La curación de un mal genio
Un honrado artesano, digno de mejor suerte, tenia la desgracia de ser marido y victima de una mujer turbulenta, maldiciente, regañona y de un carácter insufrible, aun cuando al pobre hombre le hubiese dado Dios la paciencia del mismo Job en persona.
La situación borrascosa de esta amable pareja habia llegado á tal estremo, que, al menos por parte del marido, era ya cosa de comprar un cordel ó echarse al canal.
Antes de resolverse á esto, pidió consejo á un vecino ya entrado en años, que le dio uno bastante bueno, no solo para paliar la enfermedad, sino para curarla.
Mandó hacer una cuna proporcionada á la altura de su mujer, con cuatro anillas en sus costados, de forma que pudiese ser colgada del techo por medio de cuatro cuerdas y una polea sobre la que giraban. Cuando todo estuvo dispuesto convidó á comer á algunos amigos, todos determinados á ayudar á aquel buen hombre en el desarrollo del plan curativo.
No bien se hablan sentado á la mesa, cuando la mujer, que ponia una cara como un renegado, principió á levantar la voz y alborotarse de una manera tan intempestiva y poco prudente, que el marido creyó llegada la hora de proceder á la cura.
— Mira, Nemesia, le dijo, que no tienes razón; repórtate, te ruego, para que estos señores no formen mal juicio ni de tí ni de mí.
— ¡Bribón, mas de bribón! que acabas mi casa.
— ¿Callas, Nemesia?
— ¡Yo callar! primero muerta.
— Amigos mios, dijo el marido, es una locura, y es necesario curarla. Manos á la obra.
Al punto se levantan todos, la cogen, la sujetan y la encunan, esto es, me la plantan en la cuna, y tirando de las cuerdas la suben como lámpara de ermita á dos ó tres varas de altura.
Grita la pobre Nemesia, alborota, se desespera, se desgañita, atruena la casa. Los amigos principian á columpiarla, cantando á coro:
Bien lo sé,
Duérmete, niña,
Duérmete.
Que no tienes hambre, etc.
Por muy mujer que sea una mujer, no puede serlo tanto que no se canse de alborotar, y mucho mas cuando los otros cantan. Nemesia, ¡quién lo creyera! la famosa Nemesia calló.
La bajan, se sientan de nuevo en la mesa, descansa ella, y principia de nuevo el estruendo.
Vuelta á la cuna, vuelta á mecerla, y vuelta á cantar:
Bien lo sé, etc.
¿Qué os podría decir? En un par de meses á cuatro ó seis meceduras al dia, esa Nemesia, de quien os vengo hablando, se convirtió en un ángel, dulce, pacífico y modesto.
¡Ah, qué medicina tan buena!