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La boba para los otros/Acto III

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La boba para los otros
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto III

Acto III

Salen Alejandro, con bastón de general, bizarro, y Marcelo.
Alejandro:

¿Entró la gente toda?

Marcelo:

Entró toda la gente
que ya por las posadas se acomoda.

Alejandro:

Formarase un ejército valiente
de soldados bizarros.
¿Vino el bagaje?

Marcelo:

Van entrando en carros.

Alejandro:

¿Qué dicen en Urbino?

Marcelo:

Que ha sido poderoso desatino,
con pretexto de guerra
contra el Turco, soldados en su tierra.

Alejandro:

Deben de estar turbados.

Marcelo:

Sienten, sin causa, sustentar soldados
que Diana levanta
a título de ver la casa santa.

Alejandro:

Mandome hacerlos y, como es mi amparo,
en servirla reparo,
puesto que me parece disparate
que un imposible trate,
pues a la santa guerra
fueron un tiempo Francia, Inglaterra,
y Alfonso, rey de España,
cubriendo de naciones la campaña.

Marcelo:

También dicen que cubren el camino
soldados de Florencia, contra Urbino,
y tanto ya su ejército se acerca,
que le han visto marchar desde la cerca.

Alejandro:

Hablaré la duquesa, mi señora.
Pero, ¿quién viene aquí?

Marcelo:

Viene Teodora.

Sale Teodora
Teodora:

En fin, Octavio ha llegado.
Generoso capitán,
si bien parecéis galán,
mejor parecéis soldado.
Que tan lucido este día
venís a quien os espera,
gran capitán, que quisiera
ser yo vuestra compañía.
Dadnos, Marcelo, lugar,
que quiero hablar con Octavio.

Marcelo:

Es en mi lealtad agravio,
que no le quiero formar;
que de haberme vos mandado
que os deje (como lo haré),
más sospechas llevaré
que de haberos escuchado.

Teodora:

Si la gente que traéis,
gallardo Farnesio, a Urbino,
para tan gran desatino,
emplear mejor queréis,
yo sé quién luego os hiciera
de estos estados señor.

Alejandro:

Y yo pagara su amor,
Teodora, si justo fuera.
Pero habiendo conducido,
por gusto de la duquesa,
(aunque para loca empresa,
pues todo es tiempo perdido),
la gente de que me ha hecho
capitán, fuera traición,
no solo a mi obligación,
pero a su inocente pecho.
Que si bien es desatino
el ir a Jerusalén,
al fin, es Diana quien
me ampra y tiene en Urbino.

Teodora:

¿Y si yo el pleito venciese?

Alejandro:

Entonces, señora mía,
la gente vuestra sería;
pero si no lo fuese…

Sale Diana
Diana:

Basta, Teodora, que quien
a Octavio quisiere hallar,
donde estás le ha de buscar,
y a ti, Teodora, también
buscando a Octavio; más él
ya no debe de ser hombre,
porque atento ese nombre
huyeras, Teodora, de él.
Tus honestas altiveces
más saben decir que hacer.
¡Poco debes de correr,
pues te alcanzan tantas veces!

Teodora:

Cuando yo te persuadía
no pasases adelante,
eras, Diana, ignorante;
que te engañasen temía.
Ya que más discreta eres,
no hay precepto que te dar
de cómo se han de guardar
de los hombres las mujeres.
Y así, pues, no han de engañarte,
bien puedas hablar con ellos,
que dejallos o querellos
no cabe en términos de arte.

Diana:

Disculpar quieres tu error
con darme licencia a mí.

Teodora:

Hablar con Octavio aquí,
¿puede ser contra mi honor?
Muy maliciosa te has hecho
después que en palacio estás.

Diana:

Como voy sabiendo más,
voy entendiendo tu pecho.
Perdone vueseñoría,
y muy bien venido sea.

Alejandro:

El que serviros desea
no tiene, señora mía,
mayor bien que desear.
En vuestro lugar estuve.

Diana:

¿Vístesle?

Alejandro:

Allí me detuve
con gusto de preguntar
cómo os criastes, y vi
que del monte a verme vino
vuestro viejo padre Alcino,
a quien vuestras cartas di,
y aquellos seis mil ducados.
Lloró conmigo el buen viejo,
y tomando su consejo,
hice quinientos soldados
de aquellas villas y aldeas,
con pregonar vuestro nombre,
porque no quedaba un hombre.

Teodora:

Bienvenido, Octavio, seas;
que quiero ser más cortés
que Diana lo es conmigo.

Diana:

Yo lo que me dices digo.

Teodora:

Habladme, Octavio, después.

Vase
Alejandro:

Por Dios, que está vuestra alteza
terrible; que no repara
en que su ingenio declara.

Diana:

Es condición o flaqueza
de voluntad de mujer,
señor Alejandro, y yo
lo soy también, aunque no
lo acabo de conocer.

Alejandro:

Si llega a hablarme Teodora,
cuando de servirte vengo,
¿qué puedo hacer?

Diana:

No la hablar,
pues te doy el mismo ejemplo
con Julio y con Camilo yo,
ni respondo a los intentos
de príncipes que me escriben,
mas desde aquí me resuelvo
a dejar tus sinrazones
y tratar de mi remedio.

Alejandro:

Escucha.

Diana:

¿Yo? ¿Para qué?

Alejandro:

Hasme de escuchar.

Diana:

No quiero.

Alejandro:

Teodora me habló.

Diana:

No hablalla.

Alejandro:

¿Por qué?

Diana:

Porque yo me ofendo.

Alejandro:

¿Y si me detuvo?

Diana:

Huir.

Alejandro:

¿Huir?

Diana:

Y fuera bien hecho.

Alejandro:

¿Cómo pude?

Diana:

Con los pies.

Alejandro:

Loca estás.

Diana:

Como tú necio.

Alejandro:

¿Tanto rigor?

Diana:

Tengo amor.

Alejandro:

Yo mayor.

Diana:

Yo no lo creo.

Alejandro:

Mas, ¿qué te pesa?

Diana:

No hará.

Alejandro:

¿Eso es valor?

Diana:

Tengo celos.

Alejandro:

¿Morir me dejas?

Diana:

¡Qué gracia!

Alejandro:

Ya me enojo.

Diana:

Y yo me vengo.

Alejandro:

Diré quién soy.

Diana:

Ya lo has dicho.

Alejandro:

¿A quién?

Diana:

A quien aborrezco.

Alejandro:

¡Fuerte mujer!

Diana:

Esto soy.
Sale Fabio

Fabio:

Metereme de por medio,
bravos del alma.

Diana:

No hay burlas,
Fabio, conmigo. Esto es hecho.

Fabio:

¿Anda por aquí Teodora?

Diana:

De sus agravios me quejo.

Fabio:

¡Ea! Que ya sale amor
por donde entraron los celos.
¿Para qué os estáis mirando?
¿Qué sirve, si los deseos
están pidiendo los brazos,
poner los ojos al sesgo?
En verdad que es tiempo ahora
para que se gaste el tiempo
en celos y en desatinos,
estándose Urbino ardiendo.

Alejandro:

Bien dice Fabio, señora.
Prosigamos o dejemos
lo que habemos concertado;
que la alteración del pueblo
no permite dilaciones.

Diana:

¿Qué celos fueron discretos?
Parte, Fabio, a lo que hoy
te dije, viniendo a tiempo;
que todos mis enemigos
queden por ti satisfechos,
de que la gente que entró
no tiene más fundamento
que mi simple condición.

Fabio:

Voy; pero quedad primero
amigos.

Diana:

Yo le perdono,
para que se parta luego
a prevenir los soldados.

Alejandro:

Bien sabe, señora, el cielo
la intención con que te sirvo.

Fabio:

Que veréis muy presto, espero,
la venganza de Teodora
y el fin de vuestro deseo.

Vanse Alejandro y Fabio, y sale Julio
Julio:

Hasta que Urbino, señora,
ha visto tantas banderas,
no ha pensado que es de veras
la guerra que teme ahora.
Está toda la ciudad
alborotada de ver,
 (…)
y con tanta brevedad,
hagas número de gente
tan grande, dando ocasión
que murmuren con razón
y extrañen el accidente.
Corre fama, y es verdad,
que es contra el Turco, que ha dado
risa al vulgo y al Senado,
y escándalo a la ciudad.
Yo, de quien puede fiarse
vuestra alteza, le prometo
fidelidad y secreto,
si permite a declararse
con quien la sirve y adora.

Diana:

Julio, presto verá Urbino
si es valor u desatino,
como publica Teodora.
Está ya el Turco embarcado
para venir contra mí,
y ¿que traiga gente aquí
tiene por burla el Senado?
Pero la culpa he tenido,
porque si yo me casara
en Milán, Parma y Ferrara,
entre el Turco y mi marido
se pudiera averiguar,
y no andar con mis banderas,
si es de burlas, si es de veras,
alborotando el lugar.

Julio:

Señora, hablando verdades,
como a veces dices cosas
discretas y sentenciosas,
no siempre nos persüades
que nacen de tu inocencia
cosas que nos dan temor,
porque ignorancia y valor
y desatino y prudencia
no caben en un sujeto.

Diana:

Sí caben, cuando se crea
que aquello me dio una aldea
y estotro un padre discreto.

Salen Teodora y Camilo
Teodora:

¿A quién no pondrá temor
ver, Camilo, cada día
ir entrando tanta gente,
tantas armas y divisas,
tantas cajas y trompetas,
prevenir la artillería
del muro y guardar las puertas?

Camilo:

Teodora, quien imagina
a Diana como simple,
echa este negocio en risa.
Mas quien, por otras razones,
presume que ser podría
consejo de algún discreto,
que ocultamente codicia
hacerse señor de Urbino,
teme que todo es mentira.

Teodora:

Allí están Julio y Diana.

Camilo:

¡Brava amistad!

Teodora:

Es fingida.

Julio:

Yo te he dicho lo que siento.

Diana:

¿Por qué tienen por malicia
que traiga Octavio esa gente?

Julio:

A todos, señora, admira,
que digas que es contra el Turco.

Diana:

¿Quieres que verdad te diga?

Julio:

Eso deseo.

Diana:

Pues, Julio,
¿tendrás secreto?

Julio:

Seré
leal a tu gusto.

Diana:

Temo
que Teodora, mi enemiga,
te quiere bien.

Julio:

Ya no quiere,
después que Octavio la mira.

Diana:

¿Él a ella, o ella a él?

Julio:

Todo en interés estriba
de que la dé su favor.

Diana:

Casarme, Julio, querría,
y proponiéndole a Octavio
mi intento, como él se inclina
a Teodora, me aconseja
que por mi dueño te elija.

Julio:

¿Quién, sino Octavio, pudiera,
siendo la nobleza misma,
favorecer mi esperanza?
¡Qué término, qué hidalguía!
Bien me lo debe en amor.

Diana:

Allí, Julio, te retira;
que quiere Camilo hablarme.

Camilo:

Con Teodora confería,
ilustrísima señora,
que la ocasión que te obliga
a las banderas que has hecho,
por otros pasos camina.
Si merezco tu favor,
pues aventuré la vida
por traerte de la aldea,
¿qué intentas, qué solicitas
con tantas armas? Que ya,
como sabes, cada día
más nos pones en cuidado.

Diana:

Algo estoy más entendida.

Camilo:

Temo, que son tus enigmas
como la esfinge de Tebas.

Diana:

No entiendo filosofías.
Bien sé que sola y mujer,
y no Artesa ni Artemisa,
mal me podré gobernar;
Octavio me persuadía
que hiciese elección de ti.

Camilo:

Tiene muy bien conocida
mi gran voluntad Octavio.
¡Con qué ilustre bizarría
hoy entraba con la gente!
Ni en la paz ni en la milicia
ha visto tal hombre Italia.
¿Pero tú, señora mía,
qué le respondiste a Octavio?

Diana:

Que para que te reciba
Urbino con más aplauso,
al Senado le diría
tus méritos y mi amor.

Camilo:

Teodora y Julio nos miran,
que, si no, a tus pies…

Diana:

Detente,
y silencio, si me estimas.

Camilo:

Voy a engañar a los dos,
y tú tantos años vivas,
que de nuestros hijos veas
copia de inmortal familia.

Julio:

¿Qué te ha dicho la duquesa,
Camilo?

Camilo:

Mil boberías
acerca de la jornada,
con que ser simple confirma.
No hay de qué tener sospecha.

Teodora:

¡Qué incapaz mujer! ¡Qué indigna!

Sale Laura
Laura:

Un embajador del Turco,
persiano de medio arriba,
de medio abajo, lagarto,
con almalafa morisca,
y, por mayor gravedad,
ceñido por las rodillas
la cimitarra anchicorta,
la guarnición de ataujía,
quiere hablarte.

Diana:

Dile que entre,
y dame, Laura, una silla.

Teodora:

¿Laura?

Laura:

¿Señora?

Teodora:

Oye aparte
¿qué es esto que el Turco envía?

Laura:

Un embajador.

Teodora:

¿Qué dices?

Laura:

Que me remito a la vista.

Julio:

Para confirmar Diana
la necedad que imagina
del ejército que forma,
se ha persuadido a sí misma
fingir un embajador.

Camilo:

Ya viene.

Diana:

Y yo estoy corrida.

Acompañamiento, y detrás, Fabio, de turco vestido graciosamente
Fabio:

Alá guarde a vuestra alteza.

Diana:

Venga vuestra turquería
con salud.

Fabio:

Deme las plantas.

Diana:

Están a los pies asidas.

Fabio:

Las manos.

Diana:

Si se las doy,
¿con qué quiere que me vista?

Laura:

Dele silla vuestra alteza.

Diana:

¿Por qué no se la traía
de su tierra?

Laura:

Esto conviene.
Siéntese vusiñoría.

Julio:

¿Este no es Fabio, Teodora?

Teodora:

En forma tan peregrina
viene, por darla contento,
que apenas le conocía.

Julio:

Ya no es duda su ignorancia;
que solo esta acción confirma
la simplicidad mayor
que ha sido vista ni escrita.

Fabio:

(Aparte)
(Ya queda, hermosa Diana,
sacando la infantería
Alejandro y, en palacio,
de arcabuces y de picas
forma un escuadrón que rige
en un caballo que pisa
fuego por tierra y, a saltos,
sobre los aires empina
el cuerpo, tan arrogante,
que apenas cabe en las cinchas.)

Diana:

Proseguid, embajador.

Fabio:

Pues me mandáis que prosiga:
el gran Mahometo, sultán,
emperador de la China,
de Tartaria y de Dalmacia,
de Arabia y Fuenterrabía,
señor de todo el Oriente,
y desde Persia a Galicia,
con Mostafá, que soy yo,
salud, duquesa, te envía.

Diana:

De que en tan largo camino
no se os perdiese, me admira,
esa salud que decís,
y viniendo tan aprisa.

Fabio:

¡Cuál están estos borrachos
escuchándome!

Diana:

No digas
algo que me eche a perder.

Fabio:

¡Oh, si le vieras cuál iba
Alejandro, todo sol
y toda sombra la envidia!

Diana:

Proseguid, embajador.

Fabio:

Pasando por la cocina,
me dio un olor de torreznos,
que el alma se me salía.

Diana:

¿Comen los moros tocino?

Fabio:

Y se beben una pipa
donde no lo ve Mahoma.

Diana:

¿Tocino?

Fabio:

No; sino guindas.

Diana:

Proseguid, embajador.

Fabio:

Al salir de la mezquita,
sultán recibió tu carta
en presencia de Jarifa,
donde dices que es tu intento
conquistar a Palestina,
tierra santa, de tu ley,
para cuya acción le avisas
que haces gente en tus Estados,
y que tus banderas cifras
con una “C” y una “T”,
que dicen “contra Turquía”;
que derriba luego a Meca,
adonde cuelga en cecina
un pernil de su profeta.
Y que por parias te rinda
todos los años cien moras:
las cincuenta bien vestidas
de grana y tela de Persia,
y las cincuenta en camisa,
seis elefantes azules
y diez hacas amarillas,
aquellos cargados de ámbar,
y estas de bayeta y frisa;
o, que si no, desde luego
rompes la paz y publicas
la guerra, y para señal
un guante de malla envías.
(Aparte)
(Díjome que te dijese
Alejandro, que vendría,
en haciendo el escuadrón,
a verte.)

Diana:

Es mi propia vida.
Proseguid, embajador.

Fabio:

Sultán, por las cosas dichas,
y viendo arrogancias tales,
de los bigotes se tira
y de la cólera adusta
de tal manera se hinca,
que de una calzas de grana
se le quebraron las cintas.
Finalmente, me mandó
que partiese el mismo días,
y donde no hallase postas
tomase mulas a prisa
para que llegando a Italia
ninguna cosa te diga.
Yo cumplo con mi embajada
y me vuelvo a Natolía,
a Caramania y Bruselas,
Sierra Morena y Sicilia,
donde está con tanto enojo,
que me dijo a la partida
que le trujese un barril
de aceitunas de Sevilla;
y, porque allá no las hay,
seis varas de longaniza.
Con esto, el cielo te guarde,
y advierte que me permitas,
que pueda tener despensa,
donde, vendiendo salchichas,
perdices, vino y conejos,
vuelva rico a Berbería;
que por la mitad que a otros
te daré cuanto me pidas.

Vase


Diana:

¿Marcelo?

Marcelo:

¿Señora?

Diana:

Dime,
¿sería descortesía
matar a este embajador
por las que me tiene dichas,
o darle algunas valonas
para el camino?

Marcelo:

Sería
contra tu salvoconducto.

Diana:

¿Luto este moro traía?

Teodora:

Yo quedo ya sin sospecha,
segura de mi justicia.

Julio:

Y yo, Teodora, templando
con la lástima la risa.

Camilo:

Las cajas suenan. No temas;
porque quien se persuadía
que era turco su criado,
no pecará de malicia.
Vamos a ver cómo ordena
Octavio la infantería.

Julio:

Él, por lo menos, bien sabe
la militar disciplina.

Vanse, y Diana llama a Teodora
Diana:

¿Teodora?

Teodora:

¿Señora?

Diana:

Advierte,
¿será bien dar un pregón
de estas trompetas al son?

Teodora:

¿Pregón? ¿Cómo?

Diana:

De esta suerte:
que todas, desde este día,
o solteras o casadas,
traigan calzas atacadas.

Teodora:

Muy buena invención sería.

Diana:

Con esto se ahorrarán
de naguas y de manteos,
que es gran costa, y los deseos
menos, Teodora, serán;
que lo que siempre se ve
a menos codicia obliga.

Teodora:

¡Qué ingenio! Dios te bendiga.

Vase


Diana:

Pues ya Teodora se fue
y Alejandro está ordenando
el escuadrón que ha de entrar
en Urbino, para dar
lugar al que está esperando,
bien será partirme luego
a volver por mi opinión.
Volved, mi libre razón
a vuestro antiguo sosiego.
Conozca mi entendimiento,
y salga de la prisión
de esta vil transformación
mi cautivo pensamiento.
Que el ser boba son tan fieras
burlas en una mujer,
que el hábito puede hacer
que lo venga a ser de veras.
Y si tanto desconsuela
ser boba un hora fingida,
quien lo fue toda la vida,
¿de qué suerte se consuela?
Que si del mayor amigo,
si es necio, se hace desprecio,
¿cómo no se cansa un necio,
pues ha de tratar consigo?

Vase. Salen Alejandro y Fabio
Alejandro:

Apenas puedo creer,
Fabio, lo que me has contado.

Fabio:

Todo queda asegurado.

Alejandro:

¡Qué peregrina mujer!
¿Qué dirán cuando la vean
con su entendimiento claro?

Fabio:

Que ha sido el caso tan raro
que habrá pocos que le crean.
¿Habrase alguno fingido
bobo de aquesta manera?

Alejandro:

Cuando esto jamás hubiera
en el mundo sucedido,
habiendo tantas memorias,
que alguna vez te diré,
cual ejemplo de más fe,
que en las divinas historias
un rey de tanto valor,
a quien Saúl persiguía,
que como siempre vivía
fugitivo a su rigor…

Fabio:

¡Con qué discreción ha sido
boba hasta tener defensa!

Alejandro:

Vengárase de su ofensa,
si no la pone en olvido.

Fabio:

Confesábase una dama
de estar de bonico aseo;
preguntola el confesor,
como suelen, lo primero,
el estado que tenía,
y ella, con rostro modesto,
respondió que era doncella.
Fuese el caso prosiguiendo
y confesó en el discurso
ciertos casos poco honestos.
Díjole el padre: “Al principio
dijiste, si bien me acuerdo,
que érades doncella; ¿pues…?”
Y ella respondió de presto:
“Sí, padre, de una señora”.

Alejandro:

Y yo tu discurso entiendo,
de manera que Diana,
mientras sale con su intento,
es boba para los otros.

Fabio:

Y más que es sacado el cuento
de mi propia biblioteca.
Ella viene.

Sale Diana
Diana:

Doy al cielo
gracias, valiente Alejandro,
que libre a tus ojos llego.

Alejandro:

Segura, hermosa Diana,
de mi valor, por lo menos;
que antes perderé mil vidas,
que venga a poder ajeno
Estado que, a no ser tuyo,
te sobran merecimientos
para mayores laureles.

Diana:

Aunque pasé con secreto
hasta llegar a tu tienda,
he visto, en hileras puesto,
ya no lucido escuadrón,
mas todo un monte de acero.

Alejandro:

Ya, pues, señora, que has visto
las banderas, los pertrechos,
y todo el orden del campo,
en tu servicio dispuesto,
mientras se junta del todo,
te ruego con vivo afecto,
para que de tu justicia
quede yo más satisfecho,
y porque muchos también
tienen el mismo deseo,
que me digas el principio
de tu noble nacimiento.

Diana:

El duque Octavio, ¡oh, Médicis famoso!,
muerto en la guerra su menor hermano,
que tuvo el rey de Francia victorioso
contra el valiente príncipe britano,
trujo a su casa el ángel más hermoso
que su deidad vistió de velo humano,
en la condesa Hortensia, su sobrina,
a petición de su mujer Delfina.
Criábase en palacio la condesa,
de no pocos señores pretendida,
pero difícil, por el duque, empresa,
negaba a todos, y por él querida;
murió de pocos años la duquesa,
de quien era guardada y defendida,
y declarose el duque libremente,
tal es de amor el bárbaro accidente.
Andando a caza con Hortensia un día,
con despecho de verse desdeñado,
y que ni por marido le quería,
ni dar remedio a su mortal cuidado,
en una selva tímida y sombría,
cubriose el cielo de un telliz bordado,
de oscuras nieblas, como un tiempo a Dido,
Amor, de sus desdenes ofendido.
Comenzaron con esto las señales
de oscura tempestad, que el miedo aumentan,
sonando de las ruedas celestiales
los quicios que la máquina sustentan.

Diana:

Ocultos los terrestres animales,
las aves que en el aire se alimentan,
revolando entre negros torbellinos,
bajaban a los árboles vecinos.
Pegaba a la celeste artillería
la cuerda el seco humor, y de los senos
de las oscuras nubes escupía
relámpagos de luz, de miedo truenos;
piramidal el fuego resolvía
las copas de los árboles amenos
y las sagradas torres, cuyo muro
no está, por ser más alto, más seguro.
Hay una cueva solitaria y fiera,
bostezo oscuro de una parda roca,
que porque el eco se quedase afuera,
forma, de espinos, dientes a su boca;
de salobres carámbanos, esfera;
de riscos altos la melena toca,
sudando charcos los abiertos poros,
de roncas ranas, desabridos coros.
Aquí principio dio naturaleza
a mi vida, Alejandro; aquí forzada
de la condesa Hortensia la belleza,
fue prima y madre, y se sintió preñada;
el duque, por cubrir, no la flaqueza,
sino la culpa, sin dejarle espada,
como Eneas a Dido, fue más necio:
pues no hay mayor espada que el desprecio.

Diana:

Cuando nací, murió: propia fortuna
de una mujer que nace desdichada;
pues tuve a un tiempo sepultura y cuna,
viviendo entre dos montes sepultada.
Crieme sin tener noticia alguna,
en pobre labradora transformada,
de mi padre y mi noble nacimiento,
sin esperanzas que llevase el viento.
Bien que la sangre, a diferente estilo
de cosas altas, me sirvió de norte,
y cuando vino, como ves, Camilo,
troqué el sayal en tela; el campo, en corte.
Tú, ya de mi temor sagrado asilo,
como a esta vida a tu valor importe,
aunque no añada a tus grandezas lustre,
defiende esta mujer, por hombre ilustre.

Alejandro:

El trágico principio de tu historia,
tan peregrina y de sucesos llena,
parece que lastima la memoria;
mas hoy en gloria volverá la pena;
la justicia promete la vitoria,
contra la parte de la envidia ajena:
hoy quedarás pacífica señora.

Diana:

Y tú, Alejandro, de quien más te adora.
¡Oh, pues, gallardo Médicis!, desnuda
la espada con alegre confianza
contra esta gente, que del peso en duda
de mi justicia pone la balanza;
que yo, si tu valor mi empresa ayuda,
prometo profesión a mi esperanza;
porque es pedir a un Médicis consuelo,
tener, en tanto mal, médico al cielo.

Alejandro:

Dime, señora: ¿de qué suerte quieres
ponerte en posesión?

Diana:

Dejando aparte
este fingido engaño.

Alejandro:

Pues no esperes;
que ya la gente de Florencia parte.
Tú serás el valor de las mujeres.

Diana:

Tú, César florentín, toscano Marte.

Fabio:

¿Y yo, no seré nada?

Diana:

No te agravio,
mientras no soy lo que pretendo, Fabio.
Armar quiero, Alejandro, mi persona,
y vean los soldados mi presencia,
mientras vienen a darme la corona
los que vienen marchando de Florencia.

Alejandro:

Ármate, pues, ¡oh, itálica Belona!,
muéstrate a Urbino con igual prudencia;
véante cuerda, que, al tomar la espada,
temblará la opinión desengañada.

Diana:

¡Armas, Fabio! ¡Hola, criados!
Dadme un espadar y un peto.

Salen Marcelo y criados con armas; y, desnudándose la ropa y basquiña, Diana quede en jubón rico de faldillas o alguna almilla bizarra, y naguas o manteo.
Marcelo:

Aquí tienes ya las armas.

Diana:

Dame esa gola, Marcelo.

Marcelo:

Mejor estaba ahora
para parecer a Venus.
¿Para qué quieres armarte?

Fabio:

Sal, ¡por tus ojos!, en cuerpo,
y todo el linaje humano
doy por siete veces muerto.

Diana:

Aprieta la gola bien.

Alejandro:

Yo lo veo, y no lo creo.
¿Dónde aprendiste, señora,
entre castaños y enebros,
entre asperezas de montes,
que visten hayas y tejos,
a vestir lucidas armas,
juntando acerados petos,
las hebillas y correas
sobre grabados trofeos?

Diana:

No importa a quien altamente
nace, Alejandro, saberlo;
que basta que lo haya visto
quien tiene valor e ingenio.
Cuando el rey le dice a un grande
que se ha criado mancebo
en la corte, lleno de ámbar
y de telas de oro lleno:
“Id a la guerra, y sé parte”;
y en llegando al campo y viendo
al enemigo, parece,
entre el plomo ardiente, un Héctor,
¿quién lo causa?, ¿quién le enseña?
Claro está que su maestro
fue allí la sangre heredada:
alma segunda, en los buenos.
El brío nace en las almas;
la ejecución, en los pechos;
lo gallardo, en el valor;
lo altivo, en los pensamientos;
lo animoso, en la esperanza;
lo alentado, en el deseo;
lo bravo, en el corazón;
lo valiente, en el despecho;
lo cortés, en la prudencia;
lo arrojado, en el desprecio;
lo generoso, en la sangre;
lo amoroso, en el empleo;
lo temerario, en la causa;
lo apacible, en el despejo;
lo piadoso, en el amor,
y lo terrible, en los celos.

Fabio:

¿Qué dices de esto, Alejandro?

Alejandro:

Que como habiéndose puesto
la mano a una fuente un rato,
luego que la quitan vemos
correr tan furiosa el agua,
que, para salir más presto,
parece que la que viene
fuerza a la que va corriendo.
Así la bella Diana,
que estuvo en tanto silencio,
desata con mayor furia
su divino entendimiento;
de suerte que al disponer
las razones el ingenio,
entre la lengua y la voz
se atropellan los conceptos.

Diana:

Dadme un espejo.

Alejandro:

Bien dice
mírese en él, aunque pienso
que no le hallará mejor
que ser de sí misma espejo.

Fabio:

¡Qué bien se ciñó la espada!
¿Qué dirán los que la vieron
ayer simple, hoy valerosa?

Alejandro:

Que supo engañar, fingiendo
una mujer incapaz,
a muchos hombres discretos.

Diana:

¿Estoy bien?

Fabio:

De oro y azul.

Diana:

Pues ven conmigo; que llevo,
para que me tiemble el mundo,
un Alejandro en el pecho.

Vanse. Salen Julio y Camilo
Camilo:

Hoy ha de ser el día
que la ciudad desengañada quede.

Julio:

Seguramente puede
vencer la pena que tener podía,
viendo tan gran locura y desatino.

Camilo:

(Aparte)
(Este se juzga ya duque de Urbino.)

Julio:

(Aparte)
(Este piensa que ya tiene el estado.)

Camilo:

(Aparte)
(¡Qué necio, qué engañado
presume Julio que el laurel merece.)

Julio:

(Aparte)
(¡Qué soberbio Camilo desvanece
sus locos pensamiento!)

Camilo:

(Aparte)
(Ignora de Diana los intentos
Julio; ¡bien haya Octavio,
que me propuso duque libremente!)

Julio:

(Aparte)
(Octavio ha sido noble, cuerdo y sabio
en persuadir el ánimo inocente
de Diana a quererme por su esposo.)

Camilo:

(Aparte)
(Pensando estoy, Octavio generoso
qué pueda darte en premio de esta empresa.)

Julio:

(Aparte)
(¿Qué le daré, por darme a la duquesa,
a un hombre como Octavio? ¡Todo es poco!)

Teodora, Laura y Fenisa con vaqueros, espadas y sombreros de plumas.
Fenisa:

Desde aquí puedes ver pasar la gente.

Teodora:

Con el son de las armas me provoco.

Laura:

¡Qué bizarra es la guerra! ¡Qué valiente
esfuerzo ponen cajas y trompetas!

Teodora:

Mis ansias, que hasta aquí fueron secretas,
por Octavio, Fenisa, se declaran.

Fenisa:

Con justa causa en su despejo paran.
 (Aparte)
(¡Qué necia y qué engañada está Teodora!)

Laura:

(Aparte)
(Piensa que la ha de dar Octavio ahora
por armas el Estado.)

Teodora:

¿Dónde aquella ignorante se ha quedado,
que a ver no viene tan lucida gente?
Mas ¿qué puede alegrar a quien no siente?

Soldados con arcabuces, cajas, banderas; Alejandro, de general, y Diana, a caballo; Fabio, a su lado.
Julio:

Siendo Octavio el general,
¿quién es el gallardo mozo
que en aquel caballo viene?

Camilo:

¡Qué bizarro talle!

Julio:

¡Airoso!
Toquen mientras sube al teatro Diana.

Teodora:

Fenisa, confusa estoy;
que, con admirable asombro,
en aquel mancebo ilustre
pone la ciudad los ojos.

Diana:

Vasallos, yo soy Diana;
yo la señora me nombro
de Urbino, yo la duquesa,
a cuyo derecho solo
este Estado pertenece,
y la posesión que tomo;
no simple para el gobierno,
no incapaz para el decoro
de la dignidad, si fuera
el reino más poderoso.
Por el peligro en que estaba,
y que no me hiciese estorbo
la pretensión de Teodora,
cubrí de simples despojos
mi sutil entendimiento
hasta prevenir socorro,
como le veis en el campo,
sin el ejército propio.
Aquí pues, oíd, vasallos,
las armas serán los votos
de la justicia que tengo:
torres, puentes, puertas, fosos,
todo queda ya con guardas;
el que moviere alboroto,
por la que le han de sacar,
alma le darán de plomo.

Diana:

Julio, Teodora y Camilo
salgan de mi Estado todo
para siempre: que las vidas,
por ser quien soy, les perdono.
La burla que de mí hicieron,
duplicada se la torno,
pues han de perder la patria,
corridos, como envidiosos.
a Fabio, que me ha servido,
doy a Laura…

Fabio:

Me conformo.

Diana:

Con seis mil…

Fabio:

¿De renta?

Diana:

Sí.

Fabio:

Laura, responde.

Laura:

Respondo
que soy tuya.

Diana:

Este gallardo
caballero generoso
es Alejandro de Médicis,
no, como pensáis vosotros,
Octavio Farnesio, y es
duque de Urbino, y mi esposo.

Alejandro:

El alma responde aquí.

Diana:

De este laurel que me pongo,
parto la mitad contigo.

Alejandro:

Será de diamantes y oro.

Teodora:

¡Corrida estoy de mi engaño!

Julio:

¡La boba nos hizo bobos!

Fabio:

Aquí, senado, se acaba
La boba para los otros,
y discreta para sí;
y, pues sois discretos todos,
perdonando nuestras faltas,
quedaremos animosos.
Para escribir, el poeta;
para serviros, nosotros.