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La busca/Parte II/VIII

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VIII

Las vacilaciones de Leandro - En la taberna de la Blasa - El de las tres cartas - Lucha con el Valencia


Algunas noches Manuel oía a Leandro en su cuarto que se revolvía en la cama y suspiraba con suspiros tan profundos como los mugidos de un toro.

-Las cosas le van mal -pensaba Manuel.

La ruptura entre la Milagros y Leandro era definitiva. El Lechuguino, en cambio, ganaba terreno: había conquistado a la madre de la muchacha, convidaba al corrector y esperaba y acompañaba a la Milagros.

Un día, al anochecer, los vio Manuel a los dos, calle de Embajadores abajo: él iba contoneándose, con la capa terciada; ella, arrebujada en el mantón; él la hablaba y ella se reía.

-¿Qué va a hacer Leandro cuando lo sepa? -preguntó Manuel-. No, pues yo no se lo digo; ya se encargará alguna bruja de la vecindad de darle la noticia.

Efectivamente, así pasó; y antes de un mes, nadie ignoraba en la casa que la Milagros era la novia del Lechuguino; que éste había abandonado la vida de juerga y de garito, y pensaba seguir con el negocio de su padre: la venta de materiales para construcciones, y establecerse y hacer la vida de una persona formal.

Mientras que Leandro trabajaba en la zapatería, el Lechuguino solía visitar a la familia del corrector, y hablaba con la Milagros ya con el consentimiento de los padres.

Leandro era, o aparentaba ser, el único no enterado de las nuevas relaciones de la Milagros. Algunas mañanas, al pasar el mozo por delante de la casa del señor Zurro, para bajar al patio, solía encontrar a la Encarna, y ésta, al verle, le preguntaba con sorna por la Milagros, cuando no solía cantarle un tango, que empezaba diciendo:

De las grandes locuras que el hombre hace, no comete ninguna como casarse; y especificando la locura y entrando en detalles, añadía a voz en grito:

Y por la mañana él va a la oficina, y ella queda en casa con algún vecino que es persona fina.

Leandro sentía el amargor que se deslizaba hasta el fondo de su alma, y por más que se revolvía para dominar sus instintos, no lograba tranquilizarse. Un sábado por la noche, mientras volvían por la ronda hacia casa, Leandro se acercó a Manuel.

-¿Tú sabes si la Milagros habla con el Lechuguino? -4e preguntó.

-¿Yo?

-¿No has oído decir que se van a casar?

-Sí; eso se ha dicho.

-¿Tú qué harías en mi caso?

-Yo... me enteraría.

-¿Y si resultaba verdad?

Manuel se calló. Fueron andando juntos, sin hablarse. De pronto, Leandro se paró bruscamente y puso la mano en el hombro de Manuel.

-¿Tú crees -dijo- que si una mujer le engaña a un hombre no tiene uno el derecho de matarla?

-Yo creo que no -contestó Manuel, mirando a Leandro a los ojos.

-Pues cuando un hombre tiene riñones, lo hace con derecho o sin él.

-Pero ¡moler! ¿A ti te ha engañado la Milagros? ¿Estabas casado con ella? Habéis reñido, y nada más.

-Yo voy a concluir haciendo una barbaridad. Créelo -murmuró Leandro.

Se callaron los dos. Cruzaron el portal de la Corrala; subieron las escaleras y entraron en casa. Sacaron la cena; pero Leandro no comió, bebió tres vasos de agua seguidos y salió a la galería.

Iba a salir Manuel después de cenar, cuando oyó que Leandro le llamaba repetidas veces.

-¿Qué quieres?

Anda, vamos.

Manuel salió al balcón corrido; la Milagros y su madre, desde la puerta de su casa, insultaban a Leandro violentamente.

-¡Golfo! ¡Granuja! -decía la mujer del corrector-. Si estuviera aquí su padre no hablarías de ese modo.

-Y si estuviera su abuelo lo mismo -exclamó Leandro, riéndose de un modo salvaje-. Anda, vámonos, tú -añadió, dirigiéndose a Manuel-. Ya está uno harto de estas zorras.

Salieron los dos de la galería, y después del Corralón.

-Pero ¿qué ha pasado? -preguntó Manuel.

-Nada, que esto se ha concluido -contestó Leandro-. La he dicho de buena manera: Oye, Milagros, ¿es verdad que te vas a casar con el Lechuguino? «Sí, es verdad, ¿te importa algo?» «Sí, la he contestado, porque ya sabes que yo te quiero. ¿Es porque es más rico que yo?» «Aunque fuera más pobre que una rata me casaba con él». «¡Bah!» «¿Es que no lo crees?» «Bueno». Al último me ha indignado, y la he dicho que me daba lo mismo que se casara con un perro, y que era una tía zorra indecente... Luego la madre ha salido a insultarme... Esto ya se ha concluido. Mejor. Las cosas claras. ¿Adónde vamos? ¿Vamos otra vez a las Injurias?

-¿Para qué?

-A ver si ese Valencia se sigue poniendo moños conmigo.

Cruzaron la vía de circunvalación. Leandro, dando zancadas, se plantó en un momento en las Injurias. Manuel apenas podía seguirle.

Entraron en la taberna de la Blasa; los mismos hombres de la noche anterior jugaban al cané cerca de la estufa. De las mujeres, sólo estaban la Paloma y la Muerte. Ésta, completamente borracha, dormía sobre la mesa. La luz daba en su cara erisipelatosa y llena de costras; de la boca entreabierta, de labios hinchados, le fluía la saliva; la melena estoposa, gris, sucia, y enmarañada le salía en mechones por debajo del pañuelo negro, verdoso y lleno de caspa; a pesar de los gritos y riñas de los jugadores, no pestañeaba; sólo de cuando en cuando lanzaba un ronquido prolongado, que, al comenzar, era sibilante, y que terminaba con un estertor ronco. A su lado la Paloma, acurrucada en el suelo al lado del Valencia, tenía un niño de tres o cuatro años en los brazos, chiquillo delgaducho y pálido, que parpadeaba sin cesar, a quien daba a beber una copa de aguardiente.

Por delante del mostrador un hombre alto y flaco, con gorrilla con un número dorado en la cabeza y blusa azul, se paseaba melancólico; los brazos, a lo largo del cuerpo, como si no fueran suyos; las piernas, dobladas. Echaba un sorbo de una copa cuando se le ocurría; se limpiaba los labios con el dorso de la mano, y volvía a pasearse con indolencia. Era hermano de la mujer de la taberna.

Se sentaron Leandro y Manuel en la misma mesa donde estaban los jugadores. Leandro pidió vino, vació un vaso grande de un trago y suspiró varias veces.

-¡Cristo! -murmuró sordamente Leandro-. Que no se te ocurra entusiasmarte con una mujer. La más buena es tan venenosa como un sapo.

Después pareció calmarse; contempló los dibujos del tablero de la mesa: corazones heridos por una flecha, nombres de mujeres; sacó una navaja del bolsillo y se puso a grabar letras en la tabla.

Cuando se cansó convidó a uno de los jugadores a beber con él.

-Hombre, muchas gracias -replicó el otro-,estoy jugando.

-Bueno; pues deja usted el juego, y si no quiere usted no se le obliga.

¿Nadie quiere tomar una copa? Yo le convido.

-Se acepta -dijo un hombre alto, encorvado, de aire enfermizo, a quien llamaban el Pastiri-,levantándose y acercándose a Leandro.

Éste pidió más vino, y se entretuvo en reír alto cuando alguno perdía y en apostar contra el Valencia.

El Pastiri se aprovechaba, vaciando un vaso tras otro. Era el tal un borrachín, compadre del Tabuenca, que se dedicaba también a engañar a los incautos con juegos de ballestilla. Manuel le conocía de verle en la ribera de Curtidores. Solía ejercer su arte en las afueras, jugando a las tres cartas. Colocaba tres naipes sobre una tablita; uno de éstos lo mostraba; luego cambiaba de lugar los otros dos muy despacio, dejando quieta la carta que había enseñado, y ponía encima de los tres naipes un palito, y apostaba a que no se indicaba cuál era la que había enseñado.

Y no se daba con la carta nunca; tan bien preparado estaba el juego.

Una operación parecida a ésta solía realizar el Pastiri con tres fichas de juego de damas, debajo de una de las cuales ponía una bolita de papel o miga de pan; apostaba a que no se decía debajo de cuál de las tres estaba la bolita, y si por casualidad alguno acertaba, la escamoteaba con la uña.

El Pastiri aquella noche estaba repleto de alcohol y completamente afónico.

Manuel, que había bebido algo de más, sintió el principio del mareo, pensó en el modo de huir disimuladamente; pero cuando se decidió, el hermano de la tabernera cerraba la puerta de la taberna. Antes de que concluyese de hacerlo entró, por la media puerta que aún quedaba abierta, un hombre bajito, afeitado, vestido de negro, con una boina de visera, el pelo rizado y aspecto de andrógino repugnante. Saludó afectuosamente a Leandro. Era un cordero de la casa del tío Rilo, de fama sospechosa, a quien llamaban el Besuguito, por su cara de pez, y por mal mote, la Tragabatallones.

Bebió el cordonero un sorbo de una copa, de pie, y se puso a hablar con voz gruesa, pero de mujer, una voz untuosa, desagradable, recalcando sus palabras con porción de aspavientos y dengues.

No atajaba nadie su verbosidad. El mejor día -dijo- iban a quedar enterrados todos los que vivían en las Injurias, entre los escombros de la Fábrica de Gas.

-Pa mí -añadió- que se debía terraplenar toda esta hondonada; en parte yo lo sentiría, porque tengo buenas amistades en este barrio.

-¡Ay!... Zape -dijo uno de los jugadores.

-Sí, lo sentiría -siguió diciendo el Besuguito, sin hacer caso de la interrupción-; pero la verdad es que poco se iba a perder, porque, como dice Angelillo, el sereno del barrio, aquí no viven más que los de la busca, randas y prostitutas.

-¡Cállate tú, sarasa ¡Tragabatallones! -gritó la tabernera-; este barrio es tan bueno como el tuyo.

-Y en eso no dejas de tener razón -replicó el Besuguito-; porque mira que el Portillo de Embajadores y las Peñuelas hay que verlos. Na, allí el sereno no ha conseguido que se cierren las puertas de noche. Él las cierra, y las abren los vecinos. Porque como todos son de la busca... A mí me dan cada susto...

Se celebró entre algazara el susto del Besuguito, que siguió impertérrito con su charla insubstancial y redicha, adornada de consideraciones y recovecos. Manuel apoyó un brazo encima de la mesa, y con una mejilla sobre él quedó dormido.

-Pero tú, ¿por qué no bebes, Pastiri? -preguntó Leandro-. ¿Es que me desairas? ¿A mí?

-No, hombre; es que ya no puede pasar -contestó el de las tres cartas, con su voz desgarrada, llevando la mano abierta a la garganta. Luego, con voz que parecía venir de un órgano roto, gritó:

-¡Paloma!

-¿Quién llama a esta mujer? -contestó inmediatamente el Valencia, levantando la mirada por entre el grupo de jugadores.

-Yo -contestó el Pastiri-. Que venga la Paloma.

-¡Ah!... ¿Eres tú? Pues no pue ser -replicó el Valencia.

-He dicho que venga la Paloma -repuso el Pastiri, sin mirar al matón.

Éste pareció no oír la frase. El de las tres cartas se levantó molestado por la descortesía, y dando en la manga al Valencia con el revés de la mano, repitió su frase, recalcando palabra por palabra:

-He dicho que venga la Paloma, que esos amigos quien hablar con esa señora.

-Pues yo te digo que no pue ser -contestó el otro.

-Es que esos cabayeros quien hablar con eya.

Bueno... pues que me pidan a mí permiso.

El Pastiri acercó su cara a la del matón, y mirándole a los ojos, gritó:

-¿Sabes, Valencia, que te estás poniendo más patoso que Dios?

-¡Mentira! -replicó el aludido, continuando tranquilamente su juego.

-¿Sabes que te voy a dar dos trompás?

-¡Mentira!

El Pastiri se retiró un poco, con la torpeza de un borracho, y comenzó a buscar la navaja en el bolsillo interior de su chaqueta, entre las risas burlonas de todos. Entonces, de pronto, con una decisión repentina, Leandro se levantó con la cara inyectada de sangre, agarró al Valencia por las solapas de la chaqueta, y lo zarandeó y le golpeó contra la pared rudamente.

Todos los jugadores se interpusieron: cayó la mesa y se armó un estrépito infernal de gritos y vociferaciones. Manuel se despertó despavorido. Se encontró en medio de una trapatiesta horrorosa; la mayoría de los jugadores, con el hermano de la tabernera a la cabeza, querían echar fuera a Leandro; pero éste, apoyado en el mostrador, recibía a patadas a todo el que se le acercaba.

-Dejadnos solos -gritaba el Valencia con los labios llenos de saliva y tratando de desasirse de los que lo sujetaban.

-Sí; dejadlos solos -dijo uno de los jugadores.

-Al que me agarre lo mato -exclamó el Valencia, y apareció armado con un cuchillo largo, de cachas negras.

-Eso es dijo Leandro con sorna-,que se vean los hombres.

-¡Olé! -gritó el Pastiri, entusiasmado, con su voz ronca.

Leandro sacó del bolsillo interior de la americana una navaja larga y estrecha; todo el mundo se acercó a las paredes para dejar sitio a los contendientes. La Paloma se desgañitaba gritando:

-¡Que te pierdes! ¡Que te pierdes!

-Llevad a esa mujer -gritó el Valencia con voz trágica-. ¡Ea! -añadió, haciendo un molinete con su navaja-. Ahora veremos los hombres de riñones.

Avanzaron los dos rivales hasta el centro de la taberna, lanzándose furiosas miradas. El interés y el espanto sobrecogió a los espectadores.

El primero que atacó fue el Valencia, se inclinó hacia adelante, como si quisiera saber dónde le heriría al contrario, se agachó, apuntó a la ingle y se lanzó sobre Leandro; pero viendo que éste le esperaba sin retroceder, tranquilo, dio un rápido salto hacia atrás. Luego volvió a los mismos ataques en falso, intentando sorprender al adversario con sus fintas, amagando al vientre y tratando de herirle en la cara; pero ante el brazo inmóvil de Leandro, que parecía querer ahorrar movimiento hasta tener el golpe seguro, el matón se desconcertó y retrocedió. Entonces avanzó Leandro. Se adelantaba el mozo con una sangre fría que daba miedo; se veía en su cara la resolución de clavar al Valencia. En la taberna reinaba silencio angustioso, y sólo se oía el hipo de la Paloma en el cuarto de al lado.

El Valencia palideció de tal modo al comprender la decisión de Leandro, que su cara quedó azulada, los ojos se le dilataron y le castañetearon los dientes. Al primer envite retrocedió, pero quedó en guardia; luego el miedo pudo más que él y huyó, sin pensar ya en atacar, derribando los bancos, y Leandro, ciego, con sonrisa de crueldad en los labios, le persiguió implacablemente.

El espectáculo era triste y penoso; todos los partidarios del matón comenzaron a mirarle con sorna.

-Menúo canguelo ties, gachó -gritó el Pastiri-. Pareces un saltamontes.

¡Anda ahí, barbián! ¡Que te la diñan! Si no te retiras pronto, te meten un palmo de jierro en el cuerpo.

Uno de los golpes de Leandro rasgó la chaqueta del matón.

Entonces éste, poseído del mayor pánico, se refugió detrás del mostrador; los ojos, desencajados, reflejaban terror espantoso.

Leandro, despreciativo e insolente, quedó parado en medio de la taberna, y tirando del muelle de su navaja, la cerró. Un murmullo de admiración salió de los espectadores.

El Valencia lanzó un grito de dolor, como si le hubieran herido; su honra, su fama de valiente, quedaba por los suelos; desesperado se acercó a la puerta de la trastienda y miró a la tabernera anhelante. Ésta debió de entenderle, porque le dio una llave y el Valencia se escabulló.

Pero pronto volvió a abrirse con rapidez la puerta de la trastienda, y apareció en ella el matón de nuevo, y, blandiendo su largo cuchillo por la punta, lo lanzó furioso a la cara de Leandro. Pasó el arma zumbando por el aire como una terrible flecha y quedó temblando clavado en la pared.

Leandro se levantó al momento, pero el Valencia había desaparecido.

Entonces, repuesto el mozo de la impresión, desclavó la navaja con calma, la cerró y se la entregó a la tabernera.

-Cuando no se sabe hacer uso de estas cosas -la dijo con petulancia-, no se deben emplear. Adviértaselo usted así a ese señor cuando le vea. La tabernera contestó con un gruñido, y Leandro se sentó a recibir felicitaciones por su valor y sangre fría; todos querían obsequiarle.

-El Valencia empezaba a molestar demasiado -dijo uno-. Daba el pego todas la noches; y se lo pasaban por ser quien era; pero ya estaba molestando.

-Claro -repuso otro de los jugadores, un viejo sombrío escapado de Ceuta, que tenía aire de zorro-. Porque un hombre, cuando tie lado izquierdo, echa los negros a la manta -e hizo ademán de coger con los dedos las monedas de encima de la mesa- y se naja.

Pero si ese Valencia es un blanco -dijo el Pastiri con su voz estropajosa-. Un boceras, que no tie media bofetá.

-Pues él se había empalmao en seguida. ¡Por si acaso! -repuso el Besuguito con su voz extraña, imitando la actitud del que va a atacar con una navaja.

-¿Y qué? ¿Y qué? -repuso el Pastiri-. Yo te digo que es un pipi y que no pue con la jinda que tiene.

-Bueno; pero él se rascaba y echaba cada derrote... -añadió el cordonero.

-¡Que se rascaba! Pero ¡qué cacho de primo! ¿Tú lo has visto?

-Y bien.

-Pero ¡qué vas a ver tú, si estás cheo!

Ya quisieras estar tan fresco como yo, ¡bah!

-Pero ¡si no puedes con la tajada que llevas!

-Calla, calla, tú sí que no puedes con la curda; yo te digo que si se descuida aquí -y el Besuguito señaló a Leandro-, con los viajes que le ha tirado malamente, le moja.

-¡Magras!

-Es una opinión, hombre.

-Tú no opinas aquí na -exclamó Leandro-. Tú te vas a tomar el fresco y te callas. El Valencia es más blanco que el papel; lo que dice el Pastiri, eso. Muy valiente para explotar a los sarasas como tú y a los chavalejos de mal vivir...; pero cuando se encuentra con un tío que los tiene bien puestos, ¿qué? Na, que es un ganguero más blanco que el’papel.

-Es verdad -asintieron todos.

-Y menúo abucheo que le vamos a dar a ese gachó -dijo el presidiario cumplido-, si viene aquí a cobrar el barato.

-¡La pértiga! -exclamó el Pastiri.

-Bueno, señores; ahora yo convido -dijo Leandro-,porque tengo dinero y porque sí -y sacó unas monedas del bolsillo y dio con ellas en la mesa-. Tabernera, unas tintas.

-Ya van.

-¡Manuel! ¡Manuel! -gritó después Leandro varias veces-. Pero ¿dónde está ese chaval?...

Manuel, siguiendo el camino del matón, se había escapado por la puerta de la trastienda.