La dama de "pique"
LA DAMA DE "PIQUE"
I
En casa del oficial de guardias á caballo Narumof jugaban á las cartas. La larga noche invernal pasó rápidamente. A las cinco de la mañana se sentaron á cenar. Los que habían ganado comieron con gran apetito; los demás contemplaron con distracción sus platos vacíos. Pero se sirvió el champagne, se animó la conversación y todos tomaron parte en ella.
—¿Qué tal te ha ido, Surin? preguntó el dueño de la casa.
—He perdido como de costumbre. Hay que reoonocer que soy un desgraciado; juego con calma nunca me enfado, mada me hace hablar, y sin embargo, pierdo!
—¿Y tú, no jugaste ni una vez siquiera? ¿No te dejaste seducir? Tu firmeza me asombra.
—¡Qué hombre! exclamó uno de los huéspedes señalando á un joven ingeniero. Jamás ha cogido una carta, jamás dice una palabra malsonante, y ha estado con nosotros hasta las cinco de la mañana viendo cómo jugabamos.
—El juego me entretiene mucho, dijo Hermann pero no estoy en situación de sacrificar la indispensable por tal de tener más de lo que necesito.
—Hermann, es alemán: es calculador, eso es todo, observó Tomski. Si para mí hay alguien incomprensible es mi abuela, la Condesa Ana Fedotovisa.
—¿Qué? ¿Qué dices? exclamaron los convidados.
—No puedo comprender, prosiguió Tomski, por qué no juega mi abuela.
—¿Y qué tiene de extraño, dijo Narumof, que una anciana de ochenta años no juegue?
—¿De modo que tú no sabes lo que le sucedió?
—No, no sé nada de eso.
—Entonces escuchad. Es preciso que sepáis que mi abuela, hará sesenta de ésto, marchó á París y estuvo muy á la moda. La gente corría tras ella para ver á la Venus moscovita. Richelieu hizo locuras por ella y mi abuela asegura que su crueldad estuvo á punto de acasionar el suicidio del duque.
En aquel tiempo las señoras jugaban al faraón.
Una vez estando en la corte, perdió bajo palabra una cantidad considerable que le ganó la duquesa de Orleans. Cuando llegó á su casa y á tiempo de quitarse las mouches y de desnudarse, confesó á mi abuelo la pérdida y le ordenó que pagase. Mi difunto abuelo, si no recuerdo mal, era de condición débil. Le temía á su mujer como al juego, pero al enterarse de tan enorme pérdida, se enfureció, echó sus cuentas y demostró á mi abuela que en seis meses habían derrochado medio millón y que cerca de París no tenían fincas que vender como les sucedía en Moscou: en una palabra se negó á pagar la deuda. Mi abuela le dió an eachete y se acostó sola en prueba de enfado. Al día siguiente mandó llamar á eu marido, con la esperanza de que hubieso surtido efecto el castigo de la víspera, pero le halló inconmovible. Por prira vez en la vida llegó á tener con él una explicación acalorada: creyó que iba á ablandarse, condescendiendo hasta demostrarle que hay deudas y deudas y que no puede portarso lo mismo un príncipe que un postillón.
¡A buena parte fué! Elabuelo siguió en sus trece.
La abuela no sabía qué hacer. Conocía aunque muy superficialmente al conde de Saint Germain de quien tantas cosas extraordinarias se contaban.
Ya sabéis que decía ser cl judío errante. y haber descubierto el elixir de la vida, la piedra filosofal, etc. Reíanse de él como de un charlatán y Casanova en sus Memorias dice que era un espia. Por lo demás, Saint Germain, fucra aparte de su misterio tenía aspecto respetable y era un hombre muy amable en sociedad. Mi abuela le ama desde entonces y se enfada cuando hablan mal de él.
Mi abuela sabía que el conde de San Germain disponía de inmensos recursos. Se decidió, pues, á acudir á él y le escribió una carta rogándole que viniese á verla. El misterioso individuo acudió inmediatamente y la hallá sumida en la desesperación. Mi abuela le pintó con sombríos colores la barbarie de su esposo y dijo, por último, que ponía toda su esperanza on su amistad. Saint Germain reflexionó. «Puedo servirla á V. con esa cantidad, dijo; pero se que no estará V. tranquila mientras no me la devuelva, y no quisiera yo ser causa de nuevos disgustos. Hay otro medio: puede V. recuperar lo perdido jugando de nuevo.
—Pero, amable Conde, le contestó mi abuela, guo le digo que estamos sin un céntimo?
—Para que propongo no hace falta dinero.
Tenga V. la bondad de escucharme, replicó Saint Germain. Y al punto le reveló un secreto por el cual daríamos lo indecible todos nosotros...
Los jugadores redoblaron la atención. Tomski encendió su pipa, se estirú y prosiguió:
—Aquella misma noche, se presentó mi abuela en Versalles en el jea de la reine. El duque do Orleans torció el gesto al verla. Mi abuela se excusó de no haber pagado su deuda, contó una historia cualquiera para justificar su olvido y se puso á jugar á las cartas con el duque. Escogió tres cartas, las puso una sobre otra: con las tres ganó: el desquite fué completo.
¡La casualidad! exclamó uno de los presentes.
—¡Eso es un cuento! observó Hermann.
¡Quizá fueran cartas falsificadast dijo un tercerow No creo, repuso Tomski con gravedad.
—¡Cómo! exclamó Narumof. Tienes una abuela que adivina tres cartas seguidas y hasta ahora no le has arrancado su secreto?
—¡Si, por vida mía! repuso Somski. Mi abuela tuvo euatro hijos, uno de los cuales fué mi padre.
Los cuatro eran jugadores y á ninguno le descubrió su secreto, lo cual no hubiera sido malo para cllos, ni para mi tanpoco. Pero, oigan Vdes. lo que me contaba mi abuela, del conde Ivan Ilitch, dándome su palabra de honor de que era cierto. El difunto Chaplistki, que murió en la miseria después de derrocharmillones, allá en su juventud perdió, jugando con Zorich unos 300.000 rublos. Estaba desesperado. Mi abuela q e siempre fué compasiva con los muchachos, sintió lástima de Chaplitzki. Le dió tres cartas para que las pusiera una sobre otra y le exigió su palabra de no volver á jugar. Chaplitzki fué á buscar á su vencedor y ambos se pusieron á jugar. Chaplitzky puso 50.000 rublos á la primera carta y ganó, á la tercera car ta se había desquitado por completo.
—A todo esto, dijo uno de los presentes, ha llegado la hora de irse á la cama; son las seis menos cuarto.
En efecto empezaba á amanecer. Los muchachos apuraron sus copas de ron y se separaron.
II
La anciana Condesa de *** estaba sentada en sugabinete delante del espejo. La rodeaban tres doncellas, una de las cuales tenía el frasco de coloreto, otra una cajita con horquillas y la tercera una oofia adornada con cintas de color de fuego. La Condesa no tenía la menor pretensión á una belleza desaparecida hacía mucho tiempo, pero conservaba todas las costumbres de su juventud, seguia ouidadosamente las modas del año 1770 y se vestia con la misma lentitud y el mismo esmero que sesenta años antes. Junto á la ventana, sentada al bastidor, se hallaba una señorita, de cuya educación se había encargado la condesa.
—Buenos días, grand'maman, dijo al entrar un oficial joven. Bonjour, Mademoiselle Luiso. Grand, maman, vengo á pedirle á V. un favor.
—¿Qué quieres, Paul?
—Permítame V. que le presente á uno de mis amigos y que le traiga al baile que da V. el miércoles.
—Lo traes al baile y allí me lo presentas. ¿Estuviste anoche en casa de ***?
—¿Cómo no? Estuvo aquella muy bien. Bailamos hasta las cinco de la mañana. Etezkaia cstaba guapisima...
—¡Pero querido!... Qué le encuentras. ¿Se paroce á su abuela la princesa Daría Petrowna? A propósito: ha envejecido mucho la princesa Daría Petrowna?
—¿Cómo si ha envejecido? replicó distraídamente Tomski, si hace lo menos siete años que marió...
La joven levantó la cabeza é h zo una seña al oficial. Este recordó que á la condesa le ocnltaban la muerte de sus contemporáneas y se mordió los.
labios. La condesa escuchó, esto no obstante, aquella notícia, nneva para ella, con la mayor indiferencia.
¡Se ha muerto y yo no sabía nadal A las dos nos nombraron damas de honor al mismo tiempo y cuando nos presentamos, la soberana...
Y la condesa por la centésima vez contó á su sobrino aquella anécdota.
—Bueno, Paul, dijo después, Ahora ayúdamo á levantarme. ¿Lisa, donde está mi caja de rapé?
La condesa con sus doneellas pasó detrás de on biombo para continuar su tocado. Tomski se quedó solo con la joven.
—¿A quién quiere V. presentar? proguntó en vos baja Isabel Ivanowna.
—A Narumof. Ya V. le conoce.
—¡No! Es militar ó paisano?
Militar.
—Ingeniero?
—No, sirve en caballería. ¿Porqué pregunta Vsi es ingeniero?
La joven se sonrió y no contestó.
—Paul, gritó la condesa desde detrás del biombo. Traeme alguna novela nueva, pero no de las últimas.
— ¿Porquó, grand'maman?
Quiero decir, una novela en la que el protagonista no estrangule á su padre, ni á su madre y en la que no haya ahogados. Le tengo un miedo horrible á los ahogados..
—Hoy día no se estilan esas novelas. ¿La que rría V. rusa?
—Pero, ¿lay novelas rusas? Traémelas, hijo, traémolas.
—Dispenseme V., grandmaman tengo mucha prisa. Dispenseme V., Isabel Ivanowna... ¿Por qué creyó V. que Narumof era ingeniero?
Y Tomski salió del gabincte.
Isabel Ivanowna se quedó sola; dejó la labor y miro por la ventana. Pronto apareció en la calle un oficial. La joven se puso colorada, reanudó su labor é inclinó la cabeza sobre el bastidor. En aquel momento entró la condesa ya vestida.
—Di que enganchen el coche, Lisa, y vamos de paseo.
Lisa apartó el bastidor y se puso á recoger su labor.
1.45 —Pero hija; ¿estás tonta? exclamó la condesa. Di que enganchen inmediatamente.
—Enseguida, respondió en voz baja la joven y echó á correr hacia la antesala.
Entró un criado y puso en manos de la condesa los libros que enviaba el príncipe Pablo Alejandrovich.
—Está bion, dijo la condesa; dále las gracias.
Lisa, Lisa; jadonde vas tan de prisa?
—Voy á vestirme.
—Tienes tiempo, hija. Sientate aquí. Abre uno de sus libros lećme en voz alta.
La joven abrió el libro y leyó unas cuantas líneas.
—Más alto, dijo la condesa. ¿Qué te pasa? ¿No tienes voz? Mira, antes, dame el taburete... así.
Lisa leyó un par de hojas. La condesa bostezó.
—Tira ese libro, dijo. Qué simpleza devućlveselo al príncipe Pablo y dí que le den las gracias. Pero... ¿y ese coche?
—El coche está enganchado, lijo Isabel Ivanowva mirando por la ventana.
—¿Y porqué no estás vestida ya? preguntó la condesa. Siempre te haces esperar lo cual es insoportable.
Lisa volá á su cuarto. Apenas ha bian transeurrido dos minutos cuando la condesa empezó á lla—mar con toda su fuerza. Tres criadas acudieron por una puerta y un lacayo por otra.
(0) —¿Qué pasa que no venis cuando se os llama? exclamó la condesa. Id y decidle á Isabel Ivanowna que la estoy esperando.
Isabel Ivanowna entró en aquel instante en traje de calle.
—Ya has venido, hija mia. ¡Gracias á Dios! Pero ¿qué te has puesto? ¿A que viene todo eso? ¿Piensas enamorar á alguien? ¿Qué tal día hace? Parece que hace viento...
—No, señora, no hace viento ninguno, contestó el lacayo...
—Siempre hablas á tontas y á locas. Abre la ventana. Lo ves hace viento y viento frío. Que desenganchen coche. Lisa, no salimos ya, no tenías para que componcric tanto...
—¡Y decir que mi vida se reduce á ésto! pensó Lisa.
En efecto, Isabel Ivanowna era una criatura desgraciada. Amargo es el pan ajeno, dijo Dante y duro es bajar por la escalera de otro..
¿Qué amargura de las que proceden de la de pendencia de otro ignoraría una pobrejoven protegida por una anciana rica é ilustre? La condesa no era mala, pero si caprichosa como mujer, amiga de la sociedad, avara y sumida en el más egoismo como suele ocurrir con los viejos enamorados de su tiempo y extraños al presente. la condesa tomaba parte en todas las frivolidades del gran mundo, aendía á los bailes permaneciendo en un rincón con el rostro pintado y vestida á la antigua como si fuera un adorno natural é indispensable del salón; á ella se acercaban con profundos saludos los huéspedes cual si cumpliesen con un rito establecido y después nadie se acordaba de ella.
A su casa acudía toda la ciudad, observando severa etiqueta, sin conocer á nadie personalmente. Sus numerosos criados engordaban y envejecían en sus antesalas, haciendo lo que querían y robando constantemente á la anciana. Isabel Ivanowna era un mártir doméstico.
Ella servía el té y escuchaba regaños por el consumo exagerado de azúcar, ellaleíanovelas en voz alta y tenía lo culpa de cuantos errores había cometido el autor, ella acompañaba á la princesa cuando salía de paseo y era responsable del tiempo y del estado de las calles. Tenía señalada una recompensa pecuniaria, pero nunca se la pagaban no obstante lo cual le exigían que se vistiera como todas, es decir, como pocas. En sociedad desem peñaba el mismo papel. Todos la conocían y ninguno le hacía caso, en los bailes no la sacaban á bailar sino euando faltaba un vis á vis, las señoras se cogian de su brazo cuantas veces necesitaban ir al tocador para arreglar algún dotalle del vestido. Como tenía amor propio sentía lo triste de su situación y miraba alrededor suyo esperando con impaciencia que se presentase un libertador, pero los jóvenes, calculadores á pesar de su vanidad juvenil, no le hacían ningun caso, por más que fuera Isabel Ivanowna cien veces más bonita y más agradable que las impertinentes y desagradables jóvenes en torno de las cuales se movian.
Cuántas veces, abandonando la sala aburrida y pomposa, habíase retirado á su pobre alcoba donde lloraba silenciosamente al lado de viejos biombos y de antiguas tapicerías, mirando con tristeza la cómoda, el espejo y la cama que constituían el mobiliario, á la luz escas que proyectaba una vela de sebo puesta en un candelero de metal.
Una vez, esto sucedió dos dias después del sarao descrito al principio de este relato y una semana antes de la escena en que nos detuvimos, una vez, Isabel Ivanowna, sentada junto á la ventana trabajando en su bastidor miró distraidamente á la calle vió á un joven ingeniero inmóvil y con la vista fija en la ventana. Isabel bajó la cabeza y tornó á su labor, cinco minutos despues miró de nuevo: el joven oficial seguía en el mismo sitio. No teniendo por costumbre coquetear con los oficiales que pasaban por la calle dejó de mirar y bordó por espacio de dos horas sin levantar la cabeza. Sirvieron la comida.
Isabel se levantó, recogió su labor y mirando involuntariamente hacia la calle, volvió á ver al oficial. Esto le pareció bastante raro. Después de comer se aproximó á la ventana con cierta intranquilidad, pero el oficial había desaparecido y ella no volvió á acordarse más de él.
Dos días después, cuando iba á subir al coche con la condesa, volvió á verle. Estaba junto á la escalinata y ocultaba el rostro en el cuello de castor, sus negros ojos brillaban bajo la gorra.
Isabel Ivanowna se asustó sin saber de qué y tomó asiento en el coche con inexplicable sobresalto.
Al regresar á casa corrió á la ventana: el oficial se hallaba en el mismo sitio que el otro día y no apartaba la vista de ella; la joven se retiró, mortificada por la curiosidad y agitada por un sentimiento completamente nuevo para ella.
Desde entonces no pasó día sin que el joven oficial no se presentase á la misma hora bajo la ventana de la casa. Entre él y la joven se establecieron mudas relaciones. Sentada en su sitio, ocupada en su trabajo, sentía su proximidad, levantaba la cabeza y le miraba cada día más.
El joven, al parecer, le estaba muy agradecido; la joven reparaba, con la penetración propia de la juventud, cómo se cubrían de carmín sus pálidas mejillas cuando su mirada se encontraba con la de él. Al cabo de una semana, la joven le sonreía...
Cuando Tomski pidió permiso á la condesa para presentar á su amigo, el corazón de la pobre muchacha palpitó con más fuerza, pero cuando supo que Narumof no era ingeniero, sino caballero-guardia, deploró haber revelado su secreto por medio de una pregunta indiscreta al impetuoso Tomski.
Hermann era hijo de un alemán que se naturalizó ruso y le dejó un pequeño capital. Persuadido de la necesidad de robustecer su independencia, Hermann no tocaba á la renta, vivía con su sueldo únicamente y no se permitía el menor capricho. Por lo demás, era reservado y orgulloso y sus compañeros raras veces tenían ocasión de burlarse de su extraordinaria parsimonia. Tenía pasiones fuertes y una fantasia ignea, pero su firmeza le salvaba de los errores propios de la juventud. Así, por ejemplo, siendo en el fondo amigo del juego, no tocaba jamás una carta, porque calculaba que su fortuna no le permitía (según decía él) sacrificar lo indispensable á la esperanza de conseguir lo supérfluo, y sin embargo, se pasaba noches enteras al lado de las mesas de juego observando con temblor febril las diferentes alternativas de aquel.
La anécdota de las tres cartas había producido gran efecto en su fantasía y durante toda la noche no pudo desecharla de su mente. «Si la condesa me revelase su secreto, decíase al siguiente día paseándose por San Petersburgo, ó me indicase qué cartas son esas... ¿Por qué no probar la suerte? M presentaré á ella, conquistaré su benevolencia, me haró su favorito, diré que estoy enamorado de ella pero todo esto requiere tiempo y ella tiene 87 años; puede morirse en una semana, en dos días... Y hasta la misma anécdota... ¿Es creíble? No: cálenlo, moderación y laboriosidad, estas son mis tres cartas; ellas triplicarán, multiplicarán mi capital y me darán la tranquilidad y la independencia. Razonando de este modo, llegó á una de las principales calles de San Petersburgo y reparó en una casa de antigua apariencia. La calle estaba llena de coches, que iban acercándose uno tras otro á la puerta cuyo zaguán estaba profusamente iluminado. De los coches asomaba unas veces el diminuto pie de una belleza juvenil, otras la crujiente bota de uniforme, otras en fin, la media de seda y el zapato de baile de un diplomático. Las pellizas y los abrigos pasaban en grupo por delante del majestuoso suizo. Hermann se detuvo.
—¿De quien es esta casa? preguntó al policía que estaba en la esquina.
—De la condesa ***, contestó éste.
Hermann se estremeció. La maravillosa anécdota acudió de nuevo á su mente. Púsose á pasear por los alrededores de la casa pensando en la dueña y en su maravilloso poder.
Volvió ya tarde á su pacifico rincón; tardó largo rato en conciliar el sueño y cuando éste le embargo, soñó con barajas, mesas verdes, fajos de billetes y montones de monedas de oro. Puso las cartas una encima de otra, dobló las puestas con energia, ganó sin interrupción, se guardó el oro en los bolsillos y los billetes en la cartera.
Al despertarse ya muy tarde, suspiró ante la pérdida de sus fantásticas riquezas, salió á pasear por a ciudad y volvió otra vez á casa de la condesa. Una fuerza desconocida le impulsaba hacia ella.
Se paseo y miró á las ventanas. En una de ellasvió una cabecita de negros cabellos, inclinada, sin duda, sobre un libro ó una labor. La cabecita se levantó. Hermann vió un rostro juvenil y unos ojos negros.
Aquel instante decidió su porvenir.
III
Apenas se había despojado Isabel Ivanowna de sa sombrero y de su abrigo, le mando un recado la condesa y dispuso que volviesen á enganchar el coche. Ambas tomaron asiento en él. En el preciso instante en que dos lacayos levantaban á la condesa y la introducían por la portezuela, Isabel Ivanowna, vió á su ingeniero junto á las mismas ruedas, el joven le cogió una mano, su susto fué tan grande que no logró dominarse. El joven desapareció y la carta quedó en manos de ella. La ocultó en un guanto y durante todo el camino ni.vió nada ni oyó nada. La condesa tenía la costumbre de ir haciendo preguntas á cada paso: já quien nos encontramos? ¿cómo se llama ese puente? ¿qué dice ese rótulo? Esta vez, Isabel Ivanowna le contestó sin saber lo que decía y la condesa se en fadó:
—¿Qué te ocurre, hija? ¿Estás dormida? Tú no me oyes ó no me entiendes... A Dios gracias, ao soy tartamuda ni me he vuelto loca...
Isabel Ivanowna no la escuchaba.
Al llegar á casa corrió á su cuarto, sacó la carta del guante; no estaba lacrada. Isabel Ivanowna la leyó. La carta contenía una declaración amorosa; era tierna, respetuosa y parecía estar copiada literalmente de una novela alemana, pero Isabel Ivanowna no sabía alemán y quedó muy satisfecha.
Esto no obstante, la carta que había aceptado la intranquilizó no poco. En primer lugar se ponía en relaciones secretas é íntimas con un joven cuya osadia le infundía pavor. Reprochábase su impremeditada conducta y no sabía qué hacer, si dejar de sentarse á la ventana y á fuerza de indiferencia quitarle todo deseo de ulteriores relaciones devolverle la carta, ó contestar á esta última con frialdad y energía.
No tenía con quien consultar, carecía de amigas y de maestras. Isabel Ivanowna resolvió contestar, Sentúse á la mesita de escribir cogió pluma y papel y se puso á reflexionar. Empezó varias veces en carta y otras tantas la rompió: unas veces las frases le parecían demasiado indulgentes, otras demasiado duras. Por último logró escribrir unas pocas líneas que la dejaron satisfecha. «Tengo la evidencia, escribió, de que sus intenciones son honradas y de que no ha querido V. ofenderme dando un paso irreflexivo; pero nuestras relaciones no pueden empezar do esto modo. Le devuelvo su carta y espero que no tendré de antemano razones para deplorar un inmerecido desprccio».
Al siguiente día, cuando vió pasar á Hermann, Isabel Ivanowna dejó su bastidor, pasó á la sala, abrió la ventana y lanzó su carta á la calle, confiando en la habilidad del joven oficial. Hermann, corrió, cogió la carta y entró en una confitería próxima. Rompió el sello y halló su carta y la respuesta de Isabel Ivanowna. La esperaba y volvió á su casa pensando en su intriga.
Tres días después, una muchacha elegante entregó á Isabel Ivanowna una carta del almacén de modas. Isabel Ivanowna la abrió con sobresalto, temiendo que fuera una cuenta, cuando conoció la letra de Hermann.
—Te has equivocado, hija mía, dijo, esta carta no es para mí.
—Sí, es para V., contestó la muchacha sin bajar los ojos al propio tiempo que se dibujaba en sus labios una sonrisa maliciosa; lenga V. la bondad de leer lo que dice.
Isabel Ivanowna leyó rápidamente la carta; Hermann solicitaba una entrevista.
—No puede ser, murmuró Isabel Ivanownaasustada de la imprevista petición y del medio que para conseguirla se empleaba. Esta carta; no se ha escrito para mí. Y la rompió en menudos trozos.
—Si la carta no es para V., ¿por qué la ha roto?
preguntó la muchacha. Yo la hubiese devuelto á quien la envió.
—Haz el favor de no volver á traerme cartas, replicó Isabel Ivanowna, ruborizándose al oir esta observación, y de decir á quien te mandó aquí, que debiera darle vergüenza...
Pero Hermann no se dió por vencido. Isabel Ivanowna recibió todos los días carta de él, ya fuera de un modo, ya de otro. No estaban traducidas del alemán, porque las escribía Hormann, impulsado por la pasión y hablando el lenguaje propio de ella; en ella se expresaban la inflexibilidad de sus deseos y el desorden de una imaginación desenfrenada. Isabel Ivanowna no pensaba ya en devolverlas; se embriagaba con ellas, empezó á contestarlas y sus cartas cada vez eran más largas y más tiernas. P'or últ mu le echó por la ventana la siguiente misiva:
«Hoy es el baile en casa del embajador de ***. La condesa irá. Nos quedaremos solas dos horas. Hé aquí una ocasión de verme. Tan luego como se marche la condesa, sus criados se irán probablemente también; el suizo se queda en el zaguán, pero es verosimil que también se retire á su cuarto. Venga V. á las once y media. Diríjase á la escalera, si encuentra V. á alguien pregunte si está en casa la condesa. Le dirán que no y entonces será preciso que se retire V. Pero lo más probable es que no encuentre V. á nadie, porque las muchachas estarán en su habitación. Una vez en la antesala dirijase á la izquierda y vaya á la alcoba de la condesa. En la alcoba, detrás del biombo verá V. dos puertas pequeñas: la de la derecha da á un gabinete donde nunca entra la condesa; la de la izquierda á un pasillo donde hay una escalera estrecha que conduce á mi habitación.
Hermanın tenblaba como un tigre esperando la hora de la cita. A las diez de la noche ya estaba frente á la casa de la condesa. Hacía un tiempo infernal; el viento rugía, la nieve caía en copos enormes; los faroles apenas alumbraban; en las calles no habia un alma. De rato en rato un cochero de punto, envuelto en su capote, arreaba su penco, buscando con la mirada algún rctrasado viajero.
Hermann iba á cuerpo, más no sentía ni el vien.to, ni la nieve. Al fin y á la postre llegó el coche de la condesa. Hermann vió como llevaban los criados á la anciana, la cual iba arropada en amplia piel de marta zibelina y como detrás de ella aparecía su protegida con un ligero abrigo.
La portezuela se cerró con ruido y el coche echo andar pesadamente sobre la crujiente nieve El suizo cerró la puerta; apagáronse las luces que iluminaban las ventanas. Hermann comenzó á pasear en torno de la casa vacía; se acerco á un farol, miró la hora: eran las once y veinte minutos.
Se quedó al pie del farol, siguiendo la marcha de las agujas y esperando que marcasen la hora fijada. A las ouce y media en punto, Hermann se dirigió á la escalinata de la casa, y penetró en el iluminado zaguáu.
No estaba el suizo. Hermann subió rápidamente la escalera abrió la puerta de la antesala y vió á un sirviente dormido en un diván vicjo y sucio.
Con pasó ligero y firme pasó al lado suyo Her“ mann. La sala y el gabinete estaban á obscuras.
La lámpara de la antesala apenas disipaba en las sombras. Hermann entró en la alcoba.
Delante de las imágenes sagradas oscilaba la llama de una lámpara de oro. Butacas y divanos fo rrados de antiguas telas descoloridas, con cojines de pluma bordados de oro en mal estado, se hallaban simétricamente colocados junto á las paredes cubiertas de tapicerías chinas. Eu uno de los muros colgaban dos retratos pintados en París por madame Lebrun, uno de los cuales representaba á un hombre de unos cuarenta años, sonrosado y grueso, con uniforme verde y cruces, y el otro á una joven hermosa de nariz aguileña y en cuyo cabollo empolvado se veía una rosa.
En todos los rincones había pastoreitos de porcelana, relojes de mesa obra del célebre Leroy, cajitas, abanicos y otros objetos femeninos inventados á fines del pasado siglo al mismo tiempo que el globo de Montgolfier y que el magnetis mo de Mesmer. Hermann pasó por detrás del biombo. Allí había una pequeña eama de hierro; á la derecha una puerta que conducía al gabinete; á la izquierda otra que conducía á un corredor. Hermann vió una escalera estrecha que snbía al cuarto de la pobre protegida, pero se volvió y entró en el gabinete. El tiempo transcurrió con lentitud; en todas las habitaciones los relojes dieron uno tras otro las doce y el silencio reino de nuevo. Hermann de pie, se apoyó en la chimenea.
Estaba sereno; su corazón latía con toda regularidad como el de un hombre rosuelto á hacer algo peligroso, pero necesario. Los relojes dieron la una y luego las dos; se oyó á distancia el rodar de un carruaje. Una emoción involuntaria apoderó de él.
El carruaje fué acercándose y por fin se detuvo.
Oyó que bajaban el estribo. La casa se animó. Corrieron los criados, se oyeron vocesy se iluminaron las habitaciones. En la alcoba ontraron tres cria das viejas y la condesa, apenas viva, entró á su vez y se dejó caer sobre un sillón Voltaire. Hermann miró por un agujero. Isabel Ivanowna pasó por delante de él. IIermann oyó sus apresurados pasos por la escalera, y sintió en el corazón algo así como un remordimiento que se desvaneció al punto. Se hizo de piedra.
La condesa empezó á desnudarse delante del espejo. Le quitaron la capota adornada de rosas; desprendieron de su pelado cráneo la empolvada peluca; los alfileres cayeron en forma de lluvia alrededor de ella..
Su vestido amarillo bordado en plata, cayó á sus hinchados pies.
Hermann fué testigo de los repugnantes secretos de su tocado; por último la condesa quedó en chambra y con gorro de dormir y en este traje más apropiado á su edad, resultaba menos terrible y más natural. Como todos los viejos, la condesa padecía de insomnio. Después de desnudarse to mó asiento junto á la ventana en el sillón Voltaire y despidió á sus doncellas.
Lleváronse las luces y la habitación quedó alumbrada por la lámpara únicamente. Amarillenta, agitando los caídos labios y moviendo la cabeza de derecha á izquierda yacía la condesa en su sillón. En sus turbios ojos se reflejó la completa ausencia de pensamientos; mirándola, podía creerse que los movimientos de la anciana procedían no de su voluntad, sino de la acción de un secreto galvanismo.
De repente este rostro moribundo se descompuso horriblemente. Los labios quedaron inmóviles; se animaron los ojos: delante de la condesa estaba un desconocido.
—No se asuste V., por el amor de Dios, no se asuste, dijo este en voz baja y clara. No voy á hacerle ningún daño: he venido á hacerle una súplica.
La anciana le miró en silencio, como si no le oyera. Hermann creyó que era sorda é inclinándose hacia ella le repitió sus palabras al oído. La anciana tampoco le contestó.
—Puede V., prosiguió Hermann, darme la felicidad sin que nada le cueste: sé que le es dado á V. adivinar tres cartas seguidas.
Hermann se detuvo. Al parecer la condesa había comprendido lo que le pedían; parecía como si quisiera buscar palabras para contestar.
Eso es una broma, dijo por último; le juro á V. que es una broma...
—No hay tal, le interrumpió Hermann encolerizado. Recuerde á Chaplizki á quien ayudó V. ádesquitarse.
La condesa se turbó visiblemente. Su rostro reflejó una gran agitación moral, pero al cabo de un instante tornó á la anterior inconsciencia.
¿Puede V. decirme qué tres cartas son esas?
preguntó Hermann.
La condesa no contestó; Hermann prosiguió.
A que conduce tanto misterio? ¿Lo guarda Vpara sus nietos? Son ya bastantes ricos sin eso y ni siquiera conocen el valor del dinero. A un dilapidador, de nada le sirven esas cartas. El que no sabe conservar la herencia paterna, muere en la miseria á pesar de todos los esfuerzos del demonio. Yo no soy un disipador; yo se lo que vale el dinero. Sus tres cartas no me perderán... Bueno, qué...
Se detuvo temoloroso esperando la respuesta.
Herman se arrodilló:
—Si su corazón sintió alguna vez amor hacia alguien; si recuerda sus delicias, si alguna vez sonrió feliz junto á la cuna do un hijo, si en su pecho latió alguna vez un sentimiento humano, yo invoco esos sentimientos de esposa, de amante, de madre; yo invoco todo lo que es santo en la vida y le suplico que no me niegue lo que deseo, que me descubra su secreto... ¿Qué interés tiene en no hacerlo? Quizá vaya unido á un pecado horrible á la pérdida de la eterna bienaventuranza; á un pacto diabólico... Piénselo bien; V. es vieja, poco le queda ya de vida... yo tomo sobre mi todos vuestros pecados. Descúbrame el misterio.
Piense que la felicidad de un hombre se halla en sus manos; que no solo yo, sino mis hijos y mis nietos, bendecirán su memoria y la adorarán como á una santa.
La anciana no contestó.
Hermann se levantó.
—¡Bruja del demonio! exclamó rechinando los dientes. Yo te obligaré á contestar.
Así diciendo sacó una pistola. La condesa al ver el arma debió experimentar profunda impresión.
Movió la cabeza y levantó el brazo como si quisiera evitar el disparo; después se dejó caer y quedó inmóvil.
—Déjese de niñerías, prosiguió Hermann, 00giéndole la mano. Por última vez le pregunto si quiere ó no indicarme las tres cartas...
La condesa no contestó. Hermann vio entonces que estaba muerta.
IV
Isabel Ivanowna estaba en su cuarto en traje de baile todavía, sumida en profundas reflexiones. Al llegar á casa se apresuró á despedir á la adormilada doncella que de mala gana le ofrecía sus servicios diciéndole que se desnudar'a sola y temblando entró en su cuarto, esperando encontrar alli á Hermann y deseando al mismo tiempo no verle. La primera mirada que lanzó pudo convencerla de que allí no estaba y dió gracias al destino por el obstáculo que había opuesto á la entrevista.
Se sentó, sin desnudarse, y púsose á recordar todas las circunstancias que en tan corto tiempo la habían llevado tan lejos. No habían pasado aú tres semanas desde el día en que por vez primera víó des de la ventana al joven y ya estaba en correspondencia con él y había logrado este obtener de ella una entrevista nocturna. Ella sabía el nombre de él solo porquo algunas de sus cartas estaban firmadas por él; no había hablado con él jamás, no conocía el motal de su voz; no habia oído hablar de él jamás... hasta aquella misma noche. ¡Extraña cosa! Aquella misma noche, el baile Tomski, molestó con la princesita Paulina que, contra su costumbre no coqueteaba con él, deseó vengarse, demostrándole indiferencia é invitó á Isabel Ivanowna á bailar una mazurca.
Todo el tiempo que duró ésta, se burló de su inclinación hacia los ingenieros, aseguró que estaba enterado de muchas cosas que ella no podia ni siquiera figurarse, y algunas de sus burlas iban tan bien dirigidas que Isabel Ivanowna pensóő más de una vez en que se había descubierto su secreto.
—¿Quién le ha dicho á V. todo eso? preguntó sonriéndose.
—El amigo de una persona á quién V. conoce le contestó Tomski; un hombre muy notable.
—Y quién es este hombre tan notable?
—Le Baman Hermann.
Isabel Ivanowna no contestó, pero se quedó holada.
—Este Hermann, prosiguió Tomski, es una persona verdaderamente romántica. Tiene perfil napoleónico y alma de Mefistófeles. Yo creo que s0bre su conciencia pesan lo menos tres crímenes.
—Que pálida se pone V...
—Me duele la cabeza...
—¿Qué le dijo á V. Hermann... ó como se llame?
—Herman está muy descontento con su amigo; dice que en su lugar él hubiera procedido de dislinto modo.
Yo llego hasta suponer que Hermann tiene algun propósito con respecto á V. A lo menos escucha con bastante disgusto las enamoradas razones de su amigo.
—Pero ¿dónde me ha visto?
—En la iglesia, tal vez; en el paseo... Dios sabe donde... Quizá la haya visto á V. en su alcoba mientras V. dormía...
Tres señoras que se acercaron preguntando conbli ou regrets interrumpieron una conversación que iba siendo cada vez más interesante y más dolorosa para Isabel Ivanowna.
La dama elegida por Tomski fué la misma princesa que después de muchos rodeos y de muchos circunloquios logró ponerse al habla con él.
Al volver á su sitio, Tomski no pensó en Hermann ni en Isabel Ivanowna, la cual quiso reanudar el interrumpido diálogo, pero concluyó la mazurea y poco después se retiró la condesa.
Las palabras de Tomsky eran mera charla, pero quedaron grabadas en el alma de la joven.
El retrato bosquejado por Tomski coincidía con la imagen que ella misma había concebido, y gracias á las novelas más recientes, tan ruin figura asustaba y esclavizaba su fantasía. Sentada estaba, con las manos cruzadas, reclinada la cabeza adornada todavía con flores, cuando de pronto se abrió la puerta y entrs Hermann. Isabel Ivanowna se estremeció.
—¿Donde estaba V.? preguntó con voz apagada por el miedo.
—En la alcoba de la condesa, contestó Hermann.
Acabo de dejarla. La condesa ha muerto.
¡Dios mio! ¿Qué está V. diciendo?
—Y, según parece, prosiguió Hermann, soy yo la causa de su muerte.
Isabel Ivanowna le miró y las palabras de Tomski resonaron en su alma: cese hombre tiene lo menos tres crímenes sobre su conciencia.
Hermann se sentó al lado de su interlocutora y le contó lo acaecido.
Isabel Ivanowna le escuchó horrorizada. De modo que aquellas cartas llenas de pasión, aquellas amorosas exigencias, aquella persecución tan insistente... no eran manifestaciones del amor... ¡Dinero y no otra cosa era lo que ansiaba su alma!
¡No era ella la que podía satisfacer sus deseos y hacerle feliz!
La pobre muchacha no era otra cosa que el cie go cómplice de un ladrón, la asesiña de su anciana protectora .. En su terrible desesperación derramó amargas lágrimas.
Hermann la contenpló en silencio; su corazón se destrozaba también: pero ni las lágrimas de la joven, ni el maravilloso encanto de su dolor, dieron al traste con la dureza de su alma. No sintió remordimiento alguno por la muerte de la anciana.
Solo una cosa le asustaba: la irreparable pérdida del secreto en que fundaba sus esperanzas de riqueza.
¡Es V. un mónstruo! exclamó por fin, Isabel Ivanowna.
—Yo no he querido matarla, contesto Hermann; la pistola no estaba cargada.
Ambos callaron.
Amaneció. Isabel Ivanowna apagó la vela. La pálida claridad del alba se difundió por la estancia.
Enjugó sus lágrimas y miró á Hermann. Estaba sentado éste al pie de la ventana con los brazos cruzados y la mirada torva. En esta postura recordaba asombrosamente el retrato de Napoleón. Este parecido sorprendió á Isabel Ivanowna.
—¿Y ahora, cómo va V. á salir de la casa? pre12 guntó al fin la joven. Pensaba yo conducirle por la escalera secreta, pero hay que pasar por la alcoba y tengo miedo.
—Digame V. por donde se va á esa escalera y me iré.
Isabel Ivanowna se levantó, sacó una llave de la cómoda, la entregó á Hermann y le explicó lo que tenía que hacer. Hermann estrechó su helada mano, la besó en la frente y salió.
Bajó la escalera de caracol y entró en la alcoba de la condesa. La muerta, sentada, parecía do mármol; su rostro revelaba una serenidad profunda.
Hermann se detuvo ante ella, la contempló largo tiempo, cual si quisiera convencerse de la terrible verdad; por último, entró en el gabinete, buscó á tientas la puerta y empezó á bajar por la escalera secreta, poseido de extraños sentimientos. Por esta misma escalera, pensaba, bajó tal vez hace sesenta años algún feliz amante, de bordada casaca y sombrero de tres picos, el cual yace desde hace muchos años en el sepulcro, y hoy ha dejado de latir el corazón de la mujer que amó.» Al pie de la escalera encontró Hermann una puerta que abrió con la llave que le diera Isabel y por un obscuro comedor, salió á la calle.
V
Tres días después de la noche fatal, á eso de las nueve de la mañana, se encaminó Hermann al monasterio de donde iba á verificarse el sepelio de la difunta condesa. Aun no teniendo remordimientos, no lograba, sin embargo, acallar la voz de su conciencia que repetía: el asesino de la condesa eres tú. Hermann no tenía mucha fe, pero tenía muchos prejuicios. Creía que la condesa podía ejercer sobre su vid auna influencia fundada y resolvió asistir á su entierro para solicitar su perdón.
La iglesia estaba llena. A duras penas consiguió Hermann abrirse paso a través de la multitud. Descansaba el fóretro sobre lujoso catafalco, bajo un dosel de terciopelo.
163 La muerta yacia en él con las manos cruzadas sobre el pecho, envuelta la cabeza en una gorra de encajes y vestida con un rico traje de seda. Alrededor de ella estaban sus criados con sendas libreas negras y hachones encendidos y sus hijos, nietos y biznietos de riguroso luto.
Ninguno lloraba, las lágrimas hubieran sido de mal gusto. La condesa era tan vieja que su muerte á nadie podia causar dolor y sus parientes la consideraban hacía tiempo como una persona que había perdido todo derecho á permanecer en este mundo.
El párroco pronunció la oración fúnebre. Con sentidas frases pinto la serena muerte de los justos; para los cuales los largos años de tranquila existencia constituyen una preparación para el eterno viaje.
«El ángel de la muerte, exclamó el orador, la halló entregada á meditaciones celestiales esperando á su divino amante. La triste ceremonia so efectuó con solemnidad. Los parientes se despidieron del cadáver los primeros, después se inclinaron ante él los innumerables amigos que habian venido á despedirse de la que tantas veces les obsequió con mundanas distracciones. Los últimos fueron los sirvientes.
Entre ellos, se acercó una vieja doncella de la condesa, sostenida por dos criadas jóvenes. No tenía fuerzas ya para inclinarse hasta el suelo, y al besar la helada mano de su señora, derramó algu nas lágrimas.
Después de ella se atrevió Hermann á acercarse al féretro. Inclinóse ante él profundamente y permaneció asi unos instantes; se incorporó al cabo de ellos, tan pálido como la misma muerta, subió los escalones del catafalco y se inclinó de nuevo...
En aquel instante le pareció que la difunta le miraba con desprecio...
Hermann se echó rápidamente hacia atrás tropezó y cayó al suelo. Le ayudaron á levantarse. Al mismo tiempo, Isabel Ivanowna caía desmayada.
Esto incidente perturbó brevo espacio la solemnidad del acto.
Hubo murmullos y un caballero, próximo pariente de la difunta, dijo al oido de un inglés que estaba á su lado, que aquel oficial era hijo natural de la condesa, á lo que el inglés se lim tó á contestar: joh!
Durante todo aquel día fué presa Hermann de extraordinaria inquietud. Después de cenar en un restaurant solitario y de haber bebido bastante, contra su costumbre, no más que para dominar su agitación, aunque sin lograrlo, volvió á su casa y, sin desnudarse, se acostó.
Cuando se despertó era todavía de noche. La Juz de la luna iluminaba la habitación. Miró al reloj; eran las tres menos cuarto. Se sentó en la cama, desvelado, y se puso á pensar en el entierro de la condesa.
En aquel momento alguien miró por la ventana.
Hermann no prestó atención. Al cabo de un minuto sintió que abrían la puerta del recibimiento.
Hermann pensó que seria su asistente que volvía ébrio de alguna excursión nocturna. Oyo, empero, unos pasos desconocidos: alguien andaba, arrastrando suavemente los pies.
Se abrió la puerta y entró una mujer vestida de blanco. Hermann creyó que sería su anciana sirvienta é iba á preguntarle qué se le ofrecía á horas tan intempestivas, cuando la mujer se puso frente á él: era la condesa.
He venido á verte contra mi voluntad, dijo con voz entera; pero me mandan que acceda á lo que solicitas.
El tres, el siete y el as son las cartas que te harán ganar, pero con la condición de que no juegues más que á una sola carta cada dia y de que después, no vuelvas á jugar más en toda tu vida.
Te perdono mi muerte con tal de que te cases con Isabel Ivanowna.
Diciendo estas palabras volvióse, echó á andar hacia la puerta y desapareció, arrastrando lentamente los pies.
Hermann oyó que se cerraba la puerta de la calle y vió que una sombra cruzaba su ventana.
Permaneció mudo de asombro durante algunas horas.
Después se levantó y entró en la habitación inmediata, Sus asistente estaba durmiendo en el suelo; le despertó á la fuerza. El asistente, como de costumbre, estaba borracho; no fué posible averiguar nada. La puerta de la callo estaba cerrada. Hermann volvió a su cuarto, encendió una luz y escribió las palabras que le habia dicho la condesa.
VI
Así como en la naturaleza fisica no pueden dos cuerpos ocupar el mismo lugar al mismo tiempo, en la naturaleza moral tan poco puede haber dos ideas fijas.
El tres, el siete y el as expulsaron muy pronto de la imaginación de Hermann la tétrica figura de la condesa. Todos sus pensamientos se concentraban alrededor de las tres cartas misteriosas.
El tres, el siete y el as le perseguían en sueños bajo las formas más diversas y más raras. Todos sus pensamientos se fundían en uno solo: aprovecharse del secreto que le había revelado la anciana.
Pensó en dejar el servicio y en hacer un viaje.
Queria labrar una fortuna en las casas de juego de Paris. La casualidad le evitó estas molestias.
Habia en Moscou una sociedad de acaudalados jugadores presidida por el famoso Chekalinsky que se había pasado la vida con las cartas en la mano, derrochando millones.
Su larga experiencia le había conquistado la confianza de los amigos y su hospitalidad; su excelente cocinero, su carácter amable y su alegría hacían que le respetase la gente. Marchó á San Petersburgo; los jóvenes acudieron en tropel á su casa, olvidando los bailes por tal de jugar á las cartas y prefiriendo las emociones del faraón á los encantos del galanteo. Narumof llevó allí á Hermann.
Cruzaron ambos los espléndidos salones llenos de visitantes. Los generales y los consejeros jugaban al solúst; los muchachos, tendidos en divanes, sorbían helados y fumaban pipas.
En una sala, junto á una larga mesa, alrededor de la cual se apiñaba la gente, estaba sentado el huésped, haciendo de banquero.
Era un hombre de sesenta años, de apariencia respetable, con el pelo blanco, agradable fisonomía y oios centelleantes, animados siempre por grata sonrisa. Narumof presentó á Hermann.
Cheraliusky lo estrechó afectuosamente la mano, le rogó que considerase aquella casa como suya y siguió barajando las cartas.
El juego duró mucho tiempo. Habia sobre la mesa más de treinta cartas. A cada jugada Cheraliusky se paraba un momento para dar lugar á que sus contrincantes hicieran juego, apuntaba las ganancias, atendía cortésmente á los requerimientos y con mayor gusto aún, recogía distraidamente su dinero.
Por último terminó la partida. Cheraliusky rounió las cartas y se dispuso á empezar otra.
—¿Me permito V. que apunte á una carta? dijo Hermann extendiendo el brazo por detrás de uno de los jugadores.
Cheraliusky se sonrió é hizo una señal de asentimiento. Narumof, sonriéndosc, felicitó á Hermann por aquella resolución y le deseó buena suerte.
—¡Va! exclamó Hermann apuntando con tiza una cifra al lado de su carta.
—¿Cuanto? preguntó el banquero frunciendo las cejas.
¡Cuarenta y siete mil rublos! respondió Hermann.
Al oir estas palabras, levantáronse instantaneamente todas las cabezas y todas las miradas se posaron en Hermann. «Se ha vuelto loco, pensó Narumof.
—Permítame V. que le haga observar, dijo Cheraliuski con su eterna sonrisa, que juega V. muy fuerte, hasta ahora nadie ha jugado más de doscientos setenta rublos de una vez.
—Y qué? Acepta V. ó no acepta.
Chckaliusky se inclinó en señal do asentimiento.
—Solo he querido decirle, añadió que para no perder la confianza de los compañeros, no puedo jugar más que teniendo á la vista dinero efectivo.
Por mi parte, ni que decir tiene que su palabra do V. me basta, pero como se trata de que el juego resulte ordenado y de que las cuentas se lleven como es debido, le ruego que ponga el dinero sobre su carta.
Hermann sacó del bolsillo una letra y la entregó á Chekaliusky, el cual pasó la vista por ella y lacolocó sobre la carta de Hermann. Comenzó á tallar. A la derecha había un nueve; á la izquierdaun tres.
NY ¡Ganó! dijo Hermann mostrando su carta.
Hubo un murmullo entre los jugadores. Chekaliusky frunció el entrecejo, pero al momento tornó la sonrisa á su rostro.
—¿Quiere V. cobrar? preguntó á Hermann.
—Si no le es molesto.
Chekaliusky sacó de la cartera unos cuantos billetes y pagó. Ilermann cogió el dinero é inmediatamente se apartó de la mesa. Narumof no salia de su asombro.
Hermann bebió un vaso de limonada y marchó á su casa.
Al día siguiente por la noche se presentó de nuevo en casa de Chekaliusky. El huesped tallaba.
Hermann se acercó á la mesa; los jugadores al puntole hicieron sitio.Chekaliusky les saludó amablemente.
Hermann aguardó á que terminase la partida, escogió una carta puso sobre ella sus 47.000 rublos más la ganancia de la víspera. Chekaliusky empezó á tallar. A la derecha salió la sota; á la izquierdael siete.
Hermann descubrió su carta, era el siete.
La admiración fuo extraordinaria. Chekaliusky se turbó evidentemente.
Conto noventa y cuatro mil rublos y los entregó á Hermann. Este los tomó friamente y se retiró al momento.
A la noche siguiente se acercó otra vez á la mesa. Todos le aguardaban; los generales y los consejeros abandonaron su vohist para presenciar tan extraordinaria jugada. Los oficiales jóvenes saltaron de sus divanes; los criados se apiñaron en la puerta. Todos dejaron paso á Hermann. Los jugadores suspendieron sus apuestas, esperando con impaciencia el término de aquella partida. Hermann, de pie junto á la mesa, se aprestó á jugar solo contra el pobre Chekaliusky que seguía sonriéndose automáticamente.
Todos contaban las cartas. Chekaliusky batió las cartas, Hermann cogió la suya y puso sobre ella un montón de billetes de banco. Aquello era un desafío. Profundo silencio reinó en la habitación.
Chekaliusky batió las cartas sus manos temblaban. A la derecha había una dama, á la izquierda un as.
—¡Ganó el as! dijo IIermann y mostró su carta.
—Su dama de V. ha perdido, dijo afectuosamente Chekaliusky.
Hermann se estremeció: en efecto, en vez de un as, tenía una dama de pique. No daba crédito á sus ojos, ni comprendía como había podido equivocarse. En aquel instante le pareció que la dama de pique se sonreía. El parecido extraordinario de aquella figura le asombró...
—¡La vieja... exclamó horrorizado! Chekaliusky se apoderó de los billetes de Hermann. Este permanecía inmóvil. Cuando se apartó de la mesa, hubo un murmullo.
—¡Qué bien juega! exclamaban.
Chekaliusky barajó de nuevo las cartas y el juego siguió su curso normal.
CONCLUSION
Hermann se volvió loco. Está en el manicomio de Obujowsky, en la celda 17; no contesta á las preguntas que le dirigen y murmura con extraordinaria rapidez: tres, siete, as, tres, siete, as.
Isabel Ivanowna se ha casado con un muchacho muy simpático; ha servido en la administración y tione algun capital; es hijo del administrador de la condesa. Isabel Ivanowna tiene en su casa á un pariente pobre.
Tomski ha ascendido á comandante y se ha casado con la princesa Paulina.