La cara de Ana: El convento

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La cara de Ana (1930) de Felisberto Hernández
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El convento
​El convento​ de Felisberto Hernández
A Alfredo y Esther Cáceres


Cuando hacía cuatro meses que estaba en una ciudad, ya había dado algunos conciertos y era conocido. Entonces me invitaron a una audición que se realizó en un convento. Me recibió una monja y me preguntó cómo me llamaba; el ambiente me predispuso a distraerme y dije mi nombre muy despacio y entre dientes, pero ella lo entendió muy bien porque suponía que yo fuera ése. Me senté en el salón ante la mirada de todos y sin atreverme a pensar en nada. Empecé a tantear todo con los ojos y con los oídos como cuando era niño, pero más que yo tantear las cosas, ellas pasaban por mi tacto. Los comentarios de las mamás y conocidos de las niñas que ejecutarían, no hacían el barullo que yo hubiera supuesto: eran fugas de voces muy bajas. Estaba distraído de una manera especial: si me hablaban podía responder alguna palabra, pero sin perder el sentido distraído de las cosas. Entonces, de la misma manera que sentía los asuntos de destino en que estaban juntos y de pronto se encontraban el dolor terrible y las cosas sin sentido, así sentía yo el pequeño escenario del convento: la decoración tan pronto representaba un bosque con árboles como una habitación con muebles y moñitas. Además había dos pianos. Delante del escenario, dos escaleritas por donde subían las niñas que tocaban. Había un gran espacio desde el escenario a la primera hilera de sillas. En la mitad de la hilera tres frailes con una mesa por delante. Yo estaba sentado cerca de los frailes. A la derecha, en ángulo recto con nosotros y tocando la pared, tres monjas con otra mesa delante. De ahí hasta el escenario, dos bancos con niñas uniformadas. A la izquierda otros dos bancos con niñas. Ese espacio que rodeaban las niñas y nosotros tenía mucho carácter. Yo había empezado a suponerme cómo sería el efecto de todo eso para las personas que lo habían dispuesto así. Seguramente que habrían dado lo mejor de ellas y habrían tenido momentos de emoción al ocurrírseles y al haberlo realizado. También habrían visto la imperfección de algunas cosas y sabrían que los demás también lo verían, pero tendrían que perdonarlo porque si el interés no estaba allí estaría en otro lado. Todo eso era convencional; esa convicción tendría que ser tan general y tendrían que contribuir todos a entenderlo con tanta naturalidad, como cuando entre dos actores que hablan al público en voz alta, uno expone un proyecto en contra del otro. Se sabe que si lo oye el público, con más facilidad lo oiría el otro pero es convencional suponerse que el otro no lo oye. Yo empezaba a suponerme el poemita que sentirían los que contribuyeron a todo aquello. Me sentía con una rarísima y sincera inferioridad al ambiente. Tenía un asombro agradable ante lo que no alcanzaba a entender totalmente y presentía extraordinario. Además hacía un rato que sentía hablar muy cerca de la niña que era “célebre” entre todas. La célebre era la mayor y casi una señorita. Empecé a sentir impaciencia porque tocaran todas, para que después tocara aquélla. Esperaba ese momento con una curiosidad sencilla y alegre. La célebre tenía un encanto extraño al confundirse con las demás; además de estar uniformada no estaba sentada ni en la punta ni en el centro del banco. La hermana superiora tocó un timbre y dos de las niñas se levantaron al mismo tiempo: una de un banco de la izquierda y otra de la derecha; subieron por una escalerita; cuando estuvieron arriba se dieron vuelta, hicieron una cortesía a los frailes y se fueron a sentar en el mismo piano; enseguida se hicieron una seña, empezaron a tocar una piecita a cuatro manos y a contar los tiempos en voz alta. Todo eso era muy distinto de la vida común y al mismo tiempo parecía que fuera de los momentos que yo no conocía de la vida común, pero por los que tendrían que pasar todas las niñas. Y entonces sentía algo tan respetable como sentiría al principio de una enfermedad o de un dolor: cada niña al hacer su cortesía quería hacerla con gracia y ser agradable; ahí empezaba a mostrar el principio de su estilo como actriz de la vida, y a lo mejor, la que tenía menos gracia, la que su estilo no coincidía con mi placer, un día sería extraordinaria y asombraría al mundo. Había algunas que al tocar me hacían sugerir un misterio rudo y torpe que no tenía nada que ver con el esfuerzo que hacían para no equivocarse. Me había ocurrido lo mismo una vez que vi comer a un negro forzudo: parecía que el movimiento de las mandíbulas y de los músculos de la cara le excitara un silencio de pensamientos torpes y misteriosos. Después tocó la célebre: era la más adelantada, tocaba con más naturalidad que las demás y del espíritu de sus movimientos y de su personita surgía un encanto parecido a su posición en el banco: no era en ninguna de las puntas ni en el centro.

Cuando se fue toda la gente, las monjas y las discípulas me pidieron que tocara; cuando me senté en el piano y me di cuenta que estaba distraído, me empecé a llamar con todas las fuerzas como si quisiera despertar de un sueño; cuando había tocado un rato y estaba completamente en mí, les miré la cara a todas y no tenían la atención tan dispersa como antes: ahora me atendían concretamente a mí, ahora ellas me observaban el misterio a mí. Cuando vi a la célebre muy de cerca me pareció distinta; cuando pedí el sombrero para irme, ella fue corriendo primero y me lo trajo; cuando me miró ofreciéndomelo descubrí que tenía un encanto distinto al que le había visto antes.

El convento