La campana de Huesca: 12
Capítulo XI
Que no quieren tomar rey
sino al que lo merecía.
(Romancero viejo)
Ye el frutu de sos amores
coidu recién casada,
retratu del que bien quier,
prenda d’una namorada.
Míralu tienra y sospira
porque el so penar la mata;
.....................
¿Qué fará la probe Tuxa
cuando el so ñeñin s’abrasa,
y ye perdido el so lloru
y á mexoralu non basta?
(Poesía asturiana)
En un gran salón del alcázar de Huesca, adornado con primorosos artesones de madera, mirábanse reunidos cierto día como hasta quince ricoshombres, los mejores del reino.
Pedro de Luesia, el arzobispo, era uno, y otro aquel Roldán tan determinado, y Gil de Atrosillo, y Miguel de Azlor, y Sancho de Fontova, y el viejo Férriz de Lizana, y un cierto García de Peña, y otro nombrado Ramón de Foces, y otro aún, a quien apellidaban Pedro Coruel, y García de Vidaura, y Pedro de Vergues, y cinco más cuyos nombres calla la crónica.
Caballeros todos ellos, no hay que decirlo; valerosos en armas, ricos en hacienda, osados y ambiciosos a porfía, basta saber lo que eran para que se suponga.
Largo rato pasaron en sabroso entretenimiento, ora repartidos en grupos, ora en general conversación: al cabo se abrió la puerta principal del salón, y dos heraldos anunciaron en alta voz al rey.
Los ricoshombres nombrados dejaron entonces su plática, y se adelantaron a recibirle.
Don Ramiro parecía más contento que de ordinario, saludó más afectuosamente que nunca a los magnates del reino.
Sentose luego en la silla que le estaba preparada, y habló de esta manera:
-Bien sabéis, mis buenos caballeros y ricoshombres, cuán a disgusto mío fue el salir del convento y tomar mujer y entender en el gobierno del reino. La salud del Estado fue lo único que pudo moverme a dejar la vida tranquila que traía, y faltar a los votos de monje que tenía hechos. Pues mientras ha sido necesaria mi persona, he atendido a gobernaros como mejor he sabido, si no siempre con acierto, con buena voluntad en todas ocasiones. Mas ahora siento que ya no hago falta por acá, y es hora de que vuelva a la vida penitente, para la cual me juzgo harto más a propósito que para esta que he traído hace tres años. Déjoos una hija que debe sucederme en el trono, según es razón, y con ella, los años adelante seréis más felices que lo habéis sido conmigo. Sólo falta que vosotros la juréis como leales, reconociéndola por legítima señora del reino. Así os lo premie Dios, amén.
Calló el rey, y los ricoshombres se miraron unos a otros, sin poder ocultar la sorpresa que este singular discurso les causaba, y comenzaron a hablar entre sí, con poco respeto.
-¿No os decía yo que no os fiarais de su aparente calma? -dijo Lizana el primero.
-¡Ah! Mal abad de Mont-Aragón -añadió Roldán-, tú tienes la culpa de todo eso.
-Sosegaos, Roldán -repuso García de Vidaura-. ¿No oísteis decir que del dicho al hecho ha gran trecho? Todavía ha de verse esto muy despacio.
-Lo que yo pienso es -dijo el arzobispo, menos impetuoso que sus compañeros- que, lejos de ofendernos con eso, nos hace un bien muy grande. ¿Qué más podemos desear sino tener por reina a una niña de dos años? Así haremos mejor lo que convenga.
-Verdad es, padre -dijo Atrosillo-; por cogulla que sea este, no deja de mostrar sus rarezas, y más indigno es de nosotros tener por monarca a un monje, que tener a una niña de pecho.
-Lo del monje no le estorbaba -repuso acaloradamente el arzobispo-. Monjes hay...
Pero sin darle tiempo para continuar, dijo gravemente Lizana:
-¿Así os ocupáis en miserables propósitos y disputas cuando tenéis el ciervo a tiro de jabalina? Por San Jorge y Santiago, patronos de los caballeros, que no he visto mayor desatinar en mis días. Primero que nuestro interés propio, primero que nuestro gusto están la conversación y defensa de los fueros y leyes que nos legaron nuestros padres. Aunque supiese que el moro había de quemar todos mis castillos, y llevarse prisioneros a todos mis vasallos, no dejaría de oponerme a un contrafuero; y primero consentiría en que me cortasen el puño derecho, con que suelo esgrimir la espada, que no ceder un ápice de nuestros privilegios y leyes y derechos.
-Bien dice -exclamaron a un tiempo cuatro o seis de los concurrentes.
El arzobispo se encogió de hombros, pero calló; y algunos caballeros, o más dóciles o más rudos que los primeros, se contentaron con herir el suelo con las puntas de los aceros envainados, como en señal de asentimiento.
El rey, con quien tan poca cuenta tenían los preopinantes, no oyó unas cosas, de otras no entendió lo que querían decir, y, advirtiendo sólo que nadie le respondía, dijo después de algunos minutos de silencio:
-¿Nada se os ocurre, los buenos caballeros? ¿No es verdad que os causa contento mi resolución? Yo no sirvo para gobernaros.
Férriz de Lizana, como más autorizado que los otros por sus canas y largos servicios y conocimiento de reyes, tomó al fin la palabra y habló de esta manera:
-Grande espanto es, señor, lo que nos causa vuestra resolución, no sólo porque en sí ha de ser dañosa para el Estado, sino más todavía porque tal hayáis determinado sin contar con nuestro consejo. Los reyes en Aragón no tienen, señor, autoridad para tanto: que, así como así, no tienen más que aquella que nuestros antepasados delegaron en ellos en el monte Pano: y vos mismo la debéis a nuestra elección, que no a otra cosa. Dejar vos el trono será gran daño para Aragón en las presentes circunstancias; pero ¿cuánto más no ha de serlo que lo dejéis sin el arrimo y defensa de aquellas leyes que tan glorioso le hicieron ya por el mundo? De mí sé decir que no he de consentirlo.
-¡Ni yo! ¡Ni yo! -gritaron todos al propio tiempo.
Don Ramiro se estremeció al oír aquella reprobación unánime y no esperada.
-Nobles caballeros -dijo con voz menos firme que la majestad pedía en tal ocasión-: ¿Queréis obligarme a llevar la corona en la cabeza contra mi voluntad? ¿Queréis forzarme a que me falte a mí propio y falte a lo que debo a Dios y a mis votos? ¿No os basta con haberme privado por tanto tiempo de la paz de mi monasterio? ¿No os dejo ya lo que necesitabais, que era sucesión a la Corona?
-¡Pobre monje! No le aflijáis -dijo uno de los caballeros a los que más cerca tenía.
-¡Triste Cogulla! -exclamaron otros.
Férriz de Lizana volvió a tomar la palabra:
-Nosotros -dijo- no queremos forzaros a vivir en el mundo, dado que tanto os molesta; lo que deseamos es que no se deroguen las costumbres antiguas del reino, y que las Cortes aragonesas sean llamadas a juzgar en los casos graves, conforme al fuero. Y en verdad os digo, señor, que tengo por la cosa más grave y nueva y desaforada el que mujer suceda en estos reinos. Las Cortes son, señor, y no vos, las llamadas a decidir si hemos de jurar o no a doña Petronila, que no será nunca por mi voto.
-Ni por el mío, ni por el mío -dijeron los más jóvenes de la concurrencia, para los cuales era voz de oráculo la del viejo Lizana.
Los demás, subyugados también por la autoridad que daban sus experiencias y servicios a Lizana, ora opinasen como él, ora de otro modo, el hecho es que apoyaron con su silencio la negativa propuesta.
-Pero ¿quién, si no es mi hija, ha de gobernaros cuando yo me entre en mi monasterio? -preguntó cándidamente el rey.
-Eso es cabalmente lo que ha de decidir el reino junto en Cortes -dijo Lizana-, y reyes no faltarán, señor; que los que ya hallaron uno en un claustro, traza se darán para hallar otro en cualquiera parte. Si es que no mudáis de resolución, que sí pienso que mudaréis, aun tengo para mí que el Cielo ha de recompensar vuestro sacrificio dándoos un varón, a quien legítimamente podamos admitir por rey.
-¡Un varón! ¡Otro hijo! -exclamó, horrorizado, don Ramiro-. Te perdono, Lizana, porque tú ignoras lo que a mí me pasa, porque no comprendes mis votos; mis culpas... Dios haya piedad de ti, Lizana, que debes de ser gran pecador, cuando tan poca cuenta tienes con que yo lo sea.
-Dígoos que no aflijáis al pobre Cogulla, que harto trabajo tiene con ser quien es -repitió uno de los caballeros, más compasivo que los demás, a media voz.
Lizana le hizo con un imperioso gesto que callara, y dirigiéndose al rey con afectado respeto, le dijo:
-Señor: ni a vos ni al reino conviene que os retiréis de nuevo al claustro. Tal vez sugestiones de malvados os hayan traído a este punto: volved en vos, y pensad en los males que va a ocasionar vuestra conducta, que, con esto comprenderéis cuánto más ajustado sea a la doctrina de Cristo el quedaros que no el iros, y el gobernar en paz y justicia estos reinos, que no el orar al pie de los altares; pues hombres para orar hay muchos, y para ser reyes, y reyes buenos, siempre son pocos en el mundo. Vuestra hija será reina casándose con uno de los poderosos reyes vecinos; y para Aragón os dará Dios luego un varón como conviene.
Todos los circunstantes aprobaron con señas o sonrisas el discurso del artificioso viejo. Mas el rey frunció el ceño y gritó desesperado:
-¡Un hijo! ¡Un hijo! Jamás. No eres tú quien hablas, Lizana: es el demonio mismo, el demonio que ve que se le escapa ya mi alma... Vade retro, espíritu de las tinieblas: vade retro, que ya te conozco y no te aprovecharán tus artificios: así, ni más ni menos, me decías hace tres años, los tres años, ¡ay!, de continuo suplicio en que me has tenido sujeto al trono.
Los caballeros opinaron unánimemente que el rey estaba loco. La contradicción le encendía el alma, dándole una expresión mucho más exaltada y extraña que cuando comunicó su resolución a doña Inés; y esta tenía para él harto más benevolencia que los ricoshombres presentes. Y, sin embargo, doña Inés le juzgó ya por loco; ¿qué tenía, pues, de particular que por tal le tuviesen los ricoshombres?
-Pero señor -fue a replicar Lizana.
-No, no escucho nada: jurad por reina a mi hija, juradla al momento -dijo el rey brotando llamas por los ojos.
-Démosle gusto, Lizana -dijo tímidamente el arzobispo como temeroso de nueva repulsa-: su hija de dos años será un rey a pedir de boca, y, poco importan las costumbres del reino, si con tan general provecho las alteramos.
-Habláis, reverendo arzobispo -dijo Lizana-, como quien no tiene hijos que hereden su grandeza y sus derechos. Para vos todo está encerrado en vuestra persona; mas nosotros tenemos que mirar por nuestros descendientes. Y si hoy, porque nos aprovecha, alteramos el derecho de suceder, que sabiamente adoptaron nuestros padres, para estorbar que por manera de rebaño fuésemos dados en dote de una princesa heredera, a cualquier rey extranjero, perdiendo patria, poder y gloria en un punto, ¿cómo podremos restablecerlo en lo sucesivo? ¿Ni cómo habremos de exigir que se guarden los fueros del reino en otras cosas, si en esta conspiramos a que se quebranten?
Dijo esto último Lizana en voz alta, de modo que bien lo oyera el rey.
-¿Conque es decir -dijo este- que desobedeceréis claramente mis mandatos?
-Es decir -contestó Lizana-, que en obediencia de los fueros y costumbres antiguos no podemos admitir como reina a doña Petronila; y que haréis muy bien en conformaros con permanecer en el trono hasta que Dios os conceda un hijo.
La sangre de su abuelo Ramiro I, el que libró a su madrastra de la hoguera, y murió como tan bueno en Graus; la de su padre Sancho Ramírez, que pereció también atravesado por saeta mora; la de su hermano don Pedro, que conquistó a Huesca, y la de aquel otro valentísimo hermano que acababa de morir en Fraga, bullía al cabo en sus venas. Y poderosamente excitado por sus ideas religiosas que los ricoshombres contrariaban, y por el cariño de padre que desconocían, la cólera y el esfuerzo, que habían dormido en él por tanto tiempo, se despertaron en un punto.
-Necios sois y traidores -les dijo-, que no prudentes y caballeros. Me habéis traído a la perdición, ¿Y ahora os burláis de mis penas? No será por mucho tiempo: idos, que voy a disponer las cosas de modo que os arrepintáis de vuestra insolencia. No, no tendréis en mí, en adelante, al príncipe complaciente que habéis tenido hasta ahora: lobo hambriento he de ser para vosotros, supuesto que queréis que lo sea. Idos al punto de mi presencia.
Al decir estas palabras, sus ojos, por lo común apagados, brotaban fuego; su fisonomía, decaída, cobró una expresión y una fuerza espantables.
Los grandes, más bien maravillados que no acobardados por aquel arranque de ira, se dirigieron hacia la puerta sin responder palabra.
Los hombres de armas la guardaban.
-Oíd los de la mesnada -dijo Férriz de Lizana-: ¿de qué casa es vuestro pendón?
-Somos, señor -respondieron los hombres de armas-, de la casa de Azlor.
-Ea, pues, Miguel de Azlor -repuso Lizana dirigiéndose al ricohombre de tal apellido, que venía detrás de todos-, mandad a los vuestros que no dejen entrar ni salir a nadie por esta puerta sin nueva orden. A nadie, ¿entendéis? No haya excepción en ello. Y vosotros, Roldán, Gil de Atrosillo, Vidaura, corred a vuestras mesnadas, aquí y allá puestas de guardia en el alcázar, y que no dejen salir ni entrar a nadie tampoco, so pena de la vida.
-Vasallos, ¿os atrevéis a prender a vuestro rey? -gritó don Ramiro al oír aquellos extraños mandatos.
-No nos atrevemos -replicó Lizana- sino a defender nuestros fueros.
-Temed, caballeros malos, mi cólera cuando logre desasirme de vuestros lazos.
-Es que acaso no lo logréis -respondió bruscamente Roldán.
Y volviendo las espaldas, se alejaron los ricoshombres hablando o riendo siniestramente sin curarse de sus gritos y amenazas.
Oyose, aunque a distancia, claramente la voz de Lizana, que decía:
-No os burléis de sus amenazas, que ya las cumplirá él si le dejamos cumplirlas. A fe que consejo no le falta, pues ya sabéis el que le dio el mal abad de Tomeras; y bien pudiera juntar este con el que le ha dado el de Mont-Aragón de dejar el trono. Y que dejara el trono, pase, pero dejarnos a nosotros sin cabezas, eso no, pues la mía, al menos, se halla muy a gusto sobre mis hombros.
Una carcajada general de los ricoshombres respondió a estas palabras.
El rey quiso salir detrás de ellos, pero por más que hizo no pudo ya; los hombres de armas, caladas las viseras y bien empuñadas las partesanas, le cerraron el paso como si no le conociesen.
Don Ramiro se desesperó y con razón que le sobraba.
No contar con esta resistencia de los ricoshombres había sido imprevisión notable; mas el monje no lo atribuyó a eso, sino más bien a enemistad del Cielo, que quería quitarle los medios de hacer penitencia y de morir en gracia.
Su cerebro, enflaquecido con la continua meditación religiosa y lleno de preocupaciones y de misteriosas historias, parecía no conllevar ya el menor peso que echase sobre él la mala fortuna.
Dos o tres veces rogó a sus guardias que enviasen por el abad de Mont-Aragón, a fin de que al punto le absolviese, aunque hubiera de dejar abandonada la empresa de coronar a su hija; pero los fieles soldados no hicieron caso de sus ruegos.
Su imaginación comenzó entonces a representarle como posible que los ricoshombres quisieran asesinarle; y, antes que no la muerte, espantábale el perder la vida sin haber hecho penitencia. Y al propio tiempo el gran impulso de ira que excitaron en él las palabras descomedidas de los grandes se iba convirtiendo en abatimiento; la reacción fue horrible.
Así pasó el resto del día, encerrado y preso en su propio alcázar el rey de Aragón, y en el entretanto toda Huesca era rumor, toda armas, toda aprestos de guerra.
De una parte, los ricoshombres atendían a llevar adelante sus empeños; y aunque vacilando aún sobre lo que les conviniese hacer, disponíanse ya para resistir a los amigos del rey, si los tenía, y a los reyes extranjeros que por piedad o por ambición pudieran tomar parte en la contienda.
De otra, el pueblo, a quien rápidamente habían llegado, como suele acontecer, las nuevas del suceso, y no poco alteradas como siempre, más asombrado que resuelto, vagaba por acá y por allá llenando en copiosas muchedumbres calles y plazas; pero sin expresar ningún sentimiento de aprobación ni de cólera.
Y los servidores de la casa del rey, amedrentados, huían o se escondían, que suele ser costumbre de tales gentes en ocasiones como ella.
En tanto, la reina doña Inés, harto acostumbrada ya a no ver a su esposo, ignoró por muchas horas lo que ocurría.
Hallábase asomada en un ajimez del alcázar, desde donde miraba correr las aguas de la Isuela, formando cien revueltas por entre los sotos frondosos de sus orillas.
Allí procuraba divertir sus ojos con las hermosas vistas que se descubrían; mas, ¿cómo apartar de su mente tan negros pensamientos como la acosaban?
A su lado estaba Castana, con la tierna princesa en los brazos. De cuando en cuando volvía el rostro la madre y aplicaba sus labios con indecible deleite en el rostro de la hija; y aun a veces la bañaba en llanto, que luego cuidadosamente secaba con una finísima fazalella o pañuelo de aquellos que, ya por entonces, venían de Flandes.
Sonaron dos golpes discretos a la puerta de la estancia, y Castana fue a abrirla, llevando en brazos a la princesa.
Nunca lo hubiera hecho, porque en el propio tiempo que abría, saltaron sobre ella dos guerreros, y arrancándole el uno a la princesa de los brazos, se la dio al otro, diciendo:
-Ponedla en seguro -y este desapareció como un relámpago.
Castana prorrumpió en un grito lastimero y cayó contra el muro desvanecida.
Doña Inés volvió el rostro al oír aquel grito. Mirar y ver que no estaba allí su hija fue obra de un instante, y dirigiéndose a aquel de los guerreros que había permanecido en la estancia, le asió del brazo con fuerza y le dijo con voz temblorosa:
-¡Mi hija, mi hija! ¿Quién sois? ¿Adónde va mi hija?
El guerrero se alzó la visera y la reina reconoció en él a Roldán.
-¿Adónde se han llevado a mi hija, Roldán? ¿Esto os ha mandado el rey?
-Confiad, señora, en quien la tiene en sus manos -respondió el caballero.
-No, no confío en nadie. ¿Dónde está? ¿Dónde está mi hija? -exclamó la reina.
Y seguida de Castana, que había ya vuelto en sí del momentáneo desvanecimiento que le causara aquel acontecimiento inesperado, se precipitó por la puerta, sin saber adónde iba.
«¡Pobre mujer! -dijo para sí Roldán, que, aunque ambicioso y fiero, no carecía de la sensibilidad caballeresca de su tiempo-. Ya se lo decía yo a Lizana; pero él discurre a fuer de prudente. ¿Cómo hemos de dejar escapar tan importante presa y rehenes? Acaso la prisión del rey no sería nada sin esta. Tristes tiempos y ocasiones vamos alcanzando; no puede uno siquiera ser galante con las mujeres, que es lo primero que le enseñaron sus padres».
En estos pensamientos embebecido, se alejó por opuesto camino del que había traído la reina.