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La de los tristes destinos/XIV

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XIV

-Así lo creo -dijo Confusio con más fuerza en el movimiento de cabeza que en la delgada y tímida voz.

-Pues bien: para el modelado espiritual de nuestro Rey no hay en aquella casa más que un cura teólogo y poeta, que tiene el encargo de administrar diariamente al Príncipe una dosis de Religión indigesta y de Moral abstracta que el pobre niño aprende a lo papagayo. Con escoplo y martillo, el don Cayetano va metiendo en el cerebro de Alfonsito sus lecciones. ¿Y estas qué son más que un conglomerado farragoso que se irá endureciendo y petrificando, masa inerte de conceptos sin sentido, que no dejará lugar para otras ideas si en su día quisieran entrar allí? Muy santo y muy bueno que se enseñen al primero de los españoles los principios fundamentales de la Religión que profesamos. Pero el catecismo es sencillo, breve, facilísimo. ¿A qué vienen esas pesadas y tediosas lecciones? Lo que Jesucristo enseñó con aforismos y parábolas de hermosa concisión, ¿por qué lo ha de enseñar don Cayetano en días y días con amplificaciones hueras y pesadeces sermonarias? ¿Qué substancia ha de sacar Su Alteza de esa ingestión de paja, en la cual van perdidos algunos granos de trigo? Bastaría para enseñar al Príncipe la Religión las cortas lecciones de un aya discreta y dulce... ¿Y qué me dices de ese furor para incrustar en la mente de Alfonso una moral teórica y formularia que el niño no puede entender? ¿No sería más eficaz enseñarle la Moral con continuos ejemplos y observaciones de la vida? Yo te aseguro que si el Príncipe no echa por sí mismo de su cerebro toda la paja y el serrín que le introduce con su labor de fabricante de muñecos el Padre filipense, acabará por no tener religión ni moral: será un volteriano y un hombre sin probidad...

-Cierto, cierto -dijo Confusio, que con la fuerte inyección de ideas administrada por Beramendi se puso en gran inquietud, y levantándose de un salto empezó a dar manotazos y a correr disparado por la estancia-. Lo que el señor dice es claro y sencillo como el Evangelio... Educación mísera, educación de Seminario, no para Príncipes... en todo caso para Princesas... no para Reyes, sino para sacerdotisas destinadas al bordado de casullas. Pero yo, señor... y no se incomode por lo que digo... yo tengo compromiso de presentar el Reinado de Alfonso como de los más bienaventurados y magníficos. Es inspiración, señor; es aviso del Cielo que siento en mi alma; y si yo abandonara este criterio para adoptar otro, me moriría sin remedio... porque, créalo el señor Marqués, mi vida está estrechamente enlazada a estas dulces mentiras.

Cogiole Beramendi del brazo y le llevó al sillón, obligándole a sentarse. «Sosiégate, pobre Confusio -le dijo-, y óyeme. Hay un modo de conciliar tus ideas con las mías, tu ilusión con la realidad. Escribe el Reinado a tu gusto: glorioso, lleno de prosperidades, y además largo. Puedes dilatarlo hasta comprender todo el primer cuarto del siglo que viene. Dale al buen Alfonso una larga vida, y en ese tiempo despáchate a tu gusto, haz de esta pobre España un país extraordinariamente venturoso y civilizado, devolviéndole sus pasadas grandezas. Mas para eso necesitas educar al Rey. ¿Cómo? Voy a decírtelo. Nada conseguirás teniéndole bajo la férula de don Cayetano Fernández. Sácale de ese ambiente de ñoñerías, rezos y lecturas de libritos devotos del Padre Claret; aplícale el remedio heroico, el procedimiento educativo y bien probado... ¿No caes en ello? Pues si quieres hacer de don Alfonso un gran Rey, de vida fecunda y altos hechos, arráncale a viva fuerza de ese obscuro Cuarto Real y échale de aquí, lánzale al azar de la vida libre...».

-¡Revolución! -murmuró por lo bajo el trastornado pensador, como hablando con su camisa-. ¿Y...?

-Revolución, sí -dijo Beramendi con nueva inquietud y furia de pensamiento, soltándose a los paseos de gigante en la estancia-. Revolución, Cirugía política, ya que la Medicina está visto que no sirve para nada... Amputación, hijo, pues no hay otro remedio. Tienes que coger al Príncipe y convertirle en Juan Particular, lanzándole al aire del mundo, a la adversidad... Verás cómo se despabila... verás cómo sus talentos renacen, cómo su voluntad se fortifica, y todo su ser adquiere gran viveza y brío. Hazlo así: cierra los ojos, y fuera con todos. Esta gente no aprende de otro modo... Hay que desentumecer, hay que sanear, penetrar en Palacio con un largo plumero y quitar las telarañas que ha tejido en los altos y bajos rincones el genio teocrático... Y en cuanto al espíritu de Fernando VII, que pegado a los tapices, a las sedas y alfombras allí subsiste, no echarás más que con exorcismos de Prim y buenos hisopazos de agua de Mendizábal... Anda, hijo; emprende la obra. No te olvides de quemar la santa túnica de Patrocinio, sudada y asquerosa, que allí encontrarás; quemarás asimismo todos los papeles que encuentres de la bonísima cuanto inexperta doña Isabel, pues nada pierde la Historia con que las llamas devoren ese archivo... Y por fin, el Cuarto del Rey don Francisco lo sanearás y purificarás, no con el fuego, porque no lo merece, sino con aire tan sólo: bastará que abras balcones, puertas y ventanas para que salgan todos los mochuelos, lechuzas, murciélagos, correderas y demás alimañas que allí han hecho su habitación...

»Luego que termines estas operaciones salutíferas, mi buen Confusio -añadió el Mecenas-, dejas pasar tiempo, el tiempo prudencial según tu criterio, y cuando creas llegada la ocasión, traes del extranjero a nuestro Príncipe y le proclamas Rey. Verás cómo viene robusto, templado por la desgracia, fuerte de voluntad, vigoroso de entendimiento, nutrido de sanas ideas, y encaminado a las resoluciones que le harán digno Jefe de un Estado glorioso. En tales condiciones, podrás construir, con el nombre de Alfonso Doceno, un reinado que no debe durar menos de medio siglo.

La convicción y elocuencia con que hablaba el ingenioso Beramendi fue mecha que inflamó la pólvora de ideas, que almacenada en su tumultuoso cerebro tenía el buen Confusio, porque estalló en entusiasmo y alegría como el que súbitamente descubriera un mundo. Saltando del asiento, erizado el cabello, encendidos los ojos, altos los brazos, exclamó: «Señor Marqués, bendita sea su boca, que me ha dado la clave de mi Libro Quinto. Ya lo veo claro; ya veo el reinado grandioso, el reinado de paz, ventura y progreso, que prolongaré, si usted me lo permite, hasta 1925».

Mientras le decía Beramendi que podía prolongar el reinado de Alfonso todo lo que le diese la gana, y crear una extraordinaria riqueza nacional, un Ejército poderoso, una Marina formidable, aumentar las colonias, extender el dominio hispánico por África y América, etcétera, etcétera, fue nuestro buen Santiuste cayendo desde la altura de su entusiasmo a la profundidad de un frío aplanamiento.

«Pero, señor Marqués -dijo con desconsolada y temblorosa voz-, desde que arrojo a nuestro Alfonso hasta que le traigo de nuevo a España, hay un espacio, un interregno... ¿Qué pongo en él?... ¿Prim dictador, Prim Cromwell, Prim Rey?... ¿O será más bonito que ponga un poco de República?».

-Pon lo que quieras -respondió el Mecenas con plena voz vibrante, pues, trocados los papeles, él era el más exaltado y Santiuste el más apacible-. No me preguntes a mí lo que has de poner. ¿Soy yo acaso el historiógrafo lógico-natural, maestro en la pintura de sucesos fabulosos, ideales, nunca vistos, nunca imaginados por mortal alguno? De tu meollo fertilísimo sacarás materia para ese interregno y para tres más... Pon Repúblicas, Protectorados, Dictaduras; pon audacias, calamidades, transformaciones felices, éxitos locos, fracasos más locos aún; pon grandezas caídas, pequeñeces exaltadas, explosiones de amor, de ira, de heroísmo, de vileza, inauditos casos de probidad y de corrupción. Si los Reyes necesitan desentumecerse y estirar brazos y piernas, más necesitados están los pueblos del ejercicio libre, de la tensión de músculos y de la celeridad de la sangre. Pon fases inesperadas, tintas vigorosas, inflexiones violentas en la continuación natural de la vida. No pongas puertas al campo de tu inventiva, ni barreras a tu erudición adquirida en la biblioteca del espacio; derrama tu ciencia ideal, la que más satisface al alma, para que te admiren las generaciones, para que te...

Cortada fue bruscamente la declamación del buen Fajardo por la presencia de su mujer, que entreabrió la puerta del despacho diciendo: «Pero, Pepe, ¿qué es esto?».

Desde un gabinete, donde estaba con doña Visita y don Isidro Losa, oyó María Ignacia la voz de su marido en un tono y diapasón desusados. Corrió allá, creyendo que el desvaído Confusio le había dado motivo para montar en cólera.

«No es nada, mujer -dijo el Marqués, recobrando al momento su calma risueña-. Juanito y yo, por pasar el rato, nos ensayábamos en la oratoria tribunicia. Este se mostraba partidario de las formas reposadas; yo quise ponerle un ejemplo del decir violento, de la imprecación, del exabrupto...».

No gustaba a la Marquesa que las conversaciones de Pepe con el historiador lógico-natural fuesen demasiado largas. «Ya es hora, Juanito -dijo a este-, de que vaya usted a dar su paseo... Con que... adiós... Hasta mañana». De la misma opinión fue Beramendi, que despidió al amigo en la forma más cariñosa... Sola con el esposo, María Ignacia le recordó que Su Majestad había llamado a la Cámara Real a Tinito. Obsequiosa estuvo doña Isabel con el niño, colmándole de caricias y afectos, y al despedirle, díjole que tendría mucho gusto en que fueran sus papás a visitarla. «Acordamos -agregó la Marquesa- pedir a Su Majestad una audiencia para darle las gracias por las atenciones que tanto las Infantas como el Príncipe han prodigado a nuestro hijo. Don Isidro Losa se encargó de facilitarnos la audiencia... Pues ahí está. Viene a decirnos que Su Majestad nos recibirá mañana a las tres, en audiencia especial para nosotros solos... ¿Te enteras? Parece que estás lelo... Mañana; y tenemos que llevar a Felicianita. La Reina desea conocerla».

-Mañana... No estoy lelo, mujer, sino contentísimo de que ofrezcamos nuestros respetos a doña Isabel... Buenas cosas le diré... No, no te asustes... Le diré tan sólo que se vaya preparando... No, tampoco es eso. Le diré que... nada: que nos veremos en París el año que viene por este tiempo.

-Vamos, tú estás hoy de juego... Ven a ver a don Isidro.

-Voy a ver al gran don Isidro, que es uno de los más robustos pilares en que se asienta la Monarquía española.

Toda aquella tarde estuvo Pepe divagando en estas chispeantes bromas, lo que a su mujer inquietaba un poquito, pues quería verle siempre bien aplomado y sin el menor desentono en sus pensamientos. Y hasta el día siguiente, cuando ya se disponían a salir para Palacio, persistía la Marquesa en su inquietud, porque Pepe no dejaba de asustarla con sus equívocos maleantes. «Me parece, querida esposa, que saldremos de la audiencia entre alabarderos».

-Quita allá, tonto. No te hago caso...

Cesaron las bromas al salir en coche para Palacio. Llevaban a Tinito y a Feliciana, y por el camino el pequeño daba a su hermanita lecciones de etiqueta, pues la niña no se había visto nunca entre personas reales... Tras una espera brevísima, el gentilhombre de guardia, Conde de Moctezuma, condújoles a la presencia de Su Majestad, que en su Cámara les esperaba con el Príncipe de Asturias. ¡Con qué afecto tan sencillo y familiar les recibió la Señora! Besó María Ignacia la mano de la Reina, y esta besó a Felicianita, ponderando su dulce belleza; a Tinito acarició también, y al saludo de Beramendi dio esta donosa respuesta: «Sí, sí: contenta me tienes... Necesito llamaros para que vengáis a verme. Sé que me queréis, porque me lo cuentan; pero no se os ocurre venir a decírmelo».

Marido y mujer replicaron con toda sutileza posible a la bondad de la Soberana, que les mandó sentarse, y ella puso a su lado, en el confidente, a Felicianita, cuya mano conservó un rato entre las suyas. María Ignacia estaba frente a Su Majestad; Beramendi un poco más lejos, y Alfonso y Tinito, replegándose al ángulo próximo al balcón, se entretuvieron en hojear un voluminoso librote con estampas o figurines de todos los uniformes antiguos y modernos del Ejército español.

«Ignacia -dijo la Reina-, viéndote me parece que veo a tu buen padre..., ¡oh, aquel don Feliciano!... carácter recto y leal como ninguno. ¡Y luego tan religioso...! ¡Ah!, caballeros como Emparán son los que yo quisiera tener siempre a mi lado para que me aconsejaran... Créelo, pocos hombres hemos tenido aquí como tu padre... A él debo la inmensa ventaja de que bastantes carlistas me hayan reconocido, y que estén conmigo muchos que estuvieron con mi primo Montemolín».

Esperaba María Ignacia que contestara su marido a estos expresivos conceptos, que escondían sin duda una intención política. Pero como él no chistó, limitándose a una ceremoniosa cabezada, tuvo ella que aprontar frases de relleno: «Yo procuro imitar a mi padre... imitarle en su sencillez, en sus virtudes...». Y por poner un puntalito a la conversación, que se caía de un lado, hizo el panegírico del señor de Emparán y el relato patético de su muerte, que fue como la de un santo. Mientras la dama salía del paso con estas remembranzas anecdóticas, Beramendi hablaba con doña Isabel; pero sólo con el pensamiento, y sin desplegar los labios le dirigía estas severas reconvenciones: «¿Por qué celebras la adhesión del absolutismo, si el llamarlo y acogerlo ha sido tu error político más grande, pobre Majestad sin juicio? Eso, eso es lo que más te ha perjudicado y acabará por perderte: agasajar a los que te disputaron el Trono, y dar con el pie a los que derramaron su sangre por asegurarte en él. Te has pasado al bando vencido, y para los que te aborrecieron has reservado los honores, las mercedes, el poder. Hipócritamente se agrupan a tu lado, y con devotas alharacas te rodean, te adulan, te abrazan... Pero no te fíes: los que parecen abrazos son empujones hacia el abismo».