La de los tristes destinos/XI
XI
«Ven, Confusio amigo, escultor de pueblos -dijo Beramendi un día-; ahora que estamos solos, siéntate, saca tus papeles y léeme tu Introducción al Quinto Libro, ilustrada con apéndices y notas...».
Leyó Juanito con entonada voz y variados matices, y oíale su Mecenas sin gran fijeza de atención, pues si en algunos trozos no perdía sílaba de la ya elevada, ya descompuesta prosa del historiador, en otros se distraía, solicitado quizás de sus propios pensamientos tristes, y acababa por desvanecerse en un estado parecido a la somnolencia. Llegó, no obstante, en el curso de la lectura, un pasaje que interesó al prócer más que lo anterior; encadenó su oído a la voz de Confusio, y gustando mucho de aquel fragmento, le mandó que lo repitiera para conocerlo mejor y desentrañar su sentido. Confusio releyó:
«El Ejército fue en aquel borrascoso reinado brazo inconsciente de la Soberanía Nacional. Cuando los pueblos no logran su bienestar por la virtud de las leyes, intentan obtenerlo por las sacudidas de su instinto. Lo explicaré mejor parabólicamente. La libertad es el aire que vivifica; el orden es el calor de estufa o brasero que templa la vida nacional para contrarrestar las inclemencias de la atmósfera. Cuando los Gobiernos no saben disponer los braseros y estos producen emanaciones venenosas, los pueblos, al caer con síntomas de asfixia, se levantan de un bote y rompen los vidrios de la ley para que entre el aire... Por el contrario, cuando los pueblos se entregan con exceso a una ventilación demasiado libre, el Poder público debe arropar, tapar grietas, encender discreta lumbre, procurando un temple moderado y benigno... Hablando en términos netamente políticos, diré que cuando el Ente moderador no ha desempeñado sus funciones con el debido criterio de justicia y de oportunidad, el Ente militar ha sabido quitar de las manos inexpertas el cetro moderante para restablecer el equilibrio...».
-Bien, bien, Confusio -dijo Beramendi con sincera admiración-. Ahora, en esta segunda lectura, me asimilo tu idea y alabo el agudo ingenio que penetra en la entraña de los hechos humanos.
-Claramente hemos visto que la Fuerza pública, o sea Pueblo armado, obedeciendo a una fatal ley dinámica, ha sido el verdadero Poder moderador, por ineptitud de quien debía ejercerlo. Siempre que ha venido la asfixia, o sea la reacción, el Ejército ha dado entrada a los aires salutíferos, y cuando los excesos de la Libertad han puesto en peligro la paz de la Nación...
-Claro, ha restablecido el orden, el buen temple interior. Por esto, no debemos juzgar con rigor excesivo las sediciones militares, porque ellas fueron y serán aún por algún tiempo el remedio insano de una insanidad mucho más peligrosa y mortífera. ¿No es eso lo que quieres decir?
-Eso es, señor. Lo que llamamos pronunciamientos, los pequeños actos revolucionarios que amenizan dramáticamente nuestra Historia, no son más que aplicaciones heroicas de las providenciales sanguijuelas, sinapismos, ventosas o sangría que exige un agudo estado morboso. Y yo añado en mi Discurso preliminar que a estas intervenciones de la Patria militar debemos la poquita civilización que disfrutamos.
-Cierto. Debes añadir que cuando no se puede ir a la civilización por caminos llanos y bien trazados, se va por vericuetos...
-Ya lo he puesto, si no con las mismas palabras, con otras semejantes.
-Dime ahora qué te propones y a dónde vas por ese nuevo desfiladero de tu Historia lógico-natural.
-Voy al Quinto Libro, o sea el del glorioso reinado del Doceno Alfonso... Ya sé que tendrá usted por extravagancia el escribir un reinado antes que nos lo dé construido el tiempo en sus talleres inmortales. A eso digo que escribir lo que ha pasado no tiene ningún mérito; la gloria de un historiador está en narrar los hechos antes que sucedan, sacándolos del obscuro no ser con el infalible artificio de la Lógica y de la Naturaleza...
-Por grande que sea tu arte para concebir y expresar según el modo ideal la vida futura -dijo el Mecenas-, no podrás en esta crisis turbulenta sustraerte a la realidad. Ni estás tan metido en ti mismo que ignores que una revolución se está elaborando, inevitable diluvio, tras el cual no sabemos lo que vendrá.
-Si el señor Marqués me lo permite -dijo Confusio con la serenidad extática y mística que marcaba el estado agudo de su vesania-, negaré que estalle tal revolución. Cierto que algunos locos quieren traernos ese diluvio; pero todo quedará en chubasco y mojaduras sin importancia, porque doña Isabel, con magnánimo corazón y ardiente patriotismo, abdicará en su hijo don Alfonso. Y ya tiene usted el felicísimo reinado, precedido de una Regencia formada con tres de las más ilustres personas del Reino. Las conozco; pero, con la venia del señor Marqués, me abstengo de nombrarlas.
-Sí, hijo; no te comprometas: guarda el secreto de esos nombres...
-El reinado de Alfonso XII será dilatado y próspero. No habrá pronunciamientos, porque el Rey sabrá usar con tino la prerrogativa moderatriz, y alternar con discreta cadencia y turno las dos políticas, reformadora y estacionaria. No habrá guerra civil, porque he tenido buen cuidado de matar y enterrar muy hondo a don Carlos y toda su prole, y de añadidura he ido escabechando y poniendo bajo tierra a todos los españoles que salían con mañas de cabecilla, y a todos los curas de trabuco. Verdad que, aunque por dos veces he matado a Fernando VII, su espíritu anda vagando por España, y aquí y allí sugiere ideas de absolutismo teocrático, y sopla en algunos corazones para encender llamas de intolerancia y levantar humazo de Santo Oficio... Pero el nuevo Rey, que viene al Trono con ideas precisas, con aspiraciones elevadas, fruto de su grande ilustración, destruirá el maléfico influjo de aquel espíritu protervo, vagante en la selva del alma hispana.
-Trabajo le mando al nuevo Rey -dijo Beramendi zumbón-. ¿Y estás seguro de que la educación que dan al Príncipe es la que corresponde a un Rey llamado a representar en la Historia papel tan grande? ¿Crees que le preparan para ese saneamiento del alma nacional, y para empresa tan difícil como librarnos de todo el maleficio que nos trae el espíritu de su abuelo?
-Creo y sé que la educación es perfecta. Los maestros del Príncipe son los más sabios del Reino, y la enseñanza está bajo la inmediata dirección de hombres tan eminentes como don Isidro Losa, don...
Soltó Beramendi la carcajada, cortando el relato del grave historiador, mas sin desconcertarle, pues habituado estaba Juanito, así a las desmedidas alabanzas como a los festivos desahogos de su Mecenas, que de ambos modos le mostraba este su afecto. «No me río de ti, sino de mi amigo Losa. El buen señor está muy lejos de sospechar que tú le has descubierto el talento que él oculta cuidadosamente. No contradigo tus opiniones, buen Confusio; conserva tu inocencia, que es el molde soberano en que fundes tu saber teórico de las cosas no sucedidas. El mundo ideal que describes no sería hermoso si mojaras tu pluma en la malicia de esta realidad negra. Mantente en la virginidad de tu pensamiento y cultiva tu candor, para que tus obras sean puras, diáfanas, y nos muestren las cosas humanas vistas desde el Cielo, que es un ver estrellado, magnífico y consolador... Y ahora, hijo, vete a dar un paseíto por la Moncloa; espacia tus ideas, y dales aire para que nunca se abatan rozando el suelo... Trabaja toda la mañana, y ven la tarde que quieras a leerme tus inspiraciones... Adiós, hijo, adiós». Guardó Santiuste sus manuscritos, y besando la mano de su protector, salió rígido, lento, impasible. En el vestíbulo encontró a los hijos de Beramendi que venían de sus clases. Saludoles el historiógrafo con la misma ceremonia que emplear solía para las personas mayores, y los chicos hiciéronlo en igual forma, pues se les tenía rigurosamente prohibido mortificar con burlas al pobre vesánico.
Ocasión es esta de dar a conocer la prole de Beramendi. Del primogénito, Pepito, ya se habló en la época de su nacimiento, fecunda en sucesos históricos, como la Invención de las llagas de Patrocinio y el Ministerio Relámpago. Siguió Felicianita, que vino al mundo el 52, a poco del atentado del cura Merino. El 54, en los preludios de Vicálvaro, nació otra niña, que sólo tuvo tres meses de vida, y a fines del 57 vino Agustinito, veinte días después del nacimiento del Príncipe Alfonso. Y ya no hubo más. Contentos vivían los Marqueses con sus tres críos, en quienes cifraban sus más risueñas esperanzas. La sucesión de la noble y opulenta casa estaba bien asegurada, y a mayor abundamiento, tanto la niña como los varoncitos eran dóciles, guapos, y disfrutaban de excelente salud. En los tres se recreaban los padres, poniendo en su educación y crianza todo el cariño y dulzura compatibles con la severidad. En 1867, por donde ahora va Clío Familiar, había terminado Pepe sus estudios del bachillerato, y hacía sus primeros pinitos en la Universidad. Era un chico aplomado, fácil a la disciplina, bastante dúctil para seguir las direcciones que se le indicaban. Venía, pues, cortado para la vida opulenta y noble a la moderna, y con su ligero barniz universitario, su título abogacil y su correcta educación mundana, respondería cumplidamente a los fines ornamentales de su clase en el organismo patrio. Un poco de esgrima y un mucho de equitación daban la última mano a su figura social.
Felicianita, que aún estaba de traje corto, era una niña de excelente índole, muy despierta. La madre iba introduciendo en su cerebro las ideas con mucho pulso, temerosa de que se asimilara demasiado pronto el conocimiento de la vida tal como existía en el claro intelecto de María Ignacia. Sin ser una belleza, el conjunto agraciadito de su persona garantizaba, para dentro de tres o cuatro años, un buen partido matrimonial, titulado y rico... Tinito, el Benjamín de la casa, con nueve años y pico en 1867, se había traído toda la imaginación lozana de Pepe Fajardo, su gracia y atractivos personales. A sus hermanos aventajaba en donaire y belleza; era el encanto de todos; con sus monadas y zalamerías engañaba a los padres haciéndose perdonar sus travesuras, y a su abuela, doña Visita, la tenía embobada y medio chocha. No se conseguía fácilmente que estudiara, y sólo a fuerza de promesas y regalitos dominó el chiquillo las primeras letras. Su afición al dibujo era tal a los cuatro años, que no tenía su padre en el despacho papel seguro. Emborronaba los sobres de las cartas, las hojas de los libros y los márgenes de los periódicos. Un año después era maestro en la pintura de soldados graciosísimos, iluminando el trazo de tinta con lápices rojo y azul. Poco a poco iba entrando en la Aritmética y Geografía, y en el árido estudio gramatical. A los nueve años, sentada un poco la cabeza, conservaba Tinito su graciosa inquietud y el ángel o simpatía con que a todos cautivaba.
No vivían los Beramendi con fausto y vanidades correspondientes a la formidable riqueza que dejó el señor de Emparán. Este caballero, de médula y cáscara absolutistas, transmitió a sus herederos, con el pingüe caudal, tradiciones que fácilmente se petrificaban en la existencia, y entre aquellas ninguna persistió tanto como la moderación de los goces sociales y el bienestar comedido. La misma tradicional mesura se advertía en las relaciones, que no abarcaban un círculo demasiado extenso, limitándose a las antiguas amistades de la familia, y a las nuevas y bien seleccionadas traídas por el tiempo. Entre las primeras sobresalía don Isidro Losa, que era el único superviviente de la tertulia íntima de don Feliciano Emparán, y por esto le distinguía doña Visita con extremosas atenciones. Otra de las amistades más firmes era la de la Marquesa de Madrigal, que había sido compañera de colegio de María Ignacia: desde su infancia quedaron unidas por una tierna amistad, que había de durar toda la vida. En 1867, la Madrigal desempeñaba un alto cargo de etiqueta en el cuarto de las Infantitas. Las nuevas relaciones traídas por Fajardo eran escogidísimas: Morphy, Guelbenzu, Monasterio, presidían el estamento musical en las agradables noches dedicadas al recreo artístico, y la poesía y pintura tenían su representación en Ayala, Selgas, Asquerino, en el viejo don Carlos Ribera y los jóvenes Gisbert, Palmaroli y Haes.
Eugenia de Silva, Marquesa de Madrigal, era madrina de Tinito, a quien amaba como a sus hijos, y se lo disputaba a María Ignacia para mimarle y retenerle, llevándole de paseo en coche, y al teatro los domingos por la tarde. Estas menudencias refiere Clío Familiar, como introito a la interesante conversación que tuvieron una noche María Ignacia y su ilustre marido.
«¿No sabes, Pepe, lo que ocurre? Por segunda vez me ha dicho Eugenia que se encontraron en lo reservado del Retiro nuestro Tinito y el Príncipe Alfonso. Jugaron juntos, y se han hecho tan amigos, que el Príncipe se quedó muy triste cuando llegó el momento de la separación. Pues esta tarde, la infanta Isabel, que también estaba en el Retiro, ha convidado a almorzar a Tinito con ella, el Príncipe y sus hermanas...».
-¿Mañana? Pues que vaya. Bueno es que el niño se acostumbre al trato de esas altas personas. Le vestirás bien, sin elegancias rebuscadas, impropias de chiquillos, y antes que vaya a Palacio le aleccionaremos, para que no diga ni haga ninguna tontería.