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La de los tristes destinos/XIII

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XIII

Retirose Novaliches; entregose Alfonso con delicia al placer de enseñar su Plaza de Toros a Tinito y a otro niño (hijo de un portero de damas) que había bajado antes, y Pepe Fajardo pasó con su amigo Morphy a Mayordomía, donde el gentilhombre de guardia tenía que anotar sus observaciones. Tuvo, pues, el hombre la mejor coyuntura para hojear el registro y conocer en sus menores detalles la vida, los estudios, conducta, indisposiciones del Príncipe de Asturias, y el tratamiento físico y mental que a su salud y educación se aplicaba. El libro, destinado sin duda a documentar una parte esencialísima de la Historia patria, resultaba de inmenso interés en su insípida y deslavazada literatura.

Beramendi leyó: «1º de Octubre.- Su Alteza Real ha almorzado a las doce de la mañana. A la una ha dado la lección de ejercicios, hasta las dos menos diez minutos; a las dos dio la lección de Escritura con el señor Castilla, y a las tres de Religión con el señor Fernández. A las cuatro y media tomó sopa de arroz como acostumbra, y a las cinco menos ocho minutos subió a las habitaciones de Su Majestad la Reina para salir de paseo...».

«4 de Octubre.- Su Alteza estuvo jugando hasta las dos y cuarto. No tuvo lecciones por ser hoy día de Su Majestad el Rey, y a las tres menos cuarto subió a las habitaciones de Su Majestad la Reina para asistir al besamanos con el traje de sargento primero y la cruz de Pelayo. Concluyó la ceremonia a las seis y cuarto, a cuya hora bajó Su Alteza con el señor Marqués de Novaliches porque le apretaba mucho una bota (no al Marqués, sino a Su Alteza). Dicho señor Marqués le quitó la bota y examinó minuciosamente el pie, sin encontrarle nada de particular. De esta circunstancia se hace especial mención por haberlo creído oportuno el Jefe superior del Cuarto de Su Alteza...».

Observó Beramendi en su rápida lectura la variedad de estilos de los tres caballeros guardianes de Su Alteza. En lo escrito por Morphy se revelaba el hombre de cultura y principios; discreto y claro aparecía don Bernardo Ulibarri; don Isidro Losa era la pura sencillez mental. Atento sólo a la escueta obligación doméstica, llenaba páginas del libro con su gramática inocente y su fantástica ortografía. Ved la muestra:

«Dia 6. El Principe mi señor almorzo a las doce Dio sus Lecciones, salió a N. S. de Atocha... comio vien se metió en la cama a las diez a dormido diez horas tomó poco chocolate se a confesado a las nuebe y media el Padre Fernandez celebró la misa... Dia 9. Almorzo con apetito; dio sus Lecciones a las Oras marcadas y bastante inquieto: a las cuatro se aseo tomo la Sopa y Salio a Paseo Con el Mayordomo Sr. Marques de Novaliches, Profesor Sanchez y Juanito bolbio a las Seis y Cuarto... subio a comer a las ocho se lebanto de la mesa y hasta las diez permanecio en la camara jugando con Juanito se dio un golpe en el muslo Izquierdo con el Tallado de una Cónsola, a las diez se quedó dormido desperto a las nuebe sin moberse en toda la noche Se lebantó a las nuebe y media sin sentir dolor por el golpe rezo las oraciones asistió a misa en Su Cuarto salio a paseo a la Montaña con Su Mayordomo Mayor bolvio a las once y asistio a la misa de Ofrenda con SS. MM. y AA. a las doce menos Cuarto bajo y se Corto el Pelo S. A.».

Repasando el Diario, observó Fajardo que en la endeble salud del Príncipe ponían los tres guardianes toda su atención. Rara era la página en que no se leía: «se despertó a media noche, estornudó y se sonó», o bien: «anoche no estornudó más que una vez». Ulibarri escribía: «Despertó a las seis menos cuarto para sonarse, quedando dormido en seguida». De Morphy es este párrafo: «Durante la comida estornudó Su Alteza varias veces: atribuyéronlo Sus Majestades a haberse asomado al balcón la noche antes para oír la serenata». Pero aún más que de la salud del cuerpo del Príncipe, debían inquietarse de la del alma, pues minuciosamente apuntaban cada día sus rezos y devociones. Entre las monotonías del machacón y cansado libro, descollaba el inevitable informe de la lección de Religión y Moral que el Príncipe daba diariamente. Podían olvidarse de otros asuntos; pero esta ingestión de cascote no se les quedó jamás en el tintero.

Una hora larga de Religión todos los días del año había de dar al Principito un saber dogmático que le permitiría hombrearse con el Concilio de Trento. Ocurría que cuando algunos mitrados visitaban a la Reina, mandábales esta al cuarto de su hijo a que presenciaran la tarabilla religiosa. A este propósito dice Morphy con cierto cansancio irónico: «dio la lección Su Alteza en presencia de los Obispos de Ávila, Guadix, Tarazona y de otra diócesis que no recuerdo». Y el sencillísimo Losa nos cuenta en su parte del 30 de Octubre: «A las Ocho y Media disperto labo y vistio dio gracias a Dios y tomo chocolate con apetito a las diez dio lección de Religión en la presencia del Sr. Cardenal de Burgos quedando muy complacido de lo adelantado que esta su Alteza por lo que merecia nota de Magnificamente en todo».

En lo referente a los cuidados y tratamiento medicinal del Príncipe, demostraban los gentileshombres el miedo a complicaciones patológicas. Los accidentes más vulgares eran registrados como garantía del exquisito esmero que debía ponerse en conservar la preciosa vida del heredero del Trono. Constan en el libro prolijas observaciones anotadas por Ulibarri y Morphy con discreta retórica; mas el bueno de don Isidro, enemigo de circunloquios, refería los hechos con realismo ingenuo, y así su prosa histórica nos da esta candorosa sinceridad: «El Serenísimo principe mi Señor se dispertó a las nuebe menos diez minutos se labo, bistió, rezando sus Oraciones, tomó chocolate, se le mobio el Vientre muy natural y abundante; a las diez menos cuarto principio la leccion de Religion... salio a paseo a las once menos cuarto... con Juanito fue al gicnasio pasó una hora muy dibertida esta muy vien de Salud...».

Hojeando, encontró el Marqués esta interesante página suscrita por Ulibarri: «1.º de Noviembre.- Su Alteza asistió a la Capilla Pública con Sus Majestades e Infanta Isabel: estuvo en la función con mucha atención y compostura, bajando luego a su cuarto, donde jugó hasta las tres y media, que tomó la sopa. A las cuatro se recibió aviso de Su Majestad la Reina para que subiera Su Alteza al despacho con objeto de ver al Brigadier de la Armada don Juan Topete, a quien abrazó Su Alteza por indicación de Su Majestad, cuya honra fue hecha por su buen comportamiento en el combate del Callao».

Suspendió el curioso lector al dar las doce su fisgoneo del Diario; Morphy entregó la guardia a don Isidro Losa, y con los saludos al uno de despedida, al otro de entrada, se entretuvo el caballero más de lo que quiso. Quedó, pues, un rato en poder del bueno de Losa, el cual le rogó que fuese una mañana a la hora en que Su Alteza daba la clase de Moral y Religión. Así podría formar idea de lo bien instruidito que estaba en aquella sabiduría, la principal y más necesaria para un Rey. «Créame, don José -decía, dándole cariñosos palmetazos en el hombro-, lo que nos importa es tener un monarca muy religiosito y sumamente moral».

Oía Pepe Fajardo al buen don Isidro como quien oye llover, que acostumbrado estaba, desde los tiempos de don Feliciano, a la densa monotonía de sus opiniones. En la casa se le apreciaba por su fiel amistad, pues tanto como tenía de anticuado en sus pensares, tenía de consecuente en sus sentires. Era, pues, un hombre de buen natural, afectuoso, que había sabido hacerse perdonar su inverosímil, casi milagroso encumbramiento. Si el palatinismo es una carrera, no se vio jamás carrera más loca que la de aquel bendito señor. Empezó por cerero de Sor Patrocinio, fámulo más bien de la cerería que a la llagada Madre suministraba velas y blandones; adornábale los altaruchos; le servía en recaditos y encomiendas. De estos obscuros menesteres pasó a la servidumbre del Rey don Francisco, donde su lealtad, diligencia y buen modo le captaron la voluntad del augusto amo. Servidor fiel de la familia, velozmente adelantó y subió en el escalafón palaciego. Fue Ujier, Secretario de Cámara, Gentilhombre de casa y boca, Mayordomo de Semana... llegó a poseer la gran Cruz de Isabel la Católica, y por fin, el título de Conde. En el trato particular, don Isidro era siempre llano, modesto, y no tenía más orgullo que la incondicional y ardiente adhesión a la Familia, en cuyo servicio había subido de cerero a personaje resplandeciente de galones, cintajos y veneras que infundían a la gente un respeto hierático. Su estatura era menos que mediana; sus cabellos, su bigote espeso y cortado blanqueaban ya; su cuerpo rechoncho inclinábase un poco, como cediendo al peso de tantos honores.

Conversó de nuevo Pepe Fajardo con Su Alteza, teniendo ocasión de apreciar por segunda vez su bondad y claro entendimiento; recomendó a Tinito la formalidad, y con un apretón de manos a don Isidro y nuevos espaldarazos de este, hizo su despedida del Cuarto del Príncipe y de Palacio, satisfecho de las enseñanzas de aquella visita. En su casa contó a María Ignacia cuanto había visto, y tres días después recibió la visita del gran Confusio, con quien sostuvo un coloquio interesante, digno de pasar a la Historia, aunque esta sea la llamada Lógico-Natural.

«Ya puedes ir abandonando -dijo Beramendi- tu plan de Reinado de Alfonso Doceno. Si así no lo haces, desde nuestros sepulcros oiremos las carcajadas de la realidad. He visto de cerca al Príncipe, he respirado el ambiente que él respira, he tomado el pulso a su educación y a sus educadores, y he venido al convencimiento de que su reinado, si Dios no lo dispone de otro modo, no será como tú lo imaginas... Sí, honrado Confusio; sí, candoroso Confusio... Alfonso es un niño inteligentísimo; posee cualidades de corazón y pensamiento que bien cultivadas, bien dirigidas, nos darían un Rey digno de este pueblo; pero semejante ideal no veremos realizado, porque se le cría para idiota: en vez de ilustrarle, le embrutecen; en vez de abrirle los ojos a la ciencia, a la vida y a la naturaleza, se los cierran para que su alma tierna ahonde en las tinieblas y se apaciente en la ignorancia».

Decía esto el buen Fajardo poseído de ardimiento y cólera; medía la habitación con pasos de gigante, y sus brazos aspeaban por encima de la cabeza. El pobre Santiuste oía sin chistar, pálido y atónito ante la iracunda voz y descompuestos ademanes de su Mecenas. El cual prosiguió: «Compadezco a ese niño y compadezco a mi Patria. En Alfonso vi una esperanza. Ya no veo más que un desengaño, un caso más de esta inmensa tristeza española, que ya ¡vive Dios!, se nos está haciendo secular».

Calló el prócer después de dar un fuerte manotazo en la mesa, junto a la cual se sentaba el esmirriado Juanito. Este saltó de su asiento como un muñeco de goma. Siguió una corta pausa, durante la cual el escultor de pueblos revolvió en su turbada mente las ideas optimistas que acerca de la educación del Príncipe tenía, y como buen lunático se dispuso a sostenerlas diciendo: «Señor, con la venia de usted yo insisto en que los educadores del heredero de la Corona sabrán modelar al hombre y al Rey para que sea la mayor gloria de esta Nación en el siglo que corre y parte del que venga».

-Por esta vez, Confusio amigo -dijo Beramendi cada vez más nervioso y exaltado-, no te dejo vagar por las nubes, no permito que te encarames a las estrellas para escribir tu Historia. ¿Sabes lo que hago? Agarrarte por el pescuezo, restregarte el hocico contra las asperezas de la realidad, para que te enteres, para que conozcas los hechos tales como son. (Marcando con gesto vigoroso la intención de hacer lo que decía...) Así sabrás la verdad de la educación del Príncipe, que no es educación, sino todo lo contrario, un sistema contra-educativo. Sus maestros le enseñan a ignorar, y cuanto más adelantan en sus lecciones, más adelanta el niño en el arte de no saber nada... Bien está el manejo de las armas; buena es la equitación como ejercicio corporal: la prestancia de un Rey exige todo eso... ¿Pero acaso no pide también una fuerte enseñanza espiritual? ¿Es el Rey no más que un figurón a pie o a caballo para presidir ceremonias ociosas o paradas teatrales? Un Rey es la cabeza, el corazón, el brazo del pueblo, y debe resumir en su ser las ideas, los anhelos y toda la energía de los millones de almas que componen el Reino. ¿No lo crees así, o es que tú también te has vuelto idiota?