La de Bringas: 37

De Wikisource, la biblioteca libre.
​XXXVII
(La de Bringas)​
 de Benito Pérez Galdós
Un fuerte abrazo dio la marquesa a don Francisco, deseándole con toda el alma completo restablecimiento; besó a los niños, y por último, se despidió de su amiga en la puerta con toda suerte de mimos y caricias.
Triste y desconsolada se quedó Rosalía, no sólo por la ausencia de la amiga más querida, sino por su propio confinamiento, por aquel no salir, que era como un destierro. ¡Bonito verano la aguardaba, sola, aburrida, achicharrándose, sufriendo al más impertinente y cócora de los maridos, pasando, en suma, el sonrojo de permanecer en Madrid cuando veraneaban hasta los porteros y patronas de huéspedes! Tener que decir: «no hemos salido este verano» era una declaración de pobreza y cursilería que se negaban a formular los aristocráticos labios de la hija de los Pipaones y Calderones de la Barca, de aquella ilustre representante de una dinastía de criados palatinos. ¡Si al menos fueran unos diítas a la Granja, donde Su Majestad les proporcionaría algún desván en que meterse y donde podrían darse un poco de lustre, aunque sólo llevaran por equipaje unas alforjas con ración de tocino y bacalao, como los paletos cuando van a baños...! Pero no, aquel califa doméstico rechazaba indignado toda idea de perder de vista la Villa y Corte, hablando pestes de los tontos y perdidos que veranean con dinero prestado, y de los que se pasan aquí tres meses a cuarto de pitanza por el gusto de vivir unos días en fondas y darse importancia poniendo faltas a lo que les dan de comer en ellas.
Aquella aspereza matrimonial de que se hizo mención más arriba se fue poco a poco suavizando. Ni era Bringas intolerante en un grado superlativo, y aunque lo fuese, sabía sacrificar a la paz conyugal alguna parte de sus dogmas económicos. Las explicaciones que Rosalía dio de aquel improvisado lujo no le satisfacían completamente; pero con un esfuerzo de buena voluntad supo admitir el gran economista algunas de ellas. La fe de su religión matrimonial le mandaba creer algo inexplicable, y lo creyó. Si Rosalía no hubiera pasado de allí, la paz, después de aquella alteración pasajera, habría vuelto a reinar sólidamente en la casa; mas la Pipaón no sabía ya contenerse, y el hábito de eludir secretamente las reglas de la Orden bringuística estaba ya muy arraigado en su alma. Proporcionábale este hábito, además de las satisfacciones de la vanidad, un placer recóndito. Quien por tanto tiempo había sido esclava, ¿por qué alguna vez no había de hacer su gusto? Cada una de aquellas acciones incorrectas y clandestinas le acariciaba el alma antes y después de consumada. La conciencia sabía sacar, no se sabe de dónde, mil sofisterías con que justificar todo plenamente. «Bastantes privaciones he tenido... ¿Pues acaso no merezco yo otra posición?... Se tendrá que acostumbrar a verme un poco más emancipada... Y al fin y al cabo, yo miro por el decoro de la familia...».
Lo que más conturbaba su espíritu en aquellos primeros días de soledad y calor era la necesidad de volver a poner el dinero en la arqueta. Milagros no le había dado todo. ¿De dónde sacar lo que faltaba? Al instante se acordó de Torres, y desde que tuvo ocasión de ello, hízole una indicación discreta. Él no tenía; ¡qué lástima! Si algún amigo suyo tuviera... En fin, al día siguiente la contestación. A nuestra amiga no se le cocía el pan hasta saber la respuesta de Torres, porque a cada momento creía próxima la catástrofe, la cual sería grande, fuerte e inevitable, desde que Bringas registrase su tesoro. Por fortuna o por especial intervención de los santos y santas a quienes la Pipaón invocaba, aún no se le había ocurrido al buen hombre levantar la tapa del doble fondo. ¡Pero cuando lo hiciera...! Y ya no valía el arbitrio de los papeles que imitaban con grosero arte los billetes, porque el ratoncito veía, aunque mal, y no era posible que se fiase sólo del tacto para hacer el arqueo de su caja. Sobre ascuas estuvo la dama todo el día 31 y parte del inmediato, hasta que Torres le dio esperanzas de remedio. Empezó poniendo dificultades, ponderando lo que había trabajado para hacer comprender la conveniencia del préstamo a su amigo. El cual era un tal. Torquemada, hombre que no daba su dinero sin garantía. En aquella ocasión, no obstante, en obsequio a Torres, no exigiría la firma del marido en el contrato, pues la de la señora bastaba... No podía hacer el empréstito más que por un mes, con fecha improrrogable, y dando cuatro mil reales se haría el pagaré de cuatro mil quinientos. ¡Ah!, de los cuatro mil se deducirían doscientos reales de corretaje...
Los cielos abiertos vio Rosalía cuando Torres le dio estas noticias, y todo pareciole poco, rédito y corretaje, para el gran favor que se le hacía. Con los tres mil ochocientos reales tendría bastante para su objeto, y aun le sobrarían unos seis duros para algo imprevisto que ocurriese. Todo quedaría arreglado al siguiente día 2 de agosto.
Y el tiempo apremiaba, y el peligro era inminente, como se verá por esta frase de Bringas, textualmente copiada:
-Hijita, mañana me manda Golfín la cuenta y habrá que pagársela pasado mañana 3. Él se marcha el 4, según me ha dicho hoy. Me tiemblan las carnes cuando pienso que ese señor me va a tomar por hombre de posibles. ¿Cuánto me pondrá? ¿Se te ocurre a ti? Yo he pensado en eso toda la noche, y he tenido pesadillas como las de Isabelita... Y hoy me dijo Golfín una frase que me dio escalofríos... Lo que te digo; me estás perdiendo con el lastre estrepitoso que te das... Pues mira que me hace gracia..., cuando no sé si quedaremos mal con el doctor, que éste me diga..., así, con ese tonillo impertinente...: «señor don Francisco, ayer vi a su señora salir de misa de doce en San Ginés... ¡Siempre tan elegante!...». Pues tu dichosa elegancia va a ser el cuchillo con que ese hombre me va a segar el cuello.
A las diez y media del otro día, mientras don Francisco y toda la familia menuda estaban de paseo en la Cuesta de la Vega, quedó realizada la operación. Aparecieron con usurera exactitud, a la hora fija, Torres y Torquemada. Éste era un hombre de mediana edad, canoso, la barba afeitada de cuatro días, moreno y con un cierto aire clerical. Era en él costumbre invariable preguntar por la familia al hacer su saludo, y hablaba separando las palabras y poniendo entre los párrafos asmáticas pausas, de modo que el que le escuchaba no podía menos de sentirse contaminado de entorpecimientos en la emisión del aliento. Acompañaba sus fatigosos discursos de una lenta elevación del brazo derecho, formando con los dedos índice y pulgar una especie de rosquilla para ponérsela a su interlocutor delante de los ojos, como un objeto de veneración. La visita fue breve. La única parte del contrato a que Rosalía puso reparo fue la referente al plazo de un mes, que le parecía demasiado corto; pero Torquemada aseguró que no le era posible alargarlo.
-A principios de setiembre tenía que... dar una fianza en la Diputación... Provincial, porque se presentaba a la subasta de la... carne para los Hospitales. Pensáralo bien la... señora, pues si creía no tener posibles para... reembolsarle en la fecha... convenida, el préstamo... no se verificaría.
A todo se avino la dama, atenta sólo a salir del conflicto del día; tomó el dinero, firmó, y los dos amigos se despidieron, dejando expresiones para el dueño de la casa, a quien uno de ellos no conocía. Contentísima se quedó la Pipaón, y no pensaba más que en el modo de introducir en la arqueta los dineros. Una pequeña dificultad ocurría, y era que no teniendo un billete de 400 escudos, sino varios de los pequeños, había de procurarse uno de aquéllos. Si los billetes eran de otra clase, aunque la cantidad fuese la misma, el cominero se llamaría a engaño. Con pretexto de hacer una visita salió por la tarde, asustadísima, sospechando siempre que a su marido se le antojase, mientras ella estaba fuera, registrar el erario. Pero un ángel bueno velaba por ella; nada ocurrió durante el tiempo que empleara en hacer el desusado cambio de billetes pequeños por uno grande. El cambista de la calle del Carmen la miró con cierto asombro. Por la noche, la delicada operación de reponer la cantidad sustraída fue hecha con toda felicidad.
Pocas veces se había sentido mi amigo Bringas tan nervioso como en los ratos que precedieron a la llegada de la cuenta de Golfín. A eso de las diez del día 3, mandó a Paquito con un recado verbal, suplicando al doctor le remitiese sin tardanza la nota de los honorarios de su asistencia médica, y serían las once y media cuando el joven regresó a la casa, trayendo una carta. Bringas no respiraba mientras su mano trémula rompía el sobre y desdoblaba el papel. Rosalía aguardaba también con anhelosa curiosidad... ¡Ocho mil reales! Leyendo esta suma Bringas se quedó perplejo, vacilante entre la alegría y la pena, pues si la cantidad le parecía excesiva, por otra parte, sus temores de que fuera disparatadamente grande, se calmaban ante la cifra verdadera. Había creído a veces que no bajaría la cuenta de doce o diez y seis mil reales, y esta sospecha le ponía fuera de sí; otras no la conceptuaba superior a cuatro mil. La realidad había partido la diferencia entre estas dos sumas ilusorias, y por fin el economista vino a consolarse con razonamientos de la escuela de don Hermógenes, diciendo que si ocho mil reales eran mucho dinero en comparación de cuatro, eran poca cosa relativamente a diez y seis... Un razonar más suyo que de don Hermógenes dominaba el tumulto de ideas aritméticas que en aquel momento hervía en su cerebro; y era que Golfín, por ser el enfermo recomendado de la Reina, no debía haberle llevado nada...
<<< Página anterior Título del capítulo Página siguiente >>>
XXXVI XXXVII XXXVIII