Ir al contenido

La campana de Huesca: 11

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo X

Que sirve para dar tiempo al tiempo y ocasión a que vengan otros inauditos sucesos.


Quien espera desespera.


(Dicho vulgar)


Pasaron seis meses tranquilamente, o al menos sin alteración alguna en las cosas del reino.

El rumor de la renuncia del rey, que, como suele suceder en estas cosas, había ya comenzado a correr entre la muchedumbre, fuese lentamente apagando.

Los ricoshombres y prelados, alarmados en los principios con los recelos de Lizana y la revelación de Roldán, llegaron a creer que no se realizaría ya ninguno de los intentos del rey, y que todo seguiría como hasta entonces. Daba mayor motivo a esta creencia el ver que don Ramiro no replicaba a ninguna de sus pretensiones, antes bien dejaba en sus manos cuantos castillos y haciendas querían, y no disponía nada sin su consejo. Aun parecía que se afanase más que al principio por hacerse amar de ellos y tenerlos contentos y satisfechos.

Únicamente la reina doña Inés, en soledad de continuo, y de continuo llorosa, era sabedora del secreto y vivía con zozobra; y sentía que el pesar se le aumentaba a medida que más cerca llegaban los sucesos.

La bella hija de los condes de Poitiers había salvado los derechos de su hijo, pero no había sido sino a costa de los suyos propios.

En adelante sólo la ternura filial podía ocupar sus horas, porque de esposa no esperaba más que el nombre, y, de reina sólo le quedaba escaso tiempo y azarosa vida.

Y en tanto pesar, la desventurada doña Inés no contaba siquiera con el consuelo de depositar sus confianzas en un pecho amigo. Porque ni a su esposo le vela sino en público, ni en su corte había otra persona que le inspirase cariño sino aquella Castana, su doncella, en la cual era mayor el buen deseo que no la cordura; de suerte que no parecía prudente poner en sus manos secreto de tanta monta.

Sin embargo, con esta Castana era sólo con quien hallaba algún alivio la reina, recordando a su lado cosas pasadas, como las fiestas del día de su boda, y las aclamaciones con que fue recibida por la Corte de Aragón al llegar a la frontera, y el llanto de sus padres, al dejar tal hija en tierra extraña. Hablaron también en diversas ocasiones del azar del día de la coronación, del peligro del rey, de la destreza del almogávar; y, tan pequeño como debía de ser a los ojos de una reina cuanto se refiriese al hijo de las montañas, ello era que nunca dejaba de detener en él la plática, poniendo más de una vez colorada a Castana.

La sencillez de esta en el responder y el poco arte con que ocultaba sus sentimientos, hubieran hecho que adivinase la reina antes de mucho que ella adoraba en el almogávar. Pero con el diálogo que acertó a oír la noche infeliz del baile, no tenía ya que adivinarlo, sabiendo que no era otro que este el amante con quien la había sorprendido.

Pero imaginó que parte del cariño que Castana le profesaba sería debido al favor que había hecho al rey, y amando más que nunca a Castana, y estimando tanto como ya estimaba al almogávar, propúsose hacerlos felices, siendo ella misma su protectora y madrina en el matrimonio.

Es ley de las almas generosas gozar con las ajenas venturas; y no ha de extrañarse por lo mismo que la poderosa reina de Aragón olvidase por algunos instantes sus cuitas, pensando en que sería buena casada y muy feliz con su marido la pobre Castana.

Con todo, no consentía su dignidad que se diese por entendida del todo, y aun llegó a fingirse a las veces más ignorante de la buena fortuna del almogávar que al amor de Castana viniese a cuento. El día que más explícitamente hablaron, no pasaron sus confianzas de las que denota el siguiente diálogo:

-¿No has vuelto a saber del almogávar? -decía doña Inés.

-No, señora; no se ha vuelto a saber de él -respondió Castana, en lo cual claramente mentía.

-Habrá perecido en alguna de esas guerras que los de su gente mueven en la frontera.

Dijo esto la reina para probar el amor de Castana.

-No lo permita Dios, señora -respondió esta-; no creo yo que haya fenecido, porque no pienso que nadie sea capaz de matarle en lid, y en la montaña no se hallan traidores que fuera de ella maten al contrario.

-¿Sabes que quisiera volverle a ver para hacerle alguna merced?

-Y mucho que lo creo, señora mía, y no lo deseo yo menos que vos.

-Castana, ¿estás prendada del almogávar?

-No, señora, no; esto que siento desde que le vi debe de ser agradecimiento de mi lealtad por el servicio que prestó al rey.

Sonreíase la reina al escuchar tales palabras, que estaban tan de acuerdo con sus benévolas sospechas, y pasaba a otra cosa. Y en estos y en otros entretenimientos pasaron los días, hasta cumplir los seis meses que hemos señalado al comenzar este capítulo.

Don Ramiro, por su parte, invirtió este tiempo de un modo que a muchos pareció extraño, puesto que no llegaron a comprender, hasta más tarde, su verdadero significado.

Ya hemos hablado de la predilección que suele demostrar el cronista mozárabe, de quien tomamos este relato, por cierta iglesia de San Pedro, donde él y sus padres y abuelos, desde el tiempo de los godos, asistían diariamente a los oficios divinos, sin empecerles que estuviera la ciudad en poder de los musulmanes.

Pues esta iglesia, a la cual llamaban ya en tiempo de la conquista, que es decir muy cerca de ochocientos años antes de ahora, San Pedro el Viejo, a causa de su antigüedad remota, comenzó de pronto a aumentar y engrandecer don Ramiro.

Había en ella convento de benitos, los cuales hacían muy penitente vida, y oraban de continuo, ora al pie de aquellos altares levantados quizá de orden de los ministros cristianos de Constantino, ora junto a las cruces del estrecho cementerio, cuyas piedras, aquí y allí plantadas sobre las sepulturas, conservaban esculpidos todavía nombres romanos y godos.

Desde el día en que supo el rey que era padre, comenzó a ordenar trazas y a acopiar materiales; y luego, de allí a poco, emprendió la construcción de un claustro anejo a aquella antiquísima iglesia. Diariamente se le veía asistir a los trabajos y dirigirlos, y aun enmendar con sus propias manos los toscos dibujos de los escultores de la época, y ayudar con ellas a levantar las columnas y capiteles que habían de cerrar el claustro.

Nunca obra más sombría reflejó quizá más sombríos pensamientos.

Nadie entrará, de seguro, en aquel claustro, intacto todavía, que no sienta en su corazón algo de pavor, de recogimiento o de tristeza.

Aun pregonan aquellos muros que son obra de un monje sin otros deseos que el silencio de la soledad y el reposo de la muerte; de un penitente que, puesto en Dios el espíritu, no quería dejar para los sentidos ni luz, ni aire, ni agua, sino solamente tierra; de un hombre a quien la vida mortificaba, y a quien el pensamiento de morir se le aparecía con placer de continuo.

El claustro de San Pedro el Viejo es una tumba.

Allí fue donde, al cabo de los seis meses, recibió nuevas el rey de que la reina estaba de parto. Y por primera vez, desde el día de la coronación, animose su rostro un tanto, y una idea humana, terrenal, cruzó por su mente.

Poco después vinieron a decirle que la reina había dado a luz una criatura. Alzó los ojos al cielo, murmuró algunos rezos y ordenó que se apresurasen los trabajos en el monasterio.

A la tarde de aquel día, cuando la luz faltaba ya completamente del claustro, y no era posible seguir en ello, volvió, como de ordinario, al alcázar y entró a ver a su esposa.

-Mirad, señor, a vuestra hija -le dijo doña Inés con ternura.

-Será hermosa como vos -respondió don Ramiro.

-¡Hermosa como yo! -y la pobre mujer, no osando siquiera darle el nombre de esposo, dijo-: gracias, señor, gracias.

Don Ramiro se inclinó hacia la frente de la tierna princesa, y puso en ella los labios.

Luego, recobrando al parecer su ordinaria frialdad, dijo:

-Aragón os saludará, desde este día feliz, por madre de su reina.

-¡Día feliz! -repuso doña Inés-. Sin duda que lo es, señor: sin duda que debe serlo.

Don Ramiro comprendió que había cometido una indiscreción, pero no estaba para remediarla. A pesar de la frialdad que mostraba tener, lo cierto es que las lágrimas se agolpaban a sus ojos. La Naturaleza, siempre poderosa, vencía por algunos momentos la preocupación extraordinaria de su espíritu.

-Ponedle, doña Inés, vuestro nombre -dijo, por fin, con mal encubierta ternura.

Las mujeres saben apreciar muy exquisitamente todos los sentimientos tiernos, todas las ideas delicadas.

Y al oír aquellas palabras que le mostraban tan claramente el cariño de su esposo, no pudo la reina resistir más y prorrumpió en copioso llanto.

-No, mi nombre no quiero que lo tenga: no quiero que sea cual yo de desdichada.

-Sosegaos, señora -dijo don Ramiro-. Contad que esa agitación y sentimiento pueden seros funestos a vos y a vuestra hija.

Y como esto dijo, se salió de la estancia.

La princesa fue bautizada con gran pompa al día siguiente, y con efecto no se le puso el nombre de doña Inés. San Pedro el Viejo era la tumba elegida por el rey, y, en triste memoria de aquel lugar, le pusieron Petronila. En cuanto a don Ramiro, reservado como siempre en sus pensamientos, y, como siempre misterioso, continuó yendo todos los días a San Pedro el Viejo para estar a la mira de las obras del claustro.

Sólo se notó que desde el nacimiento de su hija cada vez aceleraba más los trabajos y se mostraba más deseoso de que se concluyesen cada día.

Todavía se ven en el claustro las parduscas columnas, ora aisladas, ora agrupadas de dos en dos y de cuatro en cuatro, que hizo levantar en aquellos días don Ramiro.

Todavía duran los capiteles donde labraron a su vista los mejores artífices de su tiempo flores desconocidas y hojas de familia indescifrable; guerreros que parecen monjes y monjes que tienen trazas de soldados; reyes, obispos, escuderos, monaguillos en concursos y procesiones que, por tal o cual atributo se conocen, no ciertamente por la expresión de los rostros o la propiedad de los vestidos.

Allí se ven aún brazos que parecen cuerpos, y cuerpos que parecen brazos; allí caras mayores que los cuerpos que las sustentan, o cuerpos gigantes con rostros de niños.

¡Absurdos respetables! ¡Errores que el entendimiento saluda hasta con entusiasmo, porque en ellos se ve comenzar a vivir al arte cristiano!

¿Quién dirá hoy cuáles fueron las indicaciones, cuáles las mejoras que el monje rey introdujo en aquellas obras? ¿Quién puede saber los nombres de los artífices que se emplearon, bajo su dirección, en trazar aquellos cuerpos y flores, y en asentar aquellas tosquísimas columnas? Pequeños detalles a los cuales daría valor y aun preciosidad el largo transcurso de los años, cayeron, como tantos otros, de hasta mayor importancia para los hombres, en la sima inmensa que siempre tiene abierta el olvido en la Historia.

Dos muy cumplidos gastó don Ramiro en la fábrica, y cuando la vio terminada, no pudo contener una exclamación de alegría:

-¡Ya nada me queda por hacer! -dijo.

Y de vuelta al alcázar, saludó a su esposa más afectuosamente que solía, y besó con más amor que nunca la frente de la infantita doña Petronila, que ya había aprendido a seguirle con los ojos y a nombrarle padre.

Mas cierto que se engañaba el buen rey, porque mucho le quedaba por hacer todavía para lograr sus intentos. Y es fortuna para nosotros; que de otra suerte, pronto habría de dar punto, por fuerza, la crónica curiosísima del mozárabe.