuvieron conociendo
cuán mal el acto infame les estaba;
sólo el indio no cesa, pareciendo
que de alargar la vida le pesaba.
Al fin la daga y paso recogiendo,
pues ya la cortesía le obligaba,
revuelto a mí me dijo: «¿Qué te importa
que sea mi vida larga o que sea corta?

Pero de mí será reconocida
la obra pía y voluntad humana:
pía por la intención, pero entendida
se puede decir impía y inhumana,
que a quien ha de vivir mísera vida
no le puede estar mal muerte temprana,
así que en no matarme, como digo,
cruel misericordia usas conmigo.

Mas porque no me digan que ya niego
haber de ti la vida recebido,
me pongo en tu poder y así me entrego
a mi fortuna mísera rendido».
Esto dicho la daga arrojó luego
doméstico el que indómito había sido,
quedando desde allí siempre conmigo
no en figura de siervo, mas de amigo.

Ya el ejercicio y belicoso estruendo
de las armas y voces resonaban.
Unos van en montón allá corriendo,
otros acá socorro demandaban.
Era la senda estrecha y no pudiendo
ir atrás ni adelante, reparaban
que el bagaje, la chusma y el ganado
tenía impedido el paso y ocupado.

Es el camino de Purén derecho
hacia la entrada y paso del Estado;
después va en forma oblica largo trecho
de dos ásperos cerros apretado,
y vienen a ceñirle en tanto estrecho
que apenas pueden ir dos lado a lado,
haciendo aun más angosta aquella vía
un arroyo que lleva en compañía.



Así a trechos en partes del camino
revueltos unos y otros voceando,
andaban en confuso remolino,
la tempestad de tiros reparando.
No basta de la pasta el temple fino,
grebas, petos, celadas abollando
la furia que zumbaba a la redonda
de galga, lanza, dardo, flecha y honda.

Unos al suelo van descalabrados
sin poder en las sillas sostenerse;
otros, cual rana o sapo, aporreados
no pueden aunque quieren removerse;
otros a gatas, otros derrengados,
arrastrando procuran acogerse
a algún reparo o hueco de la senda
que de aquel torbellino los defienda;

que en este paso estrecho el enemigo,
la gente y munición por orden puesta,
tenía a nuestros soldados, como digo,
de ventaja las piedras y la cuesta
donde puedo afirmar como testigo
que era la lluvia tan espesa y presta
de las piedras, que, cierto, parecía
que el cerro abajo en piezas se venía.

Como cuando se vee el airado cielo
de espesas nubes lóbregas cerrado
querer hundir y arruinar el suelo,
de rayos, piedra y tempestad cargado;
las aves mata en medio de su vuelo,
la gente, bestias fieras y ganado
buscan, corriendo acá y allá perdidas,
los reparos, defensas y guaridas,

así los españoles constreñidos
de aquel granizo y tempestad furiosa
buscan por todas partes mal heridos
algún árbol o peña cavernosa,
do reparados algo y defendidos
con la virtud antigua generosa,
cobrando nuevo esfuerzo y esperanza,
a la vitoria aspiran y venganza.



Y desde allí con la presteza usada
las apuntadas miras asestando,
les comienzan a dar una rociada,
muchos en poco tiempo derribando.
Ya por la áspera cuesta derrumbada
venían cuerpos y peñas volteando
con un furor terrible y tan estraño
que muertos aun hacían notable daño.

Así andaba la cosa entre tanto
que en esta estrecha plaza peleaban,
con no menor revuelta al otro canto
donde mayores voces resonaban.
Se habían los indios desmandado tanto
que ya el bagaje y cargas saqueaban,
haciendo grande riza y sacrificio
en la gente de guarda y de servicio.

Quién con carne, con pan, fruta o pescado
sube ligeramente a la alta cumbre;
quién de petaca o de fardel cargado
corre sin embarazo y pesadumbre.
Del alto y bajo, de uno y otro lado
al saco acude allí la muchedumbre,
cual banda de palomas al verano
suele acudir al derramado grano.

Viéndonos ya vencidos sin remedio
por la gran multitud que concurría,
procuré de tentar el postrer medio
que en nuestra vida y salvación había;
y así rompiendo súbito por medio
de la revuelta y empachada vía,
llegué do estaban hasta diez soldados
en un hueco del monte arrinconados,

diciéndoles el punto en que la guerra
andaba de ambas partes tan reñida
que, ganada la cumbre de la sierra,
la vitoria era nuestra conocida;
porque toda la gente de la tierra
andaba ya en el saco embebecida,
y sólo en ver así ganado el alto
los bastaba a vencer el sobresalto.



Luego, resueltos a morir de hecho,
todos los once juntos, de cuadrilla
los caballos lanzamos al repecho,
cada cual solevado alto en la silla;
y aunque el fragoso cerro era derecho,
por la tendida y áspera cuchilla
llegamos a la cumbre deseada,
de breña espesa y árboles poblada.

Saltamos a pie todos al momento,
que ya allí los caballos no prestaban,
que llenos de sudor, faltos de aliento,
no pudiendo moverse, ijadeaban;
donde sin dilación ni impedimento
al lado que los indios más cargaban,
en un derecho y gran derrumbadero,
nos pusimos a vista y caballero,

dándoles una carga de repente
de arcabuces y piedras, que os prometo
que aunque llevó de golpe mucha gente,
hizo el súbito miedo más efeto.
Y así remolinando torpemente,
les pareció, según el grande aprieto,
moverse en contra dellos cielo y tierra,
viendo por alto y bajo tanta guerra.

Luego con animosa confianza
en nuestra ayuda algunos arribaron
que, deseosos de áspera venganza,
el daño y miedo en ellos aumentaron
tanto que ya perdida la esperanza,
a retirarse algunos comenzaron
poniendo prestos pies en la huida,
remedio de escapar la ropa y vida.



Cuál por aquella parte, cuál por ésta,
cargado de fardel o saco guía;
cuál por lo más espeso de la cuesta
arrastrando el ganado se metía.
Cuál con hambre y codicia deshonesta
por sólo llevar más se detenía,
costando a más de diez allí la vida
la carga y la codicia desmedida.

Así la fiesta se acabó, quedando
saqueados en parte y vencedores
la vitoria y honor solennizando
con trompetas, clarines y atambores,
al rumor de las cuales caminando
con buena guardia y diestros corredores,
llegamos al real todos heridos
donde fuimos con salva recebidos.

Los bárbaros a un tiempo retirados
por un áspero risco y monte espeso
se fueron a gran paso, consolados
con el sabroso robo, del suceso;
y adonde estaba el General llegados,
(que sabido el desorden y el exceso
que rindió la vitoria al enemigo)
hizo de algunos ejemplar castigo.

Y habiendo en Talcamávida juntado
del destrozado campo el remanente,
a consultar las cosas del Estado
llamó a la principal y digna gente
donde, después de haber allí tratado
de lo más importante y conveniente,
les dijo libremente todo cuanto
podrá ver quien leyere el otro canto.