La campana de Huesca: 19

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La campana de Huesca de Antonio Cánovas del Castillo
Capítulo XVIII

Capítulo XVIII

Descríbese un moderado banquete y no poco alegre festín


... Como sátiros desnudos y hambrientos saltando de peña en peña...


(Felíu de la Peña y Fariel: Anales)



Un rrey atan poderoso
e sennor de atal campanna,
non yaga commo rraposo,
enconado en la montanna.


Sy vos sodes rrey guerrero,
buen cauallero en siella,
salide aqueste otero,
reçibir rrey de Castiella.


(Poema de Don Alonso el Onceno)


Al oír tal grito y tales vivas el llamado Maniferro o Mano de Hierro, acabó de salir de unas matas, con que hasta entonces ocultaba parte de su persona, diciendo:

-Fivallé, Yussuf, Assaleh, seguidme, que estamos entre camaradas y gente buena; seguidme pronto, porque he de azotar al último que suba con la brida de mi caballo. Arriba, arriba, y dejad el matorral a esos honrados osos de la montaña, sus naturales señores, que gente hay aquí de la cual no tenemos por qué ocultarnos.

-Mal modo de estar ocultos es el cantar romances y pulsar laúdes en tales desiertos. Aunque los perros muslines de Lérida fueran todos tan torpes como nuestro buen Carmesón...

-¿Va de burlas? -dijo a esto Carmesón, un poco amostazado.

-No por cierto -respondió Aznar, que era quien a la sazón hablaba-. Quiero decir que, aunque todos los de Lérida tuviesen tus años y tu cortísima vista, a haberles venido en mientes el pasear estas breñas, no habrían tardado mucho en dar con el señor Maniferro.

-¿De cuándo acá eres prudente, Aznar? -dijo el desconocido jovialmente-. Por la Virgen de la Gleba que el pelear yo solo con veinte de esos perros lo hubiera tenido por bien, a trueco de verte aquí esta noche; porque a ti especialmente ha muchos meses que no te veo, y no quiero que se me olvide tu manera de pelear, y la buena gracia con que sabes sembrar las hazas de turbantes. Pero a decir verdad, no era fácil que ahora se me ofreciese tan extremada ocasión y trance; que no soy temerario como sospechas y aun me tengo por más prudente que tú, sin vanidad alguna. Sábete que tengo bastante gente apostada a las orillas del Segre, para que no pueda salir una cimitarra de Lérida esta noche. Y lo que es de moros me tengo aquí por tan seguro como en las torres de Barcelona. Si me ocultaba, no era sino por miedo de los curiosos, que nunca falta caballero andante o monje mendicante que recorra los caminos; y aunque este es asperísimo, no es de los menos frecuentados, con estar algo cerca de la noble ciudad de Barbastro. Ni ignoras que gusto poco de ser conocido, y que sólo delante de vosotros suelo levantarme con placer la visera del yelmo.

Don Ramiro no echó en saco roto estas nuevas, y se alegró harto de oírlas, porque ya que no fiase de Maniferro, al menos parecía cristiano, y no era para él tan temible como los infieles, en los cuales estaba todavía pensando.

Aznar también se alegró por don Ramiro.

Y entre tanto, algunos de los almogávares no cesaban de vitorear a Maniferro, y otros repetían desesperadamente su antes temeroso y ahora alegre grito de guerra, sin dejar de azotar los hierros contra las peñas.

-Tened, tened, camaradas -dijo Maniferro-. No es hora aún de que despierten las espadas; dejadlas dormir, que harto breve será su sueño, viniendo en mi compañía. Cabalmente esas orillas del Segre y del Cinea están pidiendo a gritos un buen San Martín, porque los marranos, ni hoja ni grano dejan a salvo. Pero ya os he dicho que tengo hueste hacia Lérida. Ofrézcoos para mañana o pasado muy buena danza de espadas.


-Los pícaros -dijo Carmesón- no os han visto nunca sino al punto de batallar, y es ya usanza suya esto de saludaros desde lejos con el grito de guerra, a fin de que encontréis al llegar viva la sangre y ardiente ya el hierro. No quieren perder tiempo ninguno cuando se hallan con una buena ocasión de pelear; y vos mismo habéis celebrado esta prisa otras veces.

-Razón tienes -dijo Maniferro-; pero advierte que hoy no os he llamado yo, ni he venido a buscaros, sino que vosotros me habéis sorprendido, como quien dice, en mi hogar. Hasta mañana por la mañana, lo más pronto, no tenía dispuesta la danza.

-Sea mañana -respondieron los almogávares, envainando perezosamente las espadas.

-Pero advertid -dijo Aznar- que vuestro deber no es sólo pelear contra los moros, sino servir como buenos vasallos a nuestro rey y señor don Ramiro, si a servirle os llama.

-¿Y quién te ha dicho -repuso Maniferro- que don Ramiro pretenda semejante cosa? Vosotros no sabéis servir sino con el hierro, y él es poco amigo de este metal.

-Vos, señor caballero -dijo Aznar-, no sois aragonés, sino catalán, y vasallo del conde de Barcelona. Y por lo mismo no estáis obligado a acudir al servicio del rey de Aragón, como nosotros lo estamos.

-Poco importaría eso, con tal que quisiera él servirse de gente honrada.

-Pues de que lo quiera no dudéis, y aquí está un buen caballero que podrá confirmarlo.

Dijo esto señalando a don Ramiro, que no había perdido una sílaba de aquel diálogo extraño.

-Que me place -respondió Maniferro, reparando entonces en don Ramiro-. Ofrézcome a dar de cenar a este buen caballero, que harto molido y hambriento se conoce que viene, si como merecen sus prendas, no mejor que de vosotros y de estas soledades pudiera esperar sin duda. Al olor de las viandas y al retintín del jarro, él contará lo que sabe, y yo os diré lo que convenga. Hola, Yussuf, Assaleh -añadió gritando- perros infieles, ¿no tenéis tendidos los manteles todavía? Al suelo, camaradas, y partamos nuestro pan y nuestro vino, según ordena la ley de Cristo que, aunque pecadores, seguimos.

-Aznar, Aznar -dijo en esto el rey-, lo de la cena lo acepto, porque dicho te tengo que no puedo resistir más la abstinencia, y eso que he practicado tan largos ayunos en la regla. Pero, ¿no te parece que será imprudencia fiar el secreto de mi nombre y calidad a ese extranjero?

-Sí que lo sería -dijo Aznar-. Aunque estamos ya seguros de infieles, a lo que parece, no lo estaremos de traiciones hasta mañana, que vendrán, a juntársenos cuantos almogávares anden por estas sierras, según tengo avisado ya con dos de los nuestros. A fin de que vengan pronto, les he encargado decir por todas partes que vos sois un mensajero del rey, un caballero de su casa. No hay más que continuar aquí también con el engaño.

-¿Engaño? No en mis días -dijo el rey-. Primero querré que me maten, Aznar. ¡Engaño! ¡Pecado! ¿Te parece que no son bastantes los que traigo conmigo?

-Pues diremos que sois rey.

-No, no, tampoco. Tú no conoces a ese extranjero, Aznar; no sabes si es o no capaz de alevosía.

-Sólo sé -dijo Aznar- que es esforzado, porque meses ha se apareció en estas montañas con otros almogávares de tierra de Cataluña, y yo y otros fuimos con él y ellos a dar en los moros de Lérida; y a fe que mejores tajos y mandobles que repartió el buen caballero no los he visto descargar en mi vida. Desde entonces le apellidamos por acá Maniferro.

-Bien pudiera ser verdaderamente de hierro todo su cuerpo, y ser traidor, sin embargo.

-Es muy cierto; pero, ¿cómo hacer si vos no queréis pasar por otro que sois?

-Un remedio se me ocurre, Aznar; pero no sin algunos escrúpulos, aunque lo he visto practicado, en ocasiones, por muy devotos monjes de mi monasterio de Tomeras, y de aquel otro bendito de San Zoíl, sobre el Carrión, en que hay nada menos que tres cuerpos de mártires.

-Decid, que yo haré cuanto queráis.

-Has de saber, Aznar -dijo el rey-, que una cosa es mentir, y otra muy diferente es ocultar la verdad: lo primero no es lícito nunca; lo segundo puede serlo algunas veces; al menos ya te he dicho que así lo hacían ciertos monjes de Tomeras, uno de los cuales andaba en olor de santidad.

-No comprendo -dijo Aznar cándidamente-. Si este buen caballero Maniferro os pregunta el nombre, ¿tenéis más que decirle quién sois, o no, decirle que sos otro cualquiera? No hallo medio en esto.

-Fuerza es hallarlo -dijo el rey-, porque en ese medio está el remedio: no lo habría de otro modo.

-Perdonad, señor -dijo Aznar-, si no se me alcanzan mucho en estas cosas. Para eso me crio tan soldado mi padre, para que no tuviera necesidad de saber tales delgadeces y sutilezas. Decidme claro que le contestaréis si él os pregunta quién sois.

-No le diré nada: haré como si no hubiese entendido la pregunta.

-Malo es Maniferro para eso. Cien veces seguidas repetirá la pregunta, y acabará por fiarla a la espada, que dicho os tengo que es buena, como yo no sé de ninguna otra de caballero. Y en tal caso, tendríais que descubriros o resignaros a que peleásemos vos y yo solos contra él y los suyos. Porque de seguro los almogávares no osarían ponerle un dedo encima de la armadura, tan grande amor le tienen, a no oír vuestro nombre.

-Y sabiendo ellos mi nombre...

-Sabríalo él, por fuerza; y si es traidor y rebelde, como los caballeros y ricoshombres de Huesca, podría muy bien tendernos una celada antes que fuese de día y apoderarse por armas de vuestra persona y la mía, aunque quisiesen pelear estos almogávares contra su hueste. Que no es seguro, pues si tengo por difícil que peleen contra ese buen caballero Maniferro, a no sonar vuestro nombre, sonando y todo tengo por punto menos que imposible que se las hayan brazo a brazo con la hueste que él dice que tiene en las no muy lejanas huertas de Lérida, la cual se compondrá, sin duda, de almogávares catalanes, que son unos mismos con estos aragoneses: hermanos en el nacimiento, en la fatiga, en la gloria, y no pocos de ellos ignorantes de que en estos montes unas piedras se llamen Aragón y otras se llamen Cataluña.

Don Ramiro, aturdido con tales observaciones, no contestó palabra. Y en aquel instante se oyó la voz de Maniferro que gritaba:

-¡Ah del buen caballero! La cena está pronta; las hogueras arden, de modo que no echaremos de ver la oscuridad de la noche; hay asientos en la hierba que pudieran ser tronos de reyes, y sobra humo en el aire para templarnos la humedad de la noche. Junto a Dios que no se ha visto en alcázar alguno más alegre banquete que el que yo os ofrezco ahora al raso. Yussuf, Assaleh, si advierto la menor falta en la cena, de cena habéis de servir vosotros a mis lebreles. Y tú, Fivallé, menea ese laúd: diablo de escudero, ¿qué tardas en tocar alguna cosa? Disponte a decir de nuevo el romance del caballero del Dragón, que tengo para mí que no ha de desagradar a nuestro huésped.

Todo esto lo decía el caballero con acento tan jovial, que no cólera o susto, sino risa y gozo infundían sus amenazas.

Don Ramiro fue el único que las tomó al pie de la letra.

-Parece que tiene mal corazón este hombre -le dijo a su escudero-. Oye, Aznar amigo, ¿será posible que no me defiendan estos villanos, si por ventura quiere asesinarme? Por Dios, hijo mío, no se te escape decirle quién soy.

Aznar no respondió, pero diole a entender con una seña que guardaría el secreto. Y caballero y escudero se fijaron luego enteramente en el espectáculo extraño que a sus ojos se ofrecía.

Habían desembocado de un angosto paso labrado por las aguas de invierno entre dos montes, y se hallaban a la sazón en una llanura más larga que ancha, abierta en uno de sus lados por un profundo barranco. Las aguas, al salir de entre los montes, se precipitaban sin duda por aquel barranco, haciendo en la asperísima cuesta quebraduras que podían servir de sendas para llegar a lo hondo. El barranco y la cuesta se distinguían muy bien a la luz de tres grandes hogueras encendidas al borde mismo del precipicio donde se consumían luciendo y chisporroteando altas piras de enebro recién cortado. Descubríanse también en la cuesta ciertas cuevas formadas por los salientes peñascos, en alguna de las cuales debían de estar recogidos Maniferro y sus compañeros cuando llegó la comitiva, porque aunque él no se supo de dónde vino, a estos claramente se los vio subir por una raja de la pendiente al llano, donde hizo alto la comitiva.

Hacer alto, tirar al suelo los chuzos, arrojarse por el barranco unos, trepar otros por los montes vecinos, cortar troncos y ramas, acarrearlas y con ellas encender las tres hogueras, había sido para los almogávares obra de un instante, como solían ser todas las de aquella gente agilísima y resuelta. Luego sacaron de los zurrones sendas cebollas y castañas, y sin otra preparación las pusieron a la lumbre. Algunos, más afortunadas, descolgaron de los cintos y arrimaron al fuego hasta tres liebres, un cabrito montés y unas pocas palomas, muertas al acaso por el camino. Y mientras se aderezaba la escasa y rústica cena, juraban y reían los almogávares al amor de las hogueras, tan contentos como pudieran estarlo en hogar propio.

No tardaron mucho más en ser cumplidos los mandatos que dio Maniferro a sus compañeros.

Eran estos tres hombres de singular aspecto y catadura. Frisaba el uno de ellos en la madurez de su edad; tenía el rostro ancho y lleno, la mirada fría, y su limpio traje y atavíos, si no ya por hombre principal, dábanlo, al menos, por persona de honroso empleo y ejercicio. Traía este ligera rota y espada ceñida. Una gorra cubierta de malla le defendía la cabeza, dejando ondear sobre ella dos plumas de cisne, y pendía de su espada un laúd, indicio de ser él quien antes hubiese cantado.

Los otros dos parecían mucho más mozos, aunque no pudiera afirmarse que lo fuesen. Porque no era la noche más oscura que su tez, así come el marfil no era más blanco que sus dientes, que relucían como estrellas entre las sombras de los rostros; y los menudos y ásperos rizos de los cabellos, y la expresión extraña de las facciones, dábanlos, sin más dudar, por etíopes y esclavos. Vestían los dos un traje, mitad morisco, mitad cristiano. Cubríanles la cabeza sendos gorros de lana color de púrpura, defendidos por gruesas barras de hierro, que partiendo de una de ellas que ceñía la frente, subían a encontrarse a cosa de una cuarta del pelo, como en punta de lanza. Abrigábanlos jubones de malla y toneletes, con escamas de hierro, y de las espaldas traían colgados redondos escudos de piel de león con aros de hierro. Un ancho alfanje, un puñal y un arco y flechas eran sus armas ofensivas.

El del laúd se sentó en una piedra, no lejos de cierta encina corroída y vieja, en cuyas ramas comenzaban a prender fuego las chispas escapadas de una de las hogueras, suavemente azotada del vientecillo de la noche. Allí se estuvo algún tiempo tranquilo y silencioso, templando las cuerdas de su instrumento y preludiando algunas melodías de frases lentas y melancólicas que parecían principios de la jota a veces, y a veces notas de la caña, o la malagueña de nuestros días.

Los dos moros negros ponían atento oído a lo mejor a aquellos sones como si no les fuesen desconocidos o viniesen de tierra que hubiesen por largo tiempo habitado. Entre tanto desembanastaron unos blanquísimos manteles y los tendieron sobre la hierba, al pie de la encina que ardía, la cual de esta manera vino a ser lámpara y chimenea del banquete. Luego pusieron sobre ellos hasta media docena de platos de oloroso cedro, guarnecidos de plata, cosa de gran lujo y riqueza para aquellos tiempos: tenedores, ni los traían ni eran conocidos entonces; de cuchillos no había que hablar allí, trayéndolo cada hombre bien afilado y largo consigo; pero entre tanto se echaban también de menos. Lo que no faltaba allí era qué comer y beber; pues había carnero, gallinas y hasta una gran cabeza de jabalí; congrio en salsa, bien guardado del aire en una mediana vasija de barro cocido; vino del Priorato, abrigado como a su calidad correspondía en jarro de plata; otro que debía de ser más plebeyo en dos cántaras de arcilla que parecían ánforas romanas; pan, en fin, amasado con los mejores candeales de Suera o de Urgel. Poderosos incentivos todos ellos para despertar el apetito de cualquier hombre de pro y aun señor de vasallos, cuanto y más el de aquel pobre aventurero don Ramiro, que tras de llevar largas horas de abstinencia, había sido abad y rey sobrado tiempo, para que, penitente y todo como era, pareciese insensible al amor de los buenos bocados.

No de otra suerte podría haber sucedido que, al distinguir los manteles blanquísimos y sus sabrosos huéspedes, huyesen todos los pensamientos tristes y siniestros de la imaginación de don Ramiro, y que, sin esperar otra invitación, fuera a ponerse delante de uno de aquellos olorosos platos de cedro, donde no tardó en depositar una generosa tajada el jovial y comilón de Maniferro. Cualidad por cierto, esta última, harto censurada por el cronista mozárabe, que tomaba muy a pechos las sublimidades del espíritu, creyendo erradamente que no se ajustan con ellas los más sabrosos apetitos de la carne y de la materia; inocente y naturalísima en hombre tal como parecía Maniferro a nuestros ojos.

En el banquete no se oyó palabra por un buen espacio de tiempo. Traslucíase que uno y otro de los dos principales y más altos comensales aplazaban la plática para cuando estuviesen ociosos los dientes, y a sus solas imperase el jarro en los manteles, aprovechando las treguas para contemplarse a su sabor, y calcular cada cual con qué género de hombre se las había.

Ni uno, a la verdad, ni otro quedaron muy pagados del fruto de sus observaciones.

Los ojos de don Ramiro, ya tibios y mortecinos, ya vívidos y fulminantes; su tez morena y pálida, sus cabellos lacios y descompuestos, sus armas menos ricas que convenía a un caballero, y la mala gracia con que las llevaba, todo esto llenaba de confusiones al desconocido. Y como de las confusiones nace el error casi siempre, túvole por viejo, cuando era hombre don Ramiro que no había pasado de la edad madura; túvole por de baja prosapia, cuando no la había más ilustre que la suya; túvole por socarrón y malicioso, cuando era el propio candor y la benevolencia misma. Tan distinto de la verdad fue su juicio.

Más acertado anduvo don Ramiro; pero no porque fuese sagaz, sino porque la fisonomía de Maniferro denotaba con harta claridad la condición de su dueño. Era mozo de menos de treinta años, alto, fornido, de oscuro y rizado cabello, de ojos negros, firmes y penetrantes, rápido en el hablar, imperioso en los gestos, brusco en los ademanes, como quien no está acostumbrado a tolerar contradicciones. Hombre como él, no podía menos de haber expuesto muchas veces su persona y de haber llevado a cabo arduas empresas; leíase en su rostro aquella aspiración a lo grande, a lo imposible, que es patrimonio de los que llaman héroes en la tierra. Si parecía jovial obra era, sin duda, de sus pocos años y de su natural franqueza; porque allá en los pliegues de su frente se escondían negros nublados de ira, que no dejaban asomar amenazadores tan luego como alguna cosa, por pequeña que fuese, le disgustaba. Y en verdad que tales observaciones no eran a propósito para disipar del espíritu de don Ramiro recelos o temores, no obstante que el apetito le tuviese cerradas, por de pronto, las puertas y ventanas del sentimiento.

Pero ni el falso juicio de Maniferro, ni el verdadero y cierto de don Ramiro perturbaron las prudentes treguas que, por tácito consentimiento, se habían ajustado entre ellos. Y en el ínterin Fivallé preludiaba en su laúd melancólicas armonías; y ya subiendo, ya bajando, ora imitando la caída estrepitosa de los manantiales, ora el tardo paso de los arroyos; bien mintiendo gorjeos de ruiseñores, bien murmullo de fuentes; tal vez remedando a los céfiros que mansamente agitan las hojas; tal vez a las tórtolas que se anidan en los troncos de las arboledas, daba muestra de larga práctica y extremada ejecución en su oficio. Al amor de tales y tan diversos sonidos parecían más sabrosos los manjares todavía que en sí eran y más acertadas a cada comensal sus recíprocas observaciones.

Maniferro rompió, al fin, el silencio, diciendo:

-Muy puesto en razón sería, señor caballero, que ya que hemos de beber en un mismo jarro y hemos de pasar juntos una noche al raso, vos me dijerais vuestro nombre y yo os dijera el mío, y aun quizá no sería perdido este conocimiento para entendernos en cualquier trance y plática que ocurriese. Pero bien mirado, no puedo yo exigir que me deis vuestro nombre, ni siquiera desearle, supuesto que el mío tengo hecho propósito de mantenerlo secreto por ahora.

A este punto respiró con poderoso esfuerzo don Ramiro, como si por algunos momentos hubiese tenido el pecho oprimido.

-Sea como vos queráis, buen caballero -le contestó-. Y de mí sé decir que os tengo por tan noble y famoso desde ahora, que no me ha de hacer falta jamás oír ni saber vuestro nombre.

Pues a mí no me sucede lo mismo -repuso el desconocido-; antes tendría singular placer en saber el vuestro, diciéndoos el mío, por más que vuestro buen talante acredite la antigua nobleza que hay, sin duda alguna, en vuestra persona.

Pronunció esto Maniferro con tal acento de voz, que oídos sagaces lo habrían denunciado al punto por de hombre socarrón y dado a burlas; pero don Ramiro no se dio un punto por ofendido.

-Hablasteis -dijo luego- de un propósito o acaso de un voto: dignaos decirme si él os trae por mucho o por poco tiempo acá, y os impide por mucho o poco tiempo también contentar la curiosidad de los que la tengan en conoceros.

-No puedo decir quién soy en otra parte que allí donde tremola su pendón el conde de Barcelona; y es propósito firme que tengo hecho, aunque voto formal no sea.

-Singular misterio es -dijo don Ramiro-, y gran fortuna la vuestra que tal secreto os permite guardar, cuando traéis con vos tantos testigos.

-No los traigo sin su cuenta y razón, señor caballero. ¿Creéis que a saber mi secreto más de uno solo podría conservarse por largo tiempo? Los buenos de los almogávares no saben de mí otra cosa que lo que yo les digo, ni, a decir verdad, se muestran ellos deseosos de saber más que esto. Y tocante a mis servidores, dos de ellos, Assaleh y Yussuf, vinieron ya a mi poder harto discretos, supuesto que en su tierra de África les cortaron las lenguas para que no divulgasen los secretos de sus malditos y paganos señores. El otro, que es ese Fivallé, así sabe tañer y cantar como entender en cualquier trama de guerra o de política; pero también sabe que él es el único depositario de mi secreto, y que, divulgándose, no tardaría más en rodar su cabeza que en llegar la noticia a mis oídos... Pero, ahora que recuerdo, Fivallé..., diablo de Fivallé..., canta, canta tú otro romance, que ya yo entonaré quizá uno mío, y es de hombres bien nacidos contentar y servir largamente a sus huéspedes.

Fivallé entonces cantó, acompañándose con su laúd, el siguiente


 Romance

     Trotando va el buen conde,
 blandiendo está el lanzón,
 en el mirar, con ira,
 con fe en el corazón.
 

     Y dueñas y escuderos
 le dicen a una voz:
 «Por Dios lidias, el conde,
 su ayuda te dé Dios».
 

     Orillas de una fuente
 durmiendo está un dragón;
 de hierro son sus garras,
 sus ojos, ascuas son.
 

      «Despierta -el conde dice-
 porque te pueda yo
 vencer, a esfuerzo mío
 que a buena suerte no».
 
     Ya ruge, y se levanta,
 y ya al conde va feroz:
 la lanza quiebra el conde,
 vacila en el arzón.
 

     Mas de la fuente al agua
 le muda la color
 la sangre del vestiglo,
 que el conde lo mató.
 

     Y dueñas y escuderos
 ya rezan a una voz:
 «Como por Dios lidiaba,
 le ha dado ayuda Dios».



-Nuevo es, y nunca oído este -dijo Aznar, no bien acabado el romance.

-Breve y bueno -dijo otro luego.

Parecía como nacido, en fin, por el aplauso que obtuvo aquella pobre y dura letra, para tal ocasión y hora. No faltó quien repitiese por allí luego algunos de los versos, como si se propusiese aprenderlos, y no ya los almogávares sólo, sino el mismo don Ramiro mostró que le había oído con placer grande en estas palabras:

-Devoto cantar es, sin duda; podría sin reparo decirse en el coro de un monasterio.

-Monje al fin será acaso ese conde -dijo Maniferro-; pero de los valerosos monjes templarios que no tanto se entretienen en cilicios y en oraciones, cuanto en pelear desde el Jordán hasta el Ebro con los infieles enemigos del nombre de Dios. Monje de los buenos.

Don Ramiro buscó con los ojos a Aznar, y se alegró de verle a pocos pasos, recostado como los demás almogávares al amor de la lumbre.

-Sí -continuó el caballero-; monje podrá ser el conde de Barcelona; pero no penséis que, por serlo, deje que los extranjeros le roben sus ciudades y castillos, o que los propios escarnezcan su autoridad y nombre, como hace ese rey don Ramiro, que tan pobre cuenta está dando de su corona. Brindo, señor caballero, por la buena fortuna del conde don Ramón Berenguer IV, el que mató al dragón que azotaba estos condados y venció en campo abierto a los indignos caballeros que osaron infamar de adúltera a la emperatriz de Alemania. Y porque Aragón tenga pronto un príncipe semejante, en lugar del que hoy deshonra sus blasones.

Empinó el jarro al decir esto, y bebió un razonable trago de vino. Luego se lo puso en las manos a don Ramiro para que respondiese al brindis; pero este, mirando de nuevo a Aznar, soltó el jarro sin arrimárselo a los labios.

-¿Qué es esto, señor caballero? -dijo Maniferro-. ¿Rehusáis el brindis que os he propuesto? ¿Es esa vuestra cortesía? Por Nuestra Señora de Monserrat y el bendito San Martín, cuya fue esta mi espada...

-No os enojéis -respondió don Ramiro, turbado, y no sin volver a Aznar la vista-. Después de lo que habéis dicho de mí, quiero decir, del rey don Ramiro, yo... yo no puedo aceptar el brindis que me proponéis.

-Razón tiene -dijo a esto Aznar brevemente y en voz ronca.

Negrísimas nubes de ira pasaron rápidamente por la frente de Maniferro; y como lo notase Aznar, llevó ya como sin querer la mano al pomo de la espada. Pero fue inútil, por fortuna. Aquellas nubes, aunque no sin hacer él sobre sí un grande esfuerzo, volvieron a recogerse en los pliegues que surcaban la frente de Maniferro, y recobrando luego al punto su jovial franqueza, contestó:

-Leales sois por mi vida, y júroos que no me queda rencor alguno de la buena lección que me habéis dado. Rey es, y como rey, antes hemos de callar que no de descubrir aquí sus faltas. Demás que, si mal no recuerdo, me habéis dicho que don Ramiro requiere ahora vuestros servicios. ¿Es esto cierto, señor caballero? Por ventura, ¿quiere sacar a Zaragoza del feudo castellano, y echar a los navarros a sus fronteras? Él nació bajo el escudo de su padre, y harto triste sería que no quisiera también morir bajo su propio escudo, como nacen y mueren los hombres de honor. Y a ser lo que imagino, no hay más sino que he de tomar su demanda y de pelear a pie y a caballo con todos los castellanos y navarros que calcen, como yo, espuelas de oro, en defensa y pro de su buen derecho.

-Amén -dijo Aznar.

-Amén, amén -repitieron los más cercanos de los almogávares.

-Gracias, gracias, señor caballero -repuso humildemente don Ramiro. Y alentado con aquellos ofrecimientos, que hacían más de estimar el noble continente del caballero y la generosidad y franqueza que dejaban entender sus palabras, añadió con voz ya entera: -No es ahora contra navarros y castellanos la ayuda que quiere el rey de Aragón, es contra sus propios vasallos.

-¿Contra sus vasallos decís? ¿Y cómo puede un príncipe necesitar de ayuda alguna contra sus vasallos? Aquel buen religioso del Temple, don Ramón Berenguer III y su hijo don Ramón Berenguer IV, que hoy es, por merced divina, conde y señor de Barcelona, no han necesitado jamás de otros brazos que los suyos para tener en razón o traer a ella a sus vasallos.

-No serían de osados como estos de Aragón, señor caballero.

-Éranlo mucho, y si os place, hablad y referidme lo que le ha sucedido a don Ramiro con sus vasallos, que yo os diré lo que hubieran hecho en cada uno de tales trances los condes que digo de Barcelona.

En esto, el banquete podía darse por terminado. Maniferro y don Ramiro parecían haber saciado completamente su apetito; los almogávares habían devorado ya sus escasas provisiones, y aun el vino plebeyo de las banastas abiertas. Era más de medianoche y el viento de la sierra venía ya bastante frío, para que no pareciese cada vez más dulce el amor de la lumbre. Sentados, pues, junto a ella dan Ramiro y Maniferro, y tendidos alrededor los almogávares, se entabló la siguiente plática, no indigna de ser conservada, para dar luz a los sucesos que quedan por referir en esta crónica.