La de Bringas: 38

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XXXVIII
(La de Bringas)

de Benito Pérez Galdós
-Pero en fin, me conformo. No he salido mal, pues he salido con ojos. Lo primero es la salud, y lo primero de la salud la vista. Y la verdad es que ese asesino me ha curado bien. ¡Ocho mil realitos! Es muy posible -añadió dando un suspiro e incomodándose levemente-, que si no hubiera sido por tus elegancias, el escopetazo no habría pasado de cuatro mil...
Sacó el dinero, hizo poner una carta muy fina y muy cortés, dando las gracias al sabio doctor por su admirable asistencia, y todo, carta y billetes, ¡oh dulces prendas de su alma!, lo introdujo en un sobre magnífico, de los de la oficina. Paquito fue a llevar este segundo recado. Si Bringas veía con tristeza la expatriación de sus queridos billetes, por otra parte experimentaba la satisfacción honda y viva de pagar. Este placer sólo es dado a las personas de mucho arreglo, que al economizar el dinero economizan las sensaciones que produce, y de éstas, se contentan con gozar las más puras y espirituales.
Deslizábanse después de este día, con lentitud tediosa, los del mes de agosto, el mes en que Madrid no es Madrid, sino una sartén solitaria. En aquellos tiempos no había más teatro de verano que el circo de Price, con sus insufribles caballitos y sus clows que hacían todas las noches las mismas gracias. El histórico Prado era el único sitio de solaz, y en su penumbra los grupos amorosos y las tertulias pasaban el tiempo en conversaciones más o menos aburridas, defendiéndose del calor con los abanicazos y los sorbos de agua fresca. Los madrileños que pasan el verano en la Villa son los verdaderos desterrados, los proscritos, y su único consuelo es decir que beben la mejor agua del mundo.
En su horrible hastío, no gustaba la Pipaón de ir al Prado, porque era esto como pasar revista de miseria y cursilería. Había empleado ya muchas veces la enojosa fórmula-explicación de su destierro: «Teníamos tomada casa en San Sebastián, poro con la enfermedad de Bringas...»; y cansada de ella, esquivaba las ocasiones de repetirla. Por la noche los Bringas y algunas personas de las pocas que en la ciudad habían quedado, solían sacar sillas a la terraza, y formaban en el lado del Norte un grupo que no carecía de animación. Cándida no faltaba nunca. Completaban la pandilla la señora de un Montero de Espinosa, las de dos jefes de oficio, la de un oficial de la Secretaría Particular, la del director de las Reales Mesas, la del jefe del Guardarropa del Rey. Del sexo masculino asistían los poquísimos que en Madrid estaban, y eran de la clase más baja; pero es el verano muy democratizante, y mis queridos Bringas, anhelosos de sociedad, no se desdeñaban de alternar, en una tertulia al raso, con porteros de Banda y de Vidriera, con el encargado del Guardamuebles, con el ayudante de Platería, con dos casilleres, gente toda de seis mil reales para abajo. A éstos solía unirse algún ayudante de cocina, que gozaba de catorce mil, y algún ujier de Saleta, que percibía nueve mil. En dichas tertulias se hablaba del calor que había hecho por el día, de la Corte, que ya había salido de la Granja para Lequeitio, y de otras menudencias del personal y de la casa. En el piso tercero y en los espacios que al modo de plazoletas cortan la longitud de los pasillos-calles, había también tertulias formadas de mozos de oficio, doncellas, barrenderos y gente que subía de Caballerizas. En el sitio correspondiente a las grandes rejas que dan a la plaza de Oriente, sobre la cornisa, la huelga duraba toda la noche con gran animación, risas, guitarreo y algún refresco de horchata de cepas. Doña Cándida trinaba contra estos desórdenes, porque no podía pegar los ojos en toda la noche, y amenazaba a los transgresores con denunciarlos al Inspector general.
Por las mañanas toda la familia bajaba al Manzanares, donde Isabelita y Alfonsín se bañaban. El papá había sacado nuevamente a luz su traje de mahón, y con esto, y el sombrero de paja parecía que acababa de venir de la Habana. Resguardados de la luz por espejuelos muy oscuros, sus ojos sanaban rápidamente, gracias al puntual cumplimiento del plan curativo que le había dejado Golfín. El aire de la mañana y la alegría del balneario le ponían de muy buen humor, y sin cesar aseguraba que si los tontos que se van fuera conocieran los establecimientos de los Jerónimos, Cipreses, el Arco Iris, la Esmeralda y el Andaluz, de fijo no tendrían ganas de emigrar. También Paquito se arrojaba intrépido a las ondas de aquellos pequeños mares sucios, metidos entre esteras, y nadaba que era un primor, de pie sobre el fondo. A Alfonsín era preciso pegarle para hacerle salir, y la niña no entraba sino a la fuerza. Regresaban los cinco lentamente, los pequeños con apetito de avestruces, don Francisco muy contento y también con propósitos de no desairar el almuerzo. Para bajar al río, la Bringas tenía que vencer la repugnancia que aquello le inspiraba. Sólo por amor de sus hijos era ella capaz de hacer tal sacrificio. Le daban asco el agua y los bañistas, todos gente de poco más o menos. No podía mirar sin horror los tabiques de esteras, más propios para atentar a la decencia que para resguardarla, y el vocerío de tanta chiquillería ordinaria le atacaba los nervios.
Por las tardes, casi al anochecer, solía bajar a Madrid, para visitar a alguna amiga o dar una vuelta por las tiendas conocidas. En éstas había poquísima gente. Luenga cortina mantenía en el local una atmósfera menos calorosa que la de la calle, y esta penumbra, como la ociosidad, convidaba a los dependientes a dormir sobre las piezas de tela. De vez en cuando encontraba en casa de Sobrino Hermanos a alguna señora rezagada, a alguna proscrita como ella. Nueva edición de la famosa fórmula:
-Teníamos tomada casa en San Sebastián; pero...
La otra solía decir con laudable franqueza:
-Nosotros esperamos a los trenes baratos de setiembre.
Como en aquellos días los tenderos estaban mano sobre mano, entreteníanse en mostrar a la señora telas diversas y cositas de capricho.
-Esto se llevará mucho en el otoño... De esto viene ahora surtido, porque será la moda de la estación.
Tales frases parecían salir de los pliegues de las piezas al ser desdobladas. El principal, que se estaba disponiendo para hacer el acostumbrado viaje a París, la incitaba a comprar algo, y ella caía en la tentación, unas veces porque se le presentaban verdaderas gangas, otras porque el género le entraba por el ojo derecho, encendiendo todos los fuegos de su pasión trapística, y no podía menos de satisfacer, so pena de padecer mucho, el deseo de adquirirlo. ¡Oh! Del martirio de aquel verano se había de resarcir en el próximo otoño, vistiéndose como Dios mandaba, quisiéralo o no su marido. Tenía propósito de hacerse un vestido nuevo de terciopelo para el invierno y una capota de las más airosas, nuevas y elegantes. A sus niños pequeños les vestiría como principitos. Ya, ya vería el bobillo con quién trataba... Pensando en éstos y otros planes, recorría despacio las calles para volver a su casa; deteníase ante los escaparates de modas y de joyería, y hacía mil cálculos sobre la probabilidad más o menos remota de poseer algo de lo mucho valioso y rico que veía. La tristeza de Madrid en tal época aumentaba su tristeza. El sosiego de algunas calles a las horas de más calor, el melancólico alarido de los que pregonan horchatas y limonadas, el paso tardo de los caballos jadeantes, las puertas de las tiendas encapuchadas con luengos toldos, más son para abatir que para regocijar el ánimo de quien también siente en su epidermis el efecto de una alta temperatura y en su espíritu la nostalgia de las playas. Las tormentas precedidas de viento y sucia polvareda le excitaban horriblemente los nervios, y su único gusto al presenciarlas era ver desmentidos los pronósticos meteorológicos de Bringas, el cual, desde que el cielo se nublaba, decía:
-Verás cómo esta tarde refresca.
¡Qué había de refrescar...! Al contrario, duplicaba el calor.
Si alguna vez salía por la noche, la atmósfera pesada y sofocante de las primeras horas de ésta la ponía de un humor endiablado, y más aún el pensar cuán felices eran los que en aquel momento se paseaban en la Zurriola. Todo Madrid le parecía ordinario, soez, un lugarón poblado de la gente más zafia y puerca del mundo. Cuando veía a los habitantes de los barrios más populares posesionados de las aceras, ellos en mangas de camisa, ellas muy a la ligera, los chiquillos medio desnudos enredando en el arroyo, creía hallarse en un pueblo de moros, según la idea que tenía de las ciudades africanas. Levantábase temprano y se bañaba en su propia casa, por no querer rebajarse a ser náyade de un río tan pedestre y cursi como el Señor de Manzanares. En las primeras horas del día, abiertos de par en par los balcones de la casa, que daban a Poniente, entraba un poco de fresco, y el cuerpo y el espíritu de la dama recibían algún consuelo. Cuando iba a dar una vueltecita por las tiendas, la mortificaban los olores que por diversas puertas salían en las calles más populosas, olor de humanidad y de guisotes. Las rejas de los sótanos despedían en algunos sitios una onda de frescura que la convidaba a detenerse; mas en aquellos sótanos donde había cocinas, el vaho era tan repugnante que la empujaba hacia el arroyo. Veía con delicia las mangas de riego, sintiendo ganas de recibir la ducha en sus propias carnes; pero luego se desprendía del suelo un vapor asfixiante, mezclado de emanaciones nada balsámicas, que la obligaba a avivar el paso. Los perros bebían en los charcos sucios formados por los chorros del riego y después refugiábanse en la sombra, como los vendedores ambulantes, cansados de pregonar zapatillas de cabra, tubos, todo a real, puntillas, guías de ferrocarril, pitos y pucheros artificiales para economía de carbón... En aquellas horas, en aquella horrible y molesta estación, sólo las moscas y Bringas eran felices.
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