La busca/Parte II/VII
VII
La kermesse de la calle de la Pasión fue esperada por Leandro con ansiedad. Otros años había acompañado a Milagros a la verbena de San Antonio y a las del Prado; bailó con ella, la convidó a buñuelos, la regaló un tiesto de albahaca; aquel verano la familia del Corretor parecía tener empeño decidido de apartar a la Milagros de Leandro. Éste se enteró de que su novia y su madre pensaban ir a la kermesse, y se agenció dos billetes, y anunció a Manuel que los dos se presentarían allá.
Efectivamente: fueron una noche de agosto, que hacía un calor horrible; un vaho denso y turbio llenaba las calles de las cercanías del Rastro, adornadas e iluminadas con farolillos a la veneciana.
Se celebraba la fiesta en un solar grande de la calle de la Pasión.
Entraron Leandro y Manuel: la música del Hospicio tocaba una habanera. El solar, alumbrado con arcos voltaicos, estaba adornado con cintas, gasas y flores artificiales, que partían como radios de un poste del centro e iban hasta los extremos. Frente a la puerta de entrada había una caseta de tablas, recubierta con percalina roja y amarilla, y una porción de banderas españolas: era la tómbola.
Leandro y Manuel se sentaron en un rincón y esperaron. El corrector y su familia llegaron pasadas las diez; la Milagros estaba muy bonita: vestía traje claro con dibujos azules, pañuelo de crespón negro y zapato blanco. Iba un poco escotada hasta el nacimiento del cuello, terso y redondo.
En aquel momento, la banda del Hospicio tocaba a trompetazos el chotis de Los Cocineros, y Leandro, emocionado, invitó a bailar a la Milagros. La muchacha hizo un gestillo de desenfado.
-A ver si me manchas el traje nuevo -murmuró, y se puso el pañuelo a la cintura.
-Si bailas con otro, también te manchará -contestó Leandro, humildemente.
La Milagros no hizo caso: bailaba cogiéndose la falda con una mano, contestando de una manera displicente y por monosílabos.
Concluyó el chotis, y Leandro invitó a la familia a ir al ambigú. A la derecha de la puerta había dos escalinatas adornadas, que conducían a otro solar a un nivel de seis o siete metros más alto del sitio donde se celebraba el baile. En una de las escaleras, llenas de banderas españolas, había un letrero, sostenido por un poste, donde ponía:
«Subida al ambigú»; en la otra: «Bajada del ambigú».
Subieron todos la escalera. El ambigú era un sitio espacioso, con árboles, alumbrado por globos eléctricos, que colgaban de gruesos cables. Sentados a las mesas, una multitud abigarrada hablaba a gritos, palmoteaba y reía.
Tuvieron que esperar muchísimo tiempo para que un mozo trajese cerveza; la Milagros pidió un helado, y, como no había, no quiso tomar nada. Estuvo así, sin hablar, considerándose profundamente ofendida, hasta que se encontró con dos muchachas de su taller, se reunió con ellas y se le marchó el enfado al momento. Leandro, a la primera ocasión, abandonó al corrector, se reunió con Manuel y fue a buscar a su novia.
En el solar próximo de la entrada, en el sitio del baile, paseaban, dando vueltas, las parejas en los momentos de descanso; las dos amigas de la Milagros y ésta, las tres agarradas del brazo, paseaban muy alegres, seguidas muy de cerca por tres hombres. Uno de ellos era un señorito achulapado, alto, de bigote rubio; el otro, un hombre bajito, de facha ordinaria, con el bigote pintado, la pechera y los dedos llenos de brillantes, y el tercero un chulapón, con patillas de hacha, mezcla de gitano y tratante en ganados, con trazas del más abyecto truhán.
Leandro, al notar la maniobra de los tres compadres, se interpuso entre las muchachas y sus galanteadores, y, volviéndose hacia ellos con impertinencia, dijo:
-¿Qué hay?
Los tres se hicieron los distraídos y se rezagaron.
-¿Quiénes son? -preguntó Manuel.
Uno es el Lechuguino -dijo Leandro en voz alta para que le oyera su novia-, un tío que tiene lo menos cincuenta años y anda por ahí echándoselas de pollo; el bajito, del bigote pintado, es Pepe el Federal y el otro, Eusebio el Carnicero, un hombre que es dueño de unas cuantas casas de compromiso.
El arranque fanfarrón de Leandro gustó a una de las muchachas, que se volvió a mirar al mozo y sonrió; pero a la Milagros no le hizo gracia ninguna, y, mirando hacia atrás, busco repetidas veces con la mirada al grupo de los tres hombres.
En esto apareció el que Leandro había designado con el mote de Lechugino, acompañando al corrector y a su mujer. Las tres muchachas se acercaron a ellos, y el Lechuguino invitó a bailar a Milagros. Leandro miró a su novia angustiosamente; ella, sin hacerle caso, se puso a bailar.
Tocaban el pasodoble de El tambor de granaderos. El Lechuguino era un bailarín consumado; llevaba a su pareja como una pluma y la hablaba tan de cerca, que parecía que le estaba besando.
Leandro no sabía qué cara poner, sufría horriblemente: no se decidía a marcharse. Concluyó aquel baile, y el Lechuguino acompañó a Milagros a donde estaba su madre.
-¡Vámonos! ¡Vámonos! -dijo Leandro a Manuel-. Si no, voy a hacer un disparate.
Salieron de allí escapados y entraron en un café cantante de la calle de la Encomienda. Estaba desierto. Dos chiquillas bailaron en un tablado: una vestida de maja, y la otra de manolo.
Leandro, pensativo, no hablaba una palabra; Manuel sentía sueño.
-Vamos de aquí -murmuró Leandro, después de breve rato-. Esto está muy triste.
Salieron a la plaza del Progreso; Leandro, siempre cabizbajo y pensativo; Manuel, muerto de sueño.
En el café de la Marina -dijo Leandro- habrá holgorio.
-Más nos vale ir a casa -contestó Manuel.
Leandro, sin atenderle, bajó a la Puerta del Sol; entraron los dos muy silenciosos por la calle de la Montera y volvieron la esquina de la de Jardines. Era más de la una. Al paso las busconas, apostadas en los portales, con sus trajes claros, les detenían, y al ver el aspecto torvo de Leandro y la facha pobre de Manuel, les dejaban pasar, dándoles alguna broma por su seriedad.
A la mitad de la calle, estrecha y oscura, brillaba un farol rojo, que iluminaba la portada sórdida del café de la Marina.
Empujó la puerta Leandro y pasaron dentro. Enfrente, el tablado con cuatro o cinco espejos, relucía lleno de luz; en el local, angosto, la fila de mesas arrinconadas a una y otra pared no dejaban en medio más que un pasillo.
Se sentaron Leandro y Manuel. Éste apoyó la frente en la mano y quedó dormido; Leandro hizo una seña a dos cantaoras, vestidas con trajes vistosos, que hablaban con unas mujeres gordas, y las dos fueron a sentarse a la mesa.
-¿Qué vais a tomar? -las preguntó Leandro.
-Yo alpiste -contestó una de ellas, que era delgadita, nerviosa, con los ojos pequeños y pintados.
-¿Tú, cómo te llamas?
-Yo, María la Chivato.
-¿Y ésta?
-La Tarugo.
La Tarugo, que era una malagueña gorda y agitanada, se sentó al lado de Leandro, y se pusieron los dos a hablar bajo.
Se acercó el mozo a la mesa.
-Tráenos cuatro medias de aguardiente -dijo la Chivato-, porque éste beberá -añadió dirigiéndose a Manuel y agarrándole del brazo-. ¡Tú, chaval!
-¡Eh! -exclamó el muchacho, despertándose, sin tener idea de dónde estaba-. ¿Qué quiere usted?
La Chivato se echó a reír.
-¡Despiértate, hombre, que se te va el tren! ¿Has venido en el mixto de esta tarde?
-He venido en la... -y Manuel soltó un rosario de barbaridades.
Luego, de muy mal humor, se puso a mirar a todos lados, haciendo esfuerzos para no dormirse.
En una mesa de al lado, un hombre con trazas de chalán discutía acerca del cante y del baile flamenco con un bizco de cara de asesino.
-Ya no hay artistas -decía el chalán-;antes venía uno aquí a ver al Pinto, al Canito, a los Feos, a las Macarronas... Ahora, ¿qué? Ahora, na; pollos en vinagre.
-Ése es el tocaor -dijo, señalando a este último la Chivato.
No pararon mucho tiempo las dos cantaoras en la mesa de Leandro y Manuel. El bizco estaba ya en el tablao; empezó a puntear la guitarra, se sentaron seis mujeres en fila y empezaron a palmotear rítmicamente; la Tarugo se levantó de su asiento y se arrancó a bailar de costado, luego zarandeó las caderas de una manera convulsiva; el cantaor comenzó a gargarizar suavemente; a intervalos callaba y no se oía entonces más que el castañeteo de los dedos de la Tarugo y los golpes de sus tacones, que llevaban el contrapunto.
Cuando concluyó la cantaora malagueña, se levantó un gitano de piel achocolatada, y bailó un tango, un danzón de negro; se retorcía, echaba el abdomen para adelante y los brazos atrás. Terminó sus movimientos de caderas afeminados y un trenzado complicadísimo de brazos y de piernas.
-Eso es trabajar erijo el chalán.
-Mira, yo me voy -murmuró Manuel.
-Espera; vamos a tomar otra copa.
-No; me marcho.
-Bueno; vámonos. ¡Es lástima!
En aquel momento un cantaor gordo, con una cerviz poderosa, y el guitarrista bizco de cara de asesino, se adelantaron al público, y mientras el uno rasgueaba la guitarra, poniendo de repente la mano sobre las cuerdas para detener el sonido, el otro con la cara inyectada, las venas del cuello tensas y los ojos fuera de las órbitas, lanzaba una queja gutural, sin duda muy dificultosa, porque le hacía enrojecer hasta la frente.