La de los tristes destinos/XII
XII
Fue a Palacio Tinito y volvió encantado de la amabilidad de la señora Infanta. En cuanto almorzaron, bajó con el Príncipe a las habitaciones de este, que están en el entresuelo, y Alfonso enseñó al amiguito su soberbia juguetería. ¡Vaya unos juguetes, compadre! Todo lo contaba el chiquillo con gracia y prolijidad encantadoras, sin omitir nada. Refirió que en el entresuelo había encontrado a don Isidro Losa, que aquel día estaba de guardia, muy majo, vestido de gentilhombre... Entre los juguetes, admiró principalmente Tinito un tren de artillería con cañones de verdad, que podían dispararse, y una fragata lo mismito que la Numancia, con sus marineros subidos a los palos. Allí estuvieron enredando Tinito, el Príncipe, Juanito Ceballos, que era su compañero inseparable, y Pepito Tamames. El juego consistía en enganchar al tren de artillería las parejas de mulas, los armones, colocar en sus puestos a los artilleros, y arrastrar todo el armadijo de una habitación a otra. En esto llegó el Marqués de Novaliches, que dijo al Príncipe que no se sofocara demasiado, y don Isidro encargó a los cuatro que jugaran con juicio. En aquel trajín se les pasó el tiempo, hasta que llegó el profesor militar, y con él dio Alfonso la lección de manejo de carabina y sable; después lección de leer y escribir, y luego le mudaron de ropa para salir de paseo. «Salimos con él el chico de Ceballos y yo -prosiguió Tinito en sus explicaciones-. Íbamos en coche de mulas. Nos acompañaba don Guillermo Morphy... ¡Hala!, ¡al Retiro, a lo Reservado, a correr!... Alfonso estaba muy contento y hacía la mar de travesuras. Metía los pies en todos los charcos, y se mojaba. Morphy le reprendía; pero ¡quia!, no hacía caso... Al llegar a Palacio le cambiaron de calzado; subió a comer con la Reina y el Rey. Eugenia me recogió a mí para traerme a casa».
Reclamada por el propio Alfonso una segunda visita, volvió allá el niño de Beramendi a las diez de la mañana. El Príncipe, según contó después, daba su lección con un señor cura... la lección duró más de una hora... Subieron al almuerzo en el comedor de arriba; quedáronse un ratito en el cuarto de la Infanta viéndola dar su lección de arpa con madama Roaldés. Luego, otra vez al entresuelo, donde el Príncipe dio lección de carabina, disparando tres pistones, y lección de ejercicio, lo mismo que un soldado. Refiriendo esto, el salado Tinito expresaba a su modo, con pueril candor, la destreza de Alfonso en el ejercicio militar, y lo orgulloso que estaba de que sus amiguitos le vieran y admiraran en aquel noble estudio. Y terminó su cuento con una observación que a los padres hizo gracia; mas no la rieron por no dar lugar a que el chiquillo entrara en malicia. Fue de este modo: «Papá, voy a decirte una cosa. Alfonso no sabe nada. No le enseñan más que religión y armas».
-Hijo mío, es todo lo que necesita un rey. Ahí tienes a San Fernando, que con eso no más fue un gran monarca y además santo.
-Yo pensé que un rey tenía que aprender gramática, porque... si no sabe gramática, ¿cómo ha de escribir bien los decretos?
Advirtiole su padre que era de mala educación meterse a juzgar si el Príncipe sabía o no sabía. Los herederos de una corona lo saben todo aunque parezcan ignorantes. Recomendole además severamente que no hablara con nadie de tales cosas, pues de lo contrario no volvería más a Palacio... Convidado Tinito por tercera vez a almorzar con el Príncipe y las Infantas, María Ignacia le preguntó por la noche si había observado fielmente las reglas de buena crianza indispensables en mesas de tanto cumplido. «Mamá -respondió el niño-, todo lo hago como tú me lo mandaste. Cuando la señora Infanta me dice que si quiero más, le contesto que no señora, y que muchas gracias».
-Y del tratamiento no te habrás olvidado.
-¿Qué me voy a olvidar? Su Alteza para arriba, Su Alteza para abajo. La Infanta doña Isabel es muy buena, me quiere mucho y se ríe de todo lo que digo.
-Cuéntanos otra cosa. Después del almuerzo, ¿dio la Infanta su lección de arpa?
«No: la Infantita Pilar se puso a leer en un libro dorado, y la Infantita Paz y Alfonso me dijeron que les pintara muñecos... lo que yo quisiera, vamos... La Infanta Isabel me llevó a una mesita; sacaron un pliego de papel, lápiz negro y lápiz encarnado, y yo pinté una fila de soldados en marcha, con el pie adelante y el fusil al hombro, y entre medio de la tropa, dos curas tocando el piporro... Se rieron mucho. Alfonso cogió el papel para guardarlo. La Paz se lo quería quitar... riñeron; Alfonso podía más. Yo le dije a Paz: 'Déjaselo, que yo pintaré otro para tu Alteza...'. Bajamos al entresuelo. Después de la clase de Religión, que fue muy pesada, dio Alfonso la de manejo de espada y sable, y se puso tan valiente, que a Juanito Ceballos y a mí nos daba miedo verle. El día que sea Rey, cualquiera se le pone delante. Luego me dijo que vaya un día por la mañana, y me llevará al picadero para que le vea montar a caballo». Sin venir a cuento, volvió el chicuelo a mofarse de las lecciones de su regio amiguito, insistiendo en que no le enseñaban más que Historia Sagrada y Religión. Reprendiole nuevamente el Marqués por meterse a censor de cosas tan delicadas... ¿Qué entendía él, pobre niño, de educación de Príncipes? Pero Tinito, sin desconcertarse, montó en las rodillas de su padre y le echó los brazos al cuello murmurando: «¿Quieres que te diga un secreto?». Y con voz muy queda soltó el secretico en el oído paterno: «No sabe nada de Reyes de España, porque yo le hablé de Ataúlfo, y riéndose me dijo que Ataúlfo era don Isidro Losa».
-Eso puede significar que el Príncipe y sus amiguitos han puesto el apodo de Ataúlfo al buen don Isidro. Pero no quiere decir que Alfonso desconozca los nombres de los Reyes de España. Con asomarse a la Plaza de Oriente aprende más que tú en tu librito. Lo demás se lo enseñan los retratos de que están llenos los palacios de Madrid y Sitios Reales, y el gran salón de la Armería.
Dicho esto, besó al chiquillo y entregolo al brazo secular de la madre y criadas para que le diesen su cenita y le llevaran a la cama, donde pronto se quedaría dormido como un ángel; y soñaría tal vez que se hallaba en el picadero de Caballerizas, rigiendo un vivaracho y airoso potro en compañía del futuro Rey de España. Tiempo hacía que Beramendi pensaba con insistencia en la educación del Príncipe de Asturias, dando a este asunto importancia tan grande, que de él dependían la bienandanza o desventuras del próximo reinado. Por su amigo Guillermo Morphy sabía que el digno general Marqués de Novaliches, Mayordomo y Caballerizo Mayor de Su Alteza, había dispuesto que se abriese un Registro en que diariamente anotaran la vida del Príncipe los tres gentileshombres al servicio de Su Alteza, don Isidro Losa, don Guillermo Morphy y don Bernardo Ulibarri, consignando cada cual lo ocurrido en las horas de guardia respectiva.
El libro se llevaba escrupulosamente, y en él constaban las ocupaciones del niño, todo lo corporal y anímico, sus catarros frecuentes, sus tareas escolares, con nota minuciosa de los adelantos observados cada día; sus rezos y actos de devoción, el grado de apetito en las comidas, los juegos y juguetes. No faltaban las travesurillas propias de la edad, ni aun los arranques de soberbia o los generosos impulsos, que podrían ser trazos indicadores del carácter del nombre. Director de estudios era el general Sánchez Ossorio; profesores militares, un Teniente coronel por cada arma; profesor de religión, el Padre filipense don Cayetano Fernández, y de lectura y escritura don Antonio Castilla.
Deseaba Beramendi penetrar en el Cuarto del Príncipe, verle de cerca, hablar con él, pasar la vista por el libro en que constaban todos los actos y movimientos de la vida mental y fisiológica de tan interesante persona. La ocasión de satisfacer aquella curiosidad se la facilitó el propio Marqués de Novaliches, a quien tuvo una noche en su tertulia de confianza. Hablando de Su Alteza, expresó Pavía el grande amor que al Príncipe profesaba, y su sentimiento de verle tan endeble de salud y tan propenso a las dolencias pulmonares. Si se agitaba un poco jugando, venía en seguida el enfriamiento, luego la tos y un poquito de fiebre. «Fíjense ustedes -decía- en la carita descolorida de Su Alteza. Su mirada es triste, y sus ojos parecen cada día más grandes... Quiera Dios que esta criatura no nos dé un disgusto el mejor día. Lástima será que se malogre, porque es bueno como un ángel, y despejadito como él solo».
En el curso de la conversación, dijo luego Novaliches que Alfonsito estaba convaleciente de uno de aquellos resfriados que fácilmente cogía por agitarse en el juego o en el ejercicio de sable y carabina. Ya se levantaba; pero no daba lección ni salía de Palacio; se pasaba el día con el magnífico juguete que le había regalado el duque de Veragua, una Plaza de Toros corpórea, con su cuadrilla, mulas, caballos, alguaciles y demás piezas. La Marquesa de Madrigal, confirmando estas referencias, propuso que pues estaba también malo Juanito Ceballos, el inseparable camarada de don Alfonso, debían llevarle a Tinito para que le acompañase en su aburrida convalecencia. La proposición de la dama le pareció de perlas al Mayordomo y Caballerizo Mayor de Su Alteza. «Mande usted a su chico mañana temprano, Pepe -dijo a Beramendi-, o llévele usted mismo, y así podrá ver al Príncipe y apreciar su talento, su buen natural. Como logremos sacarlo adelante, podrá decir España: 'Tengo un Rey que no me lo merezco'».
A la hora que indicó Novaliches, más bien un poquito antes, paraba el coche de Beramendi en la Puerta del Príncipe. A los diez minutos de entrar en Palacio Tinito y su padre, y después de un viaje laberíntico por aquel confuso monumento, traspasando puertas y mamparas, sube por allá, baja por aquí, llegaron al Cuarto de don Alfonso, guiados por un alto funcionario de la Intendencia. En la antesala les recibió Morphy, que a las doce de aquel día terminaba su guardia. Impresión de tristeza y ahogo recibió el buen Fajardo al recorrer las estancias del entresuelo, asombradas por el espesor de los muros, que, con la bóveda de los techos, ofrecían aspecto de casamata: las ventanas eran troneras. Componían el Cuarto de Su Alteza varios aposentos: alcoba, guardarropa, sala de estudios, gimnasio, comedor, oratorio, secretaría, oficios, etcétera.
Salió Novaliches a recibir al amigo, y este no pudo disimular la impresión desagradable que el local le causaba. «No es este el mejor alojamiento para un niño de constitución débil, heredero de la Corona. La infancia de un Rey pide mayor desahogo, luz, aires de campo, alegría. ¿Por qué no vive Su Alteza en el mejor departamento de Palacio, que es todo el principal que da al Campo del Moro? ¿Para qué quieren aquellas salas amplias, inundadas de luz, con un horizonte espléndido que recrea los ojos y el espíritu? ¿No comprenden que lo primero que necesita el que ha de ser Rey, es habituarse a ver mucho, a respirar fuerte y a contemplar las cosas lejanas?». El buen Pavía alzó los hombros, inhibiéndose de aquel asunto, y Morphy se atrevió a decir: «Lo mismo pensamos nosotros; pero... quien manda, manda».
Apenas llegaron a la presencia de Alfonso, ofreció a este sus respetos el papá de Tinito, que con este nombre fue presentado el Marqués a Su Alteza por el General Pavía. Díjole Beramendi mil cosas lisonjeras: que tenía un gran placer en hablarle; que en él veía la mayor esperanza de la patria, y que su salud interesaba a todos los españoles. Contestó Alfonso con timidez, afable y sonriente, fiel observador ya de la urbanidad regia, que aprendido había antes que los primeros rudimentos del saber humano. Respecto a la salud, dio Novaliches las mejores impresiones; ya no le quedaba al niño más que algo de tos y un poquito de pereza. Corral, que acababa de salir, había recomendado que jugase todo el día, sin cansar la imaginación con lecciones. «Anoche -añadió el General-, Su Alteza, después de acostado, me pidió los húsares de plomo para jugar en la cama. No quería rezar... Tuve que coger yo el nuevo libro de rezos que mandó hace días Su Majestad, y leerlo para que él repitiera. De este modo rezó, aunque de mala gana...».
Protestó Alfonso con gracia, diciendo: «Pero esta mañana bien recé, Marqués... sin que me leyeras nada...».
-Sí, sí... Pero Su Alteza no quería levantarse, y tuve que coger el libro de cuentos y leerle algunos para entretenerle... hasta que vino Corral, y ordenó suprimir la lectura y abandonar el lecho...
Siguió Beramendi hablando con Su Alteza de las lecciones, de los rezos y prácticas religiosas, de la enseñanza militar, de la esgrima y equitación, y en todas sus réplicas mostró el chico un despejo y claridad de juicio que encantaron a su interlocutor. Al terminar el coloquio, los sentimientos de Beramendi con respecto al heredero de la Corona eran: un cariño intenso, un elevado interés político y una vivísima compasión.