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La de San Quintín: 04

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Escena III

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EL MARQUÉS, CANSECO.


EL MARQUÉS.- Dispense usted, caballero. ¿Tengo el honor de hablar con el médico de la localidad?

CANSECO.- No, Señor. Canseco, notario, para servir a usted.

EL MARQUÉS.- ¡Ah! sí... ya recuerdo: tuvo el gusto de verle... (Queriendo recordar.)

CANSECO.- Sí, tres años ha, cuando otorgamos aquella escritura de préstamo... del préstamo que hizo a usted D. César.

EL MARQUÉS.- Sí, sí. Usted ha de dispensarme si me permito hacerle una pregunta. ¿No lo parecerá impertinente mi curiosidad?

CANSECO.- ¡Oh! no, señor Marqués...

EL MARQUÉS.- ¿Usted conoce bien a esta familia?

CANSECO.- Soy íntimo. La familia merece todo mi respeto.

EL MARQUÉS.- Y el mío. Yo respeto mucho al patriarca... Pero a su hijo...

CANSECO.- Pues D. César es...

EL MARQUÉS.- Es... ¿qué?

CANSECO.- Una bellísima persona.

EL MARQUÉS.- El pillo más grande que Dios ha creado, ejemplar que sin duda echó al mundo para que admiráramos la infinita variedad de sus facultades creadoras; porque si no es así... Confiéseme usted, señor de Canseco, que nuestra limitada inteligencia no alcanza la razón de que existan ciertos seres molestos y dañinos.

CANSECO.- Verbigracia, los mosquitos, las...

EL MARQUÉS.- Por eso yo, cuando me levanto por las mañanas, o por las tardes, en la corta oración que dirijo a la soberana voluntad que nos gobierna, siempre acabo diciendo: «Señor, sigo sin entender por qué existe D. César de Buendía».

CANSECO.- (Con malicia.) (Este lo debe dinero).

EL MARQUÉS.- Y... dígame usted, si no le parezco importuno: ¿el inmenso caudal amasado por ambos Buendías... dejo a un lado el por qué y el cómo del tal amasijo... esta inmensa fortuna pasará íntegramente a la nieta, a esa Rufinita angelical...?

CANSECO.- ¿Íntegramente?... No. La mitad, según creo...

EL MARQUÉS.- (Comprendiendo.) ¡Ya!

CANSECO.- Y entre paréntesis, señor Marqués, ¿no es un dolor que esa niña, en quien veo un partido excelente para cualquiera de mis hijos, haya dado en la manía de meterse monja?

EL MARQUÉS.- Entre paréntesis, me parece un desatino... Ha dicho usted la mitad. Pues aquí encaja mi pregunta.

CANSECO.- A ver...

EL MARQUÉS.- ¿No será indiscreción?

CANSECO.- Que no.

EL MARQUÉS.- (Llena dos copas.) ¿Es cierto que...? (Da una copa a CANSECO.) Otro paréntesis, amigo Canseco... ¿Es cierto que D. César tiene un hijo natural?

CANSECO.- (Con la copa en la mano, lo mismo que EL MARQUÉS, sin beber.) Sí, señor.

EL MARQUÉS.- ¿Es cierto que ese hijo natural, nacido de una italiana, llamada Sarah, está aquí?

CANSECO.- Desde hace cuatro meses.

EL MARQUÉS.- ¿Lo ha reconocido su padre?

CANSECO.- Todavía no.

EL MARQUÉS.- Luego, piensa reconocerlo.

CANSECO.- Sí señor, porque hoy mismo me ha dicho que prepare el acta de reconocimiento.

EL MARQUÉS.- Bien, bien.


(Beben ambos.)


CANSECO.- Es guapo chico; pero de la piel del diablo. Criado en tierras de extranjis, su cabeza es un hervidero de ideas socialistas, disolventes y demoledoras. Por dictamen del abuelo, le han sometido a un tratamiento correccional, a una disciplina de trabajos durísimos, sin tregua ni respiro.

EL MARQUÉS.- ¿Aquí?

CANSECO.- Vive en la fábrica de clavos, y allí trabaja de sol a sol, menos cuando le encargan alguna reparación aquí, o en los barcos, o en los almacenes... porque, entro paréntesis, es gran mecánico, sabe de todo. En fin, como talento y disposición, crea usted que Víctor no tiene pero.

EL MARQUÉS.- (Calculando.) Su edad debe ser... veintiocho años.

CANSECO.- Por ahí. Tiénenle en traje de obrero, hecho un esclavo; y en realidad, ideas tan revoltosas, temperamento tan inflamable, bien justifican lo duro del régimen educativo, señor Marqués. Esperan domarle, y, entre paréntesis, yo creo que le domarán.

EL MARQUÉS.- Bueno, bueno. Un millón de gracias, amigo mío, por haber satisfecho esta curiosidad... enteramente caprichosa, pues no tengo interés...