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La ciudad de Dios/XIX

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Libro Decimonoveno

Fines De Las Dos Ciudades


CAPÍTULO PRIMERO. Que en la cuestión que ventilaron los filósofos sobre el último fin de los bienes y de los males, halló Marco Varrón doscientas ochenta y ocho sectas y opiniones
CAPÍTULO II. De cómo dejando a un lado todas las diferencias, que no son sectas, sino cuestiones, llega Varrón a las tres definiciones del sumo bien, entre las cuales le parece que se debe escoger una
CAPÍTULO III. Entre las tres sectas Que tratan de la inquisición del sumo bien del hombre, cuál sea la que define Varrón que se ha de escoger, siguiendo el parecer de la Academia antigua, según Antíoco
CAPÍTULO IV. ¿Qué opinan los cristianos del sumo bien y del sumo mal?
CAPÍTULO V. Cómo a la vida social y política, aunque es la que particularmente del desearse, de ordinario la trastorna muchos trabajos, encuentros e inconvenientes
CAPÍTULO VI. Del error en los actos judiciales de los hombres, cuando está oculta la verdad
CAPÍTULO VII. De la diversidad de lenguas, que dificulta las relaciones entre los hombres, y de la miseria de las guerras, aun de las que se llaman justas
CAPÍTULO VIII. Cómo la amistad de los buenos no puede ser segura, mientras sea necesario temer los peligros de esta vida
CAPÍTULO IX. Cómo la amistad de los ángeles buenos no puede ser manifiesta a hombres de este mundo por los engaños de los demonios
CAPÍTULO X. Del fruto que les está aparejado a los santos por haber vencido las tentaciones de esta vida
CAPÍTULO XI. Cómo en la bienaventuranza de la paz eterna tienen los santos su fin esto la verdadera perfección
CAPÍTULO XII. Cómo los hombres, aun con el crudo rigor de la guerra y todos los desasosiegos e inquietudes, desean llegar al fin de la paz sin cuyo apetito no se halla cosa alguna natural
CAPÍTULO XIII. De la paz universal, la cual, según las leyes naturales, no puede ser turbada hasta que por disposición del justo Juez alcance cada uno lo que por su voluntad mereció
CAPÍTULO XIV. El orden y las leyes divinas y humanas tienen por único objeto el bien de la paz
CAPÍTULO XV. De la libertad natural y de, la servidumbre, cuya primera causa es pecado, por lo cual el hombre que de perversa voluntad, aunque no sea esclavo de otro hombre, lo es de su propio apetito
CAPÍTULO XVI. De cómo debe ser justo y benigno el mando y gobierno de los señores
CAPÍTULO XVII. Por qué la Ciudad celestial viene a estar en paz con la Ciudad terrena y por qué en discordia
CAPÍTULO XVIII. La duda que la nueva Academia pone en todo es contraria a la certidumbre y constancia de la fe cristiana
CAPÍTULO XIX. Del hábito y costumbres del pueblo cristiano
CAPÍTULO XX. Que los ciudadanos de la ciudad de los santos, en esta vida temporal, son bienaventurados en la esperanza
CAPÍTULO XXI. Si conforme a las definiciones de Escipión, que trae Cicerón en su diálogo, hubo jamás república romana
CAPÍTULO XXII. Si es el verdadero Dios aquel a quien sirven los cristianos, a quien sólo se debe sacrificar
CAPÍTULO XXIII. Las respuestas. que refiere Porfirio dieron de Cristo los oráculos de los dioses
CAPÍTULO XXIV. Con qué definición se pueden llamar legítimamente, no sólo los romanos, sino también los otros reinos, pueblo y república
CAPÍTULO XXV. Que no puede haber, verdadera virtud donde no hay verdadera religión
CAPÍTULO XXVI. De la paz que tiene el pueblo que no conoce a Dios de la cual se sirve el pueblo de Dios, mientras peregrina en este mundo
CAPÍTULO XXVII. De la paz que tienen los que sirven a Dios, cuya perfecta tranquilidad se puede con, seguir en esta vida temporal
CAPÍTULO XXVIII. Qué fin han de tener los impíos


CAPÍTULO PRIMERO. Que en la cuestión que ventilaron los filósofos sobre el último fin de los bienes y de los males, halló Marco Varrón doscientas ochenta y ocho sectas y opiniones

Por cuanto advierto que me resta tratar de los correspondientes fines de una y otra ciudad, de la terrena y de la celestial, declararé en primer lugar (cuanto fuere necesario para finalizar esta obra) los argumentos con que han procurado los hombres constituirse la bienaventuranza en la desventura de la vida presente; para que se eche de ver cuánto se diferencia de sus vanidades ilusorias la esperanza que nos ha dado Dios; y la misma cosa, esto es, la bienaventuranza que nos ha de dar; no sólo con la autoridad divina, sino también con la razón, cual puede hacerse, por causa de los infieles.
De los últimos fines de los bienes y de los males han disputado los filósofos muchas y muy diferentes cosas; y ventilando esta cuestión con particular empeño, lo que han pretendido es hallar qué es lo que hace al hombre bienaventurado. Aquél es el fin de nuestro bien, que nos impulsa a desear las demás cosas, y a él por sí mismo; y es el fin del mallo que nos excita a evitar y huir los demás males, y a él por sí mismo. Así que llamamos ahora fin del bien, no aquel con que fenece y acaba de forma que desaparezca, sino con que se perfecciona, de manera que esté completo; y fin del mal, no aquel con que deja de ser, sino aquel hasta donde llega causándonos daño. Son, pues, los fines el sumo bien y el sumo mal.
Para hallar éstos y para conseguir en esta vida el sumo bien y huir del sumo mal, trabajaron infinito, como insinué, los que, en la vanidad lisonjera del siglo, profesaron el estudio de la sabiduría a los cuales, sin embargo, aunque errados por diferentes motivos, no permitió la verdadera senda y luz del camino de la verdad, que no pusiesen los fines de los bienes y de los, males, unos en el alma, otros en el cuerpo y otros en el alma y en el cuerpo. Y en ésta, que es como una división capital de tres sectas generales, Marco Varrón, en el libro de la filosofía, habiéndola examinado con exactitud y agudeza, descubrió tanta variedad de opiniones, que sin dificultad alguna de solas tres llegó a subir al número de doscientas ochenta y ocho sectas, no que efectivamente hubiese ya, sino que pudiera haber, estableciendo ciertas diferencias.
Y para manifestar este punto con la posible brevedad, conviene dar principio por lo mismo que advierte y pone en el libro citado, diciendo: que son cuatro las cosas que naturalmente apetecen los hombres, sin que para ello sea necesario el auxilio de maestro, ni favor de doctrina alguna, ni industria o arte de vivir, que se llama virtud, y que sin dudase aprende; a saber: el deleite con que se mueve gustosamente el sentido sensual del cuerpo; la quietud con que uno está libre de las molestias del cuerpo; la una y la otra, a lo cual Epicuro llama y comprende bajo el solo nombre de deleite; y los principios de la naturaleza, donde se hallan estas cualidades y otras, en el cuerpo; como la integridad de los miembros, salud y perfecta disposición corporal; y en el alma: como las perfecciones que se descubren grandes o pequeñas en los ingenios de los hombres.
Estas cuatro cualidades, el deleite, la quietud, ambas juntas, y los principios de la naturaleza de tal manera se hallan en nosotros, que la virtud (la cual después ingiere y planta en nosotros la doctrina) o debe apetecerse por estas cosas, o éstas por la virtud, o lo uno y lo otro por sí mismo; y, por consiguiente, nacen ya de aquí dos sectas: porque de esta conformidad cada una se multiplica tres veces, lo cual, puesto por ejemplo en uno, no será difícil hallarlo en los demás.
Según el deleite del cuerpo se sujete, o se aventaje, o se una a, la virtud del alma, constituye tres diferencias de sectas. Sujétese a la virtud cuando se toma para el uso de la misma virtud. Porque al oficio de la virtud pertenece el vivir para la patria y el engendrar hijos por amor a la patria, y ni lo uno ni lo otro puede hacerse sin el deleite corporal, pues sin él ni se come ni se bebe para vivir, ni se engendra para propagar la especie. Cuando supera a la virtud, el deleite se apetece por sí mismo, y, la virtud parece que debe tomarse’ por el deleite, esto es que no practique gestión alguna la virtud, sino para conseguir o conservar el deleite del cuerpo, que es una vida sin duda torpe y deforme, porque, en efecto, la virtud viene a servir al deleite como a su señor, y en tal caso no debe llamarse virtud. Esta abominable torpeza no dejó de tener algunos filósofos por patronos y defensores. Juntase el deleite a la virtud cuando no se apetecen el uno por el otro, sino que ambas cualidades se apetecen por sí mismas.
De igual manera que el deleite, según esté sujeto, o aventajado, o unido a la virtud, o ésta y el deleite, o los principios de la, naturaleza; pues conforme a la variedad de las opiniones humanas, a veces se sujetan a la virtud, a veces se aventajan y a veces se juntan, y de este modo se llega a completar el número de doce sectas.
Este número viene a doblarse también poniéndole una diferencia, a saber: el vivir en sociedad, porque cualquiera que sigue alguna de estas doce sectas, sin duda que lo hace por sí solo, o también por amor a su socio, a quien debe desear lo que apetece para sí. Por lo cual serán doce los que opinan que se debe poseer cada una sólo por amor de sí mismo; y otras doce las de aquellos que no sólo por amor de sí creen que debe filosofarse de esta o de otra manera, sino también por amor de los otros, cuyo bien apetecen como el suyo.
Estas veinticuatro sectas se doblan añadiéndoles otra diferencia de los nuevos académicos, con lo cual vienen a ser cuarenta y ocho. Porque cualquiera de las veinticuatro sectas puede uno tenerla y defenderla como cierta (cual defendieron los estoicos que el bien del hombre con que era bienaventurado, consistía principalmente en la virtud del ánimo); y otro, como incierta, como lo defendieron los nuevos académicos, quienes no teniéndolo por cierto, sin embargo, les pareció verosímil. Resultan, pues, cuarenta y ocho sectas, veinticuatro de los que imaginan que deben seguirse como ciertas, y otras veinticuatro de los que piensan que se deben adoptar por verosímiles.
Además, cualquiera de estas cuarenta y ocho sectas puede uno seguirlas con el hábito y traje de los demás filósofos, y otro con el hábito de los cínicos, y por esta diferencia se duplican y componen noventa y seis.
También porque cada Una de estas sectas las pueden defender y seguir los hombres, de modo que unos prefieren la vida ociosa, como los que quisieron y pudieron entregarse a los estudios de las letras; otros la vida de negocios, como los que, aunque filosofaban, vivieron muy ocupados en la administración de la república, y en la dirección de los negocios humanos, y otros la quieren sazonada con ambas cosas, como los que gastaron a veces el tiempo de su vida, parte en la ocupación de las ciencias y de la erudición, y parte en el negocio más necesario; por estas diferencias también se puede triplicar el número de estas sectas y llegar a doscientas ochenta y ocho.
He insertado esto aquí, tomándolo del libro de Varrón, con la mayor brevedad y claridad que he podido, explicando su sentir con palabras mías. Después de refutar las demás, escoge una, la cual quiere que sea la de los académicos antiguos (los cuales, siguiendo la doctrina de Platón hasta llegar a Polemón, que fue el cuarto después de Platón que gobernó aquella escuela llamada Academia, quiere parezca que tuvieron sus dogmas por ciertos e, indudables, y por eso los distingue de los nuevos académicos, que todo lo tienen por incierto, cuya especie de filosofar tuvo principio en Arquesilao, sucesor de Polemón); y porque presume que aquella secta, esto es, la de los académicos antiguos, carece no sólo de duda, sino también de todo error, sería asunto largo intentar manifestarlo aquí según él lo refiere; mas no por eso es razón que lo omitamos del todo.
Primeramente, pues, echa a un lado todas las diferencias que multiplicaron el número de las sectas, las cuales quita, creyendo que no se halla en ellas el fin del sumo bien, pues le parece que no merece nombre de secta filosófica la que no se distingue de las demás en el punto principal, que es tener diferentes fines de los bienes y de los males; puesto que ningún otro impulso excita al hombre a filosofar, sino el deseo de ser bienaventurado, y lo que únicamente hace bienaventurado es sólo el fin del bien; luego ninguna otra causa hay para filosofar sino el fin del sumo bien; por lo cual, la secta que no sigue algún fin del bien, no debe llamarse secta filosófica.
Cuando, pues, se pregunta sobre la vida común y social; si debe tenerIa el sabio de forma que el sumo bien con que se hace el hombre bienaventurado le quiera procure para su amigo como para sí propio, o si todo lo que hace sólo por causa de su bienaventuranza; no se trata del sumo bien, sino se trata de tomar o no tomar compañía para la participación de este bien, no por sí mismo, sino por ]a misma compañía, por complacerse del bien del compañero como de un bien propio.
Y asimismo, cuando se pregunta sobre los nuevos académicos, que lo tienen todo por incierto, si deben tenerse por inciertas las materias en que se debe filosofar; o como han querido otros filósofos, si las debemos tener por ciertas, no se pregunta qué es lo que se debe perseguir para alcanzar el fin del sumo bien, sino más bien se pregunta sobre la verdad del mismo bien, que se parece debe perseguirse: si se debe dudar si es bien o no es bien; esto es, por decido más claro, si se debe adoptar, de manera que el que lo sigue diga que es verdadero, o más bien afirme que le parece es verdadero, aunque acaso sea falso, con tal que el uno y el otro sigan un mismo bien.
Tampoco en la diferencia que nace del hábito y costumbres de los cínicos se pregunta cuál sea el fin del bien, sino si en aquel hábito y costumbres debe vivir el que sigue el verdadero bien, cualquiera que le parezca verdadero y que debe seguirse,
Por último, hubo algunos que aunque siguieron diferentes bienes finales, unos la virtud, otros el deleite, usaron un mismo hábito y un mismo instinto por lo que se llamaron cínicos. Y esta diferencia de los cínicos con los demás filósofos no importaba ni valía para elegir y conseguir el bien, con el cual se hiciesen bienaventurados; porque si interesara de algún modo para el presente asunto, sin duda que el mismo hábito nos obligara a seguir el mismo fin, y otro diferente no nos dejara adoptar el mismo fin.

CAPÍTULO II. De cómo dejando a un lado todas las diferencias, que no son sectas, sino cuestiones, llega Varrón a las tres definiciones del sumo bien, entre las cuales le parece que se debe escoger una

De los tres géneros de vida, es a saber, el uno ocioso, aunque no ociosamente entretenido en la contemplación e inquisición de la verdad; el otro activo en el gobierno de las cosas humanas, y el tercero templado y mezclado del uno y del otro género; cuando se pregunta cuál de éstos debepreferirse, no es la controversia sobre el sumo bien, sino más bien cuál de estos tres géneros nos causa dificultad o facilidad para alcanzar o conservar el firo del bien. Por cuanto el fin del sumo bien, luego que se llega a su pacífica posesión, al punto hace bienaventurado al pretensor; y en el ocio de las letras, o en el negocio público, o cuando alternativamente se hace lo uno y lo otro, no tan pronto es uno bienaventurado; pues muchos pueden vivir en cualquiera de uno de estos tres géneros y errar en el método de perseguir el fin del bien con que el hombre se hace bienaventurado. AsÍ que una es la cuestión sobre los fines de los bienes y de los males, que es la que constituye cada una de las sectas filosóficas, y otras son las cuestiones sobre la vida social de la duda e indecisión de los académicos, del traje y sustento de los cínicos, de los tres géneros de vida, ocioso, activo y compuesto de uno y otro, pues en ninguna de éstas se dispft!ta acerca de los fines de los bienes y de los males.
Por ello Marco Varrón, señalando estas cuatro diferencias, es a saber, de la vida social, de los académicos nuevos, de los cínicos y de estos tres géneros de vivir llevó a referir hasta doscientas ochenta y ocho sectas, y aún que haya otras semejantes que puedan añadirse, deja todas aparte porque no afectan a la cuestión del sumo bien, y ni son ni deben llamarse sectas; retrocediendo a aquellas doce, donde se pregunta cuál sea el bien esencial del hombre, con el que, consiguiéndole, es bienaventurado; para manifestar que una de ellas es la verdadera y las demás son falsas.
Porque dejando a un lado aquellos tres géneros de vida, se le quitan las dos partes, de este número, y quedan noventa y seis sectas; y apartando a otro lado la diferencia añadida por los cínicos, se reducen a la mitad, y vienen a ser cuarenta y ocho; y si quitamos lo que pusimos sobre los nuevos académicos, vendrán a quedar la mitad, esto es, veinticuatro. Y asimismo, desmembrando lo que se añadió acerca de la vida social, quedarán en doce, las sectas que esta diferencia había duplicado hasta veinticuatro. De estas doce no podemos decir cosa particular, por lo cual no debamos tenerlas por sectas, puesto que nada más, se busca en ellas que el fin de los bienes y de los males, y hallados los fines de los bienes, sin duda que, por el contrario, estarán los de los males.
Para que se vengan a formar estas doce sectas, se triplican aquellas cuatro cualidades: el deleite, la quietud, ambos juntos y los principios de la naturaleza, que llama Varrón primigenio. Porque de estas cuatro, cada una de ellas se sujeta a veces a la virtud, de modo que parece que se deben apetecer, no por sí mismas, sino por amor a la virtud; o, tras veces se aventaja, de forma que parece que la virtud y estas cualidades deben apetecerse por sí mismas, y así triplican el número cuaternario y llegan a constituir doce sectas.
De aquellas cuatro cualidades quita Varrón tres, es a saber, el deleite, la quietud y ambas juntas, no porque las repruebe, sino porque los primogénitos, o principios de la naturaleza, tienen también en sí el deleite o la quietud. ¿Qué necesidad hay de hacer tres de estas dos, es a saber, dos cuando cada una se apetece de por sÍ, el deleite o la quietud; y de la tercera cuando ambas juntas, pues los principios de la naturaleza las contienen igualmente en sí mismas, y fuera de ellas otras muchas?
Así que es de dictamen que debe tratarse con cuidado y exactitud cuál de estas tres sectas es la que se debe escoger; porque la razón recta no sufre que sea más de una la verdadera, ya se halle en estas tres o en alguna otra parte, lo cual veremos después.
Entretanto, veamos, con la brevedad y claridad que pudiéramos, cómo escoge, de estas tres, una Varrón. Porque las tres nacen cuando los principios de la naturaleza deben apetecerse por la virtud, o la virtud por los principios, o lo uno y lo otro; esto es: la virtud y los principios por sí mismos.

CAPÍTULO III. Entre las tres sectas Que tratan de la inquisición del sumo bien del hombre, cuál sea la que define Varrón que se ha de escoger, siguiendo el parecer de la Academia antigua, según Antíoco

Cuál de estas tres sectas sea la verdadera y la que se debe seguir, nos lo pretende persuadir en esta forma. Primeramente, como en hi filosofía no se busca el sumo bien del árbol, ni, de las bestias, ni de Dios, sino del hombre, le parece que se debe investigar qué cosa es el hombre, y dice que en la naturaleza del hombre hay dos cosas, cuerpo y alma, y que de estas dos, no duda que el alma es mejor y mucho más excelente; pero opina que se debe indagar si sólo el alma constituye al hombre, de forma que el cuerpo le sirva como el caballo al caballero (porque el caballero no es hombre y caballo, sino solamente hombre; pero se dice caballero porque en cierto modo tiene alguna relación con el caballo); o si es el cuerpo lo que constituye él hombre, que relacionándose con el alma, como el vaso donde se bebe, con la bebida (porque de la taza y la bebida que contiene la taza no se dice conjuntamente póculo o vaso, sino sólo de la taza, por ser acomodada para tener la bebida); o si ni el alma sola, ni solamente el cuerpo, sino juntamente lo uno y lo otro forman al hombre siendo sólo parte el alma o el cuerpo, y constando todo él de ambas entidades para que sea hombre, como a dos caballos uncidos llamamos bigas o yunta de dos caballos, de los cuales el uno, ya esté a la diestra o la siniestra, es parte de la yunta o yugada, y a ninguno de ellos, esté respecto del otro, le llamamos yunta o yugada sino a ambos juntos.
De estas tres cosas escoge la tercera, y dice que el hombre ni es el alma sola, ni sólo el cuerpo, sino juntamente el alma y el cuerpo; por lo cual añade que el sumo bien del hombre con que viene a ser bienaventurado consta de los bienes del; alma y de cuerpo. Opina, pues, que los principios de la naturaleza se deben apetecer por sí mismos; y también la misma; virtud, que nos enseña la doctrina como arte de vivir, y es, entre los bienes del alma, singular y apreciable bien Por lo cual, la virtud, esto es, el arte de vivir, luego que ha recibido lo principios de la naturaleza, que existían sin ella, y existían aun cuando le faltaba la doctrina, todas las cosas la apetece por: amor de sí misma, y juntamente se apetece a sí misma, y de todas juntas y de sí misma usa a fue de deleitarse con todas y gozar de todas más o menos, según que cada cosa entre sí es mayor o menor, pero gustando de todas y despreciando algunas menores cuando la necesidad lo pide, por alcanzar y gozar de las mayores.
La virtud de ningún modo antepone a sí ninguno de los bienes, ya sean de alma o del cuerpo, porque usa bien así de sí misma como de todos lo demás bienes que hacen al hombre bienaventurado, y donde ella no está por muchos bienes que haya, no solo bienes, ni se deben llamar bienes de aquel a quien, por usar mal de ellos no pueden ser de utilidad. Así que la vida del hombre, que participa de la virtud y de los otros bienes del alma y del cuerpo, sin los cuales no puede consistir la virtud, se dice bien aventurada Y si goza también de otros sin los cuales puede estar la virtud pocos o muchos, será más bienaventurada; y si de todos, de forma que no le falte bien alguno, ni del alma ni del cuerpo, será felicísima, porque no es la vida lo que es la virtud, pues lo que no toda vida, sino la vida sabía, es virtud. Cualquiera vida puede estar sin virtud alguna, pero la virtud no puede estar sin alguna vida.
Esto mismo puede decirse de la memoria y de la razón, y de otras cosas semejantes que haya en el hombre porque estas cosas las tiene también antes de la doctrina, y sin ellas no puede haber doctrina alguna ni, por consiguiente, virtud, porque éstas aprende y adquiere. El correr con ligereza, tener cuerpo hermoso, extraordinarias fuerzas y otras cualidades semejantes son cosas que, pudiendo la virtud hallarse sin ellas, y ellas sin la virtud, constituyen bienes; pero la virtud también ama estas prendas por respeto a sí misma, y lisa: y goza de ellas virtuosamente.
Esta vida bienaventurada, dicen asimismo ser la social o política, puesto que estima los bienes de los amigos como los suyos, y les desea a los amigos lo que a sí mismo, ya vivan en casa, como la mujer y los hijos, y todos los domésticos, o en el lugar donde tiene su casa, como es la ciudad, y son los que se llaman vecinos y ciudadanos, o en todo el orbe, como son las gentes y naciones que forman la sociedad humana, o en el mundo que se entiende por el cielo y por la tierra; defendiendo estos platónicos que los dioses, a quienes nosotros familiarmente llamamos ángeles, son amigos del hombre sabio.
También sostienen que de ningún modo debe dudarse de los fines de los bienes, ni tampoco de los fines de los males; y dicen que ésta es la diferencia que hay entre ellos y los nuevos académicos, y que nada les interesa que filosofe y raciocine cada uno sobre estos fines que tienen por verdaderos, en traje cínico o en otro cualquiera hábito u opinión. Entre los tres géneros de vida: ocioso, activo y compuesto de uno y otro, dicen que les agrada el tercero.
Esto es lo que opinaron y enseñaron los antiguos académicos, según lo afirma Varrón, siguiendo a Antioco, maestro de Cicerón y suyo, de quien intenta probar Cicerón que en muchas doctrinas pare más estoico qué antiguo académico. Pero a nosotros, que estamos más obligados a juzgar exactamente de estas materias, que a saber por grande arcano qué es lo que cada uno opinó acerca de ellas, ¿qué nos interesa su discusión?

CAPÍTULO IV. ¿Qué opinan los cristianos del sumo bien y del sumo mal?

Si nos preguntaren, pues, qué es lo que responde a cada cosa de éstas la Ciudad de Dios, y primeramente qué es lo que opina de los fines últimos de los bienes y de los males, responderemos que la vida eterna es el sumo bien y la muerte eterna el sumo mal, y que por eso, para conseguir la una y libertarse de la otra, es necesario que Vivamos bien. La Escritura dice «que el justo vive por la fe»; porque ni en la tierra vemos nuestro bien por lo cual es indispensable que, creyendo, le busquemos; ni lo que es vivir bien lo hallarnos en nosotros como producción nuestra, sino cuando, creyendo y orando nos ayuda el que no dio la fe, en que confiemos y creamos que él nos ha de favorecer.
Los que imaginaban que los fine de los bienes y de los males estabas en la vida presente, colocando el sumo bien o en cuerpo o en el alma o en ambos, y por decirlo más claro designándole o en el deleite o en la virtud, o en uno y otro, o en la quietud, o en la virtud, o en ambas, o juntamente en el deleite y quietud, o en la virtud, o en los dos, o en los principios de la naturaleza, o en la virtud; o en uno y otro, pretendieron y quisieron con extraña vanidad ser en la tierra bienaventurados. Búrlase de estos ilusos la misma verdad por medio del real Profeta, diciendo: «Sabe Dios que los discursos y pensamientos de los hombres son vanos»; o, como cita el Apóstol, este testimonio: «Sabe Dios que los discursos y raciocinios de los sabios son vanos y fútiles.»
¿Quién podrá, por más elocuente que sea, explicar y ponderar las miserias de esta vida? Cicerón las deploró como pudo en la consolación que escribió sobre la muerte de su hija, pero ¿cuánto pudo? Pues los principios que llaman naturales, ¿cuándo, dónde y de qué manera pueden tener tan buena disposición en esta vida, que no vacilen y padezcan vicisitudes bajo la inconstancia de los sucesos?
Porque ¿qué dolor contrario al deleite, qué inquietud contraria a la quietud no puede suceder en el cuerpo de un sabio? La falta o debilidad de los miembros quita la integridad al hombre, la fealdad le aja la hermosura, la flaqueza le disipa la salud, el cansancio las fuerzas, las pesadumbres la agilidad. ¿Y qué infortunio de éstos hay que no pueda hacer presa en la carne del sabio? El estado del cuerpo y también el movimiento, cuando son decentes y congruentes, se cuentan entre los principios de la naturaleza; pero ¿qué sucederá si alguna mala disposición hace temblar los miembros con extrañas convulsiones, y si el espinazo se encorva, de forma que obligue al hombre a poner las manos en el suelo, haciéndole andar en cuatro pies? ¿Acaso no estragará todo el decoro y hermosura del estado y movimiento del cuerpo?
¿Qué diremos de los bienes primogéneos, que llaman del alma, donde ponen dos principios, para comprender y percibir la verdad: el sentido y el entendimiento? ¿Cuán inútil no quedará el sentido, si llega a ser el hombre sordo y ciego? ¿Dónde irá la razón y la inteligencia, dónde la sepultarán si acaece que con alguna enfermedad se vuelve demente? Cuando los frenéticos hacen o dicen desatinos y disparates, por la mayor parte ajenos de su buena intención y loables costumbres, o, por mejor decir, contrarios del todo a su buen propósito y costumbres, si dignamente los consideramos, apenas podemos contener las lágrimas. ¿Qué diré de los endemoniados? ¿Dónde tienen escondido o sojuzgado su entendimiento cuando el espíritu maligno usa a su albedrío de su alma y de su cuerpo? ¿Quién piensa que tal desastre no le puede suceder al sabio en esta vida?
Tan defectuoso es lo que se puede percibir de verdad en esta carne mortal que según leemos en el libro de la Sabiduría, que dice las mayores verdades, «el cuerpo corruptible y esta nuestra casa de tierra grava y comprime el alma cargada de la multitud de pensamientos y cuidados». Pues el ímpetu o el apetito con que practicamos alguna acción, si es que así se dice lo que los griegos llaman ormen (ya que ponen esto también entre los bienes de los principios naturales), ¿acaso no es lo mismo con que se hacen los miserables movimientos de los dementes y las acciones a que tenemos horror y aversión cuando se pervierte el sentido y se trastorna la razón?
La misma virtud, que no se halla entre los principios naturales, puesto que viene después a introducirse en ellos con la doctrina, siendo la que se lleva la primacía entre los bienes humanos, ¿qué hace aquí sino traer una perpetua guerra con los vicios, no con los exteriores, sino con los interiores; no con los ajenos, sino con los nuestros, y particularmente aquella que se llama en griego sofrosine, que es la templanza con que se refrenan los apetitos carnales para no llevar el alma, consintiendo en ellos, a despeñarse en los vicios? Porque no deja de haber algún vicio, cuando, como dice el Apóstol, «la carne en sus deseos obra contra el espíritu», a cuyo vicio se opone la virtud, cuando, como insinúa mismo Apóstol, «el espíritu en sus deseos se opone a la carne». Porque estas dos cualidades, dice, «se contradicen una a la otra, para que no hagamos lo que deseamos»: ¿Y qué es lo que apetecemos ejecutar cuando intentamos ver el cumplimiento del fin del son bien, sino que la carne no desee contra el espíritu y que no haya en nosotros este vicio, sino acuerdo entre carne y el espíritu? Aunque así lo apetezcamos en esta vida puesto que lo podemos conseguir, a lo menos practiquemos esta loable acción con favor de Dios, y no cedamos a la carne que desea contra el espíritu, pues rindiéndose el espíritu, vamos con nuestro consentimiento a cometer pecado. De ningún modo nos persuadamos que entretanto que tuviéremos esta lucha interior hemos conseguimos la bienaventuranza, a la cual venciendo deseamos llegar. ¿Y quién has ahora ha habido tan sabio que no necesite luchar contra los apetitos y pasiones?
¿Y qué diremos de la virtud llama prudencia? Acaso con toda su vigilancia no se ocupa en diferenciar discernir los bienes de los males, para que en amar los unos y huir de los otros no se incurra en algún error? Con esto, ella misma nos testifica que estamos en los males, o los males están en nosotros; porque nos enseña que es malo consentir en el apetito carnal para pecar, y bueno resistirlo. Sin embargo, el mal, que la prudencia aconseja no consentir y la templanza rechaza, ni la prudencia ni la templan le destierran de esta vida.
La justicia, cuyo oficio primario dar a cada uno lo que es suyo (con cual mantiene en el hombre un orden justo de la naturaleza, que el alma esté sujeta a Dios y el cuerpo al alma, consiguientemente, el alma y el cuerpo a Dios), ¿acaso no muestra que todavía está trabajando en aquella obra no descansando en el fin de ella? Porque tanto menos se sujeta el alma Dios, cuando menos concibe a Dios sus pensamientos, y tanto menos sujeta la carne al alma, cuanto m desea contra el espíritu. Mientras resida en nosotros esta dolencia, este contagio, esta lesión, ¿cómo nos atreveremos a decir que estamos ya salvo? Y si no estamos aún en salvo ¿cómo seremos bienaventurados con la final bienaventuranza?
La virtud, que se llama fortaleza, en cualquiera ciencia que se hallare, es evidentísimo testigo de los males y miserias humanas, que la hacen sufrir con paciencia. Cuyos males, no sé por qué pretenden los filósofos estoicos que no son males, pues confiesan que, si fueran tan grandes que el sabio, o no pueda, o no deba tolerarlos, le imperen a darse la muerte y a salir de esta vida.
Tan particular es la ceguedad y soberbia de estos hombres que piensan que en la tierra tienen el fin del bien, y que por sí mismos se hacen bienaventurados, que el sabio entre ellos, esto es, cual ellos le pintan con admirable vanidad, aunque ciegue, ensordezca y enmudezca, y aunque le estropeen y laceren los miembros, y le atormenten con dolores, y caigan sobre él todos cuantos males pueden decirse o imaginarse, y tales trabajos que le obliguen a darse la muerte, debe llamar bienaventurada a una vida puesta entre tantos males, vida bienaventurada que, para que se acabe, busca el auxilio de la muerte.
Si es bienaventurada, vívase en ella, y si por el temor de estas calamidades se huye de ella, ¿cómo es bienaventurada? ¿Cómo no se tienen por males los que sobrepujan el bien o virtud de la fortaleza compeliéndola, no sólo a ceder y rendirse, sino a delirar, diciendo que una misma vida es bienaventurada, y persuadiendo que se debe huir de ella? ¿Quién hay tan ciego que no advierta que, si fuera feliz, no debería huirse de ella?
Pero si por el contrapeso de su flaqueza, que tanto la oprime, confiesan que se debe huir, ¿qué razón hay para que humillando la cerviz de su soberbia no la confiesen también por miserable? ¿Se mató Catón con admirable constancia, o por impaciencia? Porque no se arrojara a esta acción si no llevara con impaciencia y desagrado la victoria del César, ¿Cuál fue su fortaleza? En efecto, cedió; en efecto, se rindió; en efecto, fue tan vencida, que dejó, desamparó y huyó de la vida bienaventurada.
Y si dijeren que no era ya bienaventurada, confesarán que era miserable. ¿Cómo, pues, no eran males los que hacían la vida tan miserable y digna de huir de ella? Los que confiesan que son males, como lo confiesa los peripatéticos y los antiguos académicos, cuya secta defiende Varrón, aunque hablan con más acierto, no dejan de tener un maravilloso error; pues en es tos males, aunque sean tan graves que hayan de librarse de ellos con la muerte, dándosela a sí mismo el que lo padece, pretenden que se halla la vida bienaventurada. Males son dice, los tormentos y dolores del cuerpo, tanto peores cuándo sean mayores, y para que te libres y carezcas de ellos es necesario que huyas de esta vida. ¿De qué vida?, pregunto. De ésta dice que es afligida con tantos males. ¿Será acaso bienaventurada con estos mismo males, de los cuales dices que se debe huir, o la llamas bienaventurada porque te puedes librar de estos males, con la muerte? ¿Qué sería, pues, si por algún oculto juicio de Dios te hiciesen detener en ellos, no te permitiesen morir, nunca te dejasen sin ellos ni escapar con la muerte? Entonces por lo menos confesarías que era miserable tal vida; luego no deja de ser miserable porque presto se deja, pues cuando fuera sempiterna, también los juzgas y tienes por miserable. Así que no por que es breve, nos debe parecer que no es miseria, o lo que es más absurdo, porque es miseria breve, por eso se puede llamar bienaventuranza.
Grande es la fuerza de aquellos males que impelen al hombre, según ellos hasta al más sabio, a quitarse a sí mismo la prenda que le hace hombre, confesando ellos, y diciendo con verdad, que lo primero y más fuerte que nos exige la naturaleza es que el hombre se ame a si mismo, y, por tanto, huya naturalmente de la muerte, que sea tan amigo de sí mismo, que el ser animal y el vivir en esta conjunción y compañía del alma y del cuerpo, lo ame y sumamente lo apetezca. Grande es la fuerza de los males que vencen este instinto, con que de todos modos, con todas nuestras fuerzas huimos la muerte, y de tal manera queda vencido, que la que ya huíamos, la deseamos, y cuando no la pudiéramos haber de otra conformidad, el mismo hombre se la da a si mismo. Grande es el impulso e influencia de los males que hacen homicida a la fortaleza, si hemos de llamar fortaleza a la que de tal manera se deje vencer de los males, a la que había tomado como virtud a su cargo al hombre para regirle y ampararle, y no sólo no puede guardarle con la paciencia, sitio que se ve forzada a matarle. Y aunque es verdad que debe el sabio tolerar con paciencia la muerte, es la que le viene por otra mano que la suya; y si, según los estoicos, es compelido a dársela a sí propio, confesará que no sólo son males, sino males intolerables los que le llevan a tal extremo.
La vida a quien fatiga el peso de tan grandes y tan graves males, o está sujeta a semejantes casos, por ningún motivo se diría bienaventurada, si los hombres que lo dicen, así como vencidos de los males que les acosan, cuando se dan la muerte, ceden y se rinden a la infelicidad, así vencidos con incontrastables razones, cuando buscan la vida bienaventurada, quisiesen sujetarse y rendirse a la verdad, y no entendiesen que en esta mortalidad debían gozar del fin del sumo bien, donde las mismas virtudes que son a lo menos aquí la cosa mejor y más importante fue puede haber en el hombre, cuanto más nos ayudan contra la fuerza de los peligros, trabajos y dolores, tanto más fieles testigos son de las miserias. Porque si son verdaderas virtudes, que no pueden hallarse sino en los que hay verdadera piedad y religión, no tienen la facultad de poder hacer que no padezco los hombres, en quienes se hallan, ninguna miseria, puesto que no son mentirosas las verdaderas virtudes, para que profesen esta virtud, sino que procuran que la vida humana, la cual es indispensable que con tantos y tan graves males como hay en el siglo, sea mísera, con la esperanza del futuro siglo sea bienaventurada, así como también espera ser salva. Porque ¿cómo es bienaventurada la que no está aún salva? Por lo mismo el Apóstol San Pablo no habla de los hombres impacientes, imprudentes, intemperantes, malos e injustos, sino de los que viven según la verdadera piedad y religión, y de los que, por esta razón, las virtudes que tienen las tienen verdaderas, cuando dice: «Que nuestra salvación ha sido hasta ahora en esperanza, y la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que uno ve y lo posee, ¿cómo lo espera? Y si esperamos lo que lo vemos, con la paciencia aguardamos el cumplimiento de nuestra salvación.» Luego así como nos salvaron, o hicieron salvos, asegurándonos con la esperanza, así con la misma esperanza nos hicieron bienaventurados, y así como no tenemos en la vida presente la salvación, tampoco tenemos la bienaventuranza, sino que la esperamos en la vida futura, y esto por medio de la virtud de la paciencia, porque aquí vivimos todos entre males y trabajos, los cuales debemos sufrir con conformidad y resignación, hasta que lleguemos a la posesión de aquellos estemos bienes donde todas las cosas será de tal manera que nos den contento inefable deleite, y no habrá ya más que debamos sufrir.
Esta salud que se disfrutará en el siglo futuro será también la final bienaventuranza, cuya bienaventuranza, porque no la ven estos filósofos, no la quieren creer y procuran fabricarse para sí una vanísima felicidad con una virtud tan arrogante y soberbia como falsa y mentirosa.

CAPÍTULO V. Cómo a la vida social y política, aunque es la que particularmente del desearse, de ordinario la trastorna muchos trabajos, encuentros e inconvenientes

Lo que dicen que la vida del sabio es política y sociable, también no otros lo aprobamos y confirmamos ce más solidez que ellos. Porque ¿con esta Ciudad de Dios (sobre la cual tenemos ya entre manos el libro décimonoveno de esta obra) habría empezado, o cómo caminaría en sus progresos, o llegaría a sus debidos fin si no fuese social la vida de los santos? Pero en las miserias de la vida mortal, ¿cuántos y cuán grandes males e cierra en sí la sociedad y política humana? ¿Quién bastará a contarlos? ¿quién podrá ponderarlos?
Escuchen lo que entre sus poemas cómicos dice un hombre con sentimiento y con dolor de todos los hombres: «Me casé. ¿Qué miseria hay que no hallase en este estado? Me nacieron hijos, y en ellos tuvieron origen otros nuevos cuidados que me aquejaban.» Todos los inconvenientes que refiere el mismo Terencio que se hallan en el amor, «los agravios, sospecha enemistades, guerras y de nuevo paz», ¿no han llenado del todo la vida humana? ¿Acaso estas desventuras y suceden y se hallan ordinariamente las amistades lícitas y honestas de los amigos? ¿Por ventura no está llena ellas del todo y por todo la vida humana, en la cual experimentamos agravios, sospechas, enemistades, guerra como males ciertos? La paz la experimentamos como bien incierto y dudoso; porque no sabemos, ni la limitación de nuestras luces puede penetrar los corazones de aquellos con quienes la deseamos tener y conservar, y cuando hoy los pudiésemos conocer, sin duda no sabríamos cuáles serían mañana. ¿Quiénes son y deben ser más amigos que los que viven unidos en una misma casa y familia? Y, con todo, ¿quién está seguro de ello, habiendo sucedido tantos males por ocultas maquinaciones, traiciones y calamidades, tanto más amargas cuanto era la paz más agradable y dulce, creyéndose verdadera cuando astuta y dolosamente se fingía? Esto lastima y penetra tan intensamente los corazones de todos, que hace llorar por fuerza, y como dice Tulio: «No hay traición más secreta y oculta que la que se encubrió bajo el velo de oficio o bajo algún pretexto de amistad sincera. Porque fácilmente te podrás precaver y guardar del que es enemigo declarado; pero este mal oculto, intestino y doméstico, no sólo existe, sino que también le mortifica antes que pueda descubrirle.» Por eso también viene esta sentencia del Salvador: «Los enemigos del hombre son sus domésticos y familiares», sentencia que nos lastima extraordinariamente el corazón; pues aunque haya alguno tan fuerte que lo sufra con paciencia, o tan vigilante que se guarde con prudencia de lo que maquina contra él el amigo disimulado y fingido, sin embargo, es inevitable sienta y le aflija, si es bueno, el mal de aquellos pérfidos y traidores, cuando llega a conocer por experiencia que son tan malos, ya hayan sido siempre malos, fingiéndose buenos, ya se hayan transformado de buenos en malos, cayendo en esta maldad. Si la casa, pues, que es en los males de esta vida el común refugio y sagrado de los hombres, no está segura, ¿qué será la ciudad, la cual, cuanto es mayor tanto más llena está de pleitos y cuestiones cuando no de discordias, que suelen llegar a turbulencias muchas veces sangrientas, o a guerras civiles, de las cuales en ocasiones están libres las ciudades, pero de los peligros nunca?

CAPÍTULO VI. Del error en los actos judiciales de los hombres, cuando está oculta la verdad

¿Y qué diremos de los juicios que forman los hombres a otros hombres, juicios que no pueden faltar en las ciudades más tranquilas? Cuán miserables son y dignos de compasión, pues los que juzgan son los que no puede ver las conciencias de aquellos a quienes juzgan. Por ello muchas veces son forzados, a costa de los tormentos de testigos inocentes, a buscar la verdad de la causa que toca a otro.
Cuando sufre y padece uno por su causa y, por saber si es culpa de le atormentan, siendo inocente, sufre una pena cierta por una culpa incierta, no porque esté claro y averiguado que haya cometido tal delito, sino porque se ignora si lo ha cometido. De esto se sigue, por regla general, que la ignorancia del juez viene a ser la calamidad del inocente.
Y lo que es más intolerable y lastimoso, y más digno de ser llorado, si fuese posible, con perennes lágrimas es que atormentando el juez al delatado, por no matar con ignorancia a inocente, viene a suceder por la miseria de la ignorancia que mata atormentado e inocente, a quien primero dio tormento por no matarle inocente Porque si éste tal, conforme a la sabiduría e inteligencia de los filósofos, escogiere huir antes de esta vida que sufrir tales tormentos, confesará que cometió lo que no cometió. Condenado éste y muerto, aun no sabe el juez se quitó la vida a un culpado o a un inocente; a quien, por no matarle por ignorancia a inocente, había atormentado; y así dio tormento por descubrir la verdad a uno libre de delito, y no sabiéndola, le dio la muerte.
En semejantes densas tinieblas como estas de la vida política, pregunto: ¿se sentará en los estrados por juez un hombre sabio, o no se sentará? Seguramente se sentará, porque le obliga a ello y le trae compelido a este ministerio la política humana, y el desampararla lo tiene por acción impía y detestable. Y no tiene por acción abominable el atormentar en causas ajenas a los testigos inocentes; el que los acusados, vencidos por la fuerza del dolor, y confesando lo que no han hecho, sean castigados, siendo también inocentes y sin culpa, habiéndoseles ya atormentado primero siendo inculpables; y que, aun cuando no los condenen a muerte, por lo general, o mueran en los mismos tormentos, o vengan a morir de resultas de ellos. ¿Acaso no se observa que algunas veces, aun a los mismos que acusan, deseosos seguramente de hacer bien a la sociedad humana, porque las culpas no queden sin el debido castigo, y porque mintie1ron los testigos, y el reo se conservó valeroso en los tormentos, e inconfeso, no pudiendo probar los delitos que le acumularon, aunque se los imputaron con verdad, el juez que ignora esta circunstancia los condena?
Tantos y tan grandes males como éstos, no los tienen por pecados, por cuanto no lo hace el juez sabio con voluntad de hacer daño, sino por la necesidad fatal de no saber la verdad, y porque le impulsa la humana política dándole el ministerio peculiar de administrar la justicia. Esta es, pues, la que por lo menos llamamos miseria del hombre, cuando no sea malicia del sabio. ¿Cómo es posible que atormente a, los inocentes y castigue a los inculpados por la necesidad de no saber y precisión de juzgar, no contentándose con ser irresponsable, sino teniéndose por bienaventurado? Con cuánta más consideración y humildad, reflexionando en sí mismo, reconocerá en esta necesidad la miseria, y la aborrecerá por sí misma. Y si conoce la piedad, exclamará a Dios, diciéndole: «Líbrame, Señor, de mis necesidades.»

CAPÍTULO VII. De la diversidad de lenguas, que dificulta las relaciones entre los hombres, y de la miseria de las guerras, aun de las que se llaman justas

Después de la ciudad sigue el orbe de la tierra, adonde ponen el tercer grado de la política humana, comenzando en la casa, pasando de ésta a la ciudad y procediendo después hasta llegar al orbe de la tierra. El cual, sin duda, como un océano y abismo de aguas, cuanto es mayor, tanto más circundado está de peligros.
Adonde lo primero la diversidad de los idiomas enajena y divide al hombre del hombre, porque si en un camino se encuentran dos, de diferentes lenguas, que no se entienda el uno al otro, y no pueden pasar adelante, sino que por necesidad hayan de estar juntos, más fácilmente se acomodarán y juntarán unos animales mudos, aun de distinta especie, que no ellos, a pesar de ser hombres. Porque cuando los hombres no pueden comunicar entre sí lo que sienten, sólo por la diversidad de las lenguas, no aprovecha para que se junte la semejanza que entre sí tienen tan grande de la naturaleza; de forma que con mayor complacencia estará un hombre asociado de un perro que con un hombre extranjero.
Pero dirán que por lo mismo la mi penosa ciudad de Roma, para la conservación de la paz política en las naciones conquistadas, no sólo les obligaron a recibir el yugo, sino también su idioma, por lo cual no faltaron, sino sobraron intérpretes. Es verdad; más esto, ¿con cuántas y cuán crueles guerras, y con cuánta mortandad de hombres, y con cuánto derramamiento de sangre humana se alcanzó? Y con todo, no por ello, habiendo acabado todo esto, acabó la miseria de tantos males pues aunque no hayan faltado ni falten enemigos, como los son las naciones extranjeras, con. quienes se ha sostenido y sostiene continúa guerra, sin embargo, la misma grandeza del imperio ha producido otra especie peor de guerras, y de peor condición, es a saber, las sociales y civiles, con las cuales se destruyen más infelizmente los hombres, ya sean cuando traen guerra por conseguir la paz, ya sea porque temen que vuelva a encenderse.
Y si yo quisiese detenerme a decir como lo merece el asunto (aunque sería imposible), tantos y tan varios es tragos, tan duras e inhumanas necesidades de estos males, ¿cuándo habría de concluir con este nuestro discurso? Dirán que el sabio sólo hará la guerra justamente. Como si por lo mismo no le hubiese de pesar más, si es que se acuerda de que es hombre, la necesidad de sostener las que sean justas; porque si no fueran justificadas, no las declararía, y, por consiguiente, ninguna guerra declararía el sabio; y si la iniquidad de la parte contraria es la que da ocasión al sabio a sustentar la guerra justa, esta iniquidad debe causarle pesar, puesto que es propio de los corazones humanos compadecerse, aunque no resultara de ella necesidad alguna de guerra.
Así que todo el que considera con dolor estas calamidades tan grandes, tan horrendas, tan inhumanas, es necesario que confiese la miseria; y cualquiera que las padece, o las considera sin sentimiento de su alma, errónea y miserablemente se tiene por bienaventurado, pues ha borrado de su corazón todo sentimiento humano.

CAPÍTULO VIII. Cómo la amistad de los buenos no puede ser segura, mientras sea necesario temer los peligros de esta vida

Aunque suceda que no haya una ignorancia tan depravada, como ordinariamente ocurre en la miserable condición de esta vida, que, o tengamos por amigo al que realmente es enemigo, o por enemigo al que es amigo, ¿qué objeto hay que nos pueda consolar en esta sociedad humana, tan llena de errores y trabajos, sino la fe no fingida Y el amor que se profesan unos a otros los verdaderos y buenos amigos? A los cuales, cuantos más fueren los que tuviéremos desparramados por los pueblos, tanto más tememos les suceda algún mal de los muchos que se padecen en este siglo; porque no sólo nos da cuidado que les aflija el hambre, las guerras, las enfermedades, el cautiverio, y que en él padezcan aflicciones superiores a cuanto se pueda imaginar, sino lo que hace más amargo el temor, que se conviertan en pérfidos y malos.
Y cuando estas penalidades acaecen (que vienen a ser más en número, sin duda, cuantos más son los amigos y más esparcidos se hallan en diferentes poblaciones), y llegan a nuestra noticia, ¿quién podrá creer las angustias y quemazones de nuestro corazón, sino quien las siente por experiencia? Porque más quisiéramos oír que eran muertos; aunque tampoco oyéramos esta triste nueva sin íntimo dolor. Porque ¿cómo puede ser que la muerte de las personas, cuya vida, por los consuelos de la amistad política, nos daba contento, no nos cause especie alguna de tristeza? Lo cual quien la prohibe y quita, quite y prohiba, si puede, los coloquios y agradable trato y conversación de los amigos; ponga entredicho al vivir en amigable y estrecha sociedad; impida y destierre el afecto de todo aquello a que los hombres naturalmente tienen alguna obligación; rompa los lazos de las voluntades con una cruda insensibilidad, o parézcale que debe usar de ellos de forma que no llegue gusto alguno, ni suavidad de ellos al alma. Y si esto de ningún modo puede ser, ¿cómo no nos ha de ser amarga la muerte de aquel cuya vida nos era dulce y suave? De aquí nace una profunda melancolía, para cuyo remedio se aplican los consuelos de los cordiales amigos. Con todo, hay mal que no cure; pues cuanto más excelente sea el alma, tanto más pronto y con mayor facilidad sana en él lo que hay que sanar.
Así, pues, ya que la vida de los mortales haya de padecer aflicciones y de los, unas veces más blanda, otras más ásperamente, por las muertes de los queridos y amigos, y particularmente aquellos cuyos oficios son necesarios la política y sociedad humana, con todo, querríamos más oír o ver muertos a los que amamos, que verlos caídos apartados de la fe o buenas costumbres: esto es, que verlos muertos en alma.
De esta inmensa y fecundísima materia de males y duelos está bien llena la tierra, por lo cual, dice la Escritura: «¿Acaso no es tentación toda vida del hombre sobre la tierra? por eso dice el mismo Señor: «Infeliz del mundo por los escándalos»; y otra parte: «Por la abundancia de los pecados se resfría la caridad.» De aquí que nos demos el parabién, y nos alegremos cuando mueren los buenos amigos, y que cuando su muerte más nos entristece, nos de más cierto el consuelo, considerando que se han librado ya de los males con que en esta vida aun los buenos, o son combatidos afligidos, o desdicen de su bondad se estragan, o por lo menos de lo uno y de lo otro corren riesgo.

CAPÍTULO IX. Cómo la amistad de los ángeles buenos no puede ser manifiesta a hombres de este mundo por los engaños de los demonios

Aunque en la sociedad y comunicación que tenemos con los ángeles buenos (la cual pusieron los filósofos que opinaron que los dioses eran nuestros amigos, en el cuarto lugar. subiendo desde la tierra al mundo, para con prender en su sistema también el ciego), por ningún pretexto sostenemos que semejantes amigos nos causen tristeza, ni con su muerte, ni con desdecir de su bondad; con todo, no nos tratan con la familiaridad que los hombres (lo cual pertenece también a las miserias de esta vida), y algunas veces Satanás, según leemos, «se transfigura en ángel de luz», para tentar a los que es menester instruir, con la tentación o a los que merecen ser engañados.
Es necesaria grande misericordia de Dios: para que ninguno, cuando piensa que tiene por amigos a los ángeles buenos, no tenga por amigos fingidos a los malos demonios, que le sean enemigos, tanto más dañosos y perjudiciales cuanto son más astutos y engañosos. ¿Y quién tiene necesidad de esta particular misericordia divina sino la grande miseria humana, que está tan oprimida de la ignorancia, que fácilmente se deja engañar con la ficción de éstos?
Así, pues, los filósofos que dijeron en la impía ciudad que los dioses eran sus amigos, indudablemente encontraron y dieron en manos de los malignos demonios, a quienes toda aquella ciudad está sujeta para tener con ellos al fin la pena eterna. Porque de sus ceremonias sagradas o, por mejor decir, sacrílegas, conque creyeron que los debían reverenciar, y de sus juegos y fiestas abominables, donde celebran sus culpas y torpezas, con que se persuadieron que debían aplacarlos, siendo ellos mismos los autores de tales y tan grandes ignominias, bien claramente se puede echar de ver quiénes son los que adoran.

CAPÍTULO X. Del fruto que les está aparejado a los santos por haber vencido las tentaciones de esta vida

Ni los santos ni los fieles que adoran a un solo, verdadero y sumo Dios están seguros de los engaños y varias tentaciones, porque en este lugar propio de la flaqueza humana, y en estos días malignos, aun este cuidado y solicitud no es sin provecho, para que busquemos con más fervorosos deseos el lugar donde hay plenísima v cierta paz. Pues en él los dones de la naturaleza, esto es los que da a nuestra naturaleza el Criador de todas las naturalezas, no sólo serán buenos, sino eternos, no sólo en el alma, la cual se ha de reparar con la sabiduría sino también en el cuerpo, el cual se ha de renovar con la resurrección.
Allí las virtudes no trabajarán, ni sostendrán continuas luchas contra los vicios ni contra cualquiera género de males, sino que gozarán de la eterna paz por premio de su victoria; de modo que no la inquiete ni perturbe enemigo alguno, porque ella es la bienaventuranza final, ella el fin de la perfección, que no tiene fin que lo consuma. Pero en la tierra, aunque nos llamamos bienaventurados cuando tenemos paz (cualquiera que sea la que pueda tenerse en la buena vida), esta bienaventuranza, comparada con aquella que llamamos final, es en todas sus partes miseria.
Así que cuando los hombres mortales, en las cosas mortales, tenemos esta paz, cual aquí la puede haber, vivimos bien, de sus bienes usa bien virtud; pero cuando no la tenemos también usa la virtud de los males que el hombre padece. Pero entonces es verdadera virtud cuando todos los bienes, de que usa bien, y todo lo que hace, usando bien de los bienes y los males, y a sí misma se endereza fin adonde tendremos tal y tanta para que no la pueda haber mejor ni mayor.

CAPÍTULO XI. Cómo en la bienaventuranza de la paz eterna tienen los santos su fin esto la verdadera perfección

Podemos, pues, decir que el fin nuestros bienes es la paz, como dijimos que lo era la vida eterna, principalmente porque de la misma Ciudad Dios, de que tratamos en este tan prolijo discurso, dicen en el Salmo: «Alaba, ¡oh Jerusalén! al Señor, y tú, Sión alaba a tu Dios, porque confirmó fortificó los cerrojos de tus puertas y bendijo los hijos que están dentro de ti, el que puso a tus fines la paz porque cuando estuvieren ya confirmados los cerrojos de sus puertas, ya no entrará nadie en ella, ni tampoco nadie saldrá de ella.
Por eso, por sus fines debemos aquí entender aquella paz que queremos manifestar que es la final; pues aun nombre místico de la misma ciudad esto es, Jerusalén, como lo hemos insinuado, quiere decir visión de paz mas porque el nombre de paz también le usurpamos y acomodamos a las cosas mortales, donde sin duda no hay vida eterna, por eso quise mejor llamar al fin de esta ciudad, donde estará su sumo bien, vida eterna, que no paz. Y hablando de este fin, dice el Apóstol: «Ahora, como os ha librado Dios de la servidumbre del pecado y os ha recibido en su servicio, tenéis aquí gozáis del fruto de, vuestra justicia que es vuestra santificación, y esperáis el fin, que es la vida eterna.»
Pero por otra parte, como los que no están versados en la Sagrada Escritura por vida eterna pueden entender también la vida de los malos; o también puede tomarse por la inmortalidad del alma, que algunos filósofos admiten o, según nuestra fe, por las penas sin fin de los malos, quienes, sin duda no pueden padecer eternos tormentos, sino viviendo eternamente; al fin de esta ciudad, en la cual se llegará al sumo bien, le debemos llamar, o paz de la vida eterna, o vida eterna en la paz, para que más fácilmente lo puedan entender todos. Porque es tan singular el bien de la paz, que aun en las cosas terrenas y mortales no solemos oír cosa de mayor gusto, ni desear objeto más agradable, ni, finalmente, podemos hallar cosa mejor. Si en esto nos detenemos algún tanto, no creo seremos pesados a los lectores, así por el fin de esta ciudad de que tratamos como por la misma suavidad de la paz, que tan agradable es a todos.

CAPÍTULO XII. Cómo los hombres, aun con el crudo rigor de la guerra y todos los desasosiegos e inquietudes, desean llegar al fin de la paz sin cuyo apetito no se halla cosa alguna natural

Quien considere en cierto modo las cosas humanas y la naturaleza común, advertirá que así como no hay quien no guste de alegrarse, tampoco hay quien no guste de tener paz. Pues hasta los mismos que desean la guerra apetecen vencer, y, guerreando, llegar a una gloriosa paz. ¿Qué otra cosa es la victoria sino la sujeción de los contrarios? Lo cual conseguido, sobreviene la paz. Así que con intención de la paz se sustenta también la guerra, aun por los que ejercitan el arte de la guerra siendo generales, mandando y peleando. Por donde consta que la paz es el deseado fin de la guerra, porque todos los hombres, aun con la guerra buscan la paz, pero ninguno con la paz busca la guerra.
Hasta los que quieren perturbar la paz en que viven, no es porque aborrecen la paz, sino por tenerla a su albedrío. No quieren, pues, que deje de haber paz, sino que haya la que ellos desean.
Finalmente, aun cuando por sediciones y discordias civiles se apartan y dividen unos de otros, si con los mismos de su bando y conjuración no tienen alguna forma o especie de paz no hacen lo que pretenden. Por eso los mismos bandoleros, para turbar con más fuerza y con más seguridad suya la paz de los otros, desean la paz con sus compañeros.
Aún más: cuando alguno es tan poderoso y de tal manera huye el andar en compañía, que a ninguno se descubra, y salteando y prevaleciendo solo oprimiendo y matando los que puede roba y hace sus presas, por lo menos con aquellos que no puede matar quiere que no sepan lo que hace, tiene alguna sombra de paz. Y en su casa sin duda, procura vivir en paz con esta mujer y sus hijos, y con los demás que tiene en ella; y se linsojea y alegra de que éstos obedezcan prontamente a su voluntad; porque si no, se enoja, riñe y castiga, y aun si ve que es menester usar de rigor y crueldad, procura de este modo la paz de su casa, la cual ve que no puede haber si todos los demás en aquella doméstica compañía no están sujetos a una cabeza, que es él en su casa. Por tanto, si llegase a tener éste debajo de su sujeción servidumbre a muchos, o a una ciudad, o a una nación, de manera que le sirviesen y obedeciesen, como quisiera que le sirvieran y obedecieran en su casa, no se metiera ya como ladrón en los rincones y escondrijos, sino que como rey, a vista de todo el mundo se engrandeciera y ensalzara, permaneciendo en él la misma codicia y malicia Todos, pues, desean tener paz con los suyos, cuando quieren que vivan su albedrío; porque aun aquellos a quienes hacen la guerra, los quieren, pueden, hacer suyos, y en habiéndolo sujetado, imponerles las leyes de su paz.
Pero supongamos uno como el que nos pinta la fábula, a quien por la, misma intratable fiereza le quisieron llamar más semihombre que hombre, aunque el reino de éste era una solitaria y fiera cueva, y él, tan singular en malicia que de ella tomaron ocasión para llamarle Caco, que en griego quiere decir malo; y aunque no tenía mujer que le divirtiese con suaves y amorosas conversaciones, ni pequeños hijos con quienes poder alegrarse, ni grandes a quienes mandar, ni gozase del trato familiar y conversación de ningún amigo, ni de la de su padre Vulcano (a quien sólo en esto podemos decir que se le aventajó, y fue más dichoso; en que no engendró otro monstruo como él); y aunque a ninguno diese cosa alguna, sino a quien podía le quitase todo lo que quería; con todo, en aquella solitaria cueva, cuyo suelo, como le pintan, «siempre estaba regado de sangre fresca o recién vertida», no quería otra cosa que la paz, en la cual ninguno le molestase ni fuerza ni terror de persona alguna le turbase su quietud. Finalmente, deseaba tener paz con su cuerpo, y cuanto tenía, tanto era el bien de que gozaba, porque mandaba a sus miembros que le obedeciesen puntualmente. Y para poder aplacar su naturaleza sujeta a la muerte, que por la falta que sentía se le rebelaba, y levantaba una irresistible rebelión de hambre para dividir y desterrar el alma del cuerpo; robaba, mataba y engullía, y aunque inhumano y fiero, miraba fiera y atrozmente por la paz y tranquilidad de su vida y salud. Y así, si la paz que pretendía tener en su cueva y en sí mismo la quisiera también con los otros, ni le llamaran malo, ni monstruo, ni semihombre. Si, la forma de su cuerpo, con vomitar negro fuego, espantaba a los hombres para que huyesen y no se asociasen con él, quizá era cruel, no por codicia de hacer mal, sino por la necesidad de vivir. Pero tal hombre, o nunca le hubo, o, lo que es más creíble, no fue cual nos lo pinta la ficción poética. Porque si no cargaran tanto la mano en encarecer y exagerar la malicia de Caco, fuera poca la alabanza que le cupiera a Hércules.
Así que, como dije, más creíble es que no hubo tal hombre, o semihombre, como tampoco otras ficciones y patrañas poéticas; porque las mismas fieras crueles e indómitas, de las cuales tomó parte su, fiereza (pues también le llamaron semifiero), conservan con cierta paz su propia naturaleza y especie; juntándose unas con otras, engendrando, pariendo criando y abrigando á sus hijos, siendo las más de ellas insociables y montaraces; es decir, no como las ovejas, venados, palomas, estorninos y abejas, sino como los leones, raposas; águilas y lechuzas. Porque ¿qué tigre hay que blanda y cariñosamente no arrulle sus cachorros, y tranquilizada su fiereza, no los halague? ¿Qué milano hay, por más solitario que ande volando y rondando la caza para cebar sus unas, que no busque hembra, forme su nido, saque sus huevos, críe sus pollos y no conserve con la que es como madre de su familia la compañía doméstica con toda la paz que puede?
Cuanto más inclinado es el hombre y le conducen en cierto modo las leyes de su naturaleza a buscar la sociedad y conservar la paz en cuan está de su parte con los demás hombres, pues aun los malos sostienen guerra por la paz de los suyos; y a toda si pudiesen, los querrían hacer suya para que todos y todas las cosas si viesen a uno; y ¿de qué manera podré conseguirlo sino haciendo, o por amo o por temor que todos consientan convengan en su paz?
Así, pues, la soberbia imita perversamente a Dios, puesto que debajo de dominio divino no quiere la igualdad con sus socios, sino que gusta impone a sus aliados y compañeros el dominio suyo, en lugar del de Dios; aborreciendo la justa paz de Dios, y amando su injusta paz Sin embargo, no puede dejar de amar la paz, cualquiera que sea; porque ningún vicio hay tan opuesto a la naturaleza que cancele y borre hasta los últimos rastros y vestigios de la naturaleza.
Advierte que la paz de los malos en, comparación de la de los buenos no debe llamarla paz el que sabe estimar y anteponer lo bueno a lo malo, y lo puesto en razón a lo perverso. Y aun lo perverso, es necesario que en alguna parte, por alguna parte y con alguna parte natural, donde esta, o de que consta, esté en paz; porque de otra manera nada sería. Como si uno estuviese pendiente cabeza abajo, si duda que la situación del cuerpo y el orden natural de los miembros y articulaciones estaría invertido, porque lo que naturalmente debe estar encima está debajo, y lo que debe esta, abajo está encima, y este trastorno como turba la paz de la carne, le es molesto. Sin embargo, como el alma está en paz con su cuerpo, y mira por su salud, de aquí que se duela; si por el rigor de sus molestias desamparase al cuerpo y se ausentase de entre tanto que dura la unión y trabazón de los miembros, lo que queda no está sin cierta tranquilidad de las partes, y por eso hay todavía quien esta colgado. Cuando el cuerpo terreno inclina y tira hacia la tierra, y cuando con el lazo que está suspenso resiste entonces igualmente aspira al orden natural de su paz, y con la voz de su peso, en cierto modo pide el lugar en que poder descansar; y aunque está ya sin alma y sin sentido alguno, con todo, no se aparta del sosiego natural de su orden, ya sea cuando la tiene, ya cuando inclina y aspira a ella. Porque si le aplican medicamentos y cosas aromáticas que conserven y no dejen deshacer y corromper la forma del cuerpo muerto, todavía una cierta paz junta y acomoda las partes con las partes, y aplica e inclina toda la masa al lugar conveniente, y, por consiguiente, quieto y pacífico. Pero cuando no se pone diligencia alguna en embalsamarlo, sino que lo dejan a su curso natural, todo aquel tiempo está como peleando por la disgregación de humores cuyas exhalaciones molestan nuestros sentidos (porque esto es lo que se siente en el hedor) hasta que, combinándose con los elementos del mundo, parte por parte y paulatinamente se reduzca a la paz y sosiego de ellos. Pero en nada deroga las leyes del sumo Criador y ordenador que administra ‘y gobierna la paz del universo, pues aunque del cuerpo muerto de un animal grande nazcan animalejos pequeños, por la misma ley del Criador, todos aquellos cuerpecitos sirven en saludable paz a sus pequeñas almas. Y aunque las carnes de los muertos las coman otros animales, y se extiendan y derramen por cualquiera parte, y se junten con cualesquiera, y se conviertan y muden en cualesquiera cosa, al fin encuentran las mismas leyes difusas y derramadas por todo cuanto hay para la salud y conservación de cualquiera especie de los mortales, acomodando y pacificando cada cosa con su semejante y conveniente.

CAPÍTULO XIII. De la paz universal, la cual, según las leyes naturales, no puede ser turbada hasta que por disposición del justo Juez alcance cada uno lo que por su voluntad mereció

La paz del cuerpo es la ordenada disposición y templanza de las partes. La paz del alma irracional, la ordenada quietud de sus apetitos. La paz del alma racional, a ordenada conformidad y concordia de la parte intelectual y activa. La paz del cuerpo y del alma, la vida metódica y la salud del viviente La paz del hombre mortal y de Dios inmortal, la concorde obediencia en la fe, bajo de la ley eterna. La paz de los hombres, la ordenada concordia. La paz de la casa, la conforme uniformidad que tienen en mandar obedecer los que viven juntos. La paz de la ciudad, la ordenada concordia que tienen los ciudadanos y vecinos en ordenar y obedecer. La paz de la ciudad celestial es la ordenadísima conformísima sociedad establecida para gozar de Dios, y unos de otros en Dios. La paz de todas las cosas, la tranquilidad del orden; y el orden no es otra cosa que una disposición de cosas iguales y desiguales, que da cada una su propio lugar.
Por lo cual los miserables (que en cuanto son miserables sin duda no estarían en paz), aunque carecen de la tranquilidad del orden, donde no se halla turbación alguna; mas porque con razón y justamente son miserable tampoco en su miseria pueden este fuera del orden, aunque no unidos con los bienaventurados, sino apartados de ellos por la ley del orden. Estos miserables, aunque no están sin perturbación, donde se encuentran, están acomodados con alguna congruencia; así hay en ellos alguna tranquilidad de orden, y, por consiguiente, también alguna paz. Con todo, son miserables, porque si en cierto modo no sienten dolor, sin embargo, no se hallan en parte donde deban estar seguros y su sentir dolor. Pero más miserables son si no viven en paz con la ley que gobierna el orden natural. Cuando sienten dolor, en la parte que le sienten, se les perturba la paz; pero todavía hay paz donde ni el dolor ofende, ni la misma trabazón se disuelve.
Resulta, pues, que hay alguna vida sin dolor, pero no puede haber dolor sin alguna vida; hay alguna paz su guerra alguna, pero guerra no la puede haber sin alguna paz; no en cuanto es guerra, sino porque la guerra supone siempre hombres o naturalezas humanas que la mantienen, y ninguna naturaleza puede existir sin alguna especie de paz. Hay naturaleza sin mal alguno o en la cual no puede haber mal alguno, pero no hay naturaleza sin bien alguno. Por lo cual, ni siquiera la naturaleza del mismo demonio, en cuanto es naturaleza, es cosa mala, sino que la perversidad la hace mala. No perseveró en la verdad; pero no escapó del juicio y castigo de la misma verdad, porque no quedó en la tranquilidad del orden, ni tampoco. escapó de la potestad del sabio Ordenador. El bien de Dios, que tiene él, en la naturaleza, no le exime y saca del poder de la justicia de Dios, con que le dispone y ordena en la pena; ni Dios allí aborrece o persigue, el bien que crió, sino el mal que el demonio cometió. Porque no quita del todo lo que concedió a la naturaleza, sino que quita algo y deja algo, para que haya quien se duela de lo que se quita. Y el mismo dolor es testigo del bien que se quita y del bien que se deja Pues si no hubiera quedado bien alguno, no se pudiera doler del bien perdido, puesto que el que peca es peor si se complace con la pérdida, de la equidad; pero el que es castigado, si de allí no adquiere algún otro bien, siente la pérdida de la salud. Y porque la equidad y la salud ambas son, bienes, y de la pérdida del bien antes debe doler que alegrar, con tal que no sea recompensa de otro mejor bien (porque mejor bien es la equidad del ánimo que la salud del cuerpo), sin duda con más justo motivo el injusto se duele en el castigo, que se alegró en el delito. Así, pues, como el contento del bien que dejó cuando pecó es testigo de la mala voluntad, así el dolor del, bien que perdió, cuando padece en el castigo la pena, es testigo de la naturaleza buena. Pues él, que se duele de la paz que perdió su naturaleza, siente el dolor por parte de algunas reliquias que le quedaron de la paz, que le hacen amar la naturaleza.
Y sucede con justa razón en el último y final castigo de las penas eternas, que los injustos e impíos lloren en sus tormentos las pérdidas de los bienes naturales, y que sientan la justicia de Dios, justísima en quitárselos, los que despreciaron su liberalidad benignísima en dárselos Así, pues, Dios, con su eterna sabiduría crió todas las naturalezas, y justísimamente las dispone y ordena, y como más excelente entre todas, las cosas terrenas, formó el linaje mortal de los hombres, les repartió algunos bienes acomodados a ésta vida, es a saber, la paz temporal, de la manera que la puede haber en la vida mortal; y esta paz se la dio al hombre en la misma salud, incolumidad y comunicación de su especie; y le dio todo lo que es necesario, así para conservar como para adquirir esta paz (como son las cosas que, convenientemente cuadran al sentido, como la luz que ve, el aire que respira, las aguas que bebe, y todo lo que es a propósito. Para sustentar, abrigar, curar y adornar el cuerpo), con una condición, sumamente equitativa, de modo que cualquier mortal que usaré bien de estos bienes, acomodados a la paz de los mortales, pueda recibir otros mayores y mejores, es a saber, la misma paz de la inmortalidad, y la honra y gloria que a ésta le compete en la vida eterna para gozar de Dios y del prójimo en Dios; y el que usare mal, no reciba aquéllos y pierda éstos.

CAPÍTULO XIV. El orden y las leyes divinas y humanas tienen por único objeto el bien de la paz

Todo el uso de las cosas temporales en la ciudad terrena se refiere y endereza al fruto de la paz terrena, y en la ciudad celestial se refiere y ordena al fruto de la paz eterna.
Por lo cual, si fuésemos animales irracionales, no apeteciéramos otra cosa que la ordenada templanza de las partes del cuerpo, y la quietud y descanso de los apetitos; así que nada apeteciéramos fuera del descanso de la carne y la abundancia de los deleites, para que la paz del cuerpo aprovechase a la paz del alma. Porque en faltando la paz del cuerpo se impide también la paz del alma irracional, por no poder alcanzar el descanso y quietud de los apetitos. Y lo uno y lo otro junto, aprovecha a aquella paz que tienen entre sí el alma y el cuerpo, esto es, la ordenada vida y salud. Porque así como nos muestran los animales que aman la paz del cuerpo cuando huyen del dolor, y la paz del alma cuando por cumplir las necesidades de los apetitos siguen el deleite, así huyendo de la muerte bastantemente nos manifiestan cuánto amen la paz con que se procura la amistad del alma y del cuerpo.
Pero como el hombre posee alma racional, todo esto que tiene de común con las bestias lo sujeta a la paz del alma racional, para que pueda contemplar con el entendimiento, y con esto hacer también alguna cosa, para que tenga una ordenada conformidad en la parte intelectual y activa, la cual dijimos que era la paz del alma racional.
Debe, pues, querer que no le moleste el dolor, ni le perturbe el deseo, ni le deshaga la muerte, Sara poder conocer alguna cosa útil, y según este conocimiento, componer y arreglar su vida y costumbres. Mas para que en el mismo estudio del conocimiento, por causa de la debilidad del entendimiento humano no incurra en el contagio y peste de algún error, tiene necesidad del magisterio divino, a quien obedezca con certidumbre, y necesita de su auxilio para que obedezca con libertad.
Y porque mientras está en este cuerpo mortal, anda peregrinando ausente del Señor, porque camina todavía con la fe, y no ha llegado aún a ver a Dios claramente; por esto toda paz, ya sea la del cuerpo, ya la del alma, o juntamente del alma o del cuerpo, la refiere a aquella paz que tiene el hombre mortal con Dios inmortal, de modo que tenga la ordenada obediencia en la fe bajo la ley eterna. Y asimismo porque nuestro Divino Maestro, Dios, nos enseña dos principales mandamientos, es a saber, que amemos a Dios y al prójimo, en los cuales descubre él hombre tres objetos, que son: amar a Dios, a sí mismo y al prójimo, a quien le ordenan que ame como a sí mismo (y así, debe mirar por el bien de su esposa, de sus hijos, de sus domésticos y de todos los demás hombres que pudiere), y para esto ha de desear y querer, si acaso lo necesita, que el prójimo mire por él.De esta manera vivirá en paz con todos los hombres, con la paz de los hombres, esto es, con la ordenada concordia en que se observa este orden: primero, que a ninguno haga mal ni cause daño y segundo, que haga bien a quien pudiere.
Lo primero a que está obligado es al cuidado de los suyos; porque para mirar por ellos tiene ocasión más oportuna y más fácil, según el orden así de la naturaleza como del mismo trato y sociedad humana. Y así, dijo el Apóstol «que el que no cuida de los suyos, y particularmente de los domésticos, este tal niega la fe, y es peor que el infiel». De aquí nace también la paz doméstica, esto es, la ordenada y bien dirigida concordia que tienen entre sí en mandar y obedecer los que habitan juntos. Porque mandan los que cuidan y miran por los otros, como el marido a la mujer, los padres a los hijos, los señores a los criados; y obedecen aquellos a quienes se cuida, como las mujeres a sus maridos, los hijos a sus padres, los criados a sus señores. Pero en la casa del justo, que vive con fe y anda todavía peregrino y ausente de aquella ciudad celestial, hasta los que mandan sirven a aquellos a quienes les parece, manda; puesto que no mandan por codicia o deseo de gobernar a otros, sino por propio ministerio de cuidar y mirar por el bien de los otros; ni ambición de reinar, sino por caridad de hacer bien.

CAPÍTULO XV. De la libertad natural y de, la servidumbre, cuya primera causa es pecado, por lo cual el hombre que de perversa voluntad, aunque no sea esclavo de otro hombre, lo es de su propio apetito

Esto prescribe la ley natural, y crié Dios al hombre. «Sea señor, dice, de los peces del mar, de las aves aire y de todos los animales que dan sobre la tierra.» El hombre racial, que crió Dios a su imagen y semejanza; no quiso que fuese señor si de los irracionales; no quiso que fue señor el hombre del hombre, sino las bestias solamente. Y así, a los primeros hombres santos y justos más lo hizo Dios pastores de ganados que reyes de hombres, para darnos a entender de esta manera qué es lo que exige el orden de las cosas, criadas y qué mérito del pecado.
Porque la condición de la servidumbre con derecho se entiende que impuso al pecador, y por eso no vemos se haga mención del nombre siervo en la Escritura hasta que el justo Noé castigó con él el horrible pecado de su hijo. Así que este nombre tuvo su origen en la culpa; ella le mereció y no la naturaleza.
Y aunque la etimología del nombre siervo o esclavo en latín se entiende que se derivó de que a los que podía matar, conforme a la ley de guerra cuando los vencedores los reservaban o conservaban, los hacían siervos, que dando en su poder, por cuanto habían conservado sus vidas, sin embargo tampoco esta diligencia es sin mérito del pecado. Pues aun cuando se haga la guerra justa, por el pecado pelea parte contraria, y no hay victoria, aun cuando sucede a veces que la alcancen los malos, que por disposición y a providencia divina no humille a los vencidos o corrigiendo o castigando sus pecados. Testigo es de esta verdad el siervo de Dios Daniel, cuando en el cautiverio confiesa a Dios sus pecados y los pecados de su pueblo, y protesta con un santo y verdadero dolor que ésta es la causa de aquel cautiverio.
Así, pues, la primera causa de la servidumbre es el pecado; que se sujetase el hombre a otro hombre con el vínculo de la condición servil, lo cual no sucede sin especial providencia y justo juicio de Dios, en quien no hay injusticia y sabe repartir diferentes penas conformes a los méritos de las culpas Y, según dice el soberano Señor de nuestras almas: «Que cualquiera que peca es siervo del pecado», así también muchos que son piadosos y religiosos sirven a señores inicuos, aunque no libres, «porque todo vencido es esclavo de su vencedor». Y, sin duda, con mejor condición servimos a los hombres que a los apetitos, pues advertimos cuán tiránicamente destruye los corazones de los mortales, por no decir otras cosas, el mismo apetito de dominar. Y en aquella paz ordenada con que los hombres están subordinados unos a otros, así como aprovecha la humildad a los que sirven, así daña la soberbia a los que mandan y señorean.
Pero ninguno en aquella naturaleza en que primero crió Dios al hombre es siervo del hombre o del pecado. Y aun la servidumbre penal que introdujo él pecado está trazada y ordenada con tal ley, que manda que se conserve el orden natural y prohibe que se perturbe, porque si no se hubiera traspasado aquella ley no habría que reprimir y refrenar con la servidumbre penal. Por lo que el Apóstol aconseja a los siervos y esclavos que estén obedientes y sujetos a sus señores y los sirvan de corazón con buena voluntad, para que, si no pudieren hacerlos libres los señores, ellos en algún modo hagan libre su servidumbre, sirviendo, no con temor cauteloso, sino con amor fiel, «hasta que pase esta iniquidad y calamidad y se reforme y deshaga todo el mando y potestad de los hombres, viniendo a ser Dios todo en todas las cosas».

CAPÍTULO XVI. De cómo debe ser justo y benigno el mando y gobierno de los señores

Aunque tuvieron siervos y esclavos los justos, nuestros predecesores de tal modo gobernaban la paz de su casa que en lo tocante a estos bienes temporales diferenciaban la fortuna y hacienda de sus hijos de la condición de sus siervos; pero en lo que toca al ser vicio y culto de Dios, de quien deber esperarse los bienes eternos, con un mismo amor miraban por todos los miembros de su casa. Lo cual de tal modo nos lo dicta y manda el orden natural, que de este principio vino derivarse el nombre de padre de familia, y es tan recibido, que aun los que mandan y gobiernan inicuamente gustan de ser llamados con dicho nombres. Pero los que son verdaderos padres de familias miran por todos los de su familia como por sus hijos, para servir y agradar a Dios, deseando llegar a la morada celestial, donde no habrá necesidad del oficio de mandar y dirigir a los mortales, porque entonces no será necesario el ministerio de mirar por el bien de los que son ya bienaventurados en aquella inmortalidad.
Hasta que lleguen allá deben sufrir más los padres porque mandan y gobiernan, que los siervos porque sirven. Así, cuando alguno en casa, por la desobediencia va contra la paz doméstica, deben corregirle y castigarle de palabra, o con el azote o con otro castigo justo y lícito, cuando lo exige la sociedad y comunicación humana por la utilidad del castigado, para que vuelva a la paz de donde se había apartado. Porque así como no es acto de beneficencia hacer, ayudando, que se pierda un bien mayor, así no es inocencia hacer, perdonando, que se incurra en mayor mal. Toca, pues, al oficio del inocente no sólo hacer mal a nadie, sino también estorbar y prohibir el pecado o castigarle, para que, o el castigado se corrija y enmiende con la pena, u otros escarmienten con el ejemplo. Y porque la casa del hombre debe ser principio o una partecita de la ciudad, y todos los principios se refieren a algún fin propio de su género y toda parte a la integridad del todo, cuya parte es, bien claramente se sigue, que la paz de casa se refiere a la paz de la ciudad; esto es, que la ordenada concordia entre sí de los cohabitantes en el mandar y obedecer se debe referir a la ordenada concordia entre si de los ciudadanos en el mandar y obedecer. De esta manera el padre de familia ha de tomar de la ley de la ciudad la regla para gobernar su casa, de forma que la incomode a la paz y tranquilidad de la ciudad.

CAPÍTULO XVII. Por qué la Ciudad celestial viene a estar en paz con la Ciudad terrena y por qué en discordia

La casa de los hombres que no viven de la fe procura la paz terrena con los bienes y comodidades de la vida temporal; mas la casa de los hombres que viven de la fe espera los bienes que le han prometido eternos en la vida futura, y de los terrenos y temporales usa como peregrina, no de forma que deje prenderse y apasionarse de ellos y que la desvíen de la verdadera senda que dirige hacia Dios. sino para que la sustenten con los alimentos necesarios, para pasar más fácilmente vida y no acrecentar las cargas de este cuerpo corruptible, «que agrava y oprime al alma». Por eso el uso de las cosas necesarias para esta vida mortal es común a fieles o infieles y a una otra casa, pero el fin que tienen al usarlas es muy distinto.
También la Ciudad terrena que no vive de la fe desea la paz terrena, y la concordia en el mandar y obedecer entre los ciudadanos la encamina a que observen cierta unión y conformidad de voluntades en las cosas que conciernen a la vida mortal. La Ciudad celestial, o, por mejor decir, una parte de ella que anda peregrinando en esta mortalidad y vive de la fe, también tiene necesidad de semejante paz, y mientras en la Ciudad terrena pasa como cautiva la vida de su peregrinación, como tiene ya la promesa de la redención y el don espiritual como prenda, no duda sujetarse a las leyes en la Ciudad terrena, con que se administran y gobiernan las cosas que son a propósito y acomodadas para sustentar esta vida mortal; porque así como es común a ambas la misma mortalidad, así en las cosas tocantes a ella se guarde la concordia entre ambas Ciudades. Pero como la Ciudad terrena tuvo ciertos sabios, hijos suyos, a quienes reprueba la doctrina del ciclo los cuales, o porque lo pensaron así o porque los engañaron los demonios creyeron que era menester conciliar muchos dioses a las cosas humanas a cuyos diferentes oficios, por decirlo así, estuviesen sujetas diferentes cosas a uno, el cuerpo, y a otro, el alma; y en el mismo cuerpo, a uno la cabeza y a otro el cuello, y todos los demás a cada uno el suyo. Asimismo en el alma, a uno el ingenio, a otro la sabiduría, a otro la ira, a otro la concupiscencia; y en las mismas cosas necesarias a la vida, a uno el ganado, a otro el trigo; a otro el vino, a otro el aceite a otro las selvas y florestas. a otro el dinero, a otro la navegación, a otro las guerras, a otro las victorias, a otro los matrimonios, a otro los partos y la fecundidad, y así a los demás todos los ministerios humanos restantes y como la Ciudad celestial reconoce un solo Dios que debe ser reverenciado entiende y sabe pía y sanamente que a el solo se debe servir con aquella servidumbre que los griegos llaman la tria, que no debe prestarse sino a Dios sucedió, pues, que las leyes a la religión no pudo tenerlas comunes con la Ciudad terrena, y por ello fue preciso disentir y no conformarse con ella y ser aborrecida de los que opinaban lo contrario, sufrir sus odios, enojos y los ímpetus de sus persecuciones crueles, a no ser rara vez cuando refrenaba los ánimos de los adversarios el miedo que les causaba su muchedumbre, y siempre el favor y ayuda de Dios.
Así que esta ciudad celestial, entre tanto que es peregrina en la tierra, va llamando y convocando de entre todas las naciones ciudadanos, y por todos los idiomas va haciendo recolección de la sociedad peregrina, sin atender a diversidad alguna de costumbres, leyes e institutos, que es con lo que se adquiere o conserva la paz terrena, y sin reformar ni quitar cosa alguna, antes observándolo y siguiéndolo exactamente, cuya diversidad, aunque es varia y distinta en muchas naciones, se endereza a un mismo fin de la paz terrena, cuando no impide y es contra la religión, que nos enseña y ordena adorar a un solo, sumo y verdadero Dios.
Así que también la Ciudad celestial en esta su peregrinación usa de la paz terrena, y en cuanto puede, salva la piedad y religión, guarda y desea la trabazón y uniformidad de las voluntades humanas en las cosas que pertenecen a la naturaleza mortal de los hombres, refiriendo y enderezando esta paz terrena a la paz celestial. La cual de tal forma es verdaderamente paz, que sola ella debe llamarse paz de la criatura racional, es a saber, una bien ordenada y concorde sociedad que sólo aspira a gozar de Dios y unos de otros en Dios. Cuando llegáremos a la posesión de esta felicidad, nuestra vida no será ya mortal, sino colmada y muy ciertamente vital; ni el cuerpo será animal, el cual, mientras es corruptible, agrava y oprime al alma, sino espiritual, sin necesidad alguna y del todo sujeto a la voluntad. Esta paz, entretanto que anda peregrinando, la tiene por la fe, y con esta fe juntamente vive cuando refiere todas las buenas obras que hace para con Dios o para con el prójimo, a fin de conseguir aquella paz, porque la vida de la ciudad, efectivamente, no es solitaria, sino social y política.

CAPÍTULO XVIII. La duda que la nueva Academia pone en todo es contraria a la certidumbre y constancia de la fe cristiana

Respecto a la diferencia que cita Varrón, alegando el dictamen de los nuevos académicos, que todo lo tienen por incierto, la Ciudad de Dios totalmente abomina semejante duda, reputándola como un disparate o desvarío, teniendo de las cosas que comprende con el entendimiento y la recta razón cierta ciencia, aunque muy escasa por causa del cuerpo corruptible, que agrava al alma (porque como dice el Apóstol «en parte sabemos») y en la evidencia de cualquiera materia cree a los sentidos, de los cuales usa el alma por medio del cuerno, porque más infelizmente se engaña quien cree que jamás se les debe dar asenso. Cree, asimismo, en la Sagrada Escritura del Viejo y del Nuevo Testamento, que llamamos canónica, de donde se concibió y dedujo la misma fe con que vive el justo, por la cual sin incertidumbre alguna caminamos mientras andamos peregrinando, ausentes de Dios, y salva ella, sin que con razón nos puedan reprender, dudamos de algunas cosas que no las hemos podido penetrar, ni con el sentido ni con la razón, ni hemos tenido noticia de ellas por la Sagrada Escritura ni por otros testigos a quienes fuera un absurdo y desvarío no dar crédito.

CAPÍTULO XIX. Del hábito y costumbres del pueblo cristiano

Nada interesa a esta Ciudad el que cada uno siga y profese esta fe en cualquier otro traje o modo de vivir, como no sea contra los preceptos divinos, pues con esta misma fe se llega a conseguir la visión beatífica de Dios, y la posesión de la patria celestial, y así a los mismos filósofos, cuando se hacen cristianos, no los compele a que muden el hábito, uso y costumbre de sus alimentos que nada obstan a la religión, sino sus falsas opiniones. Por eso la diferencia que trae Varrón en el vestir de los cínicos, si no cometen acción torpe o deshonesta, no cuida de ella.
Pero en los tres géneros de vida: ocioso, activo y compuesto, de uno y otro, aunque se pueda en cada uno de ellos pasar la vida sin detrimento de la fe y llegar a conseguir los premios eternos, todavía importa averiguar qué es lo que profesa por amor de la verdad y qué es lo qué emplea en el oficio de la caridad. Porque ni debe estar uno de tal manera ocioso que en el mismo ocio no piense ni cuide del provecho de su prójimo, ni de tal conformidad activo, que no procure la contemplación de Dios. En el ocio no le debe entretener y deleitar la ociosidad, sin entender en nada, sino la inquisición, o el llegar a alcanzar la verdad, de forma que cada uno aproveche en ella, y que lo que hallare y alcanzare lo posea y goce y no lo envidie a otro. Y en la acción no se debe pretender y amar la honra de esta vida o el poder, porque todo es vanidad lo que hay debajo del sol, sino la misma obra que se hace por aquella honra o potencia, cuando se hace bien y útilmente; esto es: de manera que valga para aquella salud de los súbditos, que es según Dios, como ya lo declaramos arriba. Por eso cuando dice el Apóstol «que al que desea un obispado es buena obra la que desea», quiso declarar lo que es obispado que nota obra y trabajo, no honra y dignidad. Palabra griega que quiere decir que el que es superior de otros debe mirar por aquellos de quienes es superior y jefe; porque epi quiere decir sobre, y scopos, intención; luego Episcopein debe entenderse de modo que sepa que no es obispo el que gusta de ser superior y no gusta ser de aprovechar. Así, pues, a ninguno prohiben que atienda al estudio de la verdad, el Cual pertenece al ocio loable y bueno; pero el lugar superior, sin el cual no se puede regir un pueblo, aunque se tenga y administre como es debido, no conviene codiciarle y pretenderle. Por lo cual el amor de la verdad busca al ocio santo y la necesidad de la caridad se encarga del negocio justo. Cuando no hay quien le imponga esta carga debe entretenerse en entender sobre la inquisición de la verdad, pero si se la imponen, se debe tomar por la necesidad de la caridad; pero ni aun de esta conformidad debe desamparar del todo el entretenimiento y gusto de la verdad, porque no se despoje de aquella suavidad y le oprima esta necesidad.

CAPÍTULO XX. Que los ciudadanos de la ciudad de los santos, en esta vida temporal, son bienaventurados en la esperanza

Por lo cual, siendo el sumo bien de la Ciudad de Dios la paz eterna y perfecta, no por la qué los mortales pasan naciendo y muriendo, sino en la que perseveran inmortales, sin padecer adversidad, ¿quién negará o que aquella vida es felicísima o que, en su comparación, ésta que aquí se pasa, por más colmada que esté de los bienes del alma y del cuerpo y de las cosas exteriores, no la juzgue por más que miserable? Con todo, el que pasa ésta, de manera que la enderece al fin de la otra, el cual ama ardientemente, y fielmente espera, sin ningún absurdo se puede ahora llamar también bienaventurado; más por la esperanza de allá que por la posesión de acá.
Pero esta posesión sin aquella esperanza es una falsa bienaventuranza y grande miseria, porque no usa de los verdaderos bienes del alma, puesto que no es verdadera sabiduría aquella con que en las cosas que discierne con prudencia y hace con valor, modera con templanza y distribuye con justicia, no endereza su intención a aquel fin, donde será Dios el todo en todas las cosas con eternidad cierta e infalible y perpetua.

CAPÍTULO XXI. Si conforme a las definiciones de Escipión, que trae Cicerón en su diálogo, hubo jamás república romana

Ya es tiempo que lo más sucinta compendiosa y claramente que pudiéremos, se averigüe lo que prometí manifestar en el libro segundo de e obra, es a saber, que según las definiciones de que usa Escipión en los libros de la república de Cicerón, jamás hubo república romana. Porque brevemente define la república, diciendo que es cosa del pueblo, cuya definición si es verdadera, nunca hubo república romana, porque nunca hubo cosa pueblo, cual quiere que sea la definición de la república. Pues definió pueblo diciendo que era una junta compuesta de muchos, unida con el consentimiento del derecho y la participación de la utilidad común. Y más adelante declara que significa lo que llama consentimiento del derecho; manifestando con esto que sin justicia no puede administrar ni gobernar rectamente la república.
Luego donde no hubiere verdadera justicia tampoco podrá haber derecho porque lo que se hace según derecho se hace justamente; pero lo que se ha injustamente no puede hacerse con derecho. Porque no se deben llamar tener por derecho las leyes injustas los hombres, pues también ellos llaman derecho a lo que dimanó y se derivó de la fuente original de la justicia, confesando ser falso lo que suelen decir algunos erróneamente, que sólo es derecho o ley lo que es en favor y utilidad del que más puede. Por lo cual donde no hay verdadera justicia, no puede haber unión ni congregación hombres, unida con el consentimiento del derecho, y, por lo mismo, tampoco pueblo, conforme a la enunciada definición de Escipión o Cicerón. Y si no puede haber pueblo, tampoco cosa de pueblo, sino de multitud, que no merece nombre de pueblo. Y, por consiguiente, si la república es cosa del pueblo, y no es pueblo el que está unido con el consentimiento del derecho y no hay derecho donde no hay justicia, si duda se colige que donde no hay justicia no hay república.
Además, la justicia es una virtud queda a cada uno lo que es suyo. ¿Qué justicia, pues, será la del hombre que al mismo hombre le quita a Dios verdadero, y le sujeta a los impuros demonios? ¿Es esto acaso dar a cada uno lo que es suyo? ¿Por Ventura el que usurpa la heredad al que, la compró y la da al que ningún derecho tiene a ella, es injusto, y el que se la quita asimismo a Dios, que es su Señor y el que le crió, y sirve a los espíritus malignos, es justo?
Disputan ciertamente con grande vehemencia y vigor en los mismos libros de república contra la justicia, y en favor de ella. Y como se defiende al principio la injusticia contra la justicia, diciendo que la república no se podía conservar ni acrecentar sino por la injusticia, por ser cosa injusta que los hombres sirviesen a hombres que los dominasen; de cuya injusticia necesita usar la ciudad dominadora, cuya república es grande para imperar y mandar en las provincias; respondióse en defensa de la justicia que esto es justo, porque a semejantes hombres les es útil la servidumbre, establecida en utilidad suya cuando se practica bien, esto es, cuando a los perversos se les quita la licencia de hacer mal, viviendo mejor sujetos que libres.
Y para confirmar esta razón traen un famoso ejemplo, como tomado de la naturaleza, y dicen así: ¿Por qué Dios manda al hombre, el alma al cuerpo, la razón al apetito y a las demás partes viciosas del alma? Sin duda, con este ejemplo consta que importa a algunos y es útil la servidumbre, y que el servir a Dios lo es a todos. El alma que sirve a Dios muy bien manda al cuerpo, y en la misma alma la razón, que se sujeta a Dios, su Señor, muy bien manda al apetito y a los demás vicios. Por lo cual, siempre que el hombre no sirve a Dios, ¿qué hay en él de justicia? Pues no sirviendo a Dios de ningún modo puede el alma justamente mandar al cuerpo, o la razón humana a los demás vicios, y si en este hombre no hay justicia, sin duda que tampoco la podrá haber en la congregación que consta de tales hombres. Luego no hay aquí aquella conformidad o consejo del derecho que hace pueblo a la muchedumbre, lo cual se dice ser la república.
Y de la utilidad con cuyo lazo también une Escipión a los hombres en esta definición para formar el pueblo, ¿qué diré? Pues si bien, lo consideramos, no es utilidad la de los que viven impíamente, como viven todos los que no sirven a Dios y sirven a los demonios, los cuales son tanto más perversos cuanto más deseosos se muestran, siendo espíritus inmundísimos, de que les ofrezcan sacrificios como a dioses. Así pues, lo que dijimos de la conformidad y consentimiento del derecho, pienso que basta para que se eche de ver por esta definición que no es pueblo que merezca llamarse república aquel donde no haya justicia.
Si nos respondieren que los romanos en su república no sirvieron a espíritus inmundos, sino a dioses buenos y sanos, ¿acaso será necesario repetir tantas veces una cosa que está ya dicha con bastante claridad, y aun más de la necesaria? Porque, ¿quién hay que haya llegado hasta aquí por el orden de los libros anteriores de esta obra, que pueda todavía dudar de que los romanos sirvieron a los demonios impuros, sino el que fuere, o demasiadamente necio, o descaradamente porfiado? Mas por no decir quiénes sean éstos, que ellos honraban y veneraban con sus sacrificios baste que la ley del verdadero Dios nos dice: «Que al que ofreciese sacrificios a los dioses, y no solamente a Dios, le quitarán la vida. » Así que, ni a los dioses buenos ni malos quiso que sacrificasen el que mandó esto con tanto rigor y bajo una pena tan acerba.

CAPÍTULO XXII. Si es el verdadero Dios aquel a quien sirven los cristianos, a quien sólo se debe sacrificar

Pero podrían responder, ¿quién es este Dios, o con qué testimonios se prueba ser digno de que le debieran obedecer los romanos, no adorando ni ofreciendo sacrificios a otro alguno de los dioses, a excepción de este nuestro Dios y Señor? Grande ceguedad es preguntar todavía quién es este Dios.
Este es el Dios que dijo a Abraham: «En tu descendencia serán benditas todas las gentes.» Lo cual, quieran o no quieran, advierten que puntualmente se cumple en Cristo que, según la carne, nació, de aquel linaje, los mismos enemigos que han quedado de este santo nombre.
Este es el Dios cuyo divino espíritu habló por aquellos, cuyas profecías cumplidas en la Iglesia, esparcida por todo el orbe, he referido en los libros pasados.
Este es el Dios de quien Varrón, uno de los más doctos entre los romanos, sostiene que es Júpiter, aunque sin saber lo que dice. Lo cual me pareció bien referir, porque Varrón, tan sabio, no pudo imaginar que no existiese este Dios, ni tampoco que era cosa vil, pues creyó que era aquel a quien él tenía por el Sumo Dios.
Finalmente, éste es el Dios a quien Porfirio, uno de los más eruditos e instruidos entre los filósofos, aunque enemigo pertinacísimo de los cristianos, por confesión aun de los mismos oráculos de aquellos que él cree que son dioses, confiesa que es grande Dios.

CAPÍTULO XXIII. Las respuestas. que refiere Porfirio dieron de Cristo los oráculos de los dioses

Porque en los libros que llama teologías filosóficas, en los cuales examina y refiere las divinas respuestas en las materias tocantes a la filosofía (y empleo sus mismas palabras traducidas del griego al latín), dice que, preguntándole uno de qué dios se valdría para poder desviar a su mujer de la religión de los cristianos, respondió Apolo con unos versos que comprenden estas palabras, como si fueran de Apolo: «Antes podrás escribir en el agua o aventando las ligeras plumas, como una ave, volar por el aire, que separes de su propósito a tu impía mujer, una vez que se ha profanado. Déjala, como apetece, perseverar en sus vanos engaños, y celebre con inútiles lamentaciones a su Dios muerto, a quien la sentencia de jueces rectos y celosos de la justicia quitó la vida a los golpes del hierro con una muerte, entre las públicas, la más afrentosa.» Después, a consecuencia de estos versos de Apolo, que sin guardar el metro se han traducido, añade él: «En esto sin duda declaró la irremediable sentencia de los cristianos, al decir que los judíos conocen más a Dios qué ellos.»
Ved aquí cómo, rebajando a Cristo, antepuso los judíos a los cristianos, confesando que los judíos conocen a Dios. Porque así explicó los versos de Apolo, dónde dice que fue muerto Cristo por jueces rectos y celosos de la justicia, como si, juzgando los judíos rectamente, le hubieran condenado con justo motivo. Sea lo que fuere de este oráculo falso, lo que el mentiroso sacerdote de Apolo dice de Cristo, y lo que Porfirio creyó, o quizá lo que este mismo fingió haber dicho el sacerdote, tal vez haber pensado en ello, ya remos cuán constante es este filósofo en lo que dice, o cómo hace que concuerden entre sí los oráculos.
En efecto; dice aquí que los judíos como gente que conoce a Dios, juzgaron rectamente de Cristo, sentenciándole a la muerte más afrentosa. Luego debiera mirar lo que el Dios de los judíos, a quien honra con su testimonio, dice: «Que al que sacrificare a los dioses, y no solamente a Dios, le quite la vida. »
Pero vengamos ya a la explanación de asuntos más claros, y veamos cuán grande y poderoso confiesa ser el Dios de los judíos. Preguntado Apolo cuál era mejor, el Verbo o la ley, respondió, dice, en verso, lo que sigue: Y después pone los versos de Apolo, entre los cuales se contienen éstos, por tomar sólo de ellos lo suficiente. «Pero, Dios, nos dice, es rey engendrador, rey, ante todas las cosas, de quien tiemblan el cielo, la tierra y el mar y tienen temor los abismos de los infiernos, y los mismos dioses, cuya ley es el Padre a quien adoran y reverencian los santísimos hebreos.» Por este oráculo de su dios Apolo, dijo Porfirio que era tan grande el Dios de los hebreos, que temblaban de él los mismos dioses. Habiendo, pues, dicho este Dios que incurría en pena de muerte el que sacrificase a los dioses, me admiro cómo el mismo Porfirio, ofreciendo sacrificios a los dioses, no temió su última ruina.
Dice también este filósofo algunos elogios de Cristo como olvidado aquella ignominia, de que poco antes tratamos, o como si soñaran sus dioses cuando decían mal de Cristo, y al despertar conocieran que era bueno y con razón le alabaran. En efecto: como fuera cosa admirable, «parecerá, dice, a algunos cosa extraña e increíble que voy a decir: que los dioses declararon a Cristo por Santísimo y que se hizo inmortal, y hacen mención de él llenándole de alabanzas. Pero de los cristianos dicen que son profanos, que están envueltos e implicados en errores, y publican de ellos otras muchas blasfemias semejantes a éstas.» Después pone oráculos de los dioses, que abominan y blasfeman de los cristianos, y añade: «Pero de Cristo, a los que preguntaban si era Dios, respondió Hécate: Ya sabes la serie y proceso del alma inmortal después que ha dejado el cuerpo, y cómo la que se apartó de la sabiduría siempre andaba errando. Aquella alma es de un varón excelentísimo en santidad; a ella adoran y respetan los que andan lejos de la verdad.» Después de las palabras de este oráculo, pone las suyas, y dice: «Así, pues, le llamó varón santísimo, y que su alma, como la de los santos, después de muerto, fue a gozar de la inmortalidad, y que a ésta adoran los cristianos que andan errados.» Y preguntando, dice: «¿Por qué motivo fue, pues, condenado? Respondió la diosa con oráculo: Aunque el cuerpo está siempre sujeto a los tormentos que le combaten, sin embargo, el alma está en la morada celestial de los santos. Pero aquella alma dio ocasión fatalmente a las otras almas (a quienes los hados no concedieron que alcanzasen los dones de los dioses, ni tuvieron noticia del inmortal Júpiter) que se implicasen en error. Así que son los cristianos aborrecidos de los dioses, porque a los que el hado no permitió conocer a Dios, ni recibió los dones de los dioses, fatalmente les dio Cristo causa para que se enredasen con errores. Pero él fue piadoso, y como los piadosos fue al cielo, por lo que no blasfemarás de éste, antes bien te compadecerás de la demencia de los hombres y del peligro de que aquí nace para ellos tan fácil y tan próximo a precipitarlos en el abismo.»
¿Quién hay tan ignorante que no advierta que estos, oráculos, o los fingió algún hombre astuto, acérrimo antagonista de los cristianos, o por algún otro motivo semejante respondieron así los impuros demonios, para que alabando primero a Cristo, persuadan que con verdad vituperan a los cristianos, y de esta manera, si pudieran, atajen y cierren el camino de la salud eterna, que es en el que se hace cada uno cristiano? Porque les parece que no contradice a la astucia que usan de mil maneras de engañar, que les crean cuando alaban a Cristo, con tal que les crean también cuando vituperan a los cristianos; á fin de que al que creyere lo uno y lo otro, le haga alabar a Cristo, sin que quiera ser cristiano. De esta manera, aunque alabe el nombre de Cristo, no le libra Cristo del dominio de los demonios; porque alaban a Cristo de forma qué quien creyere que es como ellos nos le predican, no será verdadero cristiano, sino hereje fotiniano, que conoce a Cristo sólo como hombre y no como Dios, y por eso no puede ser salvado por él ni salir de los lazos de estos demonios, que no sabe decir verdad.
Pero nosotros, ni podemos aprobar a Apolo cuando vitupera a Cristo, ni a Hecate cuando le alaba, pues el uno quiere que tengamos a Cristo por inicuo y pecador, pues que dice que le condenaron a muerte jueces rectos; y la otra, que le tengamos por hombre piadosísimo, pero por hombre solamente. Igual es la intención de los dos para que no quieran hacerse los hombres cristianos; porque, no siendo cristianos no se podrán librar de su poder. Pero este filósofo, o, por mejor decir, los que dan crédito a semejantes oráculos contra los cristianos, hagan primero, si pueden, que concuerden entre sí Hécate y Apolo sobre Cristo; que, o le condenen los dos, o le alaben también ambos. Y aunque lo hicieran, abominaremos de los engañosos demonios, así cuando elogian como cuando baldonan a Cristo. Pero como su dios y su diosa discordan entre si sobre Cristo, el uno vituperándole y la otra ensalzándole, cuando blasfeman de los cristianos no les deben creer los hombres si los hombres sienten rectamente. Cuando Porfirio o Hécate, alabando a Cristo, dicen que Él mismo dio fatalmente a los cristianos motivo para que se implicasen en error, descubre y manifiesta las causas, según él imagina, del mismo error, los cuales, antes que las declare según sus palabras, pregunto si dio Cristo fatal mente a los cristianos causa para enredarse e implicarse en error o si lo dio con su voluntad. En este caso cómo es justo? Y en aquél, ¿cómo es bienaventurado?
Pero veamos ya las causas que del error. «Hay -dice- unos espíritus terrenos, mínimos en la tierra sujetos a la potestad de malos demonios. A estos tales, los sabios de los hebreos (entre los cuales fue uno es Jesús, como lo has oído de boca del oráculo divino de Apolo, que referí arriba), a estos demonios pésimos y espíritus menores prohibían los sabios los hebreos que acudiesen los hombres temerosos de Dios y les vedaban ocuparse en su servicio, prefiriendo que venerasen a los dioses celestiales y mucho más a Dios Padre. Y esto mismo -dice- lo ordenan los dioses, y arriba lo manifestamos, como cuando nos advierten que tengamos cuenta con Dios, y mandan que siempre le reverenciemos. Pero los ignorantes e impíos, a quienes verdaderamente no concedió el hado que alcanzasen de los dioses sus dones ni que tuviesen noticia del inmortal Júpiter, sin querer atender ni a los dioses ni a los hombres divinos, dieron de mano a todos los dioses, y a los demonios prohibidos, no sólo no los quisieron aborrecer, sino que los veneraron y adoraron. Fingiendo que adoran a Dios, dejan de hacer precisamente las acciones por las cuales se adora a Dios. Porque Dios, como autor y padre de todos, de ninguno tiene necesidad; pero es bien para nosotros que le honremos con la justicia y castidad y con las demás virtudes, haciendo que nuestra vida sea una oración que le esté pidiendo continuamente la imitación de sus perfecciones e inquisición de la verdad. Porque la inquisición -dice- purifica y la imitación deifica el afecto, ensalzando las obras de Dios.»
Muy bien habla de Dios Padre, y nos dice las costumbres y ritos con que debemos reverenciar, y de estos preceptos están llenos los libros proféticos de los hebreos cuando mandan o elogian la vida de los santos. Pero en lo tocante a los cristianos, tanto yerra o tanto calumnia, cuanto quieren los demonios que él tiene por dioses, como si fuera dificultoso traer a la memoria las torpezas y disoluciones que se hacían en el culto y reverencia de los dioses en los teatros y templos, y ver lo que se lee, dice y oye en las iglesias, o lo que en ellas se ofrece a Dios verdadero, y deducir de eso dónde está la edificación y dónde la destrucción de las costumbres. ¿Quién le dijo o le pudo inspirar, sino el espíritu diabólico, tan vana y manifiesta mentira como la de que a los demonios, que prohiben adorar los Hebreos, los cristianos antes lo reverencian que aborrecen? Al contrario, el Sumo Dios, a quien adoraron los sabios de los hebreos, aun a los ángeles del cielo y virtudes de Dios (a quienes como ciudadanos, en esta nuestra peregrinación mortal, respetamos y amamos), nos veda que les sacrifiquemos, notificándolo rigurosamente en la ley que dio a su pueblo hebreo, e intimándonos con terribles amenazas «que el que sacrificare a los dioses perderá la vida». Y para que ninguno entendiese que la ley mandaba que no sacrificasen a los demonios pésimos y espíritus terrenos, a quien éste llama mínimos o menores (porque también a éstos en las Escrituras Santas los llaman dioses, no de los hebreos, sino de los gentiles, lo cual con toda claridad lo pusieron los setenta intérpretes en el Salmo, diciendo «que todos los dioses de los gentiles son demonios»), pata que ninguno, repetimos, pensase que la ley prohibía sacrificar a estos demonios terrenos, pero que lo permitía a los celestiales, a todos, o a algunos, seguidamente añadió «sino a Dios solo»; esto es: sino solamente a Dios; porque no piense acaso alguno que la frase a Dios sólo s entiende el Dios Sol a quien se debe sacrificar, y que no deba entenderse así se ve bien claro en el texto griego.
El Dios de los hebreos, a quien honra con relevante testimonio este ilustre filósofo, dio ley a su pueblo hebreo escrita en idioma hebreo, cuya ley no es oscura ni desconocida, sino que está esparcida ya y divulgada por todas las naciones, y en ella esta escrito: «Que el que sacrificare a los dioses y no sólo a Dios, morirá indispensablemente.» ¿Qué necesidad hay de qué en esta ley y en sus profetas andemos a caza de muchas particularidades que se leen a este propósito, pero que digo yo andar a caza, pues que no son dificultosas ni raras, sino que andemos recogiendo las fáciles, y que se ofrecen a cada paso, y las pongamos en este discurso, para los que ven más clara que la luz que el sumo y verdadero Dios quiso que á ninguno otro se ofreciesen sacrificios que al mismo Dios y Señor? Ved, pues, a lo menos esto, que brevemente, o por mejor decir, grandiosamente con amenaza, pero con verdad, dijo aquel Dios, a quien los más doctos que se conocen entre ellos celebran con tanta excelencia; óiganlo, témanlo, obedézcanlo, porque los desobedientes no les comprenda la pena y amenaza de muerte: «El que sacrificare -dice- a los dioses y no solamente a Dios, morirá.» No porque el Señor necesite de nadie, sino porque nos interesa el ser cosa suya. Así se canta en la Sagrada Escritura de los hebreos: «Dije al Señor: tú eres mi Dios, porqué no tienes necesidad de mis bienes.» Y el sacrificio más insigne y mejor que tiene este Señor somos nosotros mismos. Esto mismo es su ciudad, y el misterio de este grande asunto celebramos con nuestras oblaciones, como lo saben los fieles, así como lo hemos ya visto en los libros anteriores. Los oráculos del cielo declararon a voces por boca de los profetas hebreos que cesarían las víctimas ofrecidas por los judíos. en sombra de lo futuro, y las naciones, desde donde nace hasta donde se pone el sol, ofrecerían un solo sacrificio, como observamos ya que lo practican. De estos oráculos hemos citado algunos, cuantos parecieron bastantes, y los hemos ya insertado en esta obra. Por tanto, donde no hubiere la justicia, de que según su gracia, un solo y sumo Dios mande a la ciudad que le esté obediente, no sacrificando a otro que al mismo Dios, y con esto en todos los hombres de esta misma ciudad, obedientes a Dios, con orden legitimo, el alma mande al cuerpo y la razón a los vicios, para que todo el pueblo viva, se sustente y posea la fe como vive y la posee un justo que obra y se mueve con el amor y caridad con que el hombre ama a Dios como se debe y a su prójimo como a sí mismo; donde no hay esta justicia, repito, sin duda que no hay congregación de hombres, unida por la conformidad en las leyes y derecho, y con la comunión, de la utilidad y bien común, y no habiéndola no hay pueblo; y si es verdaderamente ésta la definición del pueblo, tampoco habrá república, porque no hay cosa del pueblo donde no hay pueblo.

CAPÍTULO XXIV. Con qué definición se pueden llamar legítimamente, no sólo los romanos, sino también los otros reinos, pueblo y república

Si definiésemos al pueblo; no de ésta, sino de otra manera, como si dijésemos: el pueblo es una congregación de muchas personas, unidas entre sí con la comunión y conformidad de los objetos que ama, sin duda para averiguar que hay un pueble será menester considerar las cosas que urna y necesita. Pero sea lo que fuere, lo que ama, si es congregación compuesta de muchos, no bestias, sino criaturas racionales, y unidas entre sí con la comunión y concordia de las cosas que ama, sin inconveniente alguno se llamará pueblo, y tanto mejor cuanto la concordia fuese en cosas mejores, y tanto peor cuanto en Peores.
Conforme a ésta nuestra definición, el pueblo romano es pueblo, y su asunto principal sin duda alguna es la república. Pero qué sea lo que aquel pueblo haya amado en sus primeros tiempos, y qué en los que fueron sucediendo y cuál su vida y costumbres, con las que llegando a las sangrientas sediciones, y de allí a las guerras sociales y civiles, rompió y trastornó la misma concordia, que es en cierto modo la vida y salud del pueblo, nos lo dice la historia, de la cual extractamos muchas particularidades en los libros precedentes.
Pero no por eso diré que no es pueblo, ni que su asunto primario no es la república, entre tanto que se conservare cualquiera congregación organizada y compuesta de muchas personas, unida entre sí con la comunión y concordia de las cosas que ama.
Lo que he dicho de este pueblo y de esta república, entiéndase dicho de la de los atenienses, o de otra cualquiera de los griegos, y lo mismo de la de los egipcios, y de aquella primera Babilonia de los asirios, cuando en sus repúblicas estuvieron sus imperios grandes o pequeños, y eso mismo de otra cualquiera de las demás naciones. Porque generalmente la ciudad de los impíos, donde no manda Dios y ella le obedece, de manera que no ofrezca sacrificio a otros dioses sino a él solo, y por esto el ánimo mande con rectitud y fidelidad al cuerpo, y la razón a los vicios carece de verdadera justicia.

CAPÍTULO XXV. Que no puede haber, verdadera virtud donde no hay verdadera religión

Por más loablemente que parezca que manda el alma al cuerpo, y la razón a los vicios, si el alma y la misma razón no sirven a Dios, así como lo ordenó el Señor que debían servirle, de ningún modo manda ni dirige bien al cuerpo y a los vicios.
¿De qué cuerpo y de qué vicios puede ser señora el alma que no conoce al verdadero Dios, ni está sujeta a sus altas disposiciones, sino rendida, para ser corrompida y profanada por los viciosísimos demonios?
Por lo cual las virtudes que le parece tener, por las cuales manda al cuerpo y a los vicios, para alcanzar alguna cosa, si no las refiere a Dios, más son vicios que virtudes. Porque aunque algunos opinan que las virtudes son verdaderas y honestas cuando se refieren a sí mismas, y no se desean por otro fin, con todo también en tal caso tienen su hinchazón y soberbia, y, por tanto, no se deben estimar por virtudes, sino por vicios. Porque así como no procede de la carne, sino que es superior a la carne, lo que hace vivir a la carne; así no viene del hombre, sino que es superior al hombre, lo que hace vivir bienaventuradamente al hombre, y no sólo al hombre, sino también a cualquiera potestad y virtud celestial.

CAPÍTULO XXVI. De la paz que tiene el pueblo que no conoce a Dios de la cual se sirve el pueblo de Dios, mientras peregrina en este mundo

Así como la vida de la carne es el alma, así la vida bienaventurada del hombre es Dios, de quien dicen los sagrados libros de los hebreos: «Bienaventurado es el pueblo cuyo Señor es su Dios.» Luego miserable e infeliz será el pueblo que no conoce a este Dios. Sin embargo, este pueblo ama también cierta paz que no se debe desechar, la cual no la tendrá al fin, porque no usa y se sirve de ella bien antes del fin.
Pero goza de ella en esta vida, y también nos interesa a nosotros, porque entre tanto que ambas ciudades andan juntas y mezcladas, usamos también nosotros y nos servimos de la paz de Babilonia, de la cual se libra el pueblo de Dios por la fe, de forma que entre tanto anda peregrinando en ella. Por eso advirtió el Apóstol a la Iglesia que hiciese oración a Dios por sus reyes y por los que están constituidos en algún cargo o dignidad pública, añadiendo: «Para que pasemos la vida quieta y tranquila, con toda piedad y pureza.» Y el profeta Jeremías, anunciando al antiguo pueblo de Dios cómo habla de verse en cautiverio, mandándoles de parte de Dios que fuesen de buena gana y obedientes a Babilonia, sirviendo también a Dios con esta conformidad y resignación, igualmente les advirtió y exhortó, a que orasen por ella, dando inmediatamente la razón, «porque en la paz de esta ciudad, dice, gozaréis vosotros de la vuestra»; es á saber, de la paz temporal y común a los buenos y a los malos.

CAPÍTULO XXVII. De la paz que tienen los que sirven a Dios, cuya perfecta tranquilidad se puede con, seguir en esta vida temporal

La paz, que es la propia de nosotros, no sólo la disfrutamos en esta vida con Dios por la fe, sino que eternamente la tendremos con él, y la gozaremos, no ya por la fe, ni por visión sino claramente. Pero en la tierra paz, así la común como la nuestra propia, es paz; de manera que es más consuelo de la nuestra miseria que gozo de la bienaventuranza. Y la misma justicia nuestra, aunque es verdadera, por el fin del verdadero bien a quien refiere, con todo en esta vida es de tal conformidad, que más consta de la remisión de los pecados que de la perfección de las virtudes.
Testigo es de esta verdad la oración que hace toda la Ciudad de Dios que es peregrina en la tierra, pues por todos sus miembros dama a Dios: «Perdónanos, Señor, nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores». Oración que tampoco es eficaz para aquellos cuya fe sin obras muerta, sino para aquellos cuya fe obra y se mueve por caridad. Pues aunque la razón esté sujeta a Dios, con todo en esta condición mortal y cuerpo corruptible que agrava y oprime el alma, no es ella perfectamente señora de los vicios, y por eso tiene necesidad los justos de hacer semejante oración.
Porque, en efecto, aunque parezca que manda, de ningún modo, manda, es señora de los vicios sin contraste repugnancia. Sin duda aparece en es cierta flaqueza, aun al que es valeroso y pelea bien, y aun al que es señor de tales enemigos vencidos ya y rendidos; de donde viene a pecar, si no tan fácilmente por obra, a lo menos por palabra, que ligeramente resbala, o con el pensamiento, que sin repararlo, vuela. Por lo cual, mientras hay necesidad de mandar y moderar a los vicios, a puede haber paz íntegra ni plena, pues los vicios que repugnan no se vence sin peligrosa batalla; y de los vencidos no triunfamos con paz segura, sino que todavía es indispensable reprimirlos con solícito y cuidadoso imperio.
En estas tentaciones, pues (de todas las cuales brevemente dice la Sagrada Escritura «que la vida del hombre está llena de peligros y tentaciones sobre la tierra»), ¿quién habrá que presuma que vive de manera que no tenga necesidad de decir a Dios perdónanos nuestras deudas, sino algún hombre soberbio? No un hombre grande, sino algún espíritu altivo, hinchado y presumido, a quien justamente se opone y resiste el que concede su divina gracia a los humildes. Por lo mismo dice la Escritura: «Que Dios resiste a los soberbios y a los humildes da su gracia.»
Así que en esta vida, la justicia que puede tener a cada uno es que Dios mande al hombre que le es obediente, el alma al cuerpo y la razón a los vicios, aunque repugnen, o sujetándolos, o resistiéndolos; y que así le pidamos al mismo Dios gracia meritoria y perdón de las culpas, dándole acción de gracias por los bienes recibidos.
Pero en aquella paz final, a la que debe referirse, y por la que se debe tener esta justicia, estando sana y curada con la inmortalidad e incorruptibilidad, y libre ya de vicios la naturaleza, ni habrá objeto que a ninguno de nosotros nos repugne y contradiga, así de parte de otro como de sí mismo; ni habrá necesidad de que mande y rija la razón a los vicios, porque no los, habrá, sino que mandará Dios al hombre, y el alma al cuerpo, y habrá allí tanta suavidad y facilidad en obedecer cuanta felicidad en el vivir y reinar. Esto allí en todos, y en cada uno será eterno, y de que es eterno estará cierto; por eso la paz de esta bienaventuranza, o la bienaventuranza de esta paz, será el mismo Sumo Bien.

CAPÍTULO XXVIII. Qué fin han de tener los impíos

Pero, al contrario, la miseria de los que no pertenecen a esta ciudad será eterna, a la cual llaman también segunda muerte. Porque ni el alma podrá decirse que vive allí, pues estará privada de la vida de Dios, ni tampoco el cuerpo, puesto que estará sujeto a los dolores y tormentos eternos. Y será más dura e intolerable esta segunda muerte, porque no se podrá acabar la infelicidad de este estado con la misma muerte. Mas, porque así como la miseria es contraria a la bienaventuranza, y la muerte a la vida, así también parece que la guerra es contraria a la paz. Con razón puede preguntarse que, pues hemos celebrado la paz que ha de haber en los fines de los bienes, ¿qué guerra y de qué calidad será, por el contrario, la que ha de haber en los fines de los males? El que hace esta pregunta advierta y considere qué es lo que hay dañoso en la guerra, y verá que no es otra cosa que la adversidad y conflicto que tienen las cosas entre sí. ¿Qué guerra puede imaginarse más grave y más penosa que aquella en que la voluntad es tan adversa a la pasión, y la pasión tan opuesta a la voluntad, que con la victoria de ninguna de ellas pueden fenecer semejantes enemistades, y donde de tal manera combate con la naturaleza del cuerpo la violencia del dolor que jamás el uno cede y se rinde al otro? Porque aquí, cuando acontece esta lucha, o vence el dolor, y la muerte nos priva del sentido, o perseverando la naturaleza, vence, y la salud nos quita el dolor.
Pero en la vida futura el dolor permanece para afligir y la naturaleza persevera para sentir, porque lo uno ni lo otro falta ni se acaba, para que no acabe la pena.
Como a estos fines de los bienes y de los males, los unos que deben desearse, y los otros huirse, mediante el juicio final, han de pasar a los unos los buenos y a los otros los malos, trataré de dicho juicio final, con el favor de Dios, en el libro siguiente.