La ciudad de Dios/XVIII

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Libro Decimooctavo.

La Ciudad Terrena Hasta El Fin Del Mundo


CAPITULO PRIMERO. Sobre lo que queda dicho hasta los tiempos del Salvador en estos diecisiete libros
CAPITULO II. De los reyes y tiempos de la Ciudad terrena, que concuerdan con los
tiempos que calculan los Santos desde el nacimiento de Abraham
CAPITULO III. Quien reinaba en Asiria y Sicionia cuando, según la divina promesa, tuvo Abraham, siendo de cien años, a su tuvo Isaac, y cuándo tuvo este de Rebeca, su mujer los gemelos Esaú y Jacob
CAPITULO IV. De los tiempos de Jacob y de su hijo José
CAPITULO V. De Apis, rey de los argivos, a quien los egipcios llamaron Serapis, y le veneraron como a Dios
CAPÍTULO VI. Quién reinaba en Argos y Asiria cuando murió Jacob en Egipto
CAPÍTULO VII. En tiempo de qué reyes falleció José en Egipto
CAPÍTULO VIII. En tiempo de qué reyes nació Moisés, y la religión de algunos dioses que se fue introduciendo por aquellos tiempos
CAPITULO IX. Cuándo se fundó, la ciudad de Atenas, y la razón que da Varrón de su nombre
CAPITULO X. Lo que escribe Varrón sobre el nombre de Areópago y del diluvio de Deucalión
CAPÍTULO XI. En qué tiempo sacó Moisés al pueblo de Israel dé Egipto; y Jesús Nave, o Josué, que le sucedió, en tiempo de qué reyes murió
CAPÍTULO XII. De las solemnidades sagradas que instruyeron a los falsos dioses, por aquellos tiempos, los reyes de Grecia, las cuales coinciden con los tiempos desde la salida de Israel de Egipto hasta la muerte de Josué
CAPITULO XIII. De las fabulosas ficciones que inventaron al tiempo que comenzaron los hebreos a gobernarse por sus jueces
CAPÍTULO XIV. De los teólogos poetas
CAPÍTULO XV. Del fin del reino de los argirvos, que fue cuando entre los laurentes, Pico, hijo de Saturno, sucedió el primero en el reino de su padre
CAPÍTULO XVI. De Diómedes, a quien después de la destrucción de Troya pusieron en el número de los dioses, cuyos compañeros dicen que se convirtieron en aves
CAPÍTULO XVII. Lo que creyó Varrón de las increíbles transfiguraciones de los hombres
CAPÍTULO XVIII. Qué es lo que debe creerse de las transformaciones que, por arte o ilusión de los demonios, parece a los hombres que realmente se hacen
CAPÍTULO XIX. Que Eneas vino a Italia en tiempo que Labdón era juez entre los hebreos
CAPÍTULO XX. De la sucesión del reino de los israelitas después de los jueces
CAPÍTULO XXI. Cómo entre los reyes del Lacio, el primero, Eneas, y el duodécimo Aventino, fueron tenidos por dioses
CAPÍTULO XXII. Cómo Roma fue fundada en el tiempo que feneció el reino de los asirios, reinando Ecequías en Judea
CAPÍTULO XXIII. De la sibila Erithrea, la cual, entre las otras sibilas, se sabe que profetizó cosas claras y evidentes de Jesucristo
CAPÍTULO XXIV. Cómo reinando Rómulo florecieron los siete sabios. Al mismo tiempo las diez tribus de Israel fueron llevadas en cautiverio por los caldeos. Muerto Rómulo, le honraron como a dios
CAPÍTULO XXV. Qué filósofos florecieron reinando en Roma Tarquino Prisco, y entre los hebreos Sedecías, cuando fue tomada Jerusalén y arruinado el templo
CAPITULO XXVI. Cómo al mismo tiempo en que, cumplidos setenta años, se acabó el cautiverio de los judíos, los romanos también salieron del dominio de sus reyes
CAPITULO XXVII. De los tiempos de los profetas, cuyos vaticinios tenemos por escrito, quienes dijeron muchas cosas sobre la vocación de los gentiles al tiempo que comenzó el reino de los romanos y feneció el de los asirios
CAPITULO XXVIII. Qué es lo que Oseas y Amós profetizaron muy conforme acerca del Evangelio de Cristo
CAPITULO XXIX. Lo que profetizó Isaías de Cristo y de su Iglesia
CAPITULO XXX. De lo que profetizaron Miqueas, Jonás y Joel que pueda aludir al Nuevo Testamento
CAPITULO XXXI. Lo que se halla profetizado en Abdías, Naun y Habacuc de la salud y redención del mundo, por Cristo
CAPITULO XXXII. De la profecía que se contiene en la oración y cántico de Habacuc
CAPITULO XXXIII. Lo que Jeremías y Sofonías, con espíritu profético; dijeron de Cristo y de la vocación de los gentiles
CAPÍTULO XXXIV. De las profecías de Daniel y Ezequiel, que se relacionan con Cristo y su iglesia
CAPÍTULO XXXV. De la profecía de los tres profetas Ageo. Zacarias y Malaquías
CAPITULO XXXVI. De Esdras y de los libros de los Macabeos
CAPITULO XXXVII. Que la autoridad de las profecías es más antigua que el origen y principio de la filosofía de los gentiles
CAPITULO XXXVIII. Cómo el Canon eclesiástico no recibió algunos libros. de muchos santos por su demasiada antigüedad, para que, con ocasión de ellos, no se mezclase lo falso con lo verdadero
CAPITULO XXXIX. Cómo las letras hebreas nunca dejaron de hallarse en su propia lengua
CAPITULO XL. De la vanidad embustera de los egipcios, que atribuyen a sus ciencias cien mil niños de antigüedad
CAPITULO XLI. De la discordia de las opiniones filosóficas y de la concordia de las escrituras canónicas de la Iglesia
CAPITULO XLII. Que por dispensación de la Providencia divina se tradujo la sagrada Escritura del Viejo Testamento del hebreo a griego para que viniese a noticia de todas las gentes
CAPITULO XLIII. De la autoridad de los setenta intérpretes, la cual salva la reverencia que se debe al idioma hebreo, debe preferirse a todos los intérpretes
CAPITULO XLIV. Lo que debemos entender acerca de la destrucción de los ninivitas, cuya amenaza en el hebreo se extiende al espacio de cuarenta días y en los setenta se abrevia y concluye en tres
CAPITULO XLV. Que después de la reedificación del templo dejaron los judíos de tener profetas, y que desde entonces hasta que nació Cristo fueron afligidos con continuas adversidades, para probar que la edificación que los profetas prometieron no era la de éste, sino la de otro templo
CAPITULO XLVI. Del nacimiento de nuestro Salvador, según que el Verbo se hizo hombre, de la dispersión de los judíos por todas las naciones, como estaba profetizado
CAPITULO XLVII. Si antes que Cristo viniese hubo algunos, a excepción de la nación israelita, que perteneciesen a la comunión de la Ciudad del Cielo
CAPITULO XLVIII. Que la profecía de Ageo, en que dijo había de ser mayor la gloria de la casa del Señor que lo habla sido al principio, se cumplió, no en la reedificación del templo, sino en la Iglesia de Cristo
CAPITULO XLIX. Cómo la Iglesia se va multiplicando incierta y confusamente, mezclándose en ella en este siglo muchos réprobos con los escogidos
CAPITULO L. De la predicación del Evangelio, y cómo) vino a hacerse más ilustre y poderosa con las persecuciones y martirios de los predicadores
CAPÍTULO LI. Cómo por las disensiones de los herejes se confirma también y corrobora la fe católica
CAPITULO LII. Si debe creerse lo que piensan algunos, que cumplidas las diez persecuciones. que ha habido, no queda otra alguna a excepción de la una cima, que ha de ser en tiempo del mismo Anticristo
CAPITULO LIII. De cómo está oculto el tiempo de la última Persecución
CAPITULO LIV. Cuán absurdamente mintieron los paganos al fingir que la religión cristiana no había de permanecer ni pasar de trescientos sesenta y cinco años


CAPITULO PRIMERO. Sobre lo que queda dicho hasta los tiempos del Salvador en estos diecisiete libros

Prometí escribir el nacimiento, progreso y fin de las dos Ciudades, la de Dios y la de este siglo, en la cual anda ahora peregrinando el linaje humano; prometí, digo, escribir esto después de haber convencido y refutado, con los auxilios de la divina gracia, a los enemigos de la Ciudad de Dios que prefieren y anteponen sus dioses a Cristo, autor y fundador de esta Ciudad, y con un odio, perniciosísimo para sí, envidian impíamente a los cristianos; lo cual ejecuté en los diez libros primeros. Y de las tres cosas prometidas, en los cuatro libros, XI-XIV, traté largamente del nacimiento de ambas Ciudades. Después, en otro, que es el XV, hablé del progreso de ellas desde el primer hombre hasta el Diluvio; y desde allí hasta Abraham, volvieron nuevamente las dos a concurrir y caminar, así como en el tiempo, también en nuestra narración. Pero después, desde el padre Abraham hasta el tiempo de los reyes de Israel, donde concluimos el Libro XVI, y desde allí hasta la venida de nuestro Salvador en carne humana, que es hasta donde llega el libro XVII, parece que ha caminado sola, en lo que hemos ido escribiendo, la Ciudad de Dios, siendo así que tampoco en este siglo ha caminado sola la Ciudad de Dios, sino ambas juntas a lo menos, en el linaje humano, como desde el principio; si bien con sus respectivos progresos han ido variando los tiempos.
Esto lo hice para que corriera primero la Ciudad de Dios de por sí, sin la interpolación ni contraposición de la otra, desde el tiempo que comenzaron a declarársenos más las promesas de Dios hasta que vino aquel Señor que nació de la Virgen, en quien habían de cumplirse las que primero se nos habían prometido, para que así la viésemos más clara y distintamente; no obstante que hasta que se nos reveló el Nuevo Testamento, jamás caminó ella a la luz, sino entre sombras.
Ahora, pues, me resta lo que dejé, esto es, tocar en cuanto pareciere bastante el modo con que la otra caminó también desde los tiempos de Abraham, para que los lectores puedan considerar exactamente a las dos y cotejarlas entre sí.

CAPITULO II. De los reyes y tiempos de la Ciudad terrena, que concuerdan con los tiempos que calculan los Santos desde el nacimiento de Abraham

En la sociedad humana (que por más extendida que esté por toda la tierra, y por muy apartados y diferentes lugares que ocupe, está ligada con la comunión y lazo indisoluble de una misma naturaleza), por desear cada cual sus comodidades y apetitos, y no ser bastante lo que se apetece para todos, porque no es una misma cosa la deseada, las más veces hay divisiones; y la parte que prevalece oprime, a . la otra. Porque la vencida se rinde y sujeta a la victoriosa, pues prefiere y estima más cualquiera paz y vida sosegada que el dominio, y aun que la libertad; de suerte que causan gran admiración los que han querido mejor perecer que servir. Porque casi en todas las naciones en cierto modo está admitido el natural dictamen de querer más rendirse a los vencedores los que fueron vencidos, que quedar totalmente aniquilados con los rigores de la guerra.
De aquí provino, no sin alta providencia de Dios, en cuya mano está que cada uno salga, vencido o vencedor en la guerra, que unos tuviesen reinos y , otros viviesen sujetos a los que reinan.
Pero entre tantos reinos como ha habido en la tierra, en que se ha dividido la sociedad por el interés y ambición terrena (a la cual con nombre genérico llamamos Ciudad de este mundo), dos reinos vemos que han sido más ilustres y poderosos que los otros: el primero el de los asirios, y después el de los romanos, distintos entre sí, así en tiempos como en lugares. Porque como el de los asidos fue el primero, y el de los romanos posterior, así también aquél floreció en el Oriente y éste en el Occidente; y, finalmente, al término del uno siguió luego el principio del otro. Todos los demás reinos y reyes, con más propiedad los llamaría yo jirones y retazos de éstos.
Así que reinaba ya Nino, segundo rey de los asirios, habiendo sucedido a su padre, Belo, que fue el primero que reinó en aquel reino, cuando nació Abraham en la tierra, de los caldeos. En aquella, época era también bien pequeño el reino de los sicionios, de donde el doctísimo Marco Varrón, escribiendo el origen del pueblo ro’mano, comenzó como de tiempo antiguo. Porque de los reyes de, los sicionios vino a los atenienses, de éstos a los latinos y de allí a los romanos.
Pero todo esto, antes de la fundación de Roma, en comparación del reino de los asiríos, se tuvo por cosa fútil y de poco, momento; aunque confiese también Salustio, historiador romano, que en Grecia florecieron mucho los atenienses, si bien más por la fama que en la realidad. Porque, hablando de ellos, dice : «Las proezas que hicieron los atenienses, a mi parecer, fueron bien grandes y manifiestas, aunque algo menores de lo que las celebra la fama: porque como hubo allí insignes y fainosos escritores, por todo el mundo, se ponderan por muy grandes las hazañas de los atenienses; así en tanto se estima la virtud y el valor de los que las hicieron, cuanto las pudieron engrandecer y celebrar con su pluma los buenos ingenios.» Y fuera de esto, alcanzó esta Ciudad no pequeña gloria por sus letras y por sus filósofos, porque allí florecieron principalmente estos estudios.
Pero en cuanto al imperio, ninguno hubo en los siglos primeros mayor que el de los asirios, ni que se extendiese más por la tierra; pues reinando el rey Nino, hijo de Belo, cuentan que sojuzgó toda el Asia, hasta llegar a los términos de la Libia; y el Asia, aunque según el número de las partes del Orbe se dice la tercera, según la extensión, se halla que es la mitad; pues por la parte oriental solo los indios no le reconocieron señorío, a los cuales, con todo, después de muerto Nino, Semíramis, su esposa, comenzó a hacer la guerra. Y así, sucedió que todos cuantos pueblos o reyes había en aquellas comarcas todos obedecían al reino y corona de los asiríos y hacían todo los que les mandaban. Nació, pues, en aquel reino, entre los caldeos, en tiempo de Nino, el patriarca Abraham.
Mas por cuanto de los hechos y proezas de los griegos, tenemos mucha más noticia que la de los asirios; y los que anduvieron investigando la antigüedad y origen del pueblo romano vinieron, según el orden de los tiempos, de los griegos a los latinos, y de éstos a los romanos, que también son latinos; debemos, donde fuere necesario, hacer relación de los reyes de Asiría, para que veamos cómo camina la ciudad de Babilonia corno una primera Roma con la Ciudad de Dios, peregrina en este mundo. Pero los asuntos que hubiéramos de insertar en esta obra, para comparar entre sí ambas Ciudades, es a saber, la terrena y la celestial, los iremos tornando mejor de los griegos y latinos, entre los cuales se halla la misma Roma corno otra segunda Babilonia.
Cuando nació Abraham reinaba entre los asiríos Nino, y entre los sicionios, Europs, que fueron sus segundos reyes, por cuanto los primeros fueron allá Delo y aquí Egialeo. Y cuando prometió Dios a Abraham, habiendo ya salido de Babilonia, que de él nacería una numerosa nación y que en su descendencia había de recaer la bendición de todas las gentes, los asiríos tenían su cuarto rey y los sicionios el quinto; pues en Babilonia reinaba el hijo de Nino, después de su madre Semíramis, a quien dicen que quitó la vida por haberse atrevido a cometer incesto con él. Esta creen algunos que fundó a Babilonia. Y lo más probable es que la restaurase; pues cuándo y cómo fue su fundación, ya lo referimos en el libro VI.
A este hijo de Nino y de Semíramis, que sucedió a su madre en el reino. algunos le llaman también Nino, y entre los sicionios, Europs, que fueron sus segundos reyes, por cuanto los primeros fueron allá Belo y aquí Egialeo. Y cuando prometió Dios a Abraham, habiendo ya salido de Babilonia, que dé él nacería una numerosa nación y que en su descendencia había de recaer la bendición de todas las gentes, los asirios tenían su cuarto rey y los sicionios el quinto; pues en Babilonia reinaba el hijo de Nino, después de su madre Semíramis, a quien dicen que quitó la vida por haberse atrevido a cometer incesto con él. Esta creen algunos que fundó a Babilonia, y lo más probable es que la restaurase; pues cuándo y cómo roe su fundación, ya lo referimos en el libro VI.
A este hijo de Nino y de Semíramis, que sucedió a su madre en el reino, algunos le llaman también Nino, y otros Ninias, derivando su nombre del de su padre. En este tiempo reinaba entre los sicionios Telxión, y en su reinado fueron tan apacibles y lisonjeros los tiempos, que después de muerto le adoraron como a dios, ofreciéndole sacrificios y celebrando en su honor y memoria juegos y diversiones públicas. De éste dicen que fue el primero por cuyo respeto se instituyeron tales fiestas.

CAPITULO III. Quien reinaba en Asiria y Sicionia cuando, según la divina promesa, tuvo Abraham, siendo de cien años, a su tuvo Isaac, y cuándo tuvo este de Rebeca, su mujer los gemelos Esaú y Jacob

En estos tiempos, según la divina promesa, le nació a Abraham, siendo de cien años, su hijo Isaac, de Sara, su esposa, la cual, siendo estéril y anciana, estaba desahuciada de poder tener hijos. Entonces en Asiria reinaba Arrio, su quinto rey. El mismo Isaac, siendo de edad de sesenta años, tuvo sus dos hijos gemelos, Esaú y Jacob, de su esposa Rebeca, viviendo aún el abuelo de estos niños, que tenía entonces ciento sesenta y cinco años, el cual murió a los ciento setenta y cinco, reinando en Asiria Jerjes, el más antiguo, llamado también Baleo, y en Sicionia Turimaco, a quien algunos llaman Turimaco, que fueron sus séptimos reyes.
El reino de los argivos comenzó juntamente con los nietos de Abraham, y el primero que reinó fue macho. No debe pasarse en silencio lo que refiere Varrón, de que los sicionios acostumbraban ya ofrecer sacrificios junto a la sepultura de Turimaco, su séptimo rey. Reinando los octavos reyes, Armamitre en Asiria, Leucipo en Sicionia e Inacho el primero en Argos, se apareció Dios a Isaac, y le prometió también lo mismo que a su padre, es a saber: a su descendencia, la posesión de la tierra de Canaán, y en su descendencia la bendición de todas las gentes.
Estas mismas felicidades prometió asimismo a su hijo, nieto de Abraham, que primero se llamó Jacob, y después Israel, reinando ya Beloc, noveno rey en Asiria, y Phoroneo, hijo de macho, segundo rey en Argos, y reinando todavía en Sicionia Leucipo.
En esta era, reinando en Argos el rey Phoroneo, principió la Grecia a ilustrarse más con algunos sabios estatutos promulgados en varias pragmáticas y leyes Con todo, habiendo muerto Phegoo, hermano menor de Phoroneo, le erigieron un templo donde estaba su cadáver y sepulcro, para que le adorasen como a dios y le sacrificasen bueyes. Creo que le juzgaron digno de tan singular honor porque, en la parte que le cupo del reino (pues su padre le repartió igualmente entre los dos, señalando a cada uno el país donde debía reinar, viviendo aún), edificó oratorios o templos para adorar a los dioses, enseñando también las observaciones de los tiempos por meses y años, y manifestando cómo los habían de distribuir y contar. Admirando en él los hombres que en eran muy idiotas estas cosas nuevas, creyeron o quisieron que después de muerto al punto fuete hecho dios. Porque el mismo modo dicen que lo, hija de Inacho, llamándose después Isis, fue adorada y venerada como grande diosa en Egipto; aunque otros escriben que de Etiopía vino a reinar a Egipto, y porque gobernó por muchos años y con justicia, y les enseñó muchas artes y ciencias, luego que falleció la tributaron el honor de tenerla por diosa, siendo esta honra tan particular, que impusieron la pena capital a quien se atreviese a proferir que había sido criatura humana.

CAPITULO IV. De los tiempos de Jacob y de su hijo José

Reinando en Asiria Baleo, su rey décimo; en Sicionia Mesapo, rey nono, a quien algunos llaman también Fefisos, si es que un hombre solo tuvo dos nombres (siendo más verosímil que tomaron un hombre por otro los que sus escritos pusieron otro nombre), y reinando Apis, tercer rey de los argivos, murió Isaac, de ciento y ochenta años, y dejó sus dos gemelos de ciento y veinte. El menor de ellos, que era Jacob, y pertenecía a la Ciudad de Dios, de que vamos escribiendo, habiendo Dios reprobado al mayor, tenía doce hijos entre los cuales, al que se llamó José le vendieron sus hermanos a unos mercaderes que pasaban a Egipto, viviendo aún su abuelo Isaac.
Llegó José a la presencia de Faraón y de los trabajos que sufrió, y de estado humilde en que se vio, fue ensalzado a otro más eminente y distinguido, siendo de edad de treinta años, porque interpretó, auxiliado de divino espíritu, los sueños del rey, y dijo que habían de venir siete años abundantes, cuya abundancia, por excesiva que fuese, la habían de consumir otros siete años estériles que se seguirían. Por esto le nombró el rey gobernador de todo Egipto, librándole de las duras penalidades de la cárcel donde le había llevado la integridad de su castidad, conservada con heroico valor al no consentir en el adulterio con su ama, que estaba torpemente enamorada de él, y le amenazaba que, no condescendiendo a su voluntad, diría a su amo que la había intentado forzar. Por huir de tan próxima ocasión y tan perjudicial, dejó en sus manos la capa, de que le tenía asido.
El segundo año de los siete estériles vino Jacob a Egipto con toda su familia a ver a su hijo, siendo ya de edad de ciento y treinta años, como lo dijo al rey cuando se lo preguntó; y contando José treinta y nueve años, sumados a los treinta que tenía cuando lo hizo el rey su gobernador, los siete de abundancia y los dos de hambre.

CAPITULO V. De Apis, rey de los argivos, a quien los egipcios llamaron Serapis, y le veneraron como a Dios

Por estos tiempos, Apis rey de los argivos, habiendo navegando a Egipto y muerto allí, le constituyeron aquellas gentes ilusas por uno de los mayores dioses de Egipto. Y la razón por que, después de muerto, no se llamó Apis, sino Serapis, la da bien obvia Varrón, pues como el arca o ataúd, dice, en que se coloca al difunto que al presente todos llaman sarcófago, se dice soros en griego, y cómo principiaron entonces a reverenciar en ella a Apis antes que le hubiesen dedicado templo, se dijo primero Sorsapis o Sorapis, y después, mudando una letra, como acontece, Serapis. Y establecieron también por su respeto la pena de muerte a cualquier que dijese que había sido hombre.
Como en casi todos los templos donde adoraban a Isis y a Serapis había también una imagen que, puesto el dedo en la boca, parecía que advertía que se guardase silencio, piensa el mismo Varrón que esto significaba que callasen el haber sido hombre.
El buey que con tan particular ilusión y engaño criaba Egipto el honor suyo con tan copiosos regalos, le llamaban Apis, y no Serapis, porque sin el sarcófago o sepultura le reverenciaban vivo, y cuando muerto este buey, buscaban y hallaban algún novillo de su mismo color, esto es, señalado también con manchas blancas, lo tenían por singular portento enviado del cielo.
En efecto: no era dificultoso a los demonios, para engañar a estos hombres fanáticos e ilusos, señalar a una vaca, al tiempo que concebía y estaba preñada, la imagen de otro toro semejante, la cual ella sola viese, de donde el apetito de la madre atrajese lo que después viniera a quedar pintado en el cuerpo de su cría; como lo hizo Jacob con las varas de varios colores, para que las ovejas y cabras naciesen varias; pues lo que los hombres pueden con colores y cuerpos verdaderos, eso mismo pueden fácilmente los demonios, con fingidas figuras, representar a los animales que conciben.

CAPÍTULO VI. Quién reinaba en Argos y Asiria cuando murió Jacob en Egipto

Apis, rey, no de los egipcios, sino de los argivos, murió en Egipto, sucediéndole en el reino su hijo Argo, de cuyo nombre se apellidaron los argos, y de aquí los argivos; pues en tiempo de los reyes pasados, ni la ciudad ni aquella nación se denominaban así. Reinando éste en Argos, en Sicionia Erato y en Asiria todavía Baleo, murió Jacob en Egipto, de edad de ciento cuarenta y siete años, habiendo echado su bendición a la hora de su muerte a sus hijos y a sus nietos, los hijos de José; habiendo vaticinado claramente a Cristo, cuando dijo en la bendición que echó a Judá: «No faltará príncipe en Judá, ni cabeza de su descendencia, hasta que vengan todas las cosas que están a él reservadas, y él será a quien esperarán con ansia las gentes.»
Reinando Argo, principió Grecia a usar y gozar de legumbres y frutos de la tierra, y a tener mieses en la agricultura, habiendo conducido de fuera las semillas. También Argo, después de muerto, comenzó a ser venerado por dios, honrándole con templo y sacrificios. Lo mismo hicieron reinando él, y antes de él, con cierto hombre particular que murió tocado de un rayo, llamado Homogiro, por haber sido el primero que unció los bueyes bajo el yugo del arado.

CAPÍTULO VII. En tiempo de qué reyes falleció José en Egipto

Reinando Mamito, duodécimo rey de los asirios, y Plemneo, undécimo de los sicionios, y Argo todavía en Argos, falleció José en Egipto, de edad de ciento y diez años. Después de su muerte, el pueblo de Dios, creciendo maravillosamente, estuvo en Egipto ciento cuarenta y cinco años, viviendo al principio en quietud, hasta que se acabaron y murieron los que conocían a José.
Pasado algún tiempo, envidiando los egipcios su acrecentamiento y temiendo de él funestas consecuencias, hasta que salió libre de este país, padeció innumerables y rigurosas persecuciones, entre las cuales, no obstante, multiplicando Dios sus hijos, crecía, aunque oprimido bajo una intolerable servidumbre. En Asiria y Grecia reinaban por aquel tiempo los mismos que arriba insinuamos.

CAPÍTULO VIII. En tiempo de qué reyes nació Moisés, y la religión de algunos dioses que se fue introduciendo por aquellos tiempos

Reinando en Asiria Safro, rey décimocuarto; en Sicionia Orthópolis, duodécimo, y Criaso, quinto en Argos, nació en Egipto Moisés, por cuyo medio salió libre el pueblo de Dios de la servidumbre de Egipto, en la cual convino que así ese ejercitado para que pusiese sus deseos y confianza en el auxilio y favor de su Criador.
Reinando estos reyes, creen algunos que vivió Prometheo, de quien aseguran haber formado hombres del lodo, porque fue de los más científicos que se conocieron, aunque no señalan qué sabios hubiese en su tiempo.
Dicen que su hermano Atlas fue grande astrólogo, de donde tomaron ocasión los poetas para fingir que tiene a cuestas el cielo, aunque se halla un monte de su nombre, que más verosímilmente parece que, por su elevación, ha venido a ser opinión vulgar que tiene a cuestas el cielo.
Desde estos ¿tiempos comenzaron a fingirse otras fábulas en Grecia, y así hallamos hasta el tiempo de Cecróps, rey de los atenienses (en cuyo tiempo la misma ciudad se llamó Cecropia, y en él, Dios, por medio de Moisés, sacó á su pueblo de Egipto), canonizado por dioses algunos hombres difuntos, por la ciega y vana costumbre supersticiosa de los griegos; entre los cuales fueron Melantonice, mujer del rey Criaso; y Forbas, hijo de éstos, el cual, después de su padre, fue sexto rey de los argivos; y Jaso, hijo de Triopa, séptimo rey; y el rey nono Sthenelas, o Stheneleo, o Sthenelo, porque se halla escrito con variedad, en diversos autores.
En estos tiempos dicen también que floreció Mercurio, nieto de Atlante, hijo de su hijo Maya, como lo vemos en las historias más vulgares. Fue muy insigne por la noticia e instrucción que tuvo de muchas ciencias, las cuales enseñó a los hombres, por cuyo motivo, después de muerto, quisieron que fuese dios, o lo creyeron así.
Dicen que fue más moderno Hércules, que floreció en estos mismos tiempos de los argivos, bien que algunos le hacen anterior a Mercurio; los cuales imagina que se engaña. Pero en cualquiera tiempo que hayan vivido, consta de historiadores graves que escribieron estas antigüedades que ambos fueron hombres, y que por los muchos beneficios que hicieron a los mortales para pasar esta vida con más comodidad, merecieron que ellos los reverenciasen como a dioses. Minerva fue mucho más antigua que éstos, porque en tiempo de Ogigio dicen que apareció en edad de doncella junto al lago llamado de Tritón, de donde le vino a ésta el nombre de Tritonia, Fue, sinduda, inventora de muchas cosas útiles, y tanto más fácilmente tenida por diosa, cuanto menos noticia se tuvo de su nacimiento; pues lo que cuentan que nació de la cabeza de Júpiter se debe atribuir a los poetas y sus fábulas, y no a la historia y a los sucesos acaecido.
Tampoco respecto del tiempo en que vivió el mismo Ogigio concuerdan los historiadores; en el cual también hubo un grande diluvio, no aquel genera en que no escapo hombre a excepción de los que entraron en el Arca del cual no tuvieron noticia los historiadores gentiles, ni los griegos, ni los latinos, aunque fue mayor que el que hubo después, en tiempo de Deucalión
Desde aquí Varrón principió aquel libro de que hice mención arriba, y no propone o halla suceso más antiguo del cual poder partir y llegar a las cosas romanas, que el diluvio de Ogigio, esto es, el que sucedió en tiempo de Ogigio. Pero los nuestros que escribieron crónicas, Eusebio, y después San Jerónimo, en esta opinión siguieron seguramente a algunos otros historiadores precedentes, y refieren que fue el diluvio de Ogigio más de trescientos años después, reinando ya Foroneo, segundo rey de los argivos. En cualquier tiempo que haya sido, adoraban ya a Minerva como diosa, reinando en Atenas Cecróps, en cuya época aseguran que esta ciudad fue o restaurada o fundada

CAPITULO IX. Cuándo se fundó, la ciudad de Atenas, y la razón que da Varrón de su nombre

Para explicar que se llamase Atenas, que es nombre efectivamente tomado de Minerva, la cual en griego se llama Atena, apunta Varrón esta causa: habiéndose descubierto allí de improviso el árbol de la oliva, y habiendo brotado en otra parte el agua, turbado el rey con estos prodigios, envió a consultar a Apolo Délfico qué debía entenderse por aquellos fenómenos, o qué se había de hacer. El oráculo respondió que la oliva significaba a Minerva, y el agua a Neptuno, y que estaba en manos de los ciudadanos el llamar aquella ciudad con el nombre que quisiesen de aquellos dos dioses, cuyas insignias eran aquéllas. Cecróps, recibido este oráculo, convocó para que dieran su voto a todos los ciudadanos de ambos sexos, por ser entonces costumbre en aquellos países que se hallasen también las mujeres en las consultas y juntas públicas. Consultada, pues, la multitud popular, los hombres votaron por Neptuno, y las mujeres por Minerva; y hallándose un voto más en las mujeres, venció Minerva.
Enojado con esto Neptuno, hizo crecer las olas del mar e inundó y destruyó los campos de los atenienses; porque no es difícil a los demonios el derramar y esparcir algo más de lo regular las aguas.
Para templar su enojo, dice este mismo autor que los atenienses castigaron a las mujeres con tres penas: la primera, que desde entonces no diesen ya su sufragio en los públicos congresos; la segunda, que ninguno de sus hijos tomase el nombre de la madre, y la tercera, que nadie las llamase ateneas. Y así aquella ciudad, madre de las artes liberales y de tantos y tan célebres filósofos, que fue la más insigne e ilustre que tuvo Grecia, embelecada y seducida por los demonios con la contienda de dos de sus dioses, el uno varón y la otra hembra, por una parte, a causa de la victoria que alcanzaron las mujeres, consiguió nombre mujeril de Atenas, y por otra, ofendida por el dios vencido, fue compelida a castigar la misma victoria de la diosa vencedora, temiendo más las aguas de Neptuno que las armas de Minerva. Porque en las mujeres así castigadas también fue vencida Minerva, hasta el punto de no poder favorecer a las que habían votado en su favor para que, ya que habían perdido la potestad de poder votar en lo sucesivo, y veían excluidos los hijos de los nombres de mis madres, pudiesen éstas siquiera llamarse ateneas, y merecer el nombre de aquella diosa a quien ellas hicieron vencedora, con sus votos, contra un dios varón.
De donde se deja conocer bien cuántas cosas pudiéramos decir aquí y cuán grandes, si la pluma no nos llevara de prisa a otros asuntos.

CAPITULO X. Lo que escribe Varrón sobre el nombre de Areópago y del diluvio de Deucalión

Marco Varrón no quiere dar crédito a las fabulosas ficciones en perjuicio de los dioses, por no indignarse contra la majestad, de estas falsas deidades. Por lo mismo, tampoco quiere que el Areópago (que es el lugar donde disputó San Pablo con los atenienses, del cual se llaman areopagitas los jueces de la misma ciudad) se haya llamado así porque Marte, que en griego se dice Ares, culpado y reo de un homicidio, siendo doce los dioses que juzgaban en aquel pago, fue absuelto por seis (pues en igualdad de votos se solía anteponer la absolución a la condenación); sino que, contra esta opinión, que es la más celebrada y admitida, procura alegar otra razón y causa de este nombre, tomada de la noticia de las ciencias más abstractas y misteriosas, para que no se crea que los atenienses llamaron al Areópago del nombre de Marte y Pago, así como Pago de Marte; o sea, en perjuicio y deshonor de los dioses, los cuales cree que no tienen entre sí litigios ni controversias; y dice que esta etimología de Marte no es menos fabulosa y falsa que lo que cuentan de las tres diosas, es a saber: de Juno, Minerva y Venus, quienes, por conseguir la manzana de oro, se dice que delante de París pleitearon y debatieron sobre la excelencia de su hermosura. Estas culpas se cantan y celebran entre los aplausos del teatro, para aplacar con sus fiestas y juegos a los dioses que gustan de ellas, ya sean verdaderas, ya sean falsas.
Esto no lo creyó Varrón, por no dar asenso a cosas incongruentes a la naturaleza o a las costumbres de los dioses; y, con todo, dándonos é la razón, no fabulosa, sino histórica, del nombre de Atenas, refiere en sus libros una controversia tan ruidosa como la de Neptuno y Minerva sobre cuál de ellos daría su nombre a aquella ciudad, quienes disputaron entre sí con ostentación de prodigios, y aun el mismo Apolo, consultado, no se atrevió a ser juez de aquella causa, sino que, para poner fin a la pendencia de estos dioses, así como Júpiter remitió a París la decisión de la causa de las tres diosas, ya insinuada, así también Apolo remitió esta a los hombres, donde tuviese Minerva más votos con que vencer, y en la pena y castigo que dieron a las que le habían suministrado sus sufragios fuese vencida; la cual, en contradicción de los hombres, sus contrarios, pudo conseguir que se llamase Atenas la ciudad y no pudo lograr que las mujeres, sus afectas, se llamasen ateneas.
Por estos tiempos, según escribe Varrón, reinando en Atenas Cranao, sucesor de Cecróps, y, según nuestros escritores Eusebio y San Jerónimo, viviendo todavía el mismo Cecróps, sucedió el diluvio que llamaron de Deucalión, porque era señor de las tierras donde principalmente ocurrió; pero este diluvio de ningún modo llegó a Egipto ni sus comarcas.

CAPÍTULO XI. En qué tiempo sacó Moisés al pueblo de Israel dé Egipto; y Jesús Nave, o Josué, que le sucedió, en tiempo de qué reyes murió

Sacó, pues, Moisés de Egipto al pueblo de Dios en los últimos días de Cecróps, rey de Atenas, reinando en Asiria Astacades, en Sicionia Marato y en Argos Triopas.
Sacado el pueblo, le dio la ley que había recibido en el Monte Sinaí de mano de Dios, la cual se llamó Testamento Viejo, porque contiene promesas terrenas y porque, por medio de Jesucristo, habíamos de recibir el Testamento Nuevo, donde se nos prometiese el reino de los cielos. Pues fue muy conforme a razón que se observase el orden que se guarda en cualquier hombre que aprovecha en Dios, en el cual sucede lo que dice el Apóstol: «Que no es primero lo que es espiritual, sino lo que es animal, y después lo que es espiritual.» Porque como dice el mismo, y es verdadero: «El primer hombre de la tierra fue terreno, y el segundo, como vino del cielo, fue celestial.»
Gobernó Moisés el pueblo por tiempo de cuarenta años en el desierto, y murió a los ciento veinte de su edad, habiendo asimismo profetizado a Cristo por las figuras de aquellas observancias y ceremonias carnales que hubo en el tabernáculo, sacerdocio, Sacrificios y en otros varios mandatos místicos.
A Moisés sucedió Jesús Nave, o Josué, quien introdujo y estableció en sus respectivos territorios el pueblo de Dios en la tierra de promisión, después de conquistar con autoridad y auxilio divino las naciones que poseían aquellas tierras. El cual, habiendo gobernado al pueblo, después de la muerte de Moisés, por espacio de veintisiete años, murió, reinando a este tiempo en Asiria Amintas, rey XVIII; en Sicionia, Corax XVI; en Argos, Danao X, y en Atenas, Erictonio, rey cuarto.

CAPÍTULO XII. De las solemnidades sagradas que instruyeron a los falsos dioses, por aquellos tiempos, los reyes de Grecia, las cuales coinciden con los tiempos desde la salida de Israel de Egipto hasta la muerte de Josué

Por estos tiempos, es decir, desde la salida del pueblo de Israel de Egipto hasta la muerte de Josué, por cuyo medio entró el mismo pueblo en posesión de la tierra de promisión, los reyes de Grecia instituyeron a los falsos dioses ciertas solemnidades sagradas, con las cuales, en solemnes fiestas, celebraban la memoria del diluvio, y cómo los hombres se libertaron de él y de las calamidades que entonces sufrieron, ya subiéndose a lo más elevado de los montes, ya bajando a vivir en los valles. Porque la subida y bajada de los lupercos por la calle que llaman Vía Sacra así la interpretan, diciendo que significan los hombres que por la inundación de las aguas subieron a las cumbres de los montes, y al volver ésta a su antiguo cauce descendieron aquéllos a los llanos.
Por estos tiempos dicen que Dionisio, que también se llama Padre Liber, tenido por dios después de su muerte, descubrió en la tierra de Atenas el uso de la vid a un huésped suyo.
Por entonces se establecieron asimismo los juegos músicos dedicados a Apolo Délfico para aplacar su ira, por cuya causa pensaban que habían padecido esterilidad las provincias de Grecia, porque no defendieron su templo, quemado por el rey Danao cuando hizo guerra a aquellas tierras. Y que le instituyesen estos juegos, el mismo lo advirtió con su oráculo; pero en la tierra de Atenas el primero que le dedicó juegos fue el rey Erictonio (Y no sólo a él, sino también a Minerva), en los cuales a los vencedores les daban por premio aceite, porque dicen que Minerva fue la inventora y descubridora del fruto de la oliva, así como Liber del vino.
Por este tiempo, Janto, rey de Creta, cuyo nombre hallamos diferente en otros, dicen que robó a Europa, de la cual tuvo a Radamanto, Sarpedón y Minos, los cuales, sin embargo, es fama común que son hijos de Júpiter, habidos en esta mujer. Pero los que profesan la religión de semejantes dioses, lo que hemos insinuado del rey dé Creta lo juzgan verdadera historia; y lo que cuentan de Júpiter los Poetas, resuena en los teatros y celebran los pueblos, lo consideran como vanas fábulas, para que hubiese materia para inventar juegos que aplacasen a los dioses, aun imputándoles culpas falsas.
Por estos tiempos corría la fama de Hércules en Tyria; pero éste fue otro, no aquel de quien hablamos arriba; porque en la historia más secreta y religiosa se refiere que hubo muchos Líberos padres y muchos Hércules. De este Hércules cuentan doce hazañas muy heroicas, entre las cuales no insertan la muerte del africano Anteo, por pertenecer esto al otro Hércules. Refieren en sus historias que él mismo se quemó en el monte Oeta, no habiendo podido sufrir y llevar con paciencia, y con aquella virtud y valor heroico con que había sujetado los monstruos, la enfermedad que padecía.
Por estos tiempos el rey, o, por mejor decir, el tirano Busiris, sacrificaba sus huéspedes a sus dioses, Dicen que fue hijo de Neptuno, tenido de Libia, hija de Epapho; pero no creemos que Neptuno cometió este estupro, ni acusamos a los dioses, sino atribúyase a los poetas y teatros, para que haya materia con que aplacar a aquéllos.
De Erictonio, rey de los atenienses, en cuyos últimos anos se halla que murió Josué, dicen que fueron sus padres Vulcano y Minerva; mas por cuanto quieren que Minerva sea doncella, explican que en la controversia y debate que tuvieron ambos, jugueteando Vulcano, con el movimiento violento de los saltos, cayó su semilla en la tierra, y a lo que nació de esta semilla le pusieron aquel nombre; porque en griego eris significa lid o porfía, y cton, la tierra, y de estos dos se compuso el nombre de Erictonio.
Con todo, lo que no debe olvidarse es que los más doctos refutan y niegan estas sutilezas de sus dioses, diciendo que esta opinión fabulosa nació de que se halló el muchacho expuesto en un templo que había en Atenas dedicado a Vulcano y Minerva, enroscado en una sierpe lo que significó, que había de ser un grande héroe, y porque el templo era común y se ignoraba quiénes eran sus padres, se dijo ser hijo de Vulcano y de Minerva,
Sin embargo, la otra que es fábula, nos declara y manifiesta con más claridad el origen de su nombre, que no ésta que es la historia. Pero ¿qué nos importa, que en sus libros verdaderos enseñen esto a los hombres religiosos, si en los juegos falsos y engañosos deleitan con aquello a los inmundos demonios, a quienes, sin embargo, los religiosos gentiles adoran y reverencian como a dioses? Y cuando nieguen de ellos todas estas cosas, no pueden absolverlos totalmente de la culpa, pues pidiéndolo ellos establecen y celebran unos juegos, en los que se representa con torpezas lo que al parecer con prudencia y discreción se niega. Y advirtiendo al mismo tiempo que con estas falsedades y disoluciones se aplacan los dioses, aunque la fábula nos cuente el crimen que falsamente, imputan a los dioses, el deleitarse con la culpa, aunque sea falsa, es culpa verdadera.

CAPITULO XIII. De las fabulosas ficciones que inventaron al tiempo que comenzaron los hebreos a gobernarse por sus jueces

Después de la muerte de Josué, el pueblo de Dios comenzó a gobernarse por jueces, en cuyos tiempos gustaron en ocasiones de la adversidad y calamidades por sus pecados, y a veces de la prosperidad en los consuelos por la misericordia de Dios.
Por este tiempo se inventaron algunas fábulas: la de Triptolemo, quien, por mandato de Ceres, conducido por unas sierpes que volaban, trajo trigo por el aire en ocasión que había escasez y carestía; la del Minotauro, que dicen fue una bestia encerrada en el laberinto, en el cual, luego que entraban los hombres, por los enredos y confusión de los lugares que se veían dentro, ya no podían salir; la de los Centauros, que dicen fue cierta especie de animal, compuesto de hombre y caballo; la del Cerbero, que es un perro de tres cabezas, que hay en los infiernos; la de Frigio y Helles, su hermana, de los cuales dicen que, llevados sobre un carnero, volaban; la de la Gorgona, que dicen tuvo las crines serpentinas, convirtiendo en piedras a los que la miraban; la de Belerofonte, que anduvo en un caballo que volaba con alas, llamado Pegaso; la de Anfión, que con la suavidad de su cítara, dicen, ablandó y atrajo las piedras; la de Dédalo y de su hijo Icaro, que poniéndose unas alas, volaron; la de Edipo, de quien cuentan que a un monstruo llamado Esfinge, que tenía el rostro humano y era una bestia de cuatro pies, habiéndole resuelto un enigma que solía proponer como irresoluble, hizo que se despeñase y pereciese; la de Anto, a quien mató Hércules, que dicen fue hijo de la tierra, por lo cual, creyendo y tocando la tierra, acostumbraba a levantarse más fuerte, y así otras que acaso me habré dejado.
Estas fábulas que hubo hasta la guerra de Troya, en la que Marco Varrón concluyó su libro segundo del origen de la nación romana, las fingieron así los ingenios perspicaces de los hombres, estresacando noticias de algunos sucesos que acaecieron, y constaban las historias, agregando las injurias y oprobios imputados a los dioses. Así fingieron de que Júpiter robó al hermoso joven Ganímedes (cuya execrable maldad la cometió el rey Tántalo, y la fábula la atribuye a Júpiter), y que descendiendo en una lluvia de oro durmió a Danae; en lo que se entiende que con el oro conquistó la honestidad de aquella mujer; cosa que o sucedió o se fingió en aquellos siglos heroicos, o habiéndolo hecho otros, se supuso y atribuyó a Júpiter.
No puede ponderarse cuán impíamente han opinado de los ánimos y corazones de los hombres, suponiendo que pudieran sufrir con paciencia estas mentiras; pero, ¡qué digo sufrirías!, si tos hombres las adoptaron también gustosamente, siendo así que con cuanta más devoción reverencian a Júpiter, con tanto más rigor debieran castigar a los que se atrevieron a decir de él tales torpezas. Pero no sólo no se indignan contra los que supusieron semejantes patrañas, sino que si no representaran tales ficciones en los teatros, pensaran tener enojados e indignados a los mismos dioses.
Por estos tiempos Latona dio a luz a Apolo, no aquel a cuyos oráculos dijimos arriba que solían acudir las gentes de todas partes, sino aquel de quien sé refiere que con Hércules apacentó los rebaños del rey Admeto; a quien, sin embargo, de tal suerte le tuvieron por dios, que muchos, y casi todos, piensan que éste y el otro fue un mismo Apolo.
Por entonces también el padre Libero o Baco hizo guerra a la India, y trajo en su ejército muchas mujeres que llamaban bacantes, no tan ilustres y famosas por su virtud y valor como por su demencia y furor. Alguno escriben que fue vencido y preso este Libero, y otros que fue muerto en una batalla por Perseo, y hasta señalan el lugar donde fue sepultado, y, con todo, en honor de su nombre, como si fuera Dios, han instituido los impuros demonios unas solemnidades religiosas, o, por mejor decir, unos execrables sacrilegios que llaman bacanales. De cuya horrible torpeza, después de transcurridos tantos años, se como y avergonzó tanto el Senado que prohibió su celebración en Roma.
Por estos tiempos, a Perseo y a su esposa Andrómeda, ya difuntos, en tal conformidad los admitieron y colocaron en el cielo, que no se avergonzaron ni temieron acomodar y designar sus imágenes a las estrellas, llamándolas con sus propios nombres.

CAPÍTULO XIV. De los teólogos poetas

En este mismo tiempo hubo también poetas que se llamaron teólogos porque componían versos en honor y elogio de los dioses; pero de unos dioses que, aunque fueron hombres sabios, fueron hombres o eran elementos de este mundo, que hizo y crió el Dios verdadero, o fueron puestos en el orden de algunos principados y potestades, según la voluntad del que los crió y no según sus méritos.
Y si entre tantas cosas vanas y falsas dijeron alguna del único y solo Dios verdadero, adorando juntamente con él a otros que no son dioses y haciéndoles el honor que se debe solamente a un solo Dios, sin duda que no le adoraron legítimamente, además de que tampoco éstos pudieron abstenerse de la infamia e ignominia fabulosa de sus dioses.
Entre estos teólogos poetas cítanse a Orfeo, Museo y Lino, quienes adoraron a los dioses, y ellos no fueron adorados por dioses, aunque; no sé como la ciudad de los impíos suele hacer, que presida Orfeo en las solemnidades sagradas, o, por mejor decir, en los sacrilegios que se celebran y dedican al infierno. Habiendo perecido la mujer del rey Athamante, llamada Ino, y despeñándose su hijo Melicertes voluntariamente al mar, la opinión de los hombres los divinizó y puso en el número de los dioses, como lo hizo igualmente con otros hombres de aquel tiempo, entre los cuales fueron Cástor y Pólux. Los griegos llamaron a la latinos, Matuta, y unos y otros la tuvieron por diosa.

CAPÍTULO XV. Del fin del reino de los argirvos, que fue cuando entre los laurentes, Pico, hijo de Saturno, sucedió el primero en el reino de su padre

Por estos tiempos se acabó el reino de los argivos, habiéndose transferido a Micenas, de donde fue Agamenón, y tuvo su origen el reino de los laurentes, donde el primero que reinó fue Pico, hijo de Saturno, siendo juez entre los hebreos Débora, mujer, aunque por su medio gobernaba aquella república el Espíritu Santo, y asimismo era profetisa, cuya profecía es tan oscura que apenas podríamos manifestar aquí que fue relativa a Cristo sin consumir mucho tiempo en exponerla.
Ya reinaban los laurentes en Italia, de quienes se deduce con más claridad el origen de los romanos después de los griegos, y,. sin embargo, permanecía todavía el reino de los asirios, en el cual reinaba Lampares, su rey XXIII, habiendo principiado Pico a ser el primero de los laurentes.
De Saturno, padre de éste, vean lo que opinan los que adoran semejantes dioses, que niegan fuese hombre; y de quien escriben otros que reinó también en Italia antes que Pico, su hijo. Y Virgilio lo insinúa bien claro en estas expresiones: «Éste civilizó a la gente indócil e inculta que vivía derramada por las asperezas de los montes, dándoles leyes para la dirección de sus acciones, y quiso mejor que aquel país se llamase Lacio, esto es, escondrijo, porque seguramente había estado escondido en él; y según la voz de la fama en su tiempo, esto es, reinando él, florecieron los siglos de oro.»
Pero dirán que esto es ficción poética, y que el Padre de Pico fue realmente Esterces, el cual, siendo un hombre muy intruido en la agricultura, dicen que halló el secreto de cómo debían fertilizarse los campos con el excremento de los animales el cual de su nombre se llamó estiércol. Del mismo modo dicen algunos que se llamó éste Estercucio; pero por cualquier motivo que hayan querido llamarle Saturno, a lo menos con razón, a Esterces o Estucio le hicieron dios de la agricultura Y asimismo a Pico, su hijo, le colocaron en el número de otros tales dioses y de él aseguran haber sido famoso agorero y gran soldado.
A Pico sucedió su hijo Fauno, segundo rey de los laurentes, a quien igualmente tienen o tuvieron por dios, y a todos estos hombres, después de su muerte, los honraron como a dioses antes de la guerra de Troya.

CAPÍTULO XVI. De Diómedes, a quien después de la destrucción de Troya pusieron en el número de los dioses, cuyos compañeros dicen que se convirtieron en aves

La ruina de Troya, celebrada y cantada por todo el orbe, tanto que hasta los niños la sabían, por su grandeza y por la excelencia del ingenioso lenguaje de los escritores, se extendió y divulgó. Sucedió, reinando ya Latino hijo de Fauno, de quien tomó nombre el reino de los latinos, cesando ya de llamarse de los laurentes.
Los griegos, victoriosos, dejando asolada a Troya y regresando a sus casas, padecieron un fuerte descalabro en el camino, siendo rotos y deshechos con diversas y fatales pérdidas y desastres, y, sin embargo, aun con algunos de ellos acrecentaban el número de sus dioses, pues instituyeron por dios a Diómedes y por disposición y castigo del cielo, dicen, que no volvió a su tierra; afirmando también que sus compañeros se convirtieron en, aves y testificando este suceso, no con ficción fabulosa o poética, sino con autoridad histórica; a los cuales compañeros, siendo ya dios, según creyeron los ilusos, no les pudo restituir la forma humana, o a lo menos, como recién entrado en el cielo, no pudo conseguir esta gracia de su rey Júpiter.
Además, aseguran haber un templo suyo en la isla Diomedea, no muy distante del monte Gargano, situado en Apulia, y que estas aves andan volando alrededor de este templo, y que asisten allí continuamente, ocupándose en un ministerio tan santo y admirable como es tomar aguas en los picos y rociarle; y si acontece llegar allí algunos griegos, o descendientes de griegos, no sólo están, quietas, sino que los halagan y acarician; pero si acaso llegan otros de otra nación, acometen a sus cabezas y los hieren tan gravemente que a veces los matan; porque aseguran que con sus fuertes y grandes picos están suficientemente armadas para poder realizar esta empresa.

CAPÍTULO XVII. Lo que creyó Varrón de las increíbles transfiguraciones de los hombres

En confirmación de esto, refiere Varrón otras particularidades no menos increíbles de aquella famosísima maga, llamada Circe, que convirtió los compañeros de Ulises en bestias; y asimismo de los arcades, que, llevados por suerte, atravesaban a nado un estanque donde se transformaban en lobos y con otras fieras semejantes pasaban su vida por los desiertos de aquella región; pero si acontecía que no comiesen carne humana, otra vez al cabo de nueve años, volviendo a pasar a nado el mismo estanque, recobraban su primera forma de hombres.
Finalmente, refiere asimismo en particular de cierto hombre llamado Demeneto, que habiendo comido del sacrificio que los arcades solían hacer a su dios Lico, inmolándole un niño, se convirtió en lobo, y que pasados diez años, vuelto a su propia figura, se había ejercitado en el arte de la lucha, saliendo victorioso en los juegos olímpicos.
No por otra causa piensa el historiador que en Arcadia llamaron Liceo a Pan y a Júpiter, sino por la transformación de hombres en lobos, la cual entendían que no podía hacerse sino con virtud divina; porque lobo en griego se dice lycos, de donde Parece haberse derivado el nombre de Liceo.
También dice que los lupercos romanos nacieron de la semilla de estos misterios.

CAPÍTULO XVIII. Qué es lo que debe creerse de las transformaciones que, por arte o ilusión de los demonios, parece a los hombres que realmente se hacen

Pero acaso los que leyesen esto gustarán saber lo que decimos y sentimos acerca de un embeleso y engaño tan grande de los demonios, y lo que deben hacer los cristianos cuando oyen que los ídolos de los gentiles hacen milagros. Lo que diremos es que debe huirse de en medio de Babilonia. Este precepto profético debe entenderse espiritualmente, de forma que de la ciudad de este sitio, que, sin duda, es una sociedad e ángeles malos y hombres impíos, nos apartemos, siguiendo la verdadera fe, que obra por amor, con sólo aprovechar, espiritualmente en Dios vivo.
Cuanto mayor viésemos que es la potestad de los demonios en estas cosas terrenas, tanto más firmemente debemos estar asidos del Medianero, porque subimos de estas cosas bajas y despreciables a las sumas y necesarias. Pues si dijésemos que no debe darse crédito a semejantes sutilezas, no falta ahora quien diga que sucesos como éstos, o los ha oído por muy ciertos, o los ha visto por experiencia, pues aun nosotros, estando en Italia, hemos oído algunas cosas como éstas de una provincia de aquellas regiones, donde decían que las mesoneras, instruidas en tales artes malas, solían dar en el queso a los viajeros que querían o podían cierta virtud con que inmediatamente se convertían en asnos, en que conducían lo que necesitaban, y, concluida su comisión, volvían en sí y a su antigua figura, y que no por eso su alma se transformaba en bestias, sino que se les conservaba la razón y humano discurso; así como Apuleyo, en los libros que escribió del Asno de oro, enseñó, o fingió haber sucedido a si mismo, que, tomando el brebaje o porción destinada a este efecto, quedando en su estado la razón del hombre, se convirtió en asno estas transformaciones, o son falsas, o tan inusitadas, que, con razón no merecen crédito.
Sin embargo, debemos creer firmemente que Dios Todopoderoso puede hacer todo cuanto quiere, ya sea castigando, ya sea premiando, y que los demonios no pueden obrar maravilla alguna, atendida solamente su potencia natural (porque ellos son asimismo en la naturaleza ángeles, aunque por su propia culpa malignos y reprobados), sino lo que el Señor les permitiere, cuyos juicios eternos muchos son ocultos, pero ninguno injusto.
Aunque los demonios no crían ni pueden criar naturaleza alguna cuando hacen algún portento, como los que ahora tratamos, sino que sólo en cuanto a la apariencia mudan y convierten lo que ha criado el verdadero Dios, de manera que nos parezca lo que no es. Así que por ningún pretexto creerá que los demonios puedan convertir realmente con ningún arte ni potestad, no sólo el alma, pero ni aun el cuerpo humano en miembros o formas de bestias, sino que la fantasía humana, que varía también, imaginando o soñando innumerables diferencias de objetos y, aunque no es cuerpo, con admirable presteza imagina formas semejantes a los cuerpos, estando adormecidos u oprimidos los sentidos corpóreos del hombre puede hacerse que llegue por un modo inefable y que se represente en figura corpórea el sentido de los otros, estando los cuerpos de los hombres, aunque vivos, predispuestos mucho más gravemente y con más eficacia que si tuvieran los sentidos cargados y oprimidos de sueño.
Y que aquella representación fantástica, como si fuera corpórea, se aparezca y represente en figura de algún animal a los sentidos de los otros, y que a sí propio le parezca al hombre que es tal como le pudiera suceder y parecer en suelos, y que le parezca que trae a cuestas algunas cargas, cuyas cargas, si son verdaderos cuerpos, los traen los demonios para engañar a los hombres, viendo por una parte los verdaderos cuerpos de las cargas, y por otra los falsos cuerpos de los jumentos.
Porque cierto hombre, llamado Prestancio, contaba que le había sucedido a su padre, que, tomando en su casa aquel hechizo o veneno en el queso, se tendió en su cama como adormecido al cual, sin embargo, de ningún modo pudieron despertar, y decía que al cabo de algunos días volvió en sí como quien despierta, y refirió como sueño lo que había padecido, es a saber: que se había vuelto caballo y que habla acarreado y conducido a los soldados, en compañía de otras bestias y jumentos, su vianda, que en latín se dice retica, porque se lleva en las redes, o mochilas; todo lo cual se supo que había sucedido así como lo contó, y a él, sin embargo, le parecía haber soñado.
También refirió otro que estando en su casa, de noche, antes de dormirse, vio venir hacia él un filósofo muy amigo suyo, quien le declaró algunos secretos y doctrinas de Platón, las cuales, pidiéndoselo antes, no se las había querido declarar. Y preguntándole al mismo filósofo por qué había hecho en casa del otro lo que, rogándoselo, no había querido hacer en la suya propia, «no lo hice yo, dice, sino que soñé haberlo hecho.» Así se presentó al que velaba por imagen fantástica lo que el otro soñó. Estas simplezas llegaron a mi noticia, contándolas, no alguno a quien creyera indigno de darle crédito, sino personas que imagino no mentirían.
Y por eso, lo que dicen y escriben de que en Arcadia los dioses, o por mejor decir, los demonios, suelen convertir a los hombres en lobos, y que con sus encantamientos transformó Circe a los compañeros de Ulises del modo que va he dicho, me parece que pudo ser, si es que así fue, y que las aves de Diómedes, supuesto que dicen que todavía dura su generación sucesivamente, no fueron convertidas de hombres en aves, sino que presumo las pusieron en lugar de aquella gente que se perdió o murió, como pusieron allá a la cierva en lugar de Ifigenia, hija del rey Agamenón; pues para los demonios no son dificultosos semejantes engaños cuando Dios se los permite Come hallaron después viva aquélla doncella, fue fácil de entender
que en su lugar pusieron la cierva; pero los compañeros de Diómedes, porque de repente desaparecieron, y después jamás los vieron, pereciendo, por sus culpas, a manos de los ángeles malos, creyeron los crédulos que fueron transformados en aquellas aves, que ellos trajeron allí de otras partes donde las había y de improviso las pusieron en lugar de los muertos.
Y acerca de lo que dicen que en los picos traen agua, rocían y purificar el templo de Diómedes, que acariciar a los griegos y persiguen a las otras naciones, no es maravilla que sucedió así por instinto de los demonios, pues a ellos toca el persuadir que Diómedes fue hecho dios para engañar a los hombres, a fin de que adoren muchos dioses falsos en perjuicio del verdadero Dios, y sirvan con templos, altares, sacrificios y sacerdotes (todo lo cual cuando es correspondiente y bueno, ni se debe sino a un solo Dios vivo y verdadero), hombres muertos, que ni cuando vivieron, vivieron verdaderamente.

CAPÍTULO XIX. Que Eneas vino a Italia en tiempo que Labdón era juez entre los hebreos

Por este tiempo, después de entrada a sangre y fuego y arruinada Troya, vino Eneas con una armada de veinte naves, en las que se habían embarcado las reliquias de los troyanos, a Italia, reinando allí Latino; en Atenas, Menestheo; en Sicionia, Polífices; en Asiria, Tautanes, y siendo juez entre los hebreos Labdón.
Muerto Latino, reinó Eneas tres años, reinando los referidos reyes en los mismos pueblos, a excepción de Sicionia, donde a la sazón reinaba ya Pelasgo, y entre los hebreos era juez Sansón, del que como fue tan fuerte y valeroso, se creyó haber sido Hércules. Como Eneas no pareció cuando murió, le hicieron su dios los latinos.
Los sabinos, a su primer rey, Sango, o como otros le llaman, Santo, le pusieron asimismo en el catálogo do los dioses.
Por el mismo tiempo, Codro, rey de Atenas, se ofreció de incógnito a los peloponesos, enemigos de sus vasallos, para que le matasen, y así sucedió; y de este modo blasonan que libertó a su patria; porque los peloponesos supieron por un oráculo que saldrían victoriosos si lograban no matar al rey de contrarios; pero éste los engañó, vistiéndose un traje común y provocándolos a que le matasen, trabando con ellos una pendencia. De aquí la frase de Virgilio «las pendencias de Codro». También a éste le honraron los atenienses con sacrificios como a dios.
Siendo rey cuarto de los latinos Silvio, hijo de Eneas (no tenido de Creusa, cuyo hijo fue Ascanio, el tercero que allí reinó, sino de Lavinia, hija de Latino, quien dicen haber nacido después de muerto su padre Eneas), y reinando en Asiria Oneo el XXIX, en Atenas Melanto el XVI, y siendo juez entre los hebreos el sacerdote Helí, se acabó el reino de los sicionios, el cual aseguran que duró novecientos cincuenta y nueve años.

CAPÍTULO XX. De la sucesión del reino de los israelitas después de los jueces

Después, reinando los mismos en los insinuados pueblos, concluido el gobierno republicano de los jueces, principió el reino de los israelitas en Saúl, en cuyo tiempo floreció el profeta Samuel, desde el cual comenzó a haber entre los latinos los reyes que llamaban silvios, por el hijo de Eneas, que se llamó Silvio.
Los demás que procedieron de él, aunque tuvieron sus nombres peculiares, sin embargo, no dejaron este sobrenombre, así como mucho después vinieron a llamarse césares los que sucedieron a Julio César Augusto.
Habiendo, pues, reprobado Dios a Saúl para que no reinase ningún descendiente suyo muerto el sucedió en el reino David, cuarenta años después que empezó a reinar el impío Saúl. Entonces los atenienses, después de la muerte de Codro, dejaron de tener reyes y comenzaron a tener magistrados para gobernar la república
Después de David, que reinó también cuarenta años, su hijo Salomón fue rey de los israelitas, el cual edificó el suntuoso y famoso templo de Jerusalén; en cuyo tiempo entre los latinos se fundó la ciudad de Alba, de la cual en lo sucesivo comenzaron a llamarse los reyes, no de los latinos, sino de los albanos, aunque era en el mismo Lacio.
A Salomón sucedió su hijo Roboán, en cuyo tiempo el pueblo de Dios se dividió en dos parcialidades, y cada una de ellas comenzó a tener sus respectivos reyes.

CAPÍTULO XXI. Cómo entre los reyes del Lacio, el primero, Eneas, y el duodécimo Aventino, fueron tenidos por dioses

En el Lacio, después de Eneas, a quien hicieron dios, hubo once reyes, sin que a ninguno de ellos constituyesen por dios; pero Aventino, que es el duodécimo, habiendo muerto en la guerra y sepultándole en aquel monte que hasta la actualidad se llama Aventino, de su nombre, fue añadido al número de los dioses, que ellos asimismo se formaban, aunque hubo otros que no quisieron escribir que le mataron en la guerra, sino dijeron que no pareció, y que tampoco el monte se llamó así de su nombre, sino por la venida de las aves, le pusieron Aventino.
Después de éste no lucieron dios alguno en el Lacio, Sino a Rómulo, fundador de Roma, y entre éste y aquél se hallan dos reyes, el primero de los cuales, por nombrarle con las mismas palabras de Virgilio, diremos: «Es Procas el valiente, gloria y honor de la gente troyana.» En cuyo tiempo, porque ya, en algún modo se iba disponiendo el principio y origen de la ciudad de Roma, aquel reino de los asirios, que en grandeza excedía a todos, acabó al fin, habiendo durado tanto. Porque se trasladó a los medos casi después de mil trescientos cinco años, contando también el tiempo de Belo, padre de Nino, que fue el primero que reinó allí, contentándose con un pequeño reino.
Procas reinó antes de Amulio, y éste hizo incluir entre las religiosas vírgenes vestales a una hija de su hermano Numitor, llamada Rea, que se decía también Ilia, la cual vino a ser madre de Rómulo. Suponen que concibió de Marte dos hijos gemelos, honrando y excusando de este modo su estupro, y apoyándolo con que a los muchachos o niños expuestos los crió una loba. Porque este género de animales sostienen que pertenece a Marte, para que efectivamente se área que les dio los pechos a los niños porque conoció que eran hijos de Marte, su señor; aunque no falta quien diga que estando los niños expuestos a la fortuna, llorando amargamente, los recogió al principio cierta ramera, que fue la primera que les dio de mamar. Entonces a las rameras llamaban lupas o, lobas, y así los lugares torpes donde ellas habitaban se llaman aun ahora lupanares. Consta en la historia que estos tiernos infantes vinieron después a poder del pastor Faústulo, cuya esposa, Acca, los crió. Aunque ¿qué maravilla es que para confusión y corrección de un rey de la tierra, que inhumanamente los mandó echar al agua, quisiera Dios librar milagrosamente a aquellos niños, por quienes había de ser fundada una ciudad tan grande, y socorrerlos por medio de una fiera que les diese de mamar? A Amulio sucedió en el reino del Lacio su hermano Numitor, abuelo de Rómulo, y en el ano primero, del reinado de Numitor se fundó la ciudad de Roma, por lo cual en lo sucesivo reinó Numitor juntamente con su nieto Rómulo.

CAPÍTULO XXII. Cómo Roma fue fundada en el tiempo que feneció el reino de los asirios, reinando Ecequías en Judea

Por no detenerme demasiado, diré que se fundó la ciudad de Roma como otra segunda Babilonia, y como una hija de la primera Babilonia, por medio de la cual fue Dios servido conquistar todo el ámbito de la tierra, y ponerle en paz, reduciéndole todo bajo el gobierno de una sola república y bajo unas mismas leyes. Estaban ya entonces los pueblos poderosos y fuertes, y las naciones acostumbradas al ejercicio de las armas, de forma que no se rindieran fácilmente, y era necesario vencerlos con gravísimos peligros, destrucciones y asolaciones de una y otra parte, y con horrendos trabajos.
Cuando el reino de los asirios sujetó a casi toda el Asia, aunque se hizo con las armas, no pudo ser con guerras tan ásperas y dificultosas, porque todavía eran rudas y bisoñas las gentes para defenderse, y no tan numerosas y fuertes. Porque desde el grande y universal Diluvio, cuando en el Arca de Noé se salvaron sólo ocho personas, no habían pasado más de mil años cuando Nino sujeto a toda el Asia, a excepción de la India; pero Roma, a tantas naciones como vemos sujetas al Imperio romano, así del Oriente como del Occidente, no las domó con aquella misma presteza y facilidad, porque por cualquiera parte que se iba dilatando y creciendo, poco a poco las halló robustas y belicosas.
Al tiempo, pues, que se fundó Roma, hacía setecientos dieciocho años que el pueblo de Israel estaba en la tierra de Promisión; de los cuales, veintisiete pertenecen a Josué, y de allí adelante los trescientos veintinueve al tiempo de los jueces. Y desde que principió a haber allí reyes, han transcurrido trescientos sesenta y dos años, reinando entonces en Judá Achaz, o, según la cuenta de otros, Ezequías, que sucedió a Achaz; del cual consta que, siendo un príncipe lleno de bondad y religión, reinó en los tiempos de Rómulo. Y en la otra parte del pueblo hebreo, que se llamaba Israel, había empezado a reinar Oseas.

CAPÍTULO XXIII. De la sibila Erithrea, la cual, entre las otras sibilas, se sabe que profetizó cosas claras y evidentes de Jesucristo

Por este tiempo dicen algunos que profetizó la sibila Erithrea. De las Sibilas, escribe Varrón que fueron muchas y una sola. Esta Erithrea escribió, efectivamente, algunas profecías bien claras sobre Jesucristo, las cuales también nosotros las tenemos en el idioma latino en versos mal latinizados; pero no consta si todos ellos son suyos, como después llegué a entender. Porque Flaviano, varón esclarecido, que fue también procónsul, persona muy elegante y de una dilatada instrucción en las ciencias, hablando un día conmigo de Cristo, sacó un libro diciendo que eran los versos de la sibila Erithrea, mostrándome un lugar donde en los principios de los versos habla cieno orden de letras dispuestas en tal conformidad, que decían así: Jesus Christos Ceu Yos Soter, que quiere decir en el idioma latino: Jesus-Christus, Dei Filius Salvator; Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador del mundo.
Estos versos, cuyas primeras letras hacen el sentido que he explicado, del mismo modo que los interpretó un sabio en versos latinos, que existen, contienen lo que sigue: «Sudará la tierra, será señal del juicio. Del Cielo bajará el Rey Sempiterno, vestido como esta de carne, a juzgar a todos los hombres; en cuyo acto verán los fieles y los infieles a Dios al fin del Siglo sentado en un elevado trono, y acompañado de los santos. Delante de cuya presencia se presentarán las almas con sus propios cuerpos para ser juzgadas; estará el orbe inculto con espesos matorrales, desecharán los hombres los simulacros, y todas las riquezas y tesoros escondidos. Abrasará la tierra el fuego, y discurriendo por el cielo y por el mar, quebrantará las puertas del tenebroso infierno. Entonces todos los cuerpos de los santos, puestos en libertad, gozarán de la luz; y a los malos y pecadores los abrasará la llama eterna. Todos descubriendo los secretos de sus conciencias, confesarán sus culpas, y Dios pondrá patente lo más escondido del corazón. Habrá llantos, estridor y crujido de dientes. Se oscurecerá el sol, y las estrellas perderán su alegría. Se deshará el cielo, la luna perderá su resplandor. Abatirá los collados, y alzará los valles; no habrá en las cosas humanas cosa alta ni encumbrada. Se igualarán los montes con los campos, el mar no podrá se surcado ni navegado; la tierra se abrasará con rayos, las fuentes y los ríos se secarán con la violencia del fuego. Entonces sonará desde el cielo la trompeta con eco lamentable y triste, llorando la culpa del mundo, sus dolores y trabajos; y abriéndose la tierra, descubrirá el profundo caos del abismo infernal Los reyes comparecerán ante el Tribunal del Señor. Lloverá el Cielo fuego, mezclado con arroyos de azufre.» En estos versos latinos, traducidos imperfectamente del griego, no se pudo encontrar el sentido que se encuentra cuando vienen a unirse las letras con que principian los versos, donde en el griego se pone la letra ypsilón, por no haberse podido hallar palabras latinas que comenzasen con esta letra y fuesen a propósito para el sentido. Estos son tres versos, el 5, el 18 y el 19. En efecto, si uniésemos todas las letras que se hallan en el principio de todos los versos, sin que leamos las tres que hemos dicho, sino que en su lugar nos acordemos de la ypsilón; como si estuviera puesta en aquellos versos, se hallará en cinco palabras Jesus-Christus, Dei Filius Salvator, Jesucristo Hijo de Dios, Salvador del mundo; pero diciéndolo en el idioma griego, no en el latino. Siendo, como son, veintisiete los versos, este número forma un ternario cuadrado integro, porque multiplicados tres por tres hacen nueve, y si multiplicásemos las nueve partes, para que de lo ancho se levante la figura en alto, serán veintisiete. Y si de estas cinco palabras griegas, que son Jesus-Christos Ceu Yos Soter, que en castellano quiere decir: Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador del mundo, juntásemos las primeras letras, dirán ixtios, esto es, pez; en cuyo nombre se entiende místicamente Cristo, porque en el abismó de la mortalidad humana, como en un caos profundo de aguas, pudo vivir, esto es, sin pecado.
Esta sibila, ya sea la Erithrea, o, como algunos opinan, la Cumana, no sólo no tiene en todo su poema, cuya mínima parte es ésta, expresión alguna que pertenezca al culto de los dioses falsos, sino que de tal manera raciocina contra ellos y contra los que los adoran, que parece que nos obliga a que la pongamos en el número de los que tocan a la Ciudad de Dios.
Lactancio Firmiano, en sus obras, pone igualmente algunas profecías de la sibila que hablan de Cristo, aunque no declara su nombre; pero lo que él puso por partes, a mi me pareció ponerlo todo junto, como si fuera una profecía larga, la que él refirió como muchas, concisas y compendiosas. Dice: «El vendrá a manos inicuas e infieles. Darán a Dios bofetadas con manos sacrílegas, y de sus inmundas bocas le arrojarán venenosas salivas. Ofrecerá el Señor sus santas espaldas para ser azotadas. Y siendo abofeteado, callará, porque acaso ninguno sepa quién es, ni de dónde vino a hablar a los mortales, y le coronarán con corona de espinas. Le darán a comer hiel, y a beber vinagre, y mostrarán con estos manjares su bárbara inhumanidad. Porque tú, pueblo ciego y necio, no conociste a tu Dios, disfrazado a los ojos de los mortales; antes le coronaste de espinas, y le diste a beber amarga hiel. Él velo del templo se rasgará, y al mediodía habrá una tenebrosa noche, que durará tres horas. Y morirá con muerte, echándose a dormir por tres días, y después, volviendo de los infiernos, resucitará, siendo el primero que mostrará a los escogidos el principio de la resurrección.»
Estos testimonios de las sibilas alegó Lactancio en varios fragmentos y retazos, colocándolos a trechos en el discurso de su disputa, según que le pareció que lo exigía el asunto que intentaba probar, los cuales, sin interponer ni mezclar otra materia, los hemos puesto a continuación en una lista, procurando solamente distinguirlos Con sus principios, por si los que después los escribieran gustaren hacer lo mismo. Algunos escribieron que la sibila Erithrea no floreció en tiempo de Rómulo, sino en el que acaeció la guerra y destrucción de Troya.

CAPÍTULO XXIV. Cómo reinando Rómulo florecieron los siete sabios. Al mismo tiempo las diez tribus de Israel fueron llevadas en cautiverio por los caldeos. Muerto Rómulo, le honraron como a dios

Reinando Rómulo, escriben que vivió Thales Milesio, uno de los siete sabios, que después de los teólogos poetas (entre quienes el más famoso e ilustre fue Orfeo) se llamaron sofos, que en latín significa sapientes (sabios). En este mismo tiempo las diez tribus que en la división del pueblo se llamaron Israel fueron sojuzgadas por los caldeos y conducidas en cautiverio a aquel país quedándose en la provincia de Judea las dos tribus que se llamaban de Judá y tenían su corte y capital del reino en Jerusalén.
Muerto Rómulo, como tampoco Pareciese vivo ni muerto por parte alguna, los romanos, como saben todos, le inscribieron en el número de los dioses, lo cual había ya cesado en tanto grado (y después tampoco, en los tiempos de los césares, se hizo por yerro de cuenta, como dicen, sino por adulación y lisonja) que Cicerón atribuye a una particular gloria de Rómulo haber merecido este honor, no en tiempos oscuros e ignorantes, cuando fácilmente se dejaban engañar los hombres, sino en tiempos de mucha policía y erudición, aunque por entonces aun no había brotado, ni se había divulgado la sutil y aguda locuacidad de los filósofos.
Aunque en la época inmediata no hicieron a los hombres, después de muertos, dioses, sin embargo, no dejaron de adorar y tener por dioses a los que los antiguos habían hecho; y con simulacros y estatuas, que no tuvieron los antiguos, acrecentaron este vana e impía superstición, poniéndoles tal cosa en su corazón los malignos espíritus, engañándolos también con los embustes y patrañas de sus falsos oráculos; de forma que las supuestas culpas de los dioses, que ya como en siglo más político, ilustrado y cortesano, no se atrevían a fingir, en los juegos públicos las representaban con demasiada torpeza en reverencia de los mismos falsos dioses.
Después de Rómulo reinó Numa, quien con haber querido reforzar y guarnecer aquella ciudad suntuosa con un excesivo número de dioses, sin duda falsos, no mereció, después de muerto, que le colocasen entre aquella turba, como si hubiese llenado el cielo con tanta multitud de dioses, que no pudo hallar allí lugar para sí; Reinando éste en Roma, y empezando a reinar entre los hebreos Manases, rey impío y malo, quien aseguran que mandó quitar la vida al santo profeta Isaías, escriben también que floreció la sibila Samia.

CAPÍTULO XXV. Qué filósofos florecieron reinando en Roma Tarquino Prisco, y entre los hebreos Sedecías, cuando fue tomada Jerusalén y arruinado el templo

Reinando entre los hebreos Sedecías, y en Roma Tarquino Prisco, que sucedió a Anco Marcio, fue llevado en cautiverio a Babilonia el pueblo judaico, asolada Jerusalén y destruido el famoso templo edificado por Salomón. Porque amonestándolos y reprendiéndolos los profetas por sus abominables pecados y maldades, les anunciaron habían de sobrevenirles estas desdichas, especialmente Jeremías, que les señaló puntualmente hasta el número de los años que habían de vivir en dura servidumbre.
Por aquel tiempo dicen que floreció Pitaco Mitileno, uno de los siete sabios; y los otros cinco restantes (a los cuales, por hacerlos siete, les añaden a Thales, de quien arriba hicimos mención, y a Pitaco), escribe Eusebio que florecieron en tiempo que estuvo cautivo el pueblo de Dios en Babilonia; los cuales son: Solón, ateniense; Quilón, lacedemonio; Periandro, corintio; Cleobulo, lidio; Bías, prieneo. Todos estos, que llamaron los siete sabios, fueron esclarecidos y famosos, después de los poetas teólogos, porque se aventajaron a los demás hombres en cierto modo y género de vivir virtuosa y loablemente; porque compendiaron algunos preceptos tocantes a las costumbres, bajo la forma de adagios o sentencias breves, aunque no dejaron, en cuanto a la literatura, escrita obra alguna, a excepción de lo que dicen, que Solón dejó escritas algunas leyes a los atenienses; pero Thales, que fue físico, dejó varios libros de sus dogmas.
En el mismo tiempo de la cautividad judaica florecieron Anaximandro, Anaxímenes y Xenófanes, físicos, y también Pitágoras, desde quien principiaron a llamarse filósofos.

CAPITULO XXVI. Cómo al mismo tiempo en que, cumplidos setenta años, se acabó el cautiverio de los judíos, los romanos también salieron del dominio de sus reyes

Por este mismo tiempo, Ciro rey de los persas, que lo era también de los caldeos y asirios, mitigándose algún tanto el cautiverio de los judíos, hizo que cincuenta mil de ellos volviesen a Jerusalén con el encargo de restaurar el templo; los cuales comenzaron solamente a poner los primeros fundamentos y edificaron el altar; porque inquietados y molestados por los enemigos, no pudieron continuar su obra, y la suspendieron hasta el reinado de Darío.
Por este mismo tiempo también sucedió lo que se refiere en el libro de Judit, el cual dicen que los judíos no lo admiten entre las Escrituras canónicas.
Así, pues, en tiempo de Darío, rey de los persas, cumplidos los setenta años que había anunciado el profeta Jeremías, se concedió libertad a los judíos, eximiéndolos de su cautiverio. Reinaba entonces Tarquino, séptimo rey de los romanos, quienes, desterrando a éste, comenzaron a vivir libres del dominio de sus reyes; y hasta este tiempo hubo profetas en el pueblo de Israel, los cuales, aunque han sido muchos, con todo, así entre los judíos como entre nosotros, se hallan pocas escrituras canónicas suyas; de ellos prometí insertar algunas en este libro cuando estaba para concluir el anterior, y ya me parece estoy en estado de cumplir mi oferta.

CAPITULO XXVII. De los tiempos de los profetas, cuyos vaticinios tenemos por escrito, quienes dijeron muchas cosas sobre la vocación de los gentiles al tiempo que comenzó el reino de los romanos y feneció el de los asirios

Para que podamos notar sin equivocación los tiempos, retrocederemos algún tanto. Al principio del libro del profeta Oseas, que es el primero de los doce profetas, se lee lo siguiente: «Lo que dijo el Señor a Oseas en tiempo de Ozías, Joathán, Achaz y Ezequías, reyes de Judá.» Amós también escribe que profetizó en tiempo del rey Ozías, y añade igualmente a Jeroboán, rey de Israel, que floreció en la misma época.
Asimismo, Isaías, hijo de Amós, ya sea este Amós el profeta que hemos indicado o, lo que es más aceptado, Otro que, no siendo profeta, se llama ha con el mismo nombre, en el exordio de su libro pone los mismos cuatro reyes que designó Oseas, en cuyo tiempo dice que profetizó.
Las profecías de Miqueas se hicieron también en estos mismos tiempos, después de los días de Ozías, pues nombra a los tres reyes que siguen, los que nombró igualmente Oseas: a Joathán, Achaz y Ezequías.
Estos son los qué, según resulta de sus escritos, profetizaron a un mismo tiempo. A éstos se añade Joás, reinando el mismo Ozías, y Joel, reinando ya, Joathán, que sucedió a Ozías. Los tiempos en que florecieron estos dos profetas los hallamos en las Crónicas y no en sus libros, porque ellos no hicieron mención de la época en que vivieron. Extiéndense estos tiempos desde Proca, rey de los latinos, o desde su antecesor Aventino, hasta Rómulo, rey ya de los romanos, o también hasta los principios del reinado de su sucesor Numa Pompilio, pues hasta este tiempo reinó Esequias; rey de Judá.
En este era nacieron, pues, éstos, que fueron como unas fuentes proféticas cuando feneció el reino, de los asirios y principió el de los romanos, para que, así como al principio del reino de los asirios fue a Abraham a quien con toda expresión y claridad se le hicieron las promesas de que en su descendencia habían de ser benditas todas las naciones, así también se cumpliesen al principio de la Babilonia occidental, en cuyo tiempo, y reinando ella, había de venir al mundo Jesucristo, realizándose las promesas de los profetas, los cuales, en testimonio y fe de un portento tan grande que había de suceder no sólo lo dijeron, sino también lo dejaron escrito.
Aunque en casi todas las épocas hube profetas en. el pueblo de Israel, desde que empezó a tener reyes que lo gobernasen, sólo fueron para utilidad, de aquel, pueblo, y no de las otras naciones; pero comenzó esta escritura profética a formarse con mayor claridad, para aprovechar en algún tiempo a las gentes, cuando se fundaba esta ciudad de Roma, que había de ser en lo sucesivo señora de las naciones.

CAPITULO XXVIII. Qué es lo que Oseas y Amós profetizaron muy conforme acerca del Evangelio de Cristo

El profeta Oseas, cuanto es más profundo y misterioso en lo que dice, con tinta más dificultad se deja penetrar y entender; con todo, tomaremos algunas expresiones suyas y las insertaremos aquí en cumplimiento de nuestra promesa: «Y sucederá – dice- que en el mismo lugar donde se les dijo primeramente: Vosotros no sois mi pueblo, allí son llamados hijos de Dios vivo.» Este testimonio de Oseas lo entendieron igualmente los apóstoles de la vocación del pueblo gentílico, que antes no pertenecía a Dios. Y porque este pueblo gentílico se contiene espiritualmente en los hijos de Abraham, por lo que con mucha propiedad se llama Israel, prosigue, y dice: «Se congregarán los hijos de Judá y los hijos de Israel en un solo pueblo, harán que sobre los unos y los otros reine un solo príncipe, y subirán de la tierra.» Si por lo ocurrido hasta la actualidad intentáramos exponer este pasaje, se tergiversaría el genuino sentido de la expresión profética. Sin embargo, acudamos a la piedra angular y a aquellas dos paredes, la una de judíos y la otra de gentiles, la una con nombre de los hijos de Judá y la otra con nombre de los hijos de Israel, sujetos juntamente unos y otros bajo un mismo principado, y miremos cómo suben de la tierra.
Que estos israelitas carnales, que al presente están pertinaces y obstinados y no quieren creer en Jesucristo, han de venir después a creer en él, es decir, sus hijos y descendientes (porque éstos seguramente han de venir a suceder en lugar de los muertos), lo afirma el mismo profeta diciendo: «Muchos días estarán los hijos de Israel sin rey, sin príncipe, sin sacrificios, sin altar, sin sacerdocio y sin manifestaciones.» Y ¿quién no advierte que así están hoy día los judíos?
Pero oigamos lo que añade: «Y después se convertirán los hijos de Israel, buscarán al Señor su Dios y a David su rey, temerán y reverenciarán al Señor y a su bondad y majestad infinita en los últimos días y fin del mundo.» No hay cosa más clara que esta profecía, en la cual, en nombre del rey David se entiende a Jesucristo, «que nació como dice el Apóstol-, según la carne, de la estirpe de David».
También nos anunció esta profecía que Cristo había de resucitar al tercero día con aquella misteriosa profundidad profética con que era justo vaticinárnoslo, donde dice: «Nos sanará después de dos días y al tercero resucitaremos»; porque conforme a este presagio es lo que dice el Apóstol: «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas celestiales.»
Amós habla también sobre esto mismo así: «Disponte, ¡oh Israel!, para invocar a tu Dios, porque yo soy el que forma los truenos, cría los vientos y el que anunció a los hombres su Cristo.»
Y en otro lugar, dice: «En aquel día volveré a levantar el tabernáculo de David, que se había caído, y reedificaré sus ruinas; lo que de él había padecido notable daño, lo levantaré y repararé como estaba antes en tiempos antiguos; de forma que las reliquias de los hombres y de todas las naciones que se apellidan con mi nombre me busquen; y lo dice el mismo Señor que ha de obrar estos prodigios.»

CAPITULO XXIX. Lo que profetizó Isaías de Cristo y de su Iglesia

El profeta Isaías no es del número de los doce profetas que llamamos menores, porque sus vaticinios son breves y compendiosos respecto de aquellos que, por ser más extensos sus escritos los llamamos mayores, uno de los cuales es Isaías, a quien pongo con los dos ya citados, por haber profetizado en unos mismos tiempos. Isaías, pues, entre las acciones inicuas que reprende, entre las justas que establece y entre las calamidades que amenaza habían de suceder al pueblo por sus pecados, profetizó asimismo muchas más cosas que los otros de Cristo y de su Iglesia, esto es, del rey y de la ciudad que fundó este rey lo cual desempeña con tanta exactitud y escrupulosidad, que algunos llegaron a persuadirse de que más es evangelista que profeta.
Con todo, por abreviar y poner fin a esta obra, de muchas pondré una sola aquí. Hablando en persona de Dios Padre, dice: «Mi siervo procederá con prudencia, será ensalzado y sobremanera glorificado. Así como han de quedarse muchos absortos en verle (tan fea pintarán los hombres su hermosura y tanto oscurecerán su gloria), así también se llenarán de admiración muchas naciones al contemplarle, y los reyes cerrarán su boca, porque le vivirán los que no tienen noticias de a por los profetas, y los que no oyeron hablar de él le conocerán y creerán en él. ¿Quién habrá que nos oiga que nos dé crédito? Y el brazo del Señor, ¿a quién se lo revelaron? Le anunciaremos que nacerá pequeño, como una raíz de una tierra seca que no tiene forma ni hermosura le vimos y no tenía figura ni gracia, sino que su figura era la más abatida y fea de todos los hombres; un hombre todo llagado y acostumbrado a tolerar dolencias, porque su rostro estaba desfigurado y él afrentado, sin que ninguno hiciese estimación de él. Y realmente él llevaba sobre sí nuestros pecados, y nosotros pensábamos que en sí mismo tenía dolores, llagas y aflicciones; pero él, efectivamente, era llagado por nuestras culpas, afligido y maltratado por nuestros pecados, y el castigo, causador de nuestra paz, descargaba sobre él y con sus llagas sanábamos todos. Todos como ovejas hablamos errado, siguiendo cada uno su error, y Dios le entregó al sacrificio por nuestros pecados; y siendo castigado y afligido, por eso no abría su boca. Como una oveja le conducían al sacrificio, y como un cordero inocente cuando le esquilan, así no abría su boca; por su humildad y abatimiento, sin oírle, le condenaron a muerte. ¿Quién bastará para contar su vida y generación? Porque le quitarán la vida, y por los pecados de mi pueblo le darán la muerte; les daré a los malos para que guarden su sepultura, y a los ricos para que compren su muerte, porque él no cometió maldad alguna, ni se halló dolo en su boca; sin embargo, quiso el Señor que lo purgase con sus llagas. Si ofrecieres tu vida en sacrificio por el pecado, vendrás a ver larga descendencia, y Dios dispondrá librar su alma de todo dolor, mostrarle la luz y formarle el entendimiento, justificar al justo, que servirá para el bien de muchos, cuyos pecados él llevará sobre sí. Por eso vendrá a tener como herencia a muchos y repartirá los despojos de los fuertes, porque entregó su vida en manos de la muerte y fue computado en el número de los pecadores, no obstante haber cargado con los pecados de todos, y por haber sido entregado por los pecados de ellos a la muerte.
Esto es lo que dice Isaías de Cristo. Veamos lo que continúa vaticinando acerca de la Iglesia: «Alégrate -dice- estéril, la que no das a luz; regocíjate y da voces de contento, la que no concebías, porque, dice el Señor, han de ser más los hijos qué ha de tener la que está sola y desconsolada que la que tenía esposo. Dilata el lugar de tus tabernáculos y ranchos e hinca fuertemente las estacas de tus tiendas: no dejes de hacer lo que te digo; extiende tus cordeles bien a lo largo y afirma bien las estacas. Dilátate todavía a la parte derecha y a la siniestra, porque tu descendencia ha de heredar y poseer las gentes y has de llegar a poblar las ciudades que estaban desiertas. No temas porque has estado confusa, ni te avergüences porque has sido infamada y avergonzada, pues has dé venir a olvidar para siempre la confusión y no te has de acordar más del oprobio de tu viudez, porque el que te dispensa esta gracia es el que se llama Señor de los ejércitos y el que te libra se llama Dios de Israel, Dios de toda la tierra». Baste lo dicho, en lo cual se encierran ciertos enigmas misteriosos que necesitan de competente explanación; pero presumo que será suficiente la simple narración de lo que está tan claro que hasta los mismos enemigos, aun contra su voluntad, lo entenderán con toda claridad.

CAPITULO XXX. De lo que profetizaron Miqueas, Jonás y Joel que pueda aludir al Nuevo Testamento

El profeta Miqueas, figurando a Cristo bajo la misteriosa figura de un monte muy elevado y extenso, dice así: «En los últimos días se manifestará el monte del Señor, se establecerá sobre la cumbre de los más empinados montes, se levantará sobre todos los collados; concurrirán a él los pueblos, acudirán muchas gentes, y dirán: Ea, venid, subamos al monte del Señor y a la casa del Dios de Jacob; Él nos enseñará sus caminos, y nosotros andaremos por sus sendas, porque de Sión ha de salir la ley y de Jerusalén la palabra del Señor. Él juzgará y administrará justicia entre muchos pueblos y pondrá freno a naciones poderosas y remotas.»
Y refiriendo Miqueas el pueblo donde había de nacer Cristo, prosigue diciendo: «Y tú, Belén, casa de Efrata, pequeña eres entre tantas ciudades como hay en Judá; sin embargo, de ti saldrá el que será Príncipe de Israel, y su salida o aparición será desde el principio y por toda la eternidad; por eso dejará vivir y permanecer por algún tiempo a los judíos hasta que la que está de parto dé a luz lo que trae encerrado en su vientre y los demás hermanos de este Príncipe que restan se conviertan y junten con los verdaderos hijos de Israel. El permanecerá y mirará por ellos, y apacentará su rebaño con la virtud del Señor, y vivirán en honor del Señor su Dios, porque entonces será glorificado hasta los últimos fines de la tierra.»
El profeta Jonás profetizó a Cristo, no solamente con la boca, sino, en cierto modo, con su pasión, y sin duda más claramente que si a voces hubiera vaticinado su muerte y resurrección. Porque, ¿a qué fin le metió la ballena en su vientre y le volvió á arrojar al tercero día si no para significarnos que Cristo al tercero día había de resucita de lo profundo del infierno?
Y aunque todo lo que predice Joel es indispensable declararlo extensamente para que sepa lo que pertenece a Cristo y a su Iglesia, con todo, no omitiré un pasaje suyo, del que se acordaron también los apóstoles cuando, estando congregados los nuevos creyentes, vino sobre ellos el Espíritu Santo, según lo había prometido Jesucristo: «Y después de esto, derramaré mi espíritu sobre toda carne, y vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros ancianos soñarán sueños, vuestros jóvenes verán visiones y sobre mis siervos y sobre mis siervas derramaré en aquellos días mi espíritu.»

CAPITULO XXXI. Lo que se halla profetizado en Abdías, Naun y Habacuc de la salud y redención del mundo, por Cristo

Los tres profetas de los doce menores, Abdías, Naun y Habacuc, ni nos dicen la época en que florecieron, ni tampoco descubrimos por las crónicas de Eusebio y San Jerónimo el tiempo en que profetizaron, pues aunque ponen a Abdías con Miqueas, sin embargo no lo pusieron en el lugar donde se notan los tiempos, donde por testimonios irrefragables consta especialmente todo lo que escriben que profetizó Miqueas, cuya omisión imagino ha procedido de equivocación o yerro de los que copian con poco cuidado las producciones literarias ajenas.
Al mismo tiempo confieso que tampoco pude inflar en las crónicas que yo posesa los otros dos citados profetas; pero estando designados en el Canon, no es justo que yo pase de largo sin, hacer mención de ellos.
Por lo respectivo a los escritos proféticos de Abdías, decimos que es el más breve y sucinto de todos los profetas. Habla contra la nación Idumea, esto es, contra la descendencia de Esaú, uno de los hijos gemelos de Isaac, nietos de Abraham, es decir, del hermano mayor reprobado por el Señor; y si, según el método de hablar, en que por la parte entendemos el todo, tomamos a Idumea y presumimos que en ella se significan los gentiles, podemos entender de Cristo lo que entre otras cosas dice: «Que en el monte Sión será la salud y santidad»; y poco después, al fin de su profecía, añade: «Y subirán los que se han salvado en el monte Sión para defender el monte de Esaú y el Señor reinará en él.» Es de inferir que se verificó esta predicción cuando los que se salvaron del monte Sión, esto es, los que de Judea creyeron en Cristo (entre quienes principalmente se entienden los Apóstoles) para defender el monte de Esaú. ¿Y cómo le defendieron, sino con la predicación del Evangelio, salvando a los que creyeron para libertarse así de la potestad infernal de las tinieblas y transferirse a la posesión beatífica del reino de Dios? Lo cual consecutivamente declaró, añadiendo: «Y el Señor reinará en él»; porque el monte Sión significa la Judea donde se profetizó que habla de ser la salud y la santidad, que es Cristo Jesús. El monte de Esaú es Idumea, por la cual se nos significa la Iglesia de los gentiles, que defendieron, como declaré, los rescatados del monte Sión, para que reinase en ella el Señor. Era esto oscuro antes de suceder; pero después de sucedido, ¿qué fiel cristiano habrá que no lo reconozca?
El profeta Naun, o, mejor dicho, Dios por él, dice: «Desterraré tus escrituras y estatuas y haré que te sirvan de sepultura, porque ya veo apresurarse por los montes los pies del que ha de evangelizar y anunciar la paz. Celebra ya, ¡oh Judá!, tus fiestas y acude a Dios con tus votos porque ya; no se envejecerán más Consumado está; ya se ha acabado: ya ha subido el que sopla en tu rostro, librándote de la tribulación.» Quién sea el que subió de los infiernos y quién el que sopló en el rostro de Judá, esto es; de los júdios, discípulos de Jesucristo, es fácil de comprender acordándose del Espíritu Santo los que reconocen y están sometidos al Evangelio. Porque al Nuevo Testamento pertenecen aquellos cuyas festividades espiritualmente se renuevan de forma que no puedan envejecer. Por medio del Evangelio vemos ya desterradas y destruidas las esculturas y estatuas, esto es, los ídolos de los dioses falsos; echados ya en perpetuo olvido, como si los sepultaran, y en todo lo respectivo a este particular vemos ya cumplida esta profecía.
Y Habacuc, ¿de qué otra venida, sino de la de Cristo, que es quien había de venir, ha de entenderse que habla cuando dice: «Y me respondió el Señor, y dijo: Escribe esta visión de viva voz, tan claramente que la entienda con facilidad cualquiera que la leyere, porque esta visión, aunque todavía tarde algo, se cumplirá a su tiempo, nacerá al fin y no faltará, y si tardare, aguárdale, porque sin duda vendrá el que ha de venir y no se detendrá más del tiempo que está determinado»?

CAPITULO XXXII. De la profecía que se contiene en la oración y cántico de Habacuc

Y en su oración y cántico, ¿con quién habla Habacuc sino con Cristo Señor nuestro, cuando dice: «He oído, Señor, lo que me has hecho entender por tu revelación y me he encogido de temor. ¡ He considerado, Señor, tus obras, y me he quedado absorto!» Porque, ¿qué otra cosa es ésta sino una inefable admiración de la salud eterna, nueva y repentina, que predecía había de venir a los hombres? «Te darás a conocer -añade- en medio de dos animales.» Y este misterioso enigma, ¿qué significa sino que daría a conocer el Verbo del Padre en medio de dos testamentos, o en medio de dos ladrones, o en medio de Moisés y Elías, cuando en el monte Tabor hablaron con el Señor? «Cuando se acercaren los años dice el historiador sagrado serás conocido: cuando llegue su tiempo te manifestarás.» Estas expresiones, porque en sí mismas son sencillas y claras, no necesitan de exposición alguna.
Pero lo que sigue en el profeta: «Cuando se turbare mi alma, Y estuvieseis enojado contra mí, os acordareis de la misericordia», ¿qué quiere decir sino que tomó en sí mismo la persona de los judíos, de quienes descendía?, los cuales, aunque turbados y ciegos, por su infernal ira, crucificaron a Jesucristo: sin embargo, no olvidándose el Señor de su infinita misericordia, dijo: «Padre mío, perdónalos porque no saben lo que se hacen.» «Dios vendrá de Theman, y el Señor de un monte sombrío y espeso.» Estas palabras, en las qué dice el profeta: vendrá de Theman, otros las entienden y dicen así: del Austro, o del Africa, que significa el Mediodía, esto es, el fervor de la caridad y el resplandor de la verdad. Y por el monte umbroso y fragoso, aunque puede entenderse de varios modos, yo más gustosamente lo tomaría por la profundidad y sentido misterioso de las Sagradas Escrituras, en las que se contienen las profecías que hablan de Jesucristo. Porque en ellas se ven impenetrables arcanos, predicciones sombrías, oscuras y densas que excitan el ánimo de que pretende comprenderlas; de donde proviene que el que logra la felicidad de entenderlas y penetrar su espíritu halla en ellas a Cristo.
«Su virtud cubrió los cielos, y la tierra está llena de sus alabanzas», ¿qué es sino lo mismo que dice el real Profeta: «Ensalzado seas Dios sobre todos los cielos, y extiéndase tu gloria sobre toda la tierra»?
«Su resplandor será como la luz», ¿qué significa sino que su fama ha de alumbrar a los creyentes?
«Y los cuernos en sus manos», ¿qué es sino el trofeo de la cruz? «Y puso la caridad firme y estable en su fortaleza», no necesita de declaración alguna.
«Delante de él irá el Verbo, y saldrá al campo detrás de sus pies», ¿qué quiere decir sino que antes de venir al mundo fue profetizado y que después que volvió del mundo, esto es, resucitó y subió a los cielos, fue anunciado y predicado su nombre?
«Se paró y se conmovió la tierra», ¿qué es sino que se detuvo para favorecernos con su divina doctrina y que la tierra se conmovió de un modo extraordinario para que, en virtud de esta señal, temiésemos su poder y creyésemos en él?
«Miró y se marchitaron las gentes», esto es, se compadeció del hombre y convirtió los pueblos a verdadera penitencia «Quebrantó y destruyó los montes con violencia, esto es, con el vigor y comprobación de los milagros quebrantó la arrogante soberbia de los espíritus altivos.
«Bajáronse los collados eternos, esto es, se humillaron en la tierra algún tanto para ser después ensalzados para siempre.
«Vi sus entradas eternas por los trabajos, esto es, vi que las penalidades de su caridad no eran sino el premio de la eternidad.
«Se pasmarán las tiendas de los etíopes y las tiendas de la tierra de Madián», quiere decir: las gentes quedarán atónitas y turbadas con la repentina nueva de tus maravillas y las que nunca reconocieron homenaje al Imperio romano vendrán a unirse con el pueblo cristiano y se sujetarán a Cristo.
«¿Estáis acaso, Señor, enojado con los ríos, o con los ríos manifestáis vuestro furor y saña, descargáis vuestro impetu contra el mar.? Esto dice, porque no viene ahora para juzgar al mundo, sino para que por su mediación se salve el mundo y sea redimido de su cautiverio.
«Porque subirás sobre tus caballos, y las correrías que con ellos hagas serán la salud.» Esto es, tus evangelistas te llevarán porque serán gobernados por ti y tu Evangelio, y será la salud eterna de los que creyeron en ti.
«Sin duda flecharás tu arco contra los cetros, dice el Señor, es decir, amenazarás con tu terrible juicio final aun a los reyes de la tierra.
«Con los ríos se abrirá y rasgará la tierra, esto es, con las perennes e intermitentes corrientes de los sermones que te predicaren los ministros santos del Evangelio se abrirán para confesar tu santo nombre los corazones de los hombres, a quienes advierte la Escritura «que rasguen sus corazones y no sus vestidos».
¿Y qué significa: «Te verán y se dolerán los pueblos», sino que llorando serán bienaventurados?
¿Y qué quiere decir, «como fueres andando, derramarás las aguas», sino que andando en aquellos que por todas partes te anuncian y predican, extenderás por todo el orbe los caudalosos ríos de tu doctrina?
¿Y qué es «el abismo dio su voz»? ¿Acaso declaró el abismo y la profundidad del corazón humano lo que en sí por medio de la visión sentían?
«La profundidad a su fantasía» es como declaración del verso pasado, porque la profundidad es como el abismo, y lo que dice, á su fantasía, debe entenderse que lo dio su voz, esto es, que le declaró cuanto en si por medio de la visión sentía, puesto que la fantasía es la visión, la cual no la detuvo ni la encubrió, sino que, confesándola, la echó fuera y la manifestó.
«Elevóse el sol y la luna se puso en su orden», esto es, subió Cristo a los cielos y púsose en su orden» la Iglesia bajo la obediencia de su rey.
«Tus flechas irán a la luz», esto es, no serán ocultas, sino manifiestas las palabras de tu predicación.
«Al resplandor de los relámpagos de tus armas», ha de entenderse que oirán tus tiros; porque el Señor dijo a sus discípulos: «Lo que os digo en secreto predicadlo’ en público.»
«Con tus amenazas abatirás los hombres, y con tu furor y saña derribarás y sojuzgarás las gentes»; porque a los que se ensalzaren y ensoberbecieren los quebrantarás con el rigor de tu castigo.
«Saliste para salvar a tu pueblo y para salvar a tus ungidos; enviaste la muerte sobre las cabezas y sobre los mayores pecadores.» Esto no necesita otra explicación.
«Los cargaste de prisiones hasta el cuello.» También se puede entender aquí las prisiones buenas de la sabiduría, de manera que «metan los pies en sus grillos y el cuello en su argolla.»
«Rompístelas hasta causar terror y espanto»; entiéndense las prisiones, por cuanto les puso las buenas y les rompió las malas, por las cuales dice el real Profeta: «Rompiste mis lazos y prisiones, y esto hasta excitar un terrible espanto», esto es, maravillosamente.
«Las cabezas de los poderosos se moverán con ella», es, a saber, con la admiración y espanto.
«Abrirán sus bocas y comerán como el pobre, que come en lo escondido»; porque algunos judíos poderosos acudieron al Señor admirados de lo que hacía y decía, y hambrientos y deseosos del pan saludable de su doctrina, lo comían en los lugares más ocultos y retirados por miedo de los judíos, como lo dice el Evangelio.
«Metiste en el mar tus caballos, turbando la multitud inmensa de las aguas», las cuales ¿qué otra cosa son sino muchos pueblos? Porque ni huyeran los unos con temor, ni acometieran y persiguieran los otros con furor si no se turbaran todos.
«Reparé y quedó absorto mi corazón viendo lo que yo mismo decía por mi boca: penetró un extraño temblor mis huesos y en mí se quedó interiormente trastornado todo mi ser.» Repara y pon los ojos en lo que dice de que él mismo se turba y atemoriza con lo que él iba diciendo inspirado del divino espíritu de profecía, en el que veía y observaba todo cuanto había de acaecer en lo sucesivo; pues como se alborotaron tantos pueblos, advirtió las tribulaciones que amenazaban a la Iglesia, y como luego conoció ser miembro de ella, dice: «Descansaré en el día de la tribulación, como quien pertenece y es miembro de aquellos que están con gozo en la esperanza y en la tribulación con paciencia», «para que suba -dice- al pueblo de mi peregrinación». Apartándose, en efecto, del pueblo perverso, pariente carnal suyo, que no es peregrino en la tierra ni pretende la posesión de la patria soberana.
«Porque la higuera -añade- no llevará fruto ni las viñas brotarán, faltará la oliva y los campos no producirán qué comer, no habrá ovejas en las majadas ni bueyes en los establos.» Vio aquel pueblo, que había de dar muerte a Cristo, cómo perdería la abundancia de los bienes espirituales, los cuales, cual acostumbran los profetas, los figuró por la abundancia y fertilidad de la tierra, y cómo por esto incurrió aquel pueblo en semejante ira e indignación de Dios, pues no echando de ver la Justicia divina quiso establecer la suya.
Luego prosigue: «Pero yo me holgaré en el Señor y me regocijaré en Dios mi salvador; el Señor mi Dios, y mi virtud, pondrá y sentará mis pies perfectamente; me colocará en lo alto para que salga victorioso con su cántico», es, a saber: con aquel cántico en que se dicen algunas cosas semejantes a las del real Profeta.
«Puso y afirmó mis pies sobre la tierra, enderezó mis pasos e infundidos en mi boca un nuevo cántico, un himno en alabanza de nuestro Dios.» Así, pues, sale victorioso con el cántico de Señor, el que le agrada con la alabanza del mismo Señor y no con la suya, para que el que se gloría se gloríe en el Señor. Con todo, me parece mejor lo que se lee en algunos libros:«Me alegraré en Dios mi Jesús», que no lo tienen otros, que, queriéndolo poner en latín, no pusieron este nombre que nos es a nosotros más amoroso y más dulce de nombrar.

CAPITULO XXXIII. Lo que Jeremías y Sofonías, con espíritu profético; dijeron de Cristo y de la vocación de los gentiles

Jeremías es de los profetas mayores, así como lo es también Isaías, y no de los menores, como son los otros de quienes hemos ya referido algunas particularidades Profetizó reinando en Jerusalén Josías y en Roma Anco Mardo, aproximándose ya la época de la cautividad de los judíos. Extendió sus profecías hasta el quinto mes del cautiverio, como se halla en sus libros. Ponen con él a Sofonías, uno de los menores, porque también dice él que profetizó en tiempo de Josías; pero hasta cuándo, no lo dice.
Vaticinó Jeremías, no sólo en tiempo de Anco Marcio, sino también de Tarquino Prisco, que fue el quinto rey de los romanos, puesto que éste, cuando sucedió el cautiverio, ya había comenzado a reinar; por eso, profetizando de Cristo, dice Jeremías: «Prendieron a Cristo nuestro Señor, que es el espíritu y aliento de nuestra boca, por nuestros pecados», mostrando brevemente con esto que Cristo es nuestro Dios y Señor, y que padeció por nosotros.
Asimismo en otro lugar se lee: «Este es mi Dios, y no se debe hacer caso de otro en comparación; es el que dispuso todos los caminos de la doctrina y el que la dio a Jacob, su siervo, y a Israel su querido, y después apareció en la tierra y vivió con los hombres.» Algunos atribuyen este testimonio, no a Jeremías, sino a su amanuense o secretario, llamado Baruc; pero la opinión más común es que sea de Jeremías.
Igualmente el mismo Profeta, hablando del mismo Señor, dice: «Vendrá día dice el Señor en que daré a David una semilla y descendencia justa; reinará siendo rey, será sabio y prudente y hará juicio y justicia en la tierra; en tiempo de éste se salvará Judá, Israel vivirá seguro y éste es el nombre con que le llamarán Señor, nuestro Justo.»
Y fuera de la vocación futura de las gentes, que ahora vemos cumplida, habló de esta manera: «Señor, Dios mío, y mi refugio en el día de mis tribulaciones, a ti acudirán las gentes desde los últimos confines de la tierra, y dirán: en realidad de verdad que nuestros padres adoraron simulacros e ídolos vanos que no eran de provecho alguno.»
Y que no habían de reconocerle los judíos como a verdadero Mesías, quienes, además de su incredulidad, habían de perseguirle hasta quitarle la vida con afrentosa muerte, nos lo da a entender el mismo Profeta por estas palabras: «Grave y profundo es el corazón del hombre. ¿Quién hay que pueda conocerle?»
Suyo es también el testimonio que cité en el libro XVII, capítulo III, diciendo que habló del Nuevo Testamento, cuyo Medianero es Cristo, porque el mismo Jeremías dice: «Vendrá tiempo, dice el Señor, en que acabaré de sentar y realizar un testamento y pacto nuevo con la casa de Jacob», y lo demás que allí expresa.
Entretanto, alegaré lo que el profeta Sofonias, oye vaticinó en tiempo de Jeremías, dijo de Cristo con estas expresiones: «Aguardadme; dice el Señor, para el día de mi resurrección, en el cual tengo determinado congregar las naciones y juntar los reyes.»
Y en otro lugar dice: «Terrible se manifestará el Señor contra ellos; desterrará todos los dioses de la tierra y le adorarán todos en su tierra, todas las islas de las gentes.»
Y poco después añade: «Entonces infundiré en las gentes y en todas sus generaciones un mismo idioma para que todos invoquen el nombre del Señor y le sirvan bajo un mismo yugo. De los últimos términos de los ríos de Etiopía me traerán sus ofrendas y sacrificios. En aquel día no te avergonzarás ya de todas tus pasadas maldades, que impíamente cometiste contra mí, porque entonces quitaré de ti las pasiones torpes que te hacían injurioso y tú dejarás ya de gloriarte más sobre mi monte santo; y pondré en medio de ti un pueblo manso y humilde; y reverenciarán el nombre del Señor las reliquias que hubiere de Israel.» Estas son las reliquias de quienes habla en otra parte otro Profeta, y lo dice también el Apóstol: «Si fuere el número de los hijos de Israel como las arenas del mar, unas cortas reliquias serán las que se salvarán.» Porque éstas fueron las reliquias que de aquella nación creyeron en Cristo.

CAPÍTULO XXXIV. De las profecías de Daniel y Ezequiel, que se relacionan con Cristo y su iglesia

En la misma cautividad de Babilonia, y en su principio, profetizaron Daniel y Ezequiel, otros dos de los profetas mayores, y entre éstos, Daniel fijó determinadamente con el número de los años el tiempo en que había de venir y padecer Cristo, lo cual seria largo intentar manifestarlo aquí, calculando el tiempo, Y ya lo han practicado otros antes que nosotros.
Pero hablando de su potestad y gloria, dice así: «Vi, en una visión nocturna, que venía el Hijo del Hombre en las nubes del cielo, y llegó hasta donde estaba el antiguo en días, y se presentó ante él, y él le entregó la potestad, el honor y el reino para que le sirvan todos los pueblos, tribus y lenguas Cuya potestad es potestad perpetua, que no pasará y cuyo reino no se corromperá.»
También Ezequiel, significándonos a Cristo, como acostumbran los profetas, por la persona de David, porque tomó carne de la descendencia de David, y por la forma de siervo, en cuanto hombre, llama siervo de Dios al mismo Hijo de Dios. Así nos le anuncia proféticamente, hablando en persona de Dios Padre: «Yo pondré dice- un pastor sobre mis ovejas para que las apaciente, y éste será mi siervo David; éste las apacentará, él le servirá de pastor y yo, que soy el Señor, seré su Dios, y mi siervo David será su príncipe en medio de ellos. Yo, el Señor, lo he determinado así.»
Y en otro lugar dice: «Y tendrán un rey que los mande y gobierne a todos; no serán ya jamás dos naciones ni se dividirán en dos reinos; no se profanarán más con sus ídolos, con sus abominaciones y con la multitud incomprensible de sus pecados Yo los sacará libres de todos los lugares donde pecaron; los purificaré; serán mi pueblo y yo seré su Dios; mi siervo David será su rey y vendrá a ser un pastor universal sobre ellos.»

CAPÍTULO XXXV. De la profecía de los tres profetas Ageo. Zacarias y Malaquías

Réstanos, pues, tres profetas de los doce menores que profetizaron en lo últimos años de la cautividad: Ageo. Zacarías y Malaquías. Entre éstos, Ageo con toda claridad, nos vaticina a Cristo y a su Iglesia en estas breves y compendiosas palabras.: «Esto dice el Señor de los ejércitos: de aquí a poco tiempo moveré el cielo y la tierra, el mar y la tierra firme; moveré todas las naciones y vendrá el deseado por todas las gentes.» Esta profecía en parte la vemos cumplida, y lo que de ella resta esperamos ha de cumplirse al fin del mundo. Porque ya movió el cielo con el testimonio de los ángeles y de las estrellas cuando encarnó Cristo; movió la tierra con el estupendo milagro del mismo parto de la Virgen; movió el mar y la tierra firme, puesto que en las islas y en todo el mundo se predica el nombre de Jesucristo, y así vemos venir todas las gentes a acogerse bajo la protección de la fe católica.
Lo que sigue, «y vendrá el deseado por todas las gentes», se espera su cumplimiento en su última venida, pues para que fuese deseado por los que le esperaban se necesitaba primeramente que fuese amado por los que creyeron en él.
Y Zacarías, hablando de Cristo y de su Iglesia, dice así: «Alégrate grandemente, hija de Sión, hija de Jerusalén; alégrate con júbilo y contento; advierte que vendrá a ti tu rey justo y salvador; vendrá pobre encima de una pollina y de un asnillo, y su imperio se dilatará de mar a mar y desde los ríos hasta los últimos confines del orbe terráqueo.» Cuándo y cómo nuestro Señor Jesucristo caminando usó de esta especie de cabalgadura, lo leemos en el Evangelio, donde se refiere asimismo parte de esta profecía cuanto pareció bastante para la ilustración de la doctrina contenida en aquel pasaje.
En otro lugar, hablando con el mismo Cristo en espíritu de profecía sobre la remisión de los pecados por la efusión de su preciosa sangre, dice: «Y tú también, con la sangre de tu pacto y testamento, sacaste a los cautivos del lago donde no hay agua.» Cuál sea lo que debe entenderse por este lago puede tener diversos sentidos, aunque conforme; a la fe católica. Yo soy de dictamen que no hay objeto que estas palabras nos signifiquen con más propiedad que el abismo y profundidad seca en cierto modo y estéril de la miseria humana, donde no hay las corrientes de las aguas tersas de justicia, sino lodos y cenegales inmundos de pecados. Porque de este lago dice el real Profeta: «Me libró del lago de la miseria y del cenagoso lodo.»
Malaqúías, vaticinando de la Iglesia, que vemos ya propagada por Cristo, dice explícita y claramente a los judíos en presencia de Dios: Yo no tengo mi voluntad en vosotros; no me agradáis ni me complace la ofrenda y sacrificio ofrecido de vuestra mano; porque desde donde nace el sol hasta donde se pone vendrá a ser grande y glorioso mi nombre en las gentes, dice el Señor, y en todas partes sacrificarán y ofrecerán a mi nombre una ofrenda y sacrificio puro y limpio, porque será grande y glorioso mi nombre entre las gentes.» Viendo, pues, que ya este sacrificio, por medio del sacerdocio de Cristo, instituido según el orden de Melquisedec, se ofrece a Dios en todas ras partes del globo habitado desde el Oriente hasta Poniente, y qué no pueden negar que el sacrificio de los judíos, a quienes dice: «No me agradáis ni me complace el sacrificio ofrecido de vuestra mano», está abolido, ¿por qué aguardan todavía otro Cristo, ya que lo que leen en el Profeta y ven realizando no pudo cumplirse por otro que por el mismo Salvador?
Porque después, en persona de Dios, dice el mismo Profeta: «Le di mi testamento y pacto, en que se contenía la paz y la vida, y le prescribí que me temiese y respetase mi nombre; la ley de la verdad se hallará en su boca, en paz andará conmigo y convertirá a muchos de sus pecados, porque los labios del Sacerdote conservaran la ciencia y aprenderán la ley de su boca, porque él es el ángel del Señor Todopoderoso.» Y no hay que admirarnos que llame a Cristo Jesús ángel de Dios Todopoderoso, pues así como se llama siervo por la forma de tal con que se presentó a los hombres, así también se llamó ángel por el Evangelio que anunció a los mortales. Porque si interpretásemos estos nombres griegos, Evangelio quiere decir «buena nueva», y ángel, el que trae la nueva; pues hablando del mismo Señor, dice en otro lugar: «Yo enviaré mi ángel, el cual allanará el camino delante de mí, y luego al momento vendrá a su templo aquel Señor que vosotros buscáis y el Angel del Testamento que vosotros deseáis. Mirad que viene, dice el Señor Dios Todopoderoso. ¿Y quién podrá sufrir el día en que llegare, o quién podrá resistir cuando se dejare ver?» En este lugar nos anunció el Profeta la primera y segunda venida de Cristo; la primera, donde dice: «Y luego al momento vendrá a su templo aquel Señor, esto es, vendrá a tomar su carne», de la cual dice en el Evangelio: «Deshaced este templo y en tres días le resucitaré»; la segunda, donde dice: «Mirad que viene, dice el Señor Todopoderoso. ¿Y quién podrá resistir cuando se dejare ver?»
Y en lo que dice: «Aquel Señor que vosotros buscáis, y el Angel del testamento que vosotros deseáis», nos da a entender, y significa, sin duda, que los judíos, conforme a las escrituras, que leen continuamente, buscan y desean hallar a Cristo; pero muchos de ellos al que buscaron y desearon eficazmente no le reconocieron después de venido por tener vendados los ojos de su corazón con sus anteriores deméritos y pecados. Lo que aquí llama Testamento, y arriba donde dijo: «Le di mi testamento », y aquí donde le llama «Angel del Testamento», sin duda debemos entenderlo del Testamento Nuevo, en el cual las promesas son eternas, no como en el Antiguo, donde son temporales, de las cuales, haciendo en el mundo muchos espíritus débiles y necios grande estimación y sirviendo a Dios verdadero por la esperanza del premio de tales cosas temporales, cuando advierten que algunos impíos y pecadores las gozan en abundancia, se turban.
Por eso el mismo Profeta, para distinguir la bienaventuranza eterna del Nuevo Testamento de la felicidad terrena del Viejo (la cual en su mayor parte se da también a los malos), dice así: «Habéis hablado pesadamente contra mí, dice el Señor, y preguntáis: ¿qué hemos hablado contra ti? Dijisteis: en vano trabaja quien sirve a Dios ¿Y qué es lo que hemos medrado por haber guardado exactamente sus preceptos y procedido con humildad, pidiendo misericordia delante del Señor Todopoderoso? Siendo así que tenemos por dichosos a los extraños a la religión de Dios, ya que vemos a los pecadores medrados y acrecentados y a los que han ido contra Dios salvos y libres de sus calamidades. Pero los que temían a Dios dijeron en contra posición a estas sutiles quejas, cada uno, respectivamente, a su prójimo todo lo advierte el Señor, y lo oye, y tiene escrito un libro de memoria delante de sí en favor de los que temen a Dios y reverencian su santo nombre. En este libro se nos significa el Testamento Nuevo.
Pero acabemos de oír lo que sigue: «Y a éstos los tendré yo, dice el Señor Todopoderoso, en el día en que he de cumplir lo que digo, como hacienda y patrimonio mío propio; yo los tendré escogidos, como el hombre que tendré elegido a un hijo obediente y que le sirve bien. Entonces volveréis a considerar, y notaréis la diferencia que hay entre el justo y el pecador, entre el que sirve a Dios y el que no le sirve; sin duda vendrá aquel día ardiendo como un horno, el cual los abrasará y serán todos los pecadores y los que viven impíamente como paja seca, y los abrasará en aquel día, en que vendrá, dice el Señor Todopoderoso, de forma que no quede raíz ni sarmiento de ellos. Pero a los que tienen y confiesan mi nombre les nacerá el sol de la justicia, y. en sus alas vuestra salud y remedio; saldréis y os regocijaréis como los novillos cuando se ven sueltos de alguna prisión y hollaréis a los impíos, hechos cenizas, debajo de vuestros pies en el día en que yo haré lo que digo, dice el Señor Todopoderoso. Este es el que llaman día del juicio, del cual hablaremos, si fuere de voluntad de Dios, más extensamente en su propio lugar.

CAPITULO XXXVI. De Esdras y de los libros de los Macabeos

Después de estos tres profetas: Ageo, Zacarías y Malaquías, por los mismos tiempos en que el pueblo de. Israel Salió libre del cautiverio de Babilonia, escribió también Esdras, quien ha sido tenido más por historiador que por profeta (como es el libro que se intitula de Ester, cuya historia en honor de Dios se halla haber sucedido no mucho después de esta época); a no ser que entendamos que Esdras profetizó a Jesucristo en aquel pasaje donde refiere que habiéndose excitado un cuestión y duda entre ciertos jóvenes sobre cuál era la cosa más poderosa del mundo, y diciendo uno que los reyes, otro que el vino y el tercero que las mujeres, quienes por lo general suelen dominar los corazones de los reyes el tercero manifestó y probó que la verdad era únicamente la que todo lo vencía. Y si registramos el Evangelio hallamos que Cristo es la misma verdad.
Desde este tiempo, después de reedificado el templo hasta Aristóbulo, no hubo reyes entre los judíos, sino príncipes, y el cómputo de estos tiempo no se halla en las santas Escritura que llamamos canónicas, sino en otro libros, y, entre ellos, en los que se intitulan de los Macabeos, los cuales tienen por canónicos no los judíos, sino la Iglesia, por los extraños y admirables martirios de algunos Santos mártires que contienen, quienes, antes que Cristo encarnase, pelearon valerosamente hasta dar su vida en defensa de la ley santa del Señor, padeciendo cruelísimos y horribles tormentos.

CAPITULO XXXVII. Que la autoridad de las profecías es más antigua que el origen y principio de la filosofía de los gentiles

En la época en que florecieron nuestros profetas, cuyos libros han llegado ya a noticia de casi todas las naciones, aun no existía filósofo alguno entre los gentiles, ni quien hubiese tenido tal nombre, porque éste tuvo su exordio en. Pitágoras, natural de la isla de Samos, quien comenzó a. ser famoso cuando salieron los judíos de su cautiverio. Luego con mayor motivo se deduce que los filósofos que le sucedieron fueron muy posteriores en tiempo a los profetas; porque el mismo Sócrates, natural de Atenas, maestro de los que entonces florecieron, y son los príncipes de aquella parte de la filosofía que se llama moral o activa, se sabe por las Crónicas que vivió después de Esdras.
A poco tiempo nació Platón, que sobresalió en muchos grados a los demás discípulos de Sócrates.
Y si quisiéramos añadir a éstos los que les precedieron, que aun no se llamaban filósofos, esto es, los sabios, y después los físicos que sucedieron a Thales en la indagación de las causas naturales, imitando su estudio Y profesión, es a saber: Anaximandro, Anaxímenes, Anaxágoras y otros varios, antes que Pitágoras se llamase filósofo, ni aun éstos preceden en antigüedad a todos nuestros profetas; porque Thales, después del cual siguieron los otros, dicen que floreció reinando Rómulo, cuando brotó el raudal de las profecías de las fuentes de Israel, en aquellas sagradas letras que se extendieron y divulgaron por todo el mundo.
Así, pues, solos los teólogos poetas Orfeo, Lino y Museo, Y algunos otros que hubiera entre los griegos, fueron primero que los profetas hebreos, cuyos escritos tenemos por auténticos.
Con todo, tampoco precedieron en tiempo a nuestro verdadero teólogo Moisés, que efectivamente predicó un solo Dios verdadero, cuyos libros son los primeros que tenemos al presente en el Canon de los sagrados, autorizados con la uniforme y general aprobación de la Iglesia. Y consiguientemente, los griegos, en cuyo país florecieron con especialidad las letras humanas, no tienen que lisonjearse de su sabiduría en tal conformidad que pueda parecer, ya que no más aventajada, a lo menos más antigua que nuestra religión, que es donde se halla la verdadera sabiduría.
No obstante, es innegable que hubo antes de Moisés alguna instrucción, que se llamó entre los hombres sabiduría, aunque no en Grecia, sino entre las naciones bárbaras e incultas, como en Egipto; pues a no ser así, no diría la Sagrada Escritura que Moisés estaba versado en todas las ciencias de los egipcios, es a saber: que cuando nació allí, fue adoptado y criado por la hija de Faraón e instruido en las artes y letras humanas.
Sin embargo, ni aun la sabiduría de los egipcios pudo preceder en tiempo a la sabiduría de nuestros profetas, ya que Abraham fue también profeta. ¿Y qué ciencias pudo haber en Egipto antes que Isis (a quien después de muerta tuvieron por conveniente adorarla como a una gran diosa) se las enseñase? De Isis escriben que fue hija de Inaco, el primero que principió a reinar en Argos, cuando hallamos por el contexto de la Sagrada Escritura que Abraham tenía ya nietos.

CAPITULO XXXVIII. Cómo el Canon eclesiástico no recibió algunos libros. de muchos santos por su demasiada antigüedad, para que, con ocasión de ellos, no se mezclase lo falso con lo verdadero

Si quisiéramos echar mano de sucesos mucho más antiguos, antes de nuestro Diluvio universal, tenemos al patriarca Noé, a quien no sin especial motivo podré llamar también profeta, pues la misma Arca que labró, y en que se libertó del naufragio con los suyos, fue una profecía de nuestros tiempos.
¿Y qué diremos de Enoch, que fue el séptimo patriarca después de Adán? ¿Acaso no se dice expresamente en la carta canónica del apóstol San Judas Tadeo que profetizo?
Pero la causa primaria por que los libros de éstos no tengan autoridad canónica, ni entre los judíos ni entre nosotros, fue su demasiada antigüedad, por la cual parecía debían graduarse como sospechosos, para que no se publicasen algunas particularidades absolutamente falsas por verdaderas, puesto que se divulgan también algunas que dicen ser suyas, y se las atribuyen los que ordinariamente creen conforme a su sentido lo que les agrada. Estas obras no las admite la pureza e integridad del Canon, no porque repruebe la autoridad de sus autores, que fueron amigos v siervos de Dios, sino porque no se cree que sean suyas.
No debe causarnos maravilla que se tenga por sospechoso lo que se publica bajo el nombre de tanta antigüedad, puesto que en la misma historia de los reyes de Judá y de los reyes de Israel, que contiene la memoria de los sucesos acaecidos, se refieren muchas cosas de que no hace mención la Escritura, y dice que se hallan en los otros libros que escriben los profetas, y en algunas partes cita también los nombres de estos profetas; y, sin embargo, no está dicha historia en el Canon que tiene admitido el pueblo de Dios. Confieso ignorar la causa de esto, aunque presumo que aquellos a quienes el Espíritu Santo reveló lo que había de estar en la autoridad y Canon de la religión, pudieron también escribir unas cosas, cómo hombres, con diligencia histórica, y otras, como profetas, con inspiración divina, y que éstas fueron distintas; de forma que Pareció que las unas se les debían atribuir a ellos como suyas, y las otras, a Dios, como a quien hablaba por ellos. Así unas servían para mayor abundancia de noticia; las otras, para autoridad de la religión, en cuya autoridad se guarda el Canon.
Fuera de éste se citan y alegan algunas particularidades escritas bajo el nombre de los verdaderos profetas; pero no valen ni aun para la copia de noticias, porque es incierto si son de los que se asegura ser; por eso no les damos crédito, especialmente a lo que se halla en ellos contra la fe de los libros canónicos, lo cual demuestra que de modo alguno sean suyos.

CAPITULO XXXIX. Cómo las letras hebreas nunca dejaron de hallarse en su propia lengua

No debemos creer lo que algunos presumen: que solamente conservó la lengua hebrea aquel que se llamó Heber, de donde dimanó el nombre de los hebreos, extendiéndose después hasta Abraham, y que las letras hebreas comenzaron con la ley que dio Moisés; antes bien, el citado idioma, con sus letras, se guardó y conservó por aquella sucesión que dijimos de los
padres.
En efecto, Moisés puso en el pueblo de Dios personas que asistiesen para enseñar las letras antes que tuviesen noticia de ningún escrito de la ley divina. A éstos llama la Escritura Grammato Isagogos, es decir, introductores de las letras, porque en cierto modo las introducen en los corazones de los que las aprenden, o, por mejor decir, porque introducen en ellas a los mismos que enseñan.
Ninguna nación, pues, se jacte y gloríe vanamente de la antigüedad de su sabiduría, como anterior a la de nuestros patriarcas y profetas, que tuvieron sabiduría divina, puesto que ni aún en Egipto, que suele gloriarse falsa y vanamente de la ancianidad de sus letras y doctrinas, se halla vestigio de que alguna sabiduría suya haya precedido en tiempo a la sabiduría de nuestros patriarcas: porque no habrá quien se atreva a decir que fueron peritos en ciencias y artes admirables antes de tener noticia de las letras, esto es, antes que Isis fuese a Egipto y se las enseñase.
Y aquella su famosa ciencia, que llamaron sabiduría, ¿qué era principalmente sino la astronomía u otros estudios semejantes, que suelen ser propósito y aprovechar más para eje, Citar los ingenios que para ilustrar la ánimos con verdadera sabiduría? Por que en lo tocante a la filosofía, que es la que profesa enseñar preceptos reglas inconcusas, para que los hombres puedan ser y hacerse bienaventurados, por los tiempos de Mercurio llamado el Trimegisto, fue cuando florecieron en aquella tierra semejante facultades; lo cual, aunque fue mucho antes que los sabios y filósofos de Grecia, con todo, fue después de Abraham Isaac, Jacob y Joseph; más aún: aun después del mismo Moisés; porque a tiempo que nació Moisés, se sabe que vivía Atlas, aquel célebre astrólogo hermano de Prometeo, abuelo materno de Mercurio el Mayor, cuyo nieto fue este Mercurio Trimegisto.

CAPITULO XL. De la vanidad embustera de los egipcios, que atribuyen a sus ciencias cien mil niños de antigüedad

Inútilmente, con vana presunción vociferan algunos diciendo que hace más de cien mil anos que Egipto poseyó el invento de la numeración, movimiento y curso de las estrellas. ¿Y de qué libros diremos que infirieron este número los que no mucho antes de dos mil anos aprendieron las letras de Isis? Porque no es escritor tan despreciable Varrón, y lo dice en su historia; lo cual no desdice tampoco de la verdad de las letras divinas. Y no habiéndose aún cumplido seis mil años desde la creación del primer hombre, que se llamó Adán, ¿cómo no nos hemos de reír, sin cuidar de refutarlos, de los que procuran persuadirnos acerca del orden cronológico de los tiempos, cosas tan diversas y opuestas a esta verdad tan clara y conocida? ¿Y a quién daremos más crédito sobre las cosas pasadas que al que nos anunció también las futuras las cuales vemos ya presentes? Porque hasta la misma contradicción y disonancia de los historiadores entre sí nos da materia bastante para que creamos antes a aquel que no repugna a la historia divina que nosotros poseemos.
Pero los ciudadanos de la ciudad impía, que están derramados por todas las partes del orbe habitado, cuando leen que hombres doctos, cuya autoridad parece no debe despreciarse, discrepan entre sí sobre sucesos remotísimos de la memoria de nuestro siglo, están perplejos sobre a quiénes deben dar mayor crédito; mas nosotros en la historia de nuestra religión, como estriban nuestras aserciones en la divina autoridad, todo lo que se opone a ella no dudamos condenarlo por falsísimo, sea lo que quiera lo demás que contienen las letras profanas, que, ya sea verdad o mentira, nada importa para que vivamos bien y felizmente.

CAPITULO XLI. De la discordia de las opiniones filosóficas y de la concordia de las escrituras canónicas de la Iglesia

Pero dejando a un lado la historia, los mismos filósofos de los cuales pasamos a estas cosas, que parece no fueron tan laboriosos en sus estudios e investigaciones, sino por hallar el medio de vivir con comodidad, de forma que, según sus reglas, conseguiremos la bienaventuranza, ¿por qué causa discordaron los discípulos de los maestros y los discípulos entre sí sino porque, como hombres mortales, buscaban este precioso y. oculto tesoro con los sentidos humanos y con humanos discursos y razones? En lo cual pudo haber también cierto amor y deseo de gloria, apareciendo cada uno parecer más sabio y agudo que otro, no ateniéndose al dictamen ajeno, sino queriendo ser el autor e inventor de su secta y opinión.
Con todo, aunque concedamos haber habido algunos, y aun muchos de ellos, a los cuales haya hecho desviar de sus maestros y de sus discípulos el amor de la verdad y el defender lo que creían ser verídico, ya lo fuese o no lo fuese, ¿qué es lo que puede, o dónde, o por dónde se encamina la infelicidad y miseria humana para llegar a la bienaventuranza si no la dirige y conduce la autoridad divina?
Nuestros autores, en quienes no en vano se establece y resume el Canon de las letras sagradas, por ningún motivo discrepan entre sí; pero lo que no sin razón creyeron, no sólo algunos pocos de los que en las escuelas y en las aulas, con sus contenciosas, sistemáticas y fútiles disputas se rompan las cabezas, sino infinitos, aun en las ciudades, así los sabios como los ignorantes, que cuando escribían nuestros escritores aquellos libros les habló Dios o que el mismo Dios habló por boca de éstos.
Y ciertamente interesó fuesen pocos, a fin de que no fuese vilipendiado por la multitud lo que había de ser tan particularmente apreciado y estimado por la religión, aunque. no fueron tan pocos que dejase de ser admirable su conformidad. Pues entre el inmenso número de filósofos que nos dejaron por escrito las memorias y libros de sus sectas y opiniones, no se hallará fácilmente entre quienes convenga todo lo que sintieron y las opiniones que propugnaron, y querer mostrarlo aquí con la extensión necesaria sería asunto largo.
Y en esta ciudad, que tributa culto y homenaje a los demonios, ¿qué autor hay, por cualquiera secta y opinión que sea, de tanto crédito que, por su respeto se hayan desaprobado y condenado todos los demás que opinaron diferentemente y aun lo contrario? ¿Acaso no fueron esclarecidos y famosos en Atenas, por una parte, los epicúreos, que afirmaban no tocar a los dioses las cosas humanas, y por otra los estoicos, que sentían lo contrario y defendían que las regían y tenían los dioses bajo sus auspicios y protecci6n? Por eso me admiro cuando advierto que condenaron a Anaxágoras porque dijo que el sol era una piedra encendida, negando, en efecto, que era dios, puesto que en la ciudad floreció con grande nombre y gloria Epicuro, y vivió seguro creyendo y sosteniendo que no era dios, no sólo el sol o algunas de las estrellas, sino defendiendo que ni Júpiter ni otro alguno de los dioses había en el mundo a quien Ilegasen las oraciones, súplicas y preces de los hombres. ¿Por ventura no vivió allí Aristipo, que hacia consistir el sumo bien y la bienaventuranza en el gusto y deleite del cuerpo, y Antístenes, que defendía hacerse el hombre bienaventurado por la virtud del alma; dos filósofos insignes, y ambos socráticos, que ponían la suma felicidad de nuestra vida en fines tan distintos y entre sí tan contrarios, entre los cuales, el primero decía que el sabio debía huir del gobierno y administración de la república, y el otro, que la debía regir; y cada uno congregaba sus discípulos para según y defender su secta? Porque públicamente en el pórtico, en los gimnasios, en los huertos, en los lugares públicos y particulares, a catervas peleaban en defensa cada uno de su opinión Otros afirmaban no haber más de un mundo; otros, que eran innumerables; muchos, que sólo este mundo tenía origen; algunos, que no le tenía; unos, que había de acabarse; otros, que para siempre había de durar; unos, que se gobernaba y movía por la Providencia divina; otros, que por el hado y la fortuna; unos, que las almas eran inmortales; otros, que mortales; y los que sostenían ser inmortales, unos que transmigraban a bestias, otros que no, y los que decían ser mortales, unos que morían inmediatamente que el cuerpo, otros que vivían aún después mucho o poco tiempo, pero no siempre; unos colocaban el sumo bien en el cuerpo, otros en el alma, otros en ambos, en el cuerpo y en el alma; otros adjudicaban al cuerpo y al alma los bienes exteriores; unos decían, debíamos creer siempre a los sentidos corporales, otros que no siempre y otros que en ningún caso.
Estas y otras casi innumerables diferencias y. discordancias de filósofos, ¿qué pueblo hubo jamás, qué Senado, qué potestad o dignidad pública en la ciudad impía que cuidase de juzgarlas y averiguarías en su fondo; de aprobar unas y repudiar otras, sino más bien, sin diferencia alguna y confusamente, tuvo y fomentó en su seno tanta infinidad de controversias de hombres que tenían diferentes sentimientos, y no en materia de heredades o casas, o de intereses de dinero, sino sobre asuntos importantes en que se descifra y pronuncia sobre nuestra infelicidad o felicidad eterna? En cuyas disputas, aunque se decían algunas cosas ciertas, sin embargo con la misma libertad se proferían también las falsas; de forma que no en vano esta ciudad tomó el nombre místico de Babilonia, porque Babilonia quiere decir confusión, como lo hemos ya insinuado otra vez. Ni le interesa a su caudillo, el demonio, el mirar con cuán contrarios errores debaten y riñen entre silos que él juntamente posee por el mérito de sus muchas y varias impiedades.
Pero aquella gente, aquel pueblo, aquella república, aquellos israelitas, «a quien confió Dios sus santas Escrituras, jamás confundieron con igual libertad los falsos profetas con los verdaderos, sino que, conformes entre sí, y sin discordar en nada, reconocieron y conservaron los verdaderos autores de las sagradas letras. A éstos tuvieron por sus filósofos, esto es, por los que amaban su sabiduría; a éstos por sabios, a éstos por teólogos, a éstos por profetas, a éstos por maestros doctores de la virtud y religión. Cualquiera que sintió y vivió conforme sus doctrinas, sintió y vivió, no según los hombres, sino según Dios, que habló por boca de éstos sus siervos. Aquí si prohiben el sacrilegio, Dios lo prohibió; si dicen: «Honraras a tu padre a tu madre», Dios lo mandó; si dicen: «No fornicarás, no matarás, no hurtarás», y así los demás preceptos de Decálogo, no salieron de boca humana estas sentencias, sino de los divinos oráculos.
Todas las verdades que algunos filósofos, entre las opiniones falsas que sostuvieron, pudieron conocer y lo procuraron persuadir con largas y prolijas disputas y discursos, como es la de, que este mundo le hizo Dios, y que Dios le gobierna con su Providencia y cuando enseñaron bien de la hermosura de las virtudes, del amor a la patria, de la felicidad, de la amistad, de las obras buenas y de todo lo que pertenece a las buenas costumbre aunque ignorando el fin y modo con que debían referirse. Todas estas verdades se han enseñado en la otra Ciudad y recomendado al pueblo con voces proféticas, esto es, divinas, aun que por boca de hombres, sin necesidades de disputas, argumentos y demostraciones, para que los que las entendiesen temiesen despreciar, no el ingenió humano, sino el documento divino.

CAPITULO XLII. Que por dispensación de la Providencia divina se tradujo la sagrada Escritura del Viejo Testamento del hebreo a griego para que viniese a noticia de todas las gentes

Estas sagradas letras también las procuró conocer y tener uno de los Ptolomeos, reyes de Egipto. Porque después de la admirable, aunque poco lograda potencia de Alejandro de Macedonia, que se llamó igualmente el Magno, con la cual, parte con las armas y parte con el terror de su nombre, sojuzgó a su imperio toda el Asia, o, por mejor decir, casi todo el orbe, consiguiendo asimismo, entre los demás reinos del Oriente, hacerse dueño y señor de Judea; luego que murió, sus capitanes, no habiendo distribuido entre sí aquel vasto y dilatado reino para poseerle pacíficamente, sino habiéndole disipado para arruinarle y abrasarle todo con guerras. Egipto comenzó a tener sus reyes Ptolomeos, y el primero de ellos, hijo de Lago, condujo muchos cautivos de Judea a Egipto. Sucedió a éste otro Ptolomeo, llamado Filadelfo, quien a los que aquél trajo cautivos los dejó volver libremente a su país, y además envió un presente o donativo real al templo de Dios, suplicando a Eleázaro, que a la sazón era Pontífice, le enviase las santas Escrituras, las cuales, sin duda, había oído, divulgando la fama que eran divinas, y por eso deseaba tenerlas en su copiosa librería, que había hecho muy famosa. Habiéndoselas enviado el Pontífice, como estaban en hebreo, el rey le pidió también intérpretes, y Eleázaro le envió setenta y dos, seis de cada una de las doce tribus, doctísimos en ambas lenguas, es, a saber, en la hebrea y en la griega, cuya versión comúnmente se llama de los setenta.
Dicen que en sus palabras hubo tan maravillosa, estupenda y efectivamente divina concordancia, que, habiéndose sentado para practicar esta operación cada uno de por sí aparte (porque de esta conformidad quiso el rey Ptolomeo certificarse de su fidelidad), no discreparon uno de otro en una sola palabra que significase lo mismo o valiese lo mismo, o en el orden de las expresiones, sino que, como si hubiera sido uno solo el intérprete, así fue uno lo que todos interpretaron, porque realmente uno era el espíritu divino que había en todos.
Concedióles Dios este tan apreciable don para que así también quedase acreditada y recomendada la autoridad de aquellas Escrituras santas, no, como humanas, sino cual efectivamente lo eran, como divinas, a fin de que, con el tiempo, aprovechasen a las gentes que habían de creer lo que en ellas se contiene y vemos ya cumplido.

CAPITULO XLIII. De la autoridad de los setenta intérpretes, la cual salva la reverencia que se debe al idioma hebreo, debe preferirse a todos los intérpretes

Aunque hubo otros intérpretes que han traducido la Sagrada Escritura de idioma hebreo al griego, como son Aquila, Symmaco y Theodoción, y hay también la versión, cuyo autor se ignora, y por eso, sin nombre del interprete, se llama la quinta edición ésta de los setenta, como si fuera sola la ha recibido la Iglesia, usando de ella todos los cristianos griegos, quienes por la mayor parte no saben si hay otra. Y de esta traducción de los setenta se ha vertido también al idioma latino la que tienen las Iglesias latinas.
Aunque no ha faltado en nuestros tiempos un Jerónimo, presbítero, varón doctísimo y muy instruido en, todas las tres lenguas, que nos ha traducido las mismas Escrituras en latín, no del griego, sino del hebreo. Y aunque los judíos confiesen que este trabajo e instrucción de Jerónimo en tantas lenguas y ciencias es verdadero, y pretenden asimismo que los setenta intérpretes erraron en muchas cosas, no obstante, las Iglesias de Jesucristo son de dictamen que ninguno debemos preferir a la autoridad de tantos hombres como entonces escogió el pontífice Eleázaro para un encargo tan importante y arduo como éste Pues aunque no se hubiera advertido en ellos en espíritu, sin duda, divino, sino que, como hombres, convinieran en las palabras de su versión setenta personas doctas, para atenerse todos ellos a lo que de común acuerdo determinaran, ningún intérprete, individualmente, se les debiera anteponer. Y habiendo visto en ellos una señal tan grande del divino espíritu, sin duda otro cualquiera que ha traducido fiel y legalmente aquellas Escrituras del idioma hebreo en otro cualquiera, este tal, o concuerda con los setenta intérpretes, o si, al parecer, no concuerda, debemos entender que se encierra allí algún arcano profético. Porque el mismo espíritu que tuvieron los profetas cuando anunciaron tan estupendas maravillas, lo tuvieron los setenta cuando las interpretaron; el cual, ciertamente, con la autoridad divina, pudo decir otra cosa, como si el profeta hubiera dicho lo uno y lo otro, porque lo uno y lo otro lo decía el mismo espíritu; y esto mismo pudo decirlo de otro modo para que se manifestase a los que lo entendiesen bien, cuando no las mismas palabras, a lo menos el mismo sentido; y pudo dejarse, y añadir alguna particularidad, para manifestar también con esto que en aquella traducción no hubo sujeción ni servidumbre a las palabras, sino una potestad divina que llenaba y gobernaba el espíritu del intérprete.
Ha habido algunos que han querido corregir los libros griegos de la interpretación de los setenta por los libros hebreos, y, sin embargo, no se han atrevido a quitar lo que no tenían los hebreos y pusieron los setenta, sino tan sólo añadieron lo que hallaron en los hebreos y no estaba, en setenta. Esto lo notaron al principio de los mismos versos con ciertas señales formadas a manera de estrellas, a cuyas señales llamaban asteriscos. Y lo que no tienen los hebreos y se halla en los setenta, asimismo en el principio de los versos lo señalaron con unas virgulillas tendidas, así como se escriben las notas de las ondas; y muchos de estos libros, con estas notas, andan ya por todas partes, así en griego como en latín; pero lo que no se ha omitido o añadido, sino que se dijo de otra manera, Ya indicando otro sentido compatible y no fuera de propósito; ya declarando de otra forma el mismo sentido, no puede hallarse sino mirando y cotejando los unos libros con los otros.
Así que si, como es puesto en razón, no mirásemos a otro objeto en, aquellos libros, sino a lo que dijo el Espíritu Santo por los hombres, todo lo que se halla en los libros hebreos y no se halla en los setenta intérpretes, no lo quiso decir el Espíritu Santo por estos, sino por aquellos profetas, y todo lo que se halla en los setenta intérpretes y no se halla en los libros hebreos, más lo quiso decir el mismo Espíritu Santo por éstos que, por aquéllos; mostrándonos de esta manera que los unos y los otros eran profetas porque de esta conformidad dijo como quiso unas cosas por Isaías, otras por Jeremías, otras por Otros profetas, o de otra manera, una misma cosa por éste que por aquél.
En efecto, todo lo que se encuentra en los unos y en los otros, por los unos y por los otros lo quiso decir un mismo Espíritu; pero de tal modo, aquéllos precedieron profetizando y éstos siguieron proféticamente interpretando a aquéllos; porque así como tuvieron aquéllos, para decir cosas verdaderas y conformes, un espíritu de paz, así también en éstos, no conviniendo entre sí, y, sin embargo, interpretándolo todo como por una boca se manifestó que el espíritu era un solo.

CAPITULO XLIV. Lo que debemos entender acerca de la destrucción de los ninivitas, cuya amenaza en el hebreo se extiende al espacio de cuarenta días y en los setenta se abrevia y concluye en tres

Pero dirá alguno: ¿cómo sabremos qué es lo que dijo el profeta Jonás los ninivitas, si dijo: «Nínive será destruida dentro de tres días o cuarenta? Porque ¿quién no advierte que no pudo decir las dos cosas entonces, el profeta que envió Dios a infundir terror y espanto a aquella ciudad con la anunciada ruina que tan próxima les amenazaba? La cual, si había de perece al tercero día, sin duda que no aguardaría al cuadragésimo, y si al cuadragésimo, no sería destruida al tercero
Así que, si yo fuese preguntado cuál de estas dos cosas dijo Jonás, respondería que me parece más conforme lo que se lee en el hebreo: «Pasados cuarenta días será Nínive arruinada»; pues habiendo los setenta interpretado la Escritura mucho tiempo después, pudieron, decir otra cosa, la cual, sin embargo, viniese al caso y a expresar el mismo concepto, aunque apuntándonos y significándonos lo contrario, y pudiese advertir al lector que, sin despreciar lo uno ni lo otro, se elevase de la historia a la inquisición y examen de aquello, para cuya verdadera inteligencia se escribió la misma historia. Porque aunque es cierto que aquel acaecimiento pasó en la ciudad de Nínive, sin embargó, nos significó alguna otra cosa mayor que aquella ciudad; como sucedió que el mismo profeta estuvo tres días en el vientre de la ballena, y con ello nos dio a entender que otro, que es el Señor de todos los profetas, había de estar tres días en lo profundo del infierno. Por lo cual, si en aquella ciudad se nos figuró proféticamente la Iglesia de los gentiles, arruinada ya por la penitencia, de forma que no es lo que fue, por cuanto esto lo hizo Cristo en la Iglesia de los gentiles, cuya figura representaba Nínive, ya fuese en cuarenta días o en tres, el mismo Cristo fue el que se nos significó; en cuarenta días, porque otros tantos conversó con sus discípulos después de su resurrección, subiendo, al cumplirse este plazo, a los cielos, y en tres, porque resucitó al tercero día, como si al lector, atento sólo a distraerse con la historia, hubiesen querido los setenta, siendo a un tiempo intérpretes y profetas, despertarle de su sueño, para que vaya indagando la profundidad misteriosa de la profecía, y le dijeron en cierto modo: busca a aquel mismo en los cuarenta días en quien pudieras hallar asimismo los tres días; lo primero lo hallarás en la Ascención, y lo tercero en su Resurrección. Por esta razón, con uno y otro número se nos pudo significar muy al caso, así lo que por el profeta Jonás, como lo que por la, profecía de los setenta intérpretes nos dijo un mismo espíritu.
Por no ser molesto no me detengo en evidenciar y probar este punto, sostenido en muchos pasajes, donde Parece que los setenta intérpretes discrepan de la verdad hebraica, y, bien entendidos, se halla que están conformes. Yo también, según lo exigen mis, limitados conocimientos, siguiendo las huellas de los apóstoles, que igualmente citaron los testimonios proféticos, tomándolos de ambas partes, esto es, de los hebreos y de los, setenta, he querido aprovecharme de la autoridad de unos y otros, porque una y otra es una misma y ambas divinas. Pero continuemos ya lo que resta como podamos.

CAPITULO XLV. Que después de la reedificación del templo dejaron los judíos de tener profetas, y que desde entonces hasta que nació Cristo fueron afligidos con continuas adversidades, para probar que la edificación que los profetas prometieron no era la de éste, sino la de otro templo

Después que la nación judaica empezó a carecer de profetas, sin duda alguna empeoró y declinó de su antiguo esplendor, es a saber, en el mismo tiempo en que habiendo reedificado el templo, después del duro cautiverio que padecieron en Babilonia, pensó que, había de mejorar de fortuna. Porque así entendía aquel pueblo carnal lo que prometió Dios por su profeta Ageo: «Mayor será la gloria de esta última casa que de la primera»; lo cual poco más arriba manifestó debe entenderse por el Nuevo Testamento, donde dijo, prometiendo claramente a Cristo: «Conmoveré todas las naciones y vendrá el deseado por todas las gentes.» Los setenta intérpretes, con autoridad profética, expresaron otro sentido, que convenía más al cuerpo que a la cabeza, esto es, más a la Iglesia que a Cristo: «Vendrá lo que tiene escogido el Señor entre todas las gentes, esto es, los hombres de quienes dice Jesucristo en el Evangelio: «Muchos son los llamados y pocos los escogidos», porque de estos tales elegidos de entre las gentes, como de piedras vivas, se ha edificado la casa de Dios por el Nuevo Testamento, mucho más gloriosa que lo fue el templo de Salomón y el restaurado después de la cautividad. Por esto, desde entonces, no tuvo profetas aquella nación y los mismos romanos para que no entendiesen que esta profecía de Ageo se había cumplido en la restauración del templo.
Porque al poco tiempo; con la venida de Alejandro, fue sojuzgada, y aunque entonces no se verificó destrucción alguna porque no se atrevieron a hacerle resistencia, rindiéndose desde luego y recibiéndole en paz, con todo, no fue la gloria de aquella casa tan grande como lo fue estando libre en poder de sus propios reyes. Y aunque Alejandro ofreció sacrificios en el templo de Dios, no fue convirtiéndose a adorar a Dios con verdadera religión, sino creyendo que le debía adorar juntamente con sus falsos dioses.
Después Ptolomeo, hijo de Lago, como insinué en el capitulo XLII, muerto ya Alejandro, sacó de allí los cautivos, llevándolos a Egipto, a quienes su sucesor, Ptolomeo Filadelfo, con grande benevolencia concedió la libertad, por cuya industria sucedió que tuviésemos lo que poco antes insinué, las Santas Escrituras de los setenta intérpretes A poco tiempo quedaron quebrantados, y destruidos con las guerras que se refieren en los libros de los Macabeos. Enseguida los sujetó Ptolomeo, llamado Epifanes rey de Alejandría, y después AntÍoco, rey de Siria, con infinitos y graves trabajos lo compelió a que adorasen los ídolos, llenándose el templo de las sacrílegas supersticiones de los gentiles; pero su valeroso jefe y caudillo Judas, llamado el Macabeo, habiendo vencido y derrotado a los generales de Antíoco, le limpió y purificó de toda la profanación con que le había manchado la idolatría.
Y no mucho después Alchimo, alucinado por su ambición; sin ser de la estirpe de los sacerdotes que era condición indispensable, se hizo pontífice. Desde entonces transcurrieron casi cincuenta años, en los cuales aunque no vivieron en paz, sin embargo, experimentaron algunos sucesos prósperos; pasados los cuales, Aristóbulo fue el primero que entre ellos, tomando la corona, se hizo rey y pontífice. Porque hasta entonces, desde que regresaron de¡ cautiverio de Babilonia y se reedificó el templo, nunca, habían tenido reyes, sino capitanes y príncipes, aunque el que es rey pueda llamarse también príncipe por la seguridad con que ejerce el mando y el gobierno de su Estado, y capitán por ser conductor y jefe de su ejército; pero no todos los que son príncipes y capitanes pueden llamarse reyes, como lo fue Aristóbulo. A éste sucedió Alejandro, que también fue rey y pontífice, de quien dicen que reinó cruelmente sobre los suyos. Después de él, su esposa Alejandra fue reina de los judíos.
Desde este tiempo en adelante sufrieron mayores trabajos, porque los hijos de Alejandro, Aristóbulo e Hircano; compitiendo entre sí por el reino, provocaron contra la nación israelita las fuerzas de los romanos, a quienes pidió Hircano socorro contra su hermano.
A esta sazón ya Roma había conquistado el Africa, se había apoderado de Grecia, y extendiendo su imperio por las otras partes del mundo, no pudiendo sufrirse a sí misma, se acarreó la ruina con su misma grandeza. Porque vino a parar en discordias domésticas, pasando de éstas a las guerras sociales, que fueron con sus amigos y aliados, y luego, a las civiles, disminuyéndose y quebrantándose en tanto grado su poder, que llegó al extremo de mudar el estado de república, y ser gobernada directa y despóticamente por reyes. Pompeyo, esclarecido y famoso príncipe del pueblo romano, entrando con un poderoso ejército en Judea, apoderó de la ciudad, abrió el templo, no como devoto y humilde, sino como vencedor orgulloso, y llegó, no reverenciando, sino profanando, hasta Sancta Sanctorum, donde no era lícito entrar sino al sumo sacerdote; y habiendo confirmado el pontificado e Hircano, y puesto por gobernador de la nación sojuzgada a Antípatro, que llamaban ellos entonces procurado llevó consigo preso a Aristóbulo.
Desde esta época los judíos comenzaron a ser tributarios de los romanos Después Casio les despojó de cuantas riquezas se guardaban en el templo. Al cabo de pocos años merecieron tener por rey a Herodes, un extranjero descendiente de gentiles, en cuyo reinado nació Jesucristo; porque ya se había cumplido puntualmente el tiempo que nos significó el espíritu profético por boca del patriarca Jacob cuando dijo: «No faltará Príncipe de Judá, ni caudillo de su linaje, hasta que venga aquel para quien están guardadas las promesas y él será el que aguardarán las gentes.» No faltó príncipe de su nación a los judíos hasta este Herodes, que fue el primer rey que tuvieron de nación extranjera. Por esto era ya tiempo que viniese aquel a quien estaba reservado lo prometido por el Nuevo Testamento, para que fuese la esperanza de las naciones. Y no aguardarán su venida las gentes, como vemos aguardan a que venga a juzgar con todo el poder manifiesto de su majestad y grandeza, si primero no creyeran en el que vino a sufrir y ser juzgado con humilde paciencia y mansedumbre.

CAPITULO XLVI. Del nacimiento de nuestro Salvador, según que el Verbo se hizo hombre, de la dispersión de los judíos por todas las naciones, como estaba profetizado

Reinando, pues, Herodes en Judea, y en Roma mudádose el estado republicano, imperando Augusto César, y por su mediación disfrutando todo el orbe de una paz y tranquilidad apacible, conforme a la precedente profecía, nació Cristo en el Belén de Judá, nombre manifiesto, de madre virgen; Dios oculto, de Dios Padre. Porque así lo dijo el Profeta: «Una virgen concebirá en su vientre, parirá un hijo, y, se llamará Emmanuel», que quiere decir, Dios es con nosotros; el cual, para dar una prueba nada equívoca que era Dios, obró extraordinarios milagros y maravillas, de las cuales refiere algunas la Escritura Evangélica, cuantas parecieron suficientes para dar una noticia exacta de él y predicar su santo nombre.
Entre ellas la primera es que nació de una manera admirable, y la última, que con su propio cuerpo resucitó de entre los muertos y subió glorioso a los cielos.
Pero los judíos, que le dieron afrentosa y cruel muerte, y no quisieron creer en Él, ni que convenía que así muriese y resucitase, destruidos miserablemente por los romanos, fueron del todo arrancados, expelidos y desterrados de su reino, donde vivían ya bajo el dominio de los extranjeros; esparcidos y derramados por todo el mundo (pues no faltan en todas las provincias del orbe); y con sus escrituras nos sirven para dar fe y constante testimonio de que no hemos fingido las profecías que hablan de Cristo, las cuales, consideradas por muchos de ellos, así antes de la Pasión como particularmente después de su resurrección, se resolvieron a creer en este gran Dios. De ellos dijo la Escritura: «Si fuese el número de los hijos de Israel como las arenas del mar, solas unas cortas reliquias serán las que se salvarán. Y los demás quedaron ciegos y obstinados en su error, de los cuales dijo lo Escritura: «Conviértaseles su mesa en lazo, en retribución y escándalo, ciéguenseles los ojos para que no vean, y encórvales, Señor, siempre sus espaldas.» Y por eso, como no dan asenso a nuestras Escrituras, se van cumpliendo en ellas las suyas, las cuales leen a ciegas y sin la debida meditación. A no ser que quiera decir alguno que las profecías que corren con nombre de las Sibilas, u otras, si hay algunas, que no sean o pertenezcan al pueblo judaico, las fingieron e inventaron los cristianos, acomodándolas a Cristo. A nosotros nos bastan las que se citan en los libros de nuestros contrarios, a los cuales vemos por este testimonio, que nos suministran impelidos por la fuerza de la razón y contra su voluntad, a pesar de tener y conservar estos libros, los vemos, digo, esparcidos por todas las naciones y por cualquiera parte que se extiende la Iglesia de Cristo.
Sobre este particular hay una profecía en los Salmos (los cuales igualmente leen ellos), donde dice: «La misericordia de mi Dios me dispondrá, mi Dios me la manifestará en mis enemigos; no los mates y acabes, porque no olviden tu ley; derrámalos y espárcelos en tu virtud;» Mostró, pues, Dios a la Iglesia en sus enemigos, los judíos, la gracia de su misericordia; pues como declara el Apóstol: «La caída de ellos fue ocasión que proporcionó la salvación de las gentes.» Y por eso no los acabó de matar, esto es, no destruyó en ellos lo que tienen los judíos, aunque quedaron sojuzgados y oprimidos por los romanos, para que no olvidasen la ley de Dios y pudiesen servir para el testimonio de que tratamos. Por lo mismo fue poco decir no los mates, porque no olviden en algún tiempo tu ley, si no añadiera también, derrámalos y espárcelos, puesto que si con el irrefragable testimonio que tienen en sus escrituras se encerraran solamente en el rincón de su tierra, y no se hallaran en todas las partes del mundo, sin duda la Iglesia, que está en todas ellas, no pudiera tenerlos en todas las gentes y naciones por testigos de las profecías que hay de Cristo.

CAPITULO XLVII. Si antes que Cristo viniese hubo algunos, a excepción de la nación israelita, que perteneciesen a la comunión de la Ciudad del Cielo

Cuando se lee que algún extranjero, esto es, que no fuese de Israel ni estuviese admitido por aquel pueblo en el Canon de las Sagradas Escrituras, vaticinó alguna cosa de Cristo, y ha llegado a nuestra, noticia o llegare, lo podremos referir y contar por colmo y redundancia, no porque tengamos necesidad de él, aun cuando jamás existiera, sino porque muy al caso se cree que hubo también entre las demás naciones personas a quienes se les reveló este misterio y que fueron compelidas igualmente a anunciarle y hacerle visible, ya fuesen partícipes de la misma gracia, ya estuviesen ajenos de ella; pero tuvo noticia de ello por medio de los demonios, los cuales sabemos que confesaron también a Cristo presente, a quien los judíos no quisieron reconocer.
Ni creo que los mismos judíos se atrevieron a sustentar que alguno perteneció a Dios, a excepción de los israelitas, después que Israel comenzó a ser la propagación progresiva, habiendo reprobado Dios a su hermano mayor. Porque en realidad de verdad, pueblo que se llamase particularmente pueblo de Dios, no le hubo sino el de los israelitas.
Sin embargo, no pueden negar hubiera entre las otras naciones algunos hombres que pertenecían a los verdaderos israelitas, ciudadanos de la patria soberana, no por la sociedad y comunión terrena, sino por la celestial; porque si lo negaran fácilmente los convencerán con Job, varón santo y admirable, que ni fue indígena o natural ni prosélito o extranjero, adoptado en el pueblo de Israel sino que siendo del linaje de los idumeos, nació entre ellos y entre ellos mismos murió; quien es tan elogiado por el testimonio de Dios, que por lo respectivo a su piedad y justicia no puede igualársele hombre alguno de su tiempo. El cual tiempo, aunque no le hallemos apuntado en las Crónicas, inferimos de su mismo libro (el cual los israelitas, por lo que merece, le admitieron y dieron autoridad canónica), haber sido tres generaciones después de Israel.
No dudo que fue providencia divina para que por este único ejemplo supiésemos que pudo también haber entre las otras gentes quien viviese, según Dios, y le agradase, perteneciente a la espiritual Jerusalén. Lo que, debemos creer que a ninguno se concedió sino a quien Dios reveló, al mediador único de Dios y de los hombres, el Hombre Cristo Jesús; el cual se les anunció entonces a los antiguos santos que hablan de venir en carne mortal, como se nos ha anunciado a nosotros que vino, para que una misma fe por él conduzca a todos los predestinados a la Ciudad de Dios, a la casa de Dios, al templo de Dios, a gozar de Dios.
Todas las demás profecías que se alegan y citan de la gracia de Dios por Cristo Jesús, se puede imaginar o sospechar que sean fingidas por los cristianos. Y así no hay argumento más concluyente para convencer a toda clase de incrédulos cuando porfiaren sobre este punto, y para confirmar a los nuestros En su creencia cuando opinaran bien, que citar aquellas profecías divinas de Cristo que se hallan escritas en los libros de los judíos, quienes con haberles Dios desterrado de su propio país, esparciéndolos por toda la redondez de la tierra para que diesen este testimonio, han sido causa del crecimiento extraordinario de la Iglesia de Cristo en toda partes.

CAPITULO XLVIII. Que la profecía de Ageo, en que dijo había de ser mayor la gloria de la casa del Señor que lo habla sido al principio, se cumplió, no en la reedificación del templo, sino en la Iglesia de Cristo

Esta casa de Dios es de mayor gloria que la primera que se edificó de piedra, de madera y de preciosos metales. Así que la profecía de Ageo no se cumplió en la reedificación de aquel templo, porque después que se restauró jamás se ha visto que haya tenido tanta gloria como tuvo en tiempo del rey Salomón; antes, por el Contrario, se ha experimentado que ha menguado la gloria y esplendor de aquella casa: lo primero, por haber cesado la profecía, y lo segundo, por las infinitas miserias y estragos que ha sufrido la misma nación, llegando al miserable estado de su última ruina y desolación que le causaron los romanos, como consta de, lo que arriba hemos referido.
Pero esta casa, que pertenece al Nuevo Testamento, es sin duda, de tanta mayor gloria cuanto son mejores las piedras vivas con que creciendo y renovándose las fieles, se va edificando. Esta fue significada por la restauración de aquel templo, porque la misma renovación de aquel edificio quiere decir en sentido profético el otro Testamento que se llama Nuevo. Así lo que dijo Dios por el mismo profeta: «Y daré paz en este lugar», por el lugar que significa se debe entender el lugar significado: de forma que porque en aquel lugar restaurado se nos dignificó la Iglesia que habla de ser edificada, por Jesucristo, no se entienda otra cosa, cuando dice: «Daré paz en este lugar», sino daré la paz que significa este lugar. Porque en cierto modo todas las cosas que significan otras parece que las representan, como dijo el Apóstol: «La piedra era Cristo», porque aquella piedra, sin duda, significaba a Cristo.
Mayor es, pues, la gloria de la casa de este Nuevo Testamento que la de la casa primera del Vicio Testamento; y se manifestará mayor cuando sea dedicada, puesto que en aquella época «vendrá el deseado de todas las gentes», como se lee en el texto hebreo.
Porque su primera venida no era deseada por todas las naciones, que ignoraban a quién debían desear, y, por tanto, no habían aun creído en Él. Entonces también, según los setenta intérpretes (por cuanto este sentido es asimismo profético), «vendrán los que ha escogido el Señor de entre tocas las gentes», ya que entonces no vendrán verdaderamente sino los escogidos, de quien dice el Apóstol: «Que nos escogió el Padre Eterno en su hijo Jesucristo antes de la creación del mundo.», Porque el mismo Arquitecto, que dijo: «Muchos son los llamados, pero pocos los escogidos», no lo dijo por los que, llamados, vinieron de forma que después los echaron del convite sino por los escogidos, de quienes mostrará edificada una casa que después no ha de temer jamás ser destruida. Pero ahora, como también llenan las iglesias los que en la era apartará el aventador, no parece tan, grande la gloria de esta casa, como se representará cuando quien estuviere en ella esté de asiento para siempre.

CAPITULO XLIX. Cómo la Iglesia se va multiplicando incierta y confusamente, mezclándose en ella en este siglo muchos réprobos con los escogidos

En este perverso siglo, en estos días funestos y malos (en que la Iglesia, por la humillación que ahora sufre, va adquiriendo la altura majestuosa donde después ha de verse, y con los estímulos de tormentos y de dolores, como las molestias de los trabajos y con los peligros de las tentaciones, se va ensayando e instruyendo y vive contenta con sola la esperanza, cuando verdadera y no vanamente se contenta), muchos réprobos y malos se van mezclando con los buenos, y los unos y los otros se van recogiendo como a una red evangélica; y todos dentro de ella en este mundo, como en un mar dilatado, sin diferencia, van nadando hasta llegar a la ribera, donde a los malos los separen de los buenos, y en los buenos, como en templo suyo, sea Dios el todo en todo.
Vemos por ahora cómo se cumple la voz de aquel que hablaba en el Salmo: «Les anuncié el Evangelio, les hablé, y se han multiplicado, de suerte que no tienen número.» Esto va efectuándose en la actualidad, después que primero por boca de Juan, su precursor, y posteriormente por si mismo, les predicó y habló, diciendo: «Haced penitencia, porque se ha acercado el reino de los Cielos.»
Escogió discípulos, a los cuales llamó también Apóstoles,, hijos de gente humilde, sin el brillo de la cuna y sin letras, para que todos los portentos que obrasen y cuanto fuesen, lo fuese e hiciese el Señor en ellos. Tuvo entre ellos uno malo para cumplir, usando bien del perverso, la disposición celestial de su Pasión y también para dar ejemplo a su Iglesia de cómo debían tolerarse los malos. Y habiendo sembrado la fructífera semilla del Evangelio, lo que convenía y era necesario por su presencia corporal, padeció, murió y resucitó, manifestándonos con su Pasión (dejando aparte la majestad del Sacramento, de haber derramado su sangre para obtener la remisión de los pecados) lo que debemos sufrir por la verdad, y con la resurrección, lo que debemos esperar en la eternidad.
Conversó después y anduvo cuarenta días entre sus discípulos, y a su vista subió a los Cielos, y pasados diez días les envió el Espíritu Santo de su Padre que les había prometido, y el venir sobre los que habían creído fue entonces una señal muy particular y absolutamente necesaria, pues en virtud de ella cada uno de los creyentes hablaba las lenguas de todas las naciones, significándonos con esto que habla de ser una la Iglesia católica en todas las gentes, y que por eso había de hablar todos los idiomas.
CAPITULO L. De la predicación del Evangelio, y cómo) vino a hacerse más ilustre y poderosa con las persecuciones y martirios de los predicadores

Después, conforme a aquella profecía, en que se anunciaba «cómo la ley había de salir de Sión y de Jerusalén la palabra del Señor; según predijo el mismo Cristo Señor nuestro, cuando después de su resurrección, estando sus discípulos admirados y absortos de verle, se les abrió los ojos del entendimiento para que entendiesen las Escrituras, diciéndoles: así está escrito y así convenía que padeciera Cristo, resucitara de entre los muertos al tercero día, y se predicara en su nombre la penitencia y remisión de los pecados por todas las gentes, comenzando desde Jerusalén»; y cuando en otra parte respondió a los que le preguntaron cuándo seria su última venida, diciéndoles:«No es para vosotros el saber los tiempos o momentos que puso el Padre en su potestad; con todo, recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros; y daréis testimonio de mí en Jerusalén, en toda la Judea y Samaria y hasta los últimos confines de la tierra.»
Desde Jerusalén, primero, se comenzó a sembrar y extender la Iglesia, y siendo muchos los creyentes en Judea y en Samaria, se dilató también por otras naciones, predicando el Evangelio los que Él mismo, como lumbreras, había provisto de cuanto habían de decir, llenándoles de la gracia del Espíritu, Santo. Porque les dijo: «No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma.» Y así, para que no les entibiase el temor, ardían con el fuego vivo de la caridad.
En fin, éstos, no sólo los que antes la Pasión y después de la resurrección le vieron y oyeron, sino también los que después de la muerte de éstos les sucedieron entre horribles persecuciones, y varios tormentos y muertes de innumerables mártires, predicaron en todo el mundo el Evangelio, confirmándolo el Señor con señales y prodigios, y con varias virtudes y dones del Espíritu Santo; de forma, que los pueblos de la gentilidad, creyendo en Aquel que por su redención quiso morir crucificado con amor y caridad cristiana, reverenciaban la sangre de los mártires, que ellos mismos con furor diabólico habían perseguido y derramado.
Y los mismos reyes, que con leyes y decretos procuraban destruir la Iglesia, saludable y gustosamente se sujetaban a aquel nombre, que con tanta crueldad procuraron desterrar de la tierra y comenzaban a perseguir a los, falsos dioses, por quienes antes habían perseguido a los que adoraban al Dios verdadero.

CAPÍTULO LI. Cómo por las disensiones de los herejes se confirma también y corrobora la fe católica

Pero observando el demonio que los hombres desamparaban los templos de los demonios y que acudían al nombre de su Mediador, Libertador y Redentor, conmovió a los herejes para que, bajo el pretexto del nombre cristiano, se opusiesen y resistiesen a la doctrina cristiana, como si indiferentemente, sin corrección alguna, pudieran caber en la Ciudad de Dios, como en la ciudad de la confusión cupieron indiferentemente filósofos que opinaban entre sí diversa y opuestamente.
Los que en la Iglesia de Cristo están imbuidos en algún contagioso error, habiéndoles corregido y advertido para que sepan lo que es sano y recto, sin embargo, resisten vigorosamente y no quieren enmendar sus pestilentes y mortíferas opiniones, sino que obstinada mente las defienden, éstos se hacen herejes, y saliendo del gremio de la Iglesia son tenidos en el número de lo enemigos que la ejercitan y afligen.
Porque aun de este modo con su mal aprovechan también a los verdaderos católicos que son miembros de Cristo, usando Dios bien aun de los malos, «convirtiéndose en bien toda las cosas a los que le sirven y aman». Todos los enemigos de
la Iglesia, sea cualquiera el error que los alucine en la malicia que los estrague, si Dios le da potestad para afligirla corporalmente, ejercitan su paciencia; y si la contradicen sólo opinando mal, ejercitan su sabiduría, y para que ame también a sus enemigos, ejercitan su caridad y benevolencia, ya los procure persuadir con la razón y doctrina sana, ya con el rigor y terror de la corrección y disciplina.
Así, pues, cuándo el demonio, príncipe de la ciudad impía, mueve contra la Ciudad de Dios, que peregrina en este mundo, sus propias armas, no se le permite que la ofenda en nada; porque sin duda la Divina Providencia la provee con las prosperidades y consuelos para que no desmaye en las adversidades y con éstas ejercite su tolerancia, a fin de no estragarse con las cosas favorables, templando lo uno con lo otro, Por lo cual advertimos haber nacido de aquí lo que dijo en el Salmo: «Conforme a la abundancia de dolores y ansias de mi corazón, en esa misma medida, Dios mío, alegraron mi alma tus consuelos.» De aquí dimana también aquella expresión del Apóstol:«Que estemos alegres con la esperanza y tengamos paciencia en la tribulación.»
Pues tampoco por lo que dice el mismo doctor:«Que los que quieren vivir pía y santamente en Cristo, han de padecer persecuciones», hemos de entender que puede faltar en tiempo alguno; porque cuando se figura uno que hay alguna paz y tranquilidad de parte de los extraños que nos afligen, y verdaderamente la hay, y nos causa notable consuelo, particularmente a los débiles, con todo, no faltan entonces, antes hay muchísimos dentro de casa que con mala vida y perversas costumbres afligen los corazones de los que viven piadosa y virtuosamente; pues por ellos se desacredita y blasfema el nombre cristiano y católico; el cual, cuanto más le aman y estiman los que quieren vivir santamente en Cristo, tanto más les duele lo que practican los malos que están dentro y que no sea tan amado y apreciado como desean de las almas pías. Los mismos herejes, cuando se considera que tienen el nombre cristiano, los Sacramentos cristianos, las Escrituras y profesión, causan gran dolor en los corazones de los piadosos, porque a muchos que quieren ser también cristianos estas discordias y disensiones les obligan a dudar, y muchos maldicientes hallan también en ellos materia proporcionada y ocasión para blasfemar el nombre cristiano, puesto que se llaman cristianos, cualquiera que sea la denominación que quiera dárseles.
Así que, con estas y. semejantes costumbres perversas, errores y herejías, padecen persecución los que quieren vivir piadosamente en Cristo, aunque ninguno les atormente ni aflija el cuerpo; porque la padecen, no en el cuerpo, sino en el corazón. Por eso dijo el salmista: «conforme a la muchedumbre de los dolores de mi corazón», y no dijo de mi cuerpo.
Por otra parte, como se sabe que son inmutables e invariables las promesas divinas, y que dice el Apóstol: «Que sabe ya Dios los que son suyos, y que de los que conoció y predestinó a hacerlos conformes a la imagen de su hijo», ninguno puede perderse; por, eso añade el salmista: «y alegraron mi alma tus consuelos». El dolor que sufren los corazones de los buenos, a quienes persigue la mala vida y reprobadas costumbres de los cristianos malos o falsos, aprovecha a los que le padecen, porque procede de la caridad, por la cual desean que no se pierdan ni impidan a salvación de los otros.
Finalmente, también de la enmienda y corrección de los malos suceden grandes consuelos, los cuales llenan de tanta alegría los ánimos de los bueno cuánto era el dolor que ya les había causado su perdición. Y así en est siglo, en estos días malos, y no sólo desde el tiempo de la presencia corporal de Cristo y de sus Apóstoles sino desde el mismo Abel, que fue primer justo, a quien mató su impío hermano, y en lo sucesivo hasta el fin de este mundo, entre las persecuciones de la tierra y entre los consuelos de Dios, discurre peregrinando su Iglesia.

CAPITULO LII. Si debe creerse lo que piensan algunos, que cumplidas las diez persecuciones. que ha habido, no queda otra alguna a excepción de la una cima, que ha de ser en tiempo del mismo Anticristo

Y por lo mismo, tampoco me parece debe afirmarse o creerse temerariamente lo que algunos han opinado u opinan de que no ha de padecer la Iglesia más persecuciones, hasta que venga el Anticristo, que las que ya ha padecido esto es, diez; de forma que, la undécima, que será la última, sea por causa de la venida del Anticristo Pues cuentan por la primera la que motivó Nerón, la segunda Domiciano, la tercera Trajano, la cuarta Antonino, la quinta Severo, la sexta Maximino, la séptima Decio, la octava Valeriano, la novena Aureliano y la décima Diocleciano y Maximiano.
Imaginan éstos que corno fueron diez las plagas de los egipcios antes que empezase a salir de aquel país el pueblo de Dios, se deben referir a este sentido, de forma que la última persecución del Anticristo represente a la undécima plaga, aquella en que los egipcios, persiguiendo como enemigos a los hebreos, perecieron en el mar Bermejo, pasando por él a pie enjutó el pueblo de Dios. Pero no pienso yo que lo que sucedió en Egipto nos significó proféticamente estas persecuciones, aunque los que así opinan parece que con mucha puntualidad e ingenio han cotejado cada una de aquellas plagas con cada una de estas persecuciones, no con espíritu profético, sino con humana conjetura, la cual a veces acierta con la verdad, y a veces yerra.
Pero ¿qué nos podrán decir de la persecución, en la cual el mismo Dios v Señor fue crucificado? ¿En qué numero la pondrán? y Si presumen que debe principiar la cuenta sin contar ésta, como si debiéramos contar las que pertenecen al cuerpo, y no aquella en que fue perseguida y muerta la misma cabeza, ¿qué harán de la otra que sucedió en Jerusalén después que Jesucristo subió a los cielos; cuando apedrearon a San Esteban; cuando degollaron a Santiago, hermano de San Juan; cuando al Apóstol San Pedro le metieron en una cárcel para darle muerte, libertándole un ángel de las prisiones; cuando fueron ahuyentados y esparcidos los cristianos de Jerusalén; cuando Saulo que después vino a ser el Apóstol San Pablo, destruía y perseguía la Iglesia; cuando ya predicando la fe el mismo Apóstol de las gentes, padeció los mismos ultrajes y trabajos que él solía causar, así en Judea como por todas las demás naciones por dondequiera que con singular fervor iba predicando a Cristo? ¿Por qué motivo les parece que debe comenzarse desde Nerón, ya que entre atroces persecuciones, que sería largo referirlas todas, llegó la Iglesia aumentándose insensiblemente a los de Nerón?
Y si piensan que deben ponerse solamente el número de las persecuciones las que motivaron los reyes, rey fue Herodes, que después de la ascensión del Señor la hizo gravísima. Y asimismo ¿qué nos responderán del emperador Juliano, cuya persecución no cuentan en el número de las diez? ¿Acaso no persiguió la Iglesia prohibiendo a los: cristianos enseñar y aprender las artes y ciencias liberales? ¿Y privando de su cargo en el ejército a Valentiniano el Mayor, que después fue emperador, porque confesó la fe de Cristo? Y nada diremos de lo que comenzó a practicar en la ciudad de Antioquía, y no continuó por admirarle la libertad y alegría de un joven cristiano, constante en la fe, que entre otros muchos presos para martirizarlos con tormentos, siendo el primero de quien echaron mano, y padeciendo por todo un día acerbísimos tormentos, cantaba alegremente entre los mismos garfios y dolores; en vista de lo cual, el tirano desistió, temiendo sufrir mayor y más ignominiosa confusión y afrenta en los demás.
Finalmente, en nuestros tiempos, Valente Arriano, hermano del dicho Valentiniano, ¿por ventura no hizo una terrible carnicería en la Iglesia católica con su persecución en las provincias de Oriente? ¿Y qué diremos, viendo que no consideran que la Iglesia, así como va fructificando y creciendo por todo el mundo, puede padecer en algunas naciones persecución por los reyes, aun cuando no la padezca en otras?
A no ser que no deba contarse por persecución cuando el rey de los godos, en su país, con admirable crueldad persiguió a, los cristianos, no habiendo allí sino católicos, de los cuales muchos merecieron la corona del martirio, como lo oímos a algunos cristianos que, siendo jóvenes, se hallaron entonces allí y se acordaban, sin dudar, de haberlo visto.
¿Y qué diré de la que en la actualidad sucede en Persia? ¿Acaso no se encendió allí la persecución contra los cristianos, aun no bien extinguida, y tan acerba, que algunos se han venido huyendo hasta los pueblos sujetos al imperio de los romanos?
Por estas y otras consideraciones semejantes, me parece que no debemos poner número determinado en las persecuciones con que ha de ser ejercitada y molestada la Iglesia; pero, por otra parte, afirmar que después de la última, en que no pone duda cristiano alguno, ha de haber otras por los reyes, no es menor temeridad. Así que esto lo dejamos indeciso, sin aprobar ni desaprobar ninguna de las partes de esta cuestión, y procurando sólo aconsejar al lector que no asegure con atrevida presunción, ni lo uno ni lo otro.

CAPITULO LIII. De cómo está oculto el tiempo de la última Persecución

La última persecución que ha de hacer el Anticristo, sin duda la extinguirá con su presencia el mismo Jesucristo, porque así lo dice la Escritura «Que le quitará la vida con el espíritu de su boca y le destruirá con sólo el resplandor de su presencia.»
Aquí suelen preguntar: ¿cuándo sucederá esto? Pregunta, sin duda, excusada, pues si nos aprovechara el saberlo, ¿Quién lo dijera mejor que el mismo Dios, nuestro Maestro, cuando se lo preguntaron sus discípulos? Porque no se les pasó esto en silencio cuando estaban, con Él, sino que se lo preguntaron, diciendo: «Señor, acaso en este tiempo habéis, de restituir el reino de Israel?» Y Cristo les respondió: «No es pasa vosotros el saber los tiempos que el Padre puso en su potestad.» Porque, en efecto, no le preguntaron sus discípulos la hora, o el día o el año, sino el tiempo, cuando el Señor les respondió en tales términos; así que en vano procuramos contar y definir los años que restan de este siglo, oyendo de la boca de la misma verdad que el saber esto no es para nosotros Con todo, dicen algunos que podrían ser cuatrocientos años, otros quinientos y otros mil, contando desde la ascensión del Señor hasta su última y final venida, y el intentar manifestar en este lugar el modo con que cada uno funda su opinión, sería asunto largo y no necesario, porque sólo usan de conjeturas humanas, sin traer ni alegar cosa cierta de la autoridad de la Escritura canónica. El que dijo: no es para vosotros el saber los tiempos que el Padre puso en su potestad, sin duda confundió e hizo parar los dedos de los que pretendían sacar esta cuenta.
No debe maravillarnos que esta sentencia evangélica no haya refrenado a los que adoran la muchedumbre de los dioses falsos, para que dejasen de fingir, diciendo que por los oráculos y respuestas de los demonios, a quienes adoran como a dioses, está definido el tiempo que ha de durar la religión cristiana. Porque como veían que no habían sido bastantes acabarla y consumiría tantas y tan terribles persecuciones, antes si con ellas se había propagado extraordinariamente, inventaron ciertos versos griegos, suponiéndolos dados por un oráculo a un sujeto que les consultaba, en los cuales, aunque se absuelve a Cristo como inocente de este sacrílego crimen, dicen que Pedro hizo con sus hechizos que fuese adorado el nombre de Cristo por trescientos sesenta y cinco años, y que acabado el numero de éstos, sin otra dilación dejarían de adorarle. ¡Oh juicios de hombres doctos, ingenios de gente cuerda y literaria, dignos sois de creer de Cristo lo que no queréis creer contra Cristo, que su discípulo Pedro no aprendió de su, divino Maestro las artes mágicas, sino que siendo éste inocente, su discípulo fue hechicero y mágico, y que con estas sus artes e invenciones, a costa de grandes trabajos y peligros que padeció, y, al fin, con derramar su sangre, más quiso Que adorasen las gentes el nombre de Cristo que el suyo propio! Si Pedro, siendo hechicero y malhechor, hizo que el mundo amase así a Cristo, ¿qué hizo Cristo, siendo inocente, para que con tanto cariño le amase Pedro? Ellos mismos, pues, se respondan a sí mismos, y, si pueden, acaben de entender que aquella divina gracia que hizo que, por causa de la vida eterna, amase el mundo a Cristo, fue también la que hizo que por alcanzar de Cristo la vida eterna le amase Pedro hasta dar por él la vida temporal. Además, estos dioses ¿quiénes son que pudieron adivinar estas cosas y no las pudieron estorbar, rindiéndose así a un solo hechicero y a un solo hechizo, en el que dicen fue muerto, despedazado, y con sacrílega ceremonia sepultado, un niño de un año, que permitieron se extendiese y creciese tanto tiempo una secta tan contraria suya; que venciese, no resistiendo, sino sufriendo y padeciendo tan horrendas crueldades de tantas y tan grandes persecuciones, y que Ilegáse a arruinar y destruir sus ídolos, templos, ceremonias y oráculos? Y, finalmente, ¿qué dios es éste, no nuestro, sino de ellos, a quien con una acción tan fea pudo Pedro o atraerle o compelerle a que viniese a hacer todo esto? Porque no era algún demonio, sino dios, según dicen aquellos versos, a quien ordenó este mandato Pedro con su arte mágica. Tal es el dios que tienen los que no tienen ni confiesan a Cristo.

CAPITULO LIV. Cuán absurdamente mintieron los paganos al fingir que la religión cristiana no había de permanecer ni pasar de trescientos sesenta y cinco años

Estas y otras particularidades semejantes aglomerara aquí, si no hubiera pasado ya el año que prometió el fingido oráculo, y el que creyó la ilusa vanidad de los idólatras; pero, como después que se instituyó y fundó el culto y reverencia de Cristo por su propia persona y presencia corporal, y por los Apóstoles, han transcurrido ya algunos, años desde que se cumplieron los trescientos sesenta y cinco, ¿qué otro argumento buscamos para convencer esta falsedad? Aunque no pongamos ni fijemos el principio de este grande asunto en la Natividad de Cristo, porque siendo niño y púbere no tuvo discípulos; con todo, cuando comenzó a tenerlos, sin duda se empezó a manifestar por su corporal presencia la doctrina y religión cristiana, esto es, después que el Bautista le bautizó en el Jordán. Por eso procedió aquella profecía que habla de Él: «Dominará y señoreará todo lo que hay de mar a mar, desde el río hasta los últimos términos del orbe de la tierra.»
Mas como antes que padeciese y resucitase de entre los muertos, la fe, esto es, el verdadero conocimiento de Dios, aún no se había dado a todos, porque acabó de darse en la resurrección de Cristo, puesto que así lo dice el Apóstol San Pablo hablando con los atenienses «Ahora avisa y anuncia Dios a los hombres, que todos en todo el mundo hagan penitencia, porque tiene ya aplazado el día en que ha de juzgar al mundo con exacta y rigurosa justicia por medio de aquel varón por quien dio la fe, esto es, el conocimiento de Dios a todos, resucitándole de entre los muertos.» Para resolver debidamente esta cuestión, mejor tomaremos el hilo de la narración desde allí, especialmente porque entonces dio también Dios el Espíritu Santo, como convino que se diese después de la resurrección de Cristo en aquella ciudad donde había de comenzar la segunda ley, esto es el Nuevo Testamento. Porque la primera, que se llama el Viejo Testamento, se dio en el Monte Sinaí por medio de Moisés. De ésta que había de dar Cristo, dijo el Profeta: «Que de Sión saldría la ley, y la palabra y predicación del Señor, de Jerusalén.» Y así dijo el mismo Señor expresamente que convenía predicar la penitencia en su nombre por todas las naciones, pero principalmente y en primer lugar por Jerusalén. En esta ciudad, pues, comenzó el culto y veneración a este augusto nombre, de forma que creyeron en Jesucristo crucificado y resucitado. Allí ésta principió con tan ilustres principios, que algunos millares de hombres, convirtiéndose al nombre de Cristo con maravillosa alegría, vendiendo toda su hacienda para distribuirla entre los pobres y necesitados, vinieron a abrazar con un santo propósito y ardiente caridad la voluntaria pobreza; y entre aquellos judíos que estaban bramando y deseando beber la sangre de los convertidos, se dispusieron a pelear valerosamente hasta la muerte por la verdad, no con armado poder, sino con otra arma más poderosa, que es la paciencia.
Si esto pudo hacerse sin arte alguna mágica ¿por qué dudan que la virtud divina, que así lo dispuso, pudo hacer lo mismo en todo el mundo? Y si para que en Jerusalén acudiese así al culto y reverencia del hombre de Cristo tanta multitud de gentes que le habían crucificado, o después de crucificado le habían escarnecido, había ya hecho Pedro aquella hechicería, averigüemos desde este año a ver cuando se cumplieron los trescientos sesenta y cinco. Murió Cristo en el consulado de los dos Géminos, a 25 de marzo; resucitó al tercero día, como lo vieron y tocaron los Apóstoles con sus propios sentidos. Después, pasados cuarenta días, subió a los cielos, y a los diez siguientes, esto es, cincuenta días después de su Resurrección, envió el Espíritu Santo. Entonces, por la predicación de los Apóstoles, creyeron en Dios tres mil personas. Así, pues, en aquella época comenzó el culto y reverencia de su nombre, según nosotros lo creemos, y es la verdad, por la virtud del Espíritu Santo; y según fingió y pensó la impía vanidad por las artes mágicas de Pedro. Poco después también, por un insigne milagro, cuando, a una palabra del mismo Pedro, un pobre mendigo que estaba tan cojo y tullido desde su nacimiento, que otros le llevaban y le ponían a la puerta del templo para que pidiese limosna, se levantó sano en nombre de Jesucristo, creyeron en él cinco mil hombres; y acudiendo después otros y Otros a la misma fe, fue creciendo la Iglesia. De esta manera también se colige el día en que comenzó el año, es a saber, cuando fue enviado el Espíritu Santo, esto es, a 15 de mayo. Ahora bien: contando los cónsules se ve que los trescientos sesenta y cinco años, se cumplieron el 15 de mayo en el consulado de Honorio y Eutiquiano.
Y así el año siguiente, siendo cónsul Manlio Teodoro, cuando según aquel oráculo de los demonios, o ficción de los hombres no había de haber más religión cristiana. sin necesidad de averiguar lo que sucedió en otras partes del mundo, sabemos que aquí, en, la famosa e ilustre ciudad de Cartago, en Africa, Gaudencio y Jovio, gobernadores por el emperador Honorio a 19 de marzo, derribaron los templos y quebraron los simulacros e ídolos de los falsos dioses.
Desde entonces acá, en casi treinta años, ¿quién no sabe lo que ha crecido el culto y religión del nombre de Cristo, principalmente después que se han hecho cristianos muchos de los que dejaban de ser, creyendo en aquel pronóstico o vaticinio como sí fuera verdadero, y cuya ridícula falsedad vieron, al cumplirse el número de los años?
Nosotros, pues, que somos y nos hallamos cristianos, no creemos en Pedro, sino en Aquel en quien creyó Pedro, edificados con la doctrina cristiana que nos predicó Pedro, y no hechizados con sus encantos, ni engañados con maleficios, sino ayudados con sus beneficios. Cristo, que fue maestro de Pedro y le, enseñó la doctrina que conduce a la vida eterna, ese mismo es también nuestro maestro.
Pero concluyamos, este libro, en que hemos disputado y manifestado lo bastante para demostrar cuáles hayan sido los progresos que han hecho las dos Ciudades, mezcladas entre sí, entre los hombres, la celestial y la terrena, desde el principio hasta el fin; de las cuales, la terrena se hizo para sí sus dioses falsos, fabricándolos como quiso, tomándolos de cualquiera parte, también de entre los hombres, para tener a quien servir y adorar con sus sacrificios; pero la otra, que es celestial y peregrina en la tierra no hace falsos dioses, sino que a ella misma la hace y forma el verdadero Dios cuyo sacrificio verdadero ella se hace. Con todo, en la tierra ambas gozan juntamente de los bienes temporales, o padecen juntamente los males con diferente fe, con diferente esperanza, con diferente amor, hasta que el juicio final las distinta y consiga cada una su fin respectivo, que no, ha de tener fin. Del fin de cada una de ellas trataremos más adelante.