La campana de Huesca: 20
Capítulo XIX
Llevad vos la capa al coro,
yo el pendón a la frontera.
-Figuraos -comenzó por decir don Ramiro-, figuraos, señor caballero, que no bien fue proclamado el rey de Aragón, y cuando apenas había calentado la desdichada corona en la cabeza, se halló con que los ricoshombres de su reino querían disponer de todo, menospreciándole, por ser él nuevo y ellos viejos en armas y gobierno.
-¿Y qué hizo el rey de Aragón al advertir tales injurias?
-Nada hizo, sino empezar a arrepentirse de haber puesto semejante corona en su cabeza.
-Pues tócame ahora a mí -dijo Maniferro- referiros puntualmente lo que hizo el conde de Barcelona en semejante caso a ese. No tenía bien cumplidos dieciocho años cuando murió su santo, padre en el hospital de Santa Eulalia, y le dejó por heredero de este buen condado de Barcelona, que ahora tiene. Viéndole tan mozo, imaginaron los barones y señores que podrían disponer de sus estados, menospreciando su valor; todo como vos decís de don Ramiro. Pues hubo uno que tal imaginación la quiso poner en obra, el cual se llamaba Berenguer de Castellet, y era ferocísimo soldado y veguer a la sazón de Barcelona. Si le hubieran disputado cosa suya al conde, quizá habría cedido en la demanda; pero no era cosa suya, sino de su pueblo, que lo que pretendía el Castellet era imponer en provecho suyo cierto tributo sobre el pan y otras exacciones no debidas. ¿Y sabéis lo que hizo el conde?
-Sin duda defendió a su pueblo, mandando que al mal caballero le cortasen la cabeza -dijo luego Aznar.
-No fue tanto de menester -continuó Maniferro-. El Castellet traía bien fraguadas sus mentiras, y mostraba pergaminos y escrituras, muy primorosamente contrahechos, donde claro se leía que tales exacciones le tocaban, por merced de los condes antiguos.
-Maldito arte el de la escritura -dijo Aznar-. Paréceme a mí que más veces ha de venir en apoyo de la mentira, que no en sostenimiento y defensa de lo que pasa de verdad en este mundo.
-De uno y otro sirve -repuso Maniferro-. Aquellos pergaminos eran privilegios de verdad, con la firma y sello de los condes de Barcelona; pero el menguado de Castellet había sabido quitar las cosas que ellos rezaban, poniendo otras favorables para sí, que jamás habían estado ni podían estar, so pena de destruir a los pobres vasallos.
-Mala ventura al embustero y falsario -dijeron, al parecer, dos o tres de los almogávares; pero de cierto lo dijo Aznar, porque se oyó su voz claramente.
Maniferro prosiguió:
-De poco le sirvió ahora serlo, porque no era hombre el conde que se dejase vencer ni de astucias ni de fieros. Viendo que no podía vencer de sus falsedades al mal vasallo, y que este osaba hablar de sus hazañas, así como para intimidarle, acudió a la prueba del juramento, y para probar la eficacia de este juramento prestose a sostener por su persona el combate y juicio de Dios.
-Otro tanto habría yo hecho en su caso -dijo Aznar.
-¡Viva ese conde de Barcelona! -gritaron entusiasmados los almogávares.
-Loado sea Nuestro Señor, que sin duda dio la victoria al conde -dijo devotamente don Ramiro, no sin persignarse al propio tiempo.
-Tampoco fue de menester -respondió Maniferro-. El viejo adalid no osó al cabo entrar en liza con el mozo. Acaso su sinrazón le quitó el esfuerzo, o quizá le tocó Dios en el corazón para que le conociese; mas de uno u otro modo, ello es que sin riesgo ni fatiga quedó el conde con la victoria y libres del tributo los vasallos.
-Que fue muy justo por cierto -dijo don Ramiro-. Mas advertid que entre los ricoshombres de Aragón hay algunos bien ancianos, aunque malos, a quienes su rey quiere bien desde la infancia, por haber sido continuos y amigos de su victorioso padre don Sancho y de sus hermanos don Alonso y don Pedro; y tales y tan rebeldes como son, los quiere todavía; de modo, que no osaría levantar la espada contra ellos sino en el último extremo y desdicha. ¿Cuán duro no parecería que retase don Ramiro a hombre tal como Férriz de Lizana, por ejemplo? Y eso dando que en su ánimo hubiera esfuerzo para medirse con él.
-De esfuerzo no se diga, porque claro está que sin él no se puede ni se debe llevar corona en la cabeza. Pero en lo del querer bien, ahora he de deciros cómo entiende esto el conde de Barcelona: que es por modo tal, que no ceda en mancilla de su honor o detrimento de sus vasallos. Direlo, si no os parece que peque ya en inoportuno.
-Antes lo tendré por favor singular -replicó cortésmente don Ramiro.
-Pues atended -contestó Maniferro-: ¿habéis oído hablar del valeroso caballero don Guillén Ramón Dapifer?
-¿Y cómo si he oído hablar? -dijo don Ramiro.
Le he visto y le he hablado yo mismo hartas veces en la Corte y gran ciudad de Huesca; y cierto que es muy noble y valeroso caballero.
-Y yo le vi pelear en Fraga -dijo el viejo Carmesón al que tenía más cerca-, y nunca hallé jabalí que con tal furia se metiera entre las armas. No sé cómo escapó de allí con vida.
-Pues ese buen caballero fue a modo de padre y maestro del conde de Barcelona, dado que él le endoctrinó y ejercitó en el oficio de las armas. Como Dapifer no era viejo y era valiente, y gentil, y discreto, fue grande el amor que le cobró el conde. Pero él no tardo en abusar de tal amor oprimiendo a los vasallos del conde, y aun llegó a cortar las aguas del río Besós de los molinos de Barcelona, a fin de avasallar a los ciudadanos. Entonces el conde, prefiriendo a este amor el de sus vasallos, desterró de Cataluña al don Guillén y le confiscó además sus estados; de suerte, que ahí por Aragón anda mísero y pobre, y así se estará mientras no dé señaladas muestras de arrepentimiento.
-Pero ese Castellet y ese Dapifer -dijo don Ramiro- no tendrían fuertes castillos ni numerosos vasallos con que defenderse del conde.
-Los tenía, y toda la más tenía el conde de Tolosa, que osó negar el debido feudo al de Barcelona. Pero al solo amago del castigo cedió también el de Tolosa; que cuando los príncipes son esforzados y resueltos, suelen no necesitar la ayuda de nadie, ni mover su propio brazo siquiera para aterrar a los rebeldes. Por eso ya dije que no acierto a comprender el menosprecio con que los de vuestra tierra tratan ahora a don Ramiro.
-Pintando estáis un héroe en don Berenguer -dijo don Ramiro-, y no todos los príncipes pueden serlo.
-Héroe, no -repuso Maniferro-; es demasiado mozo para haber ejecutado hazañas que basten a ganarle tal nombre. Pero, a lo que se ve, no quiere ser indigno de sus padres.
Don Ramiro se ruborizó al oír estas palabras, y más oyendo en derredor suyo este diálogo, que no pudo impedir, por estar algo apartado, Aznar.
-Por Dios -decía uno- que le sobra razón al señor Maniferro, y que yo daría toda mi sangre por ser vasallo de ese buen conde de Barcelona.
-Mi sangre y la de mi mujer -dijo otro.
-Más de estimar es aquella que no esta -añadió un tercero-, que tú no eres de los mejores casados. Pero no hay duda en lo que decís; un rey como ese buen conde vale más mil veces que el honrado fraile que ahora tenemos en el trono. No va a quedar un palmo de Aragón, si vive mucho tiempo.
-¿Y qué te se da a ti de ello? -dijo a esto Carmesón-. De mí sé decir que no tengo por Aragón sino las montañas donde hemos nacido y por las cuales corren verdaderamente los dos ríos que se llaman Aragón, en cuyas aguas hemos apagado de niños la sed y nos hemos bañado de mayores. Mal hayan las tierras llanas, donde los caballos y los jinetes nos atropellaron a su sabor en la pelea y no nos dejan en la retirada descanso. Mira de qué nos sirvió llegar con el buen rey don Alonso a la orilla del Cinca y ver las vegas floridas de Fraga.
-Ni en monte ni en llano hay caballo ni jinete que resista mis dardos, Carmesón. Tú eres viejo y el miedo se va apoderando de tu persona. Lo que te afirmo es que mucho nos convendría cambiar al rey que tenemos por ese conde de Barcelona.
-Callad -dijo, enterado ya en esto, Aznar, a quien don Ramiro no cesaba de dirigir miradas tristes y suplicantes-. Callad, que no nos dejáis oír la gustosa conversación que suelen traer estos nobles caballeros.
-No será -dijo Carmesón, levantándose- sin que mate antes a este perillán, que ha osado decir que en mí haya miedo.
-Sí será -repuso Aznar-, sin más que yo te lo diga.
Y asiendo de un brazo a Carmesón, tiró de él tan fuertemente, que el viejo vino nuevamente a tierra, no sin magullarse contra los peñascos el cuerpo.
Causó el golpe gran risa entre aquella gente ruda, y Carmesón no tuvo por prudente exponerse a otro semejante, y calló: callaron, como él, todos los almogávares y prestaron de nuevo atención a la conversación de los caballeros.
Fue esto a tiempo que don Ramiro, que había vuelto a reanudar la conversación con su huésped, le decía con voz turbada:
-Ya os he dicho en breves términos lo que pasa: juzgad ahora si son a estos iguales los sucesos que habéis contado. Al rey no le permite Dios que continúe más en el trono, y los ricoshombres no quieren que lo deje: desea, como es justo, que lo herede su hija, y tampoco lo consienten los ricoshombres.
-Extraño es eso -dijo Maniferro.
-Tan extraño, que no sé yo que pueda haber semejanza de este con otros casos, ni remedio conocido. Y aún os falta saber una cosa, que es que los ricoshombres osaron poner preso al rey, y han osado apoderarse de la persona de su hija.
-Por Jesucristo vivo, que mayor desacato no oí en mis días, ni se oyó en los días de mi padre; y que no he de comer pan a manteles, mientras no queden en libertad como yo mismo don Ramiro y su hija. Malos lobos me coman, si no cumplo este buen propósito.
-Bien veo que sois esforzado y generoso, y que de buena voluntad querréis cumplirlo; pero ¿cómo habéis de ejecutarlo? No es fácil, no es fácil, señor caballero.
-Nada hallan difícil las armas -respondió con firme voz Maniferro-: es preciso ir a buscar a los ricoshombres en sus castillos y colgarlos de las almenas; apellidar guerra por Aragón y alzar pendones por el rey.
-Eso digo yo -exclamó Aznar con júbilo.
-Es verdad, eso habrá que hacer -dijo tristemente don Ramiro.
-Y para eso sí -añadió Maniferro- que el rey necesita de ayuda. Yo no habría dejado que me prendiesen, pero una vez preso, osaría llamar en mi ayuda al mismo rey de Fez, si no bastasen los míos, que sí bastaremos nosotros, a lo que pienso... No lejos de aquí tengo una hueste de almogávares catalanes, que son no menos valerosos que estos aragoneses. Con tal gente y algunas de las lanzas de campo, que en Cataluña apellidamos jinetes de perage, y los jinetes y caballeros de Aragón que quieran reunírsenos, harto será que no demos cuenta de los ricoshombres y sus mesnadas. Vos, señor caballero, nos guiaréis a donde está prisionero don Ramiro.
-Es que no está prisionero.
-¿Pues no decís?...
-Logró escaparse de la prisión -contestó don Ramiro, turbado.
-¿Sabéis dónde está?
-Yo no dije... -y no acertaba a añadir nada don Ramiro.
-Basta -repuso por fortuna el caballero, vuelto ya de su arrebato de ira-. Sois prudente, y no queréis decirlo en alto o confiarlo a un desconocido; no importa. No por eso nos guiaréis menos a donde esté, y lo haremos vencedor de los ricoshombres, con el favor de Nuestra Señora de Monserrat y el buen temple de esta espada de San Martín, que por merced de Dios llevo al cinto.
-Pero ¿y qué adelantará con ser vencedor el rey? -dijo don Ramiro-. El caso es que la princesa quedará a merced de los ricoshombres.
-Ya pondremos a su padre en ocasión de libertarla.
-Pero ¿y cuando su padre se vuelva al claustro, quién tomará su demanda?
-¿Quién? Yo -dijo sin detenerse Maniferro.
-¿Vos?... Vos no bastáis para eso, por mucho que sea vuestro esfuerzo y por grande que vuestra voluntad sea.
-Por Dios, que así es la verdad como la estáis diciendo. No es caso este como aquel de la emperatriz de Alemania, en que tanto pudo hacer cualquier lanza como la del propio conde de Barcelona. Y amén de lanza, aquí hace falta también alguna razón o título como creo que dicen los legistas de Barcelona. Un padre... y un hermano..., un tío por lo menos..., un marido...
-Sin duda que un marido sería bastante -dijo entonces don Ramiro-, y ojalá que fuera posible casarla con algún príncipe que tomara a su cargo el reprimir a los ricoshombres, que entonces no padecería el rey de Aragón las amarguras que al presente.
-¿Pues hay más que casarla con el conde de Barcelona? No le hay más a propósito para reñir con barones o hidalgos, con reyes o escuderos, cuando a su mujer le haga falta.
-¿Y cómo ha de casarse con el de Barcelona ni con nadie, si no ha pasado aún de los dos años de edad?
-Tenéis razón; me había olvidado de ese otro obstáculo. Ya veo que no hay más sino que renuncie el padre a volver a su monasterio y se quede a cuidar de su hija en el mundo.
-No, no; eso es menos posible que el matrimonio todavía.
-Pues entonces, abandonemos hija y padre a su suerte -repuso ya impaciente, pero con alegre risa, Maniferro.
-¡Abandonarla a ella!... ¿Sabéis lo que es abandonar un padre a su hija?
-Lo que sé es que habría de volverme loco, señor caballero, si os siguiese más en esos revueltos pensamientos y contradictorias proposiciones. Decidme de una vez: ¿Puede su padre continuar en el trono hasta que ella llegue a mayor edad, amparándola y defendiéndola?
-No puede.
-¿Puede ella casarse en edad tan tierna?
-Claro es que no...; pero...
-¿Qué pero es ese, señor caballero? Por la Virgen de Mongari que no os entiendo. ¿Puede dudarse de que no sea posible tal casamiento? ¿No decís que no cuenta la infanta sino dos años de edad?
-Tened, tened... -contestó de súbito don Ramiro-. Dios comienza a iluminarme... He aquí que van a valerme las pocas letras que aprendí en el convento. ¡Quién lo diría! Pero mal haya de mi memoria... Aquí, aquí está en la punta de la lengua toda una regla que podría servirnos para salir del apuro en que nos vemos... Ya, ya recuerdo... Mucho, muchísimo trabajo me costó aprenderlo; pero no hay como esto de los latines para guarecerse en la memoria. Veinte años ha que los que digo los aprendí con otros novicios en la comunidad, y no se me han olvidado como ahora veréis, no; antes bien, los recuerdo perfectísimamente.
Maniferro, Aznar y todos los almogávares, parecían ya un tanto aturdidos. Y don Ramiro estaba en esto en pie, dando vueltas de uno a otro lado, pegándose golpes con la mano en la frente, y murmurando palabras latinas que ninguno comprendía.
-Sponsalia -decía-, sponsalia..., sunt mentio et repromissio..., repromissio..., nuptiarum futurarum... Oh futurarum!... No hay duda: pueden contraer esponsales.
Y vuelta a repetir los latines, y a darse golpes en la frente, y a pasearse de uno en otro lado.
Al fin Maniferro le puso la mano en el hombro, diciéndole:
-¿Acabaréis? ¿Qué endiablada cosa es esa que os ha ocurrido?
-No cosa de diablos, señor caballero, sino cosa muy admitida y sancionada por la Santa Madre Iglesia. Verdad es que no sé dónde ni cuándo, y esto es lo que...
-No os importe eso, y decid de una vez lo que sea.
-Es -dijo entonces don Ramiro inclinando los labios al oído de Maniferro-, es que hay esponsales de futuro, unos esponsales que se pueden contraer muy bien en edad como la de la princesa. ¡Si hubiera quien quisiera contraer con la princesa esponsales de futuro!
-¡Que si hubiera! ¡Pues no ha de haber! Ahí está, os repito, el conde de Barcelona, que no dejará de aceptar el partido.
-¿Estáis seguro de ello?
-Y tanto como lo estoy. El conde de Barcelona ha pensado más de una vez que estas montañas eran unas mismas, y unos mismos los almogávares de estas montañas: y que el Ebro y el Llobregat y el Aragón y el Cinca, deben correr debajo de una mano propia de rey.
-¡Es verdad! ¡Es verdad! -gritaban algunos almogávares que oyeron las últimas palabras.
Y señaladamente Aznar, que como más cercano, había oído la conversación casi entera, no cabía en sí de júbilo.
-Ya lo veis, señor caballero -añadió entonces Maniferro-. Ya veis cómo los valerosos almogávares de Aragón celebran su unión y hermandad con los de Cataluña; yo, en nombre de Cataluña, acepto también y aplaudo tal hermandad y unión, y juro que he de procurarla y defenderla hasta verter la última gota de mi sangre si fuese necesario.
-Pero ¿quién sois vos, a todo esto? -dijo don Ramiro-. ¿Quién sois vos para aceptar tal unión y para afirmar que el conde de Barcelona quiera contraer esponsales con la princesa?
-Soy quien puede y sabe hacer cuanto dice -contestó Maniferro-; en mí tenéis la voluntad y el pensamiento mismo del conde de Barcelona. ¿Podré saber si a vos os asisten iguales títulos? ¿Podré ya saber yo por mi parte quién sois?
-Yo..., yo soy lo mismo -dijo titubeando don Ramiro.
-Es decir, ¿que vos conocéis los pensamientos e intenciones del rey de Aragón?
-Sí conozco.
-¿Que sois su continuo amigo?
-Sí soy...
-¿Que él, quedando en lugar seguro, os ha enviado por acá en busca de armas y soldados? ¿Que sois, por consecuencia, un embajador disfrazado del rey de Aragón, y aun acaso su condestable?
-Sí... Sí soy...
-Pues siendo dos, como sois, no haréis en tal caso en esto más que uno solo, de suerte que lo que vos hagáis el otro lo dará, y quedará sin duda por hecho.
-¡Dos, dos!... -dijo don Ramiro- No; sin duda soy yo todo lo que decís. Pero atended...
Estas últimas palabras las dijo de modo que por todos pudieran ya oírse.
Maniferro decía alegremente entre tanto:
-Ajustaremos, ajustaremos el pacto. La princesa será esposa del conde de Barcelona, y Aragón llegará hasta el mar, y Cataluña irá a buscar las fuentes del Ebro.
Carmesón fue el único de los almogávares que no aplaudió estas palabras, diciendo para su coleto:
-Maldiga Dios al mar, y al Ebro y sus fuentes, y toda la tierra llana del mundo. Yo dicho tengo que no quiero salir de mis montañas, y para aguas, bástanme las de las fuentes de Aragón, que en invierno son templadas, como que son aguas de lluvia, y en verano fresquísimas como agua de nieve. Si me matan no he de salir de estas peñas.
Los demás almogávares clamaban en tanto a grito herido:
-¡Viva la unión de Aragón y Cataluña! ¡Viva el rey de Aragón! ¡Viva el conde de Barcelona! ¡Viva la princesa! ¡Hierro, hierro, despiértate; hierro, hierro, despiértate!
Y de concierto con estos gritos, hacían sobre manera extraño y solemne aquel espectáculo el chispear de aceros al caer en las piedras, y los diversos sonidos que el choque del acero y piedra producía, y el rojizo resplandor de los montes de brasas en que habían venido a parar las hogueras, y la tibia luz de las estrellas y de la luna embozada, y los ruidos misteriosos de la noche, y el viento de la sierra, y el agua de los manantiales, y las sombras de los picachos, y la oscuridad profundísima del horizonte.
Por su parte, don Ramiro, con los ojos alzados al cielo, parecía como que en él buscaba el germen de la grande idea que tan laboriosamente acababa de dar a luz su entendimiento, mientras que Maniferro, con el brazo izquierdo tendido hacia los vecinos montes de Cataluña, y el derecho aplicado al pomo de la espada, representaba allí la imagen de la resolución y de la fuerza que para ponerla por obra se necesitaba.
¡Dichoso espectáculo! ¡Dichosos latines! ¡Dichosa memoria la de don Ramiro!