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La campana de Huesca: 21

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La campana de Huesca
de Antonio Cánovas del Castillo
Capítulo XX

Capítulo XX

De los escrúpulos que tuvo el piadoso don Ramiro con ocasión de una mentira, y cómo hizo penitencia de su pecado


-Caballero, hablo con vos.
Si porque encubierto estoy...
-Si decir algo tenéis,
descubrid...


(El trovador)


Largo tiempo duraron los gritos y el entusiasmo, sin que volvieran a decir cosa que merezca repetirse letra a letra Maniferro ni don Ramiro.

Maniferro, que al parecer quería tomarse tiempo para meditar sobre el pacto gravísimo de que trataban, principalmente habló del castigo de los ricoshombres aragoneses; y afirmó que al día siguiente sabría ya lo que decía de la buena alianza que se le preparaba el buen conde de Barcelona. A don Ramiro le contentaron mucho estas noticias, y aseguró también, a medias palabras, que el rey de Aragón sabría y aceptaría, antes de mucho, el medio que se le ofrecía de dejar bien amparada a su hija cuando él se retirase al monasterio.

Luego el sueño, esa divinidad inexorable que así apaga los gustos como los dolores del alma, comenzó a cerrar todos los ojos, y al abrigo de las calientes brasas todas las frentes se inclinaron, todos los cuerpos entraron momentáneamente en la inmovilidad ordinaria de la materia.

Sin embargo, no dejaba de oírse por dondequiera ese rumor vago que al parecer señala la lucha del espíritu vivo con la materia amortecida; ruido lento, desagradable las más veces, rápido y doliente algunas. Y a medida que avanzaron las horas, fueron cesando con el triunfo completo de la materia los sonidos desagradables; pero, cosa extraña, se aumentaron sobre manera los suspiros, los ayes de dolor; que ayes y suspiros eran, con efecto, lo que se oía.

Muy solo debía de estar en sus sentimientos quien así suspiraba y gemía cuando al paso de su dolor iba en aumento, aumentábase a la par en los otros el reposo del sueño. Y ni una voz respondía a su voz, ni un suspiro a sus suspiros, ni un ay a sus ayes.

Aquella gente era, a la verdad, muy torpe, o estaba muy segura de sí misma, de su prontitud en el despertar, y de su instinto, porque ello es que no había dejado guardia ni atalaya mientras dormía, como suele decirse, a pierna suelta.

Y, sin embargo, una hora antes de amanecer, cuando más cerrada parecía la noche, se vio surgir, del lado de donde habían salido hasta allí los suspiros, un bulto negro, negrísimo; no quizá porque él lo fuese, sino porque así lo parecía con las tinieblas. Andaba perezosamente como quien teme hacer ruido; y poco a poco vino a colocarse al borde del barranco, pareciendo como que se sentaba, según lo que disminuyó de pronto su estatura.

¿Quién sería el que ya a tales horas dejaba el sueño para entregarse a la vigilia o la meditación?

Enemigo no era, porque solo, ¿cómo había de emprender cosa alguna contra aquel tropel de hombres feroces?

Trajinante no era tampoco, porque los escasos que había por entonces, ni solían caminar a tales horas, ni meterse en tan escabrosos y apartados lugares como aquel era.

¿Quién sería, pues? No hay que dudarlo: era el rey don Ramiro. Ni Maniferro, ni Aznar, ni los demás almogávares parecían hombres de cambiar el sueño por la vigilia o el amor de las brasas, por la fría y escueta orilla de aquel barranco. Era, como decimos, y no podía ser otro, el rey don Ramiro.

Y como desde entonces los ayes y suspiros se oyeron constantemente a la orilla del barranco, no hay que dudar tampoco en que él fuese antes quien suspiraba y gemía.

Ya habrán sospechado esto, sin duda alguna, nuestros discretos lectores.

Sentado unas veces, otras acaso arrodillado, ora alzando los ojos y los brazos al cielo, ora inclinándolos al precipicio, se estuvo allí por algún espacio de tiempo, hasta que, levantándose de nuevo, se llegó a uno de los almogávares dormidos, y tocándole suavemente en la cabeza, le dijo:

-Aznar, Aznar, despierta y vente aquí conmigo, que tengo necesidad de tu compañía. Despierta, despierta.

El almogávar se alzó como un relámpago, y siguió a don Ramiro al lugar mismo donde estaba antes.

-Siéntate, hijo mío -le dijo al llegar allí don Ramiro.

Y el almogávar obedeció también sin decir palabra.

-¡Qué poco amor me tienes, hijo Aznar! -continuó don Ramiro-. Ves que me condeno, que me ardo vivo, y me dejas, y me empujas en el camino de la perdición. ¿No te está pesando en el alma lo que yo ha hecho esta noche? ¿Tan mal me quieres que te echas a dormir tranquilo, después de haber presenciado mi grandísimo yerro? ¡Ay, yo no he podido pegar los ojos en toda la noche!

-Pero, señor -dijo Aznar-, ¿yerro llamáis lo que habéis hecho? ¿Yerro esta hermosa unión de Aragón y Cataluña? A mí me ha costado trabajo dormirme por la primera vez de mi vida; pero no ha sido sino con el pensar que seremos todos unos en adelante los hijos de la montaña. Hemos nacido, lo mismo unos que otros, en los agujeros de las peñas; comemos y bebemos de lo que las peñas dan; morimos, tarde o temprano, sobre las peñas, al golpe del hierro enemigo. ¿Por qué ha de haber quien nos separe y quien nos dé distintos nombres, de catalanes a los unos, a los otros de aragoneses? ¿Por qué estos riscos han de ser enemigos unos de otros, flotando una bandera en aquellos y otra en estos? ¿No hay bastante tierra llana que tener por enemiga, y mares por donde ir a buscar más contrarios cuando se acaben estos que ahora tenemos enfrente?

-Loco estás, hijo mío -dijo el rey-. ¿Quién habla aquí de tal unión o alianza, o como se llame; ni cómo podría ocupar su ánimo en eso un pobre pecador como yo, a quien no le deja un momento tranquilo Satanás, ni le permite con sus tentaciones que haga pura y salva su alma?

A decir verdad, el almogávar era quien sospechaba de su señor que estuviese loco, y eso que no había visto locos jamás, ni sabia de ellos sino de oídas, porque no es la de la mente enfermedad que padecer suelan los hijos de la montaña y de la guerra. Pero era tan extraño lo que decía don Ramiro, que Aznar, aunque ignorantísimo, no rudo, comprendió que una perturbación profunda, que un doloroso desarreglo afligía aquel cerebro, combatido por las más vivas y tenaces de las pasiones, la del amor y la de la religión; amor a su mujer, a su hija; espíritu religioso, que era ya escrúpulo, cavilación, insania.

No obstante, como no era la primera vez que le hablase de este extraño modo, Aznar ya sabía bien que para calmarle no había más que llevarle hasta cierto punto la corriente, y eso hizo ahora.

-Señor -le dijo-, ¿qué nueva pena es esta que os aqueja; qué nueva desdicha es esta que Dios ha enviado sobre vos?

-¡Que no hayas caído en ello! -respondió don Ramiro-. ¿No oíste cómo poco a poco se fue deslizando la lengua de ese atrevido caballero, hasta ponerme en trance de tener que decir quién yo era, o tener que declarar que era otro que soy? Largo tiempo estuve entre dos aguas, hablando de las desdichas de don Ramiro y del rey de Aragón; y cierto que hasta entonces no mentía, porque las desdichas verdaderas son, y no preguntándome nadie quién yo era, no tenía por qué decirlo, ni menos descubrir que era yo el mismo rey de quien hablaba. Pero ¡ay!, que al fin de la conversación no fue ya posible mantener mi buena traza, y el atrevido caballero me obligó a decir que éramos dos: uno el rey de quien hablaba, otro yo, que hablaba cosas, como sabes, de manifiesta mentira. Y lo más malo es que aquí no cabe error de mi parte, ni del que llaman vencible, ni del que apellidan invencible, porque harto bien sé yo que somos uno..., uno, y no más, yo y don Ramiro.

-Señor, cuando otra vez, según creo, de esto me hablasteis, ya os dije que no se me alcanzaban tales delgadeces como las que me proponíais; yo por mentira tenía y hubiera tenido lo uno y lo otro, y tanto me pareció que mentíais al principio como al fin de la plática.

-Pues te engañaste, Aznar; no permita Dios que yo mienta por tanto espacio de tiempo jamás; ha sido una sola mentira, una sola, y aun esa no le puedo más llevar sobre mí.

-No os aflijáis, señor -dijo Aznar-; pecado es la mentira que perdona el confesor fácilmente. Yo he echado más de ciento, y todas me las han perdonado los beneficiados de Jaca; y eso que son tan feos como cualesquiera otros, y no los habrá quizá que tengan más temerosa la cara.

-Cualquier confesor -contestó don Ramiro- tiene ya hartas cosas que perdonarme, y no osaría yo llegar a él con este nuevo pecado encima. ¿Quién sabe si se arrepentiría de haberme ofrecido la absolución?

-Pero en suma, señor, ¿qué hemos de hacer? ¿Cómo habéis de remediar ahora este nuevo pecado?

Los lazos del respeto sujetaban apenas la impaciencia natural del almogávar; no podía ya contenerse.

-Eres más discreto de lo que ofrecen tus años y condición, hijo mío. Ya veo que aciertas en mi propósito; que sabes que quiero remediar el pecado ahora mismo -continuó el rey.

-Pero ¿y el cómo? Esto es lo que a mí no se me ocurre -dijo Aznar.

-Facilísimo es, hijo; vete y despierta a ese buen caballero, y traetelo por acá, donde yo le declare que le he tenido malamente engañado, y que yo no soy otro que el desdichado don Ramiro, rey por fuerza de Aragón, y tan a costa suya y de su alma.

-Y ¿no teméis ya poner en manos de un extranjero, para vos y para mí propio desconocido aún, la vida vuestra?

-Sí, cierto, lo temo.

-Y ¿cómo temiéndolo no aguardáis a que nos hallemos en tanto número vuestros vasallos, que podáis desafiar cualquier alevosía? Dentro de pocas horas será tiempo; porque no bien nos alumbre el día, comenzarán a bajar almogávares de la montaña.

-Es que ni una hora más puedo yo aguardar con este nuevo pecado.

-¿Queréis, pues, arriesgar vuestra vida?

-No, no quiero arriesgarla; pero no quiero tampoco permanecer con el peso de la mentira; no sé qué hacerme; me vuelves loco, Aznar... Mira, corre y avísale a ese caballero, que aquí espero; suceda lo que suceda, he de decirle quién soy.

El almogávar obedeció, contra su costumbre, perezosamente.

Y entre tanto, a más andar, se venía la alborada. Las celebradas nubes de rosicler, y los mil y mil veces cantados, que no cantadores pajarillos del monte, comenzaron a saltar de peña en peña. Los almogávares, dejando ya el suelo, se dieron a sus ordinarias ocupaciones. Algunos de ellos, que traían arcos y flechas, se entretenían en tirar a las liebres y a las palomas que acertaban a cruzar por aquellos barrancos; otros muchos buscaban hierbas gustosas o caracoles entre las rocas; este afilaba sus armas, aquel repasaba un tanto el destrozo de sus vestidos; ninguno estaba ocioso en la paz. Y al modo que Aznar había previsto, veíanse ya llegar, ora por este, ora por el otro lado, turbas de almogávares no menos desharrapados que los que allí había, trayendo algunos sus mujeres, y estas sus pequeñuelos consigo. Mujeres haraposas y tostadas por el sol y la lluvia, que apenas habían dejado en ellas belleza alguna; hijos que, en la robustez y dureza de sus formas, ya indicaban estar criados para el mismo ejercicio de sus padres.

Y a la verdad, gavilla de forajidos, aduar de gitanos, tropel de mendigos, todo parecía aquella gente menos ejército o corte del poderoso rey de Aragón. Y, sin embargo, Dios cifraba en tal corte mayores y más gloriosos destinos que en la espléndida de Huesca. En aquellos desnudos campeones ya descansaban, como sabemos, una grande idea y una gran causa.

Echábase de menos una cosa, y era que la idea comenzase a ser probable, que viniese a ser cuando menos un hecho verosímil. Porque, a la verdad, ¿quién era Maniferro para ofrecer a la princesa de Aragón la mano y la espada del conde de Barcelona? ¿Qué esperanzas podía haber aún de verdadero pacto cuando ninguno de los contratantes había mostrado autoridad o poder para ajustarlos, y hasta allí no tenía otra consistencia sino la palabra de dos caballeros particulares, por más que fuesen ellos resueltos y valerosos a maravilla? ¿No se ha dicho en todos los siglos que hay siempre menor distancia del comienzo al fin de una obra que del propósito al principio?

Muchos eran los almogávares viejos que tal decían o pensaban, siendo cierto que la edad suple siempre a la malicia, ya que la malicia no supla a la edad siempre. Y corriendo la desconsolada voz de unos en otros, dudaban ya los más que hubiese nada de verdad en lo acordado la noche anterior, cuando don Ramiro, que en breve rato había que estaba departiendo con Maniferro y Aznar, dijo en voz alta:

-¿Recordáis todo eso? Pues sabed que no soy lo que pensáis, que os he engañado y he engañado a todos estos fieles almogávares contra lo que ordena la ley de Cristo. Bien podéis perdonarme, porque yo no soy un caballero particular, como he dicho, sino que soy don Ramiro, don Ramiro II, rey de Aragón.

-Y yo don Berenguer IV, conde y señor de Barcelona -contestó al punto Maniferro con jovial acento y continente-. No nos debemos nada, supuesto que los dos nos estábamos engañando. Ahora falta sólo que juremos nuestro pacto sobre la cruz de esta espada, que es nada menos que la misma con que el bendito San Martín partió su capa -y ambos hicieron a la par, y muy devotamente, el juramento.

Al oír y ver esto, los almogávares prorrumpieron en inauditos vivas, señalándose principalmente Aznar y el buen escudero Pedro de Fivallé, que, puesto a un lado del laúd. gritaba, saltaba y ofrecía en toda su persona grandísimas muestras de entusiasmo. En todos era igual la esperanza. Ninguno dudaba que fuese verdadero pacto el de la noche anterior, y que hiciesen una sola nación en adelante los poderosos estados de Aragón y Cataluña.

Y ya en esto un rayo de sol vino a posarse en el pico más alto de la sierra. Era completamente de día.

Fivallé, Yussuf y Assaleh, enjaezaban el caballo de don Berenguer y los suyos propios, que habían pasado la noche sueltos, a su placer, por el monte. Aznar enjaezó en un momento el de don Ramiro. Todo indicaba que fuesen a partir juntos en aquel instante. Y era tiempo, en verdad, si no había de rendir al más paciente de los lectores la larga y varia relación de los últimos capítulos.