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La de los tristes destinos/XXIV

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XXIV

Jesús Clavería, que ausente de París estuvo largos meses, laborando, según se dijo, en las plazas de Cádiz y Ceuta, reapareció a mediados de Julio. Tranquilo y gozoso estaba Ibero en su despachito una mañana, cuando le vio entrar. ¡Qué alegría, y súbitamente qué susto, qué consternación! En breves palabras le dio Clavería el jicarazo. «De Cádiz me vine embarcado a San Sebastián: allí vi a tu padre, que ya sabe dónde estás, y viene a París decidido a cogerte, secuestrarte y llevarte consigo... Traerá todo el apoyo de las autoridades españolas y francesas. Prepárate, Iberillo... Mi opinión es que te dejes coger». El terror privó a Santiago de la palabra. Lo primero que dijo, llevándose las manos a la cabeza, fue: «¿Dejarme coger, dejarme llevar?... ¡nunca! Suceda lo que quiera, mi padre tendrá que volverse solo».

-Ya lo pensarás, hijo. Estás en edad de no prolongar las tonterías... Veremos reproducida la escena de la Dama de las Camelias, cuando viene el papá del señorito Armando, y...

-¡No, no! -gritó Santiago, dejando caer con estruendo sobre la mesa la palma de su mano-. Teresa no está tísica... no está tísica ni de los pulmones ni la voluntad. Es mujer fuerte, mujer valerosa... Ni del corazón ni del cerebro flaquea; no y no.

«Bueno, hombre, bueno... ¿A qué ese furor? Mejor será que te inspires en la sana filosofía parda, y esta noche te vengas conmigo un ratito a Mabille... ¿Qué... te incomodas?... Pues dejemos a un lado la filosofía... Tu padre, por lo que me dijo, estará aquí dentro de un par de días... Lo que resulte de esto, lo sabré yo más adelante, porque mañana saldré para Londres». No dijo más, y pasó al despacho.

En indecible ansiedad estuvo Ibero hasta que llegó la hora de salir a la refacción de mediodía. Siglos se le hacían los instantes. No hay que decir que antes de hablar con Teresa, la lividez de su rostro incapaz de disimulo, y el extravío de su mirada, le delataron. «Grave cosa me traes hoy, salvajito -dijo la madrileña, bajando con él a la calle-. ¿Qué es? Cuenta, cuenta». En pocas palabras refirió Ibero el terrible conflicto. Por entre los porches de la calle de Rivoli oyó Teresa la siniestra noticia, sin perder la serenidad, y confortó el ánimo turbado de su salvaje con estas apacibles razones: «Almorzaremos tranquilamente, y luego, en casa, vendrá la deliberación y oirás mi parecer. No te apures: no veas montañas donde sólo hay un montoncito de arena. Somos unos pobres vagabundos, que hemos labrado una choza con cuatro palitroques y un poco de paja. Esta choza es para nosotros un hogar sagrado, que convertiremos en castillo inexpugnable».

Así habló Teresa: «Tu padre no podrá separarnos, y para evitar disgustos y cuestiones, que siempre traerían falta de respeto, hemos de procurar que don Santiago Ibero tenga que volverse a España sin que pueda hablar contigo ni conmigo. Tú y yo desaparecemos, tú y yo nos evaporamos. ¿Cómo? Vas a saberlo. ¿Conoce tu padre las señas de nuestra casa, las señas del señor Santa María, donde estás colocado? Pues ni a mí en nuestra casita, ni a ti en tu oficina, nos encontrará. Para conseguir esto, necesitamos contar con la protección de dos personas: Santa María y Úrsula Plessis. Yo, antes de hablar con mi amiga y patrona, sé que no ha de faltarme su amparo. ¿Puedes tú decir lo mismo del señor Santa María? Es preciso, Santiago, que esta misma tarde hables con él... Le pides una conferencia... Solicitas que te conceda un cuarto de hora. Pues bien: no seas tímido ni te amilanes. Le cuentas con absoluta sinceridad toda nuestra historia, sin ocultar nada, nada, Santiago. Le dices cómo empezó nuestro conocimiento... lo que yo fui... sin omitir cosa alguna, salvajito mío... a estos lances se va con la verdad... lo que yo fui, lo que soy ahora... Le cuentas nuestro encuentro en el tren del Norte; el pacto que hicimos en Bayona; nuestra vida en Itsatsou, en Olorón; la inspiración de venirnos a París; en fin, todo, todo. Y cuando, a más de esto, sepa don Manuel el conflicto que se nos viene encima, le pides que te mande a Londres con una comisión cualquiera comercial o política... Pero no tienes que descuidarte. En cuanto llegues al escritorio, te vas derecho a don Manuel y...».

Pareciole a Santiago muy acertado el consejo, y no le puso más pero que el desconsuelo de la separación. Si juntitos fueran a Inglaterra, la felicidad sería redonda; a lo que respondió Teresa: «Dudo que Úrsula me deje salir de París. Estamos en la época de más trabajo y apuros de tiempo; ella no goza de buena salud, y descansa en mí...». Convinieron en que la resolución definitiva se aplazaba para la noche, después que cada cual hiciese la consulta con su patrono tutelar. Impetuoso y confiado, por los alientos que le había dado Teresa, fue Santiago a la confesión con don Manuel, el cual dio el primer indicio de benevolencia prestándose a escuchar una historia larga, si bien no desprovista de interesantes episodios. ¡Y que no se quedó corto Santiago en el arte de la presentación, poniendo en plena luz lo que a su parecer más le favorecía! El buen señor oyó con interés, y en los pasajes que indicaban audacia y travesura soltaba la risa. Todo le regocijaba, todo le hacía feliz; a ratos la satisfacción humedecía sus ojos tiernos. Creyérase que sus maduros años recibían en cada lance de aquella historia tan espiritual como picaresca, inhalaciones de fluido juvenil.

Cuando Ibero, terminada la confidencia, le presentó el grave conflicto de la venida del padre, el aragonés precipitó su opinión diciendo entre picadas risitas: «Tú y ella debéis desaparecer, evaporaros. Respetable será el papá, ¿quién lo duda?... pero conviene que no encuentre al hijo casquivano. Los padres no tienen razón siempre. Lo que yo digo: la razón de la sinrazón es alguna vez la razón suprema». Estas peregrinas y algo estrafalarias manifestaciones del risueño don Manuel, y lo que después dijo Ibero de sus ganas de servir a la Causa bajo la bandera revolucionaria de Prim, determinaron la solución más práctica y sencilla que pudiera imaginarse. «Lo mejor -dijo Santa María- será que te vayas a Londres: yo te daré una carta para mi tocayo Ruiz Zorrilla, y con la carta irán papeles y notas que a mi parecer serán de alguna utilidad en los momentos presentes. Llevarás lo preciso para el viaje, y te abriré un modesto crédito en la casa de mis corresponsales en la City, para que vivas uno o dos meses en aquella Babilonia. Aprovechando tu viaje, mandaré contigo a Blanco Brothers valores y efectos comerciales». Por último, con la idea de ganar tiempo, se convino en que las cartas y encargos quedarían corrientes aquella noche, a fin de que pudiera el prófugo salir pitando a la mañana siguiente.

Cuando Ibero y Teresa se juntaron para comer, de la boca de uno y otro salió la misma exclamación: «¡Triunfo completo!». Él dijo: «es un santo ese hombre»; y ella: «¡qué mujer tan buena!». Con recíprocas felicitaciones celebraron su éxito, y apresurando la comida se fueron a su casita, donde con más desahogo refirió cada cual su breve gestión. «¿Sabes una cosa, mujer? -dijo él-. La historia que le conté a don Manuel, la historia mía, la nuestra, debe de ser igual a la suya, o por lo menos muy parecida. Porque el hombre no se incomodó por nada de lo que conté... Todo le hacía mucha gracia... y el hombre reía, reía... Ni una sola vez le vi fruncir el entrecejo. Mi historia es la suya... ¿Conoces tú a la mujer de don Manuel? Yo apenas la he visto... Es guapa, y vive muy retraída... En fin, que el hombre me manda a Inglaterra. Lo que te digo: es un santo».

Habló luego Teresa: «Lo que hará Úrsula por mí ya lo sabes: llevarme a vivir consigo mientras tú estés ausente; y si se presenta tu padre, decirle: 'Aquí no hay damas de camelias, ni Cristo que lo fundó. Vaya usted con Dios, caballero, y no parezca más por esta casa'. No me sorprende la bondad de Úrsula: yo la esperaba. ¿Sabes por qué, tontín? Porque mi historia es semejante a la suya: yo lo sé; y en la historia de ella, también apareció un padre... pero se fue como había venido. En fin, chico, que la vida humana se repite sin cesar, y lo que hoy pasa ha pasado miles de veces».

Tranquilos, confiados ya en la solución del conflicto, sólo quedaba la pena de la separación. Ambos la expresaron con ternura, y a la ternura añadió Ibero el ardor de su exaltado temperamento. Esperó Teresa a que las llamas se aplacasen, y sobre el rescoldo dejó caer su palabra dulce, que en los momentos críticos sabía engalanarse con las mejores luces de la razón: «Tanto como tú siento yo la ausencia; pero la soporto por algún tiempo, un mes o dos, porque sé que mi salvaje necesita de vez en cuando escapaditas al campo, al mar, a los aires del mundo. Bueno es, créelo, que vuelvas en seguimiento de tu ilusión, que llegues a ella y la toques y veas si es cosa real o fantasma... Donde me dejas me encontrarás, y aunque tardes más tiempo del convenido, siempre seré lo que soy. Tan seguros estamos yo de ti y tú de mí, que no hacen maldita falta los juramentos ni las protestas de fidelidad eterna. No salgamos ahora imitando a las novelas desacreditadas. Nuestra novelita modesta y sin requilorios la hacemos nosotros a la chita callando, con hechos positivos y la verdad por delante, ¡hala!; y que venga Dios y lo vea».

Siguió a esto un largo divagar sobre el sistema de comunicación que habían de establecer para saber uno del otro con frecuencia. Dios misericordioso, que mira por los enamorados, cuidaría de mantener el contacto de las almas para que la ausencia fuese el más parecido retrato de la presencia. En esto se les fue una hora larga; de las ternezas y amantes coloquios que ocuparon el resto de la noche, no hay para qué hablar.

Tempranito estaban los dos en la plaza Roubaix. Tomó Ibero su billete directo a Londres por Calais. Teresa entró al andén para estar junto a él hasta el último instante. Por mucho freno que quiso echar a su emoción, perdió la entereza cuando se aproximaba el momento de la partida... Él en la ventanilla, ella en el andén, repitieron lo que se habían dicho de cartas, direcciones, poste restante y telegramas; pero luego Teresa tuvo que sacar el pañuelo y aplicarlo a sus ojos... Y desde el tren en marcha vio Ibero que el pañuelo bajaba a la boca, para dejar libres los ojos con que mirar al amado, y luego batió los aires dando los últimos adioses... Llevaba Santiago el corazón tan oprimido, que no podía respirar. ¿Por qué se iba? ¿Por qué no la llevaba consigo?... ¿Qué era la vida sin ella?... Pero una vez en camino, volver pronto era la mejor solución.

Hasta más allá de Creil no se aflojó el lazo corredizo que apretaba el corazón del viajero, y en el restaurant de Amiens, donde bajó a tomar algo, se iniciaron las impresiones y sorpresas, que eran como signos precursores de las interesantes aventuras que buscaba. Al entrar en el comedero, encaró de sopetón con Clavería, el cual mostrose frío y reservado en su saludo. No alcanzaba el riojano la razón de esta esquivez de su amigo, a quien no había visto desde que le anunció la próxima emergencia de Ibero padre. A las explicaciones que hubo de pedirle Santiago, contestó Clavería secamente: «Si quieres, hablaremos en el tren. No me negarás que vas a Londres. Ya te vi en la estación de París: no me sorprendió. Y no vas a Inglaterra huyendo de tu padre... Tu padre y el decoro de la familia te tienen a ti sin cuidado. Vas... tú sabrás a qué».

Viendo a Clavería entrar en un coche de segunda, se coló tras él. En el departamento iba otro viajero español (y no había nadie más), en quien al punto reconoció al catalán Nonell, que en el café del Pasaje le había desconcertado con los pronósticos referentes al Capitán Lagier. Reclinado con indolencia, el viejo marino comía lonjitas de carne fiambre que cortaba cuidadosamente con su navaja; delante tenía una cesta con diferentes vituallas entre papeles grasientos... Ibero se sentó frente a Clavería, y sin preámbulos habló así: «Mi Coronel, usted me ha dicho cosas que no entiendo, y otras que me lastiman por el despego con que me trata. Somos amigos, y por mi parte no quiero dejar de serlo».

-Te conozco, Santiago -replicó Clavería sin abandonar su sequedad-, y sé que no has de revelarme a dónde vas dirigido, qué llevas, y quién te manda. Vuélvete a tu coche para que no caigas en la tentación de explicarme los fines de tu viaje. Si aquí te quedas, no podré yo contener las ganas de preguntártelos.

Comprendiendo Ibero que le convenía conservar el misterio planteado por las enigmáticas razones de Clavería, se dio mucha importancia, diciendo: «Hará usted bien en no preguntarme nada, pues yo a usted nada le pregunto».

El catalán, que acababa de empinar una botella, bebiéndose de un tirón gran parte del vino que contenía, se limpió con la mano la boca, y soltó de ella estos conceptos roncos: «Déjate de músicas, Iberillo, y cuéntanos qué embuchado llevas a Londres. Don Jesús va llamado por Prim; yo mandado por Ramón Lagier. Tú no puedes decir lo mismo; y a propósito, hijo, espérate un poco: en Marsella vi a Ramón la semana pasada, y me dijo que te tiene ya por cosa perdida. En fin, con nosotros, que somos de ley y llevamos el corazón abarrotado de patriotismo, debes clarearte. Si no lo haces, pensaremos que llevas una encomienda traidora. Porque... para que lo sepas, la traición ronda nuestra Causa».

Estupefacto miró Ibero a Clavería, el cual, después de afirmar enérgicamente con la cabeza, lo hizo con estas palabras: «Falsos amigos, Iscariotes hay en la causa, y los buenos patriotas debemos aplastar la negra traición. Tú eres un inocente; enredando con los espíritus, no ves lo que pasa en el mundo. ¿Sabes tú que la Infanta Luisa Fernanda y su marido Montpensier han sido desterrados por haber escrito a doña Isabel señalándole el mal camino que lleva la política?».

-En París lo supe, y también que salieron de Cádiz para Lisboa en la Villa de Madrid.

-Pero no sabes que los unionistas que trabajan en Cádiz este negocio, Ayala, Barca, Vallín, se echan atrás si no aceptamos como futuro Rey de España al Duque de Montpensier... ¿Qué, te ríes de esta dificultad? ¿Qué significa esa cara de idiota que pones oyéndome lo que acabo de decirte?

-Significa que no me da frío ni calor que esos señores y otros quieran encajarnos un Rey que los militares no habían de aceptar.

-Veo que estás en Babia. Los Generales que fueron tetuanistas, ahora desterrados en Canarias, también respiran por el maldito Montpensier. Nuestro gozo en un pozo. Aquel júbilo, ¿te acuerdas?, con que celebramos la coalición, se nos convierte en rabia.

-Prim triunfará de todo -afirmó Ibero, que con su lozano optimismo resolvía la temida cuestión-. ¿No cuenta con el Ejército?

«De Cádiz y Ceuta he venido yo no hace mucho -dijo Clavería-. Los Cuerpos de guarnición en aquellas plazas están bien dispuestos. Las disposiciones son excelentes: de las agallas para salir no puede decirse lo mismo... Recordarás lo de Valencia, lo del 22 de Junio en Madrid... Hace tiempo que se emprendieron trabajos en otro organismo militar de gran poder. Ya lo teníamos ganado; ya lo teníamos cogido por los cabezones...». Ibero no entendía, y sus ojos, clavados en el rostro del amigo, querían deletrear el pensamiento de este, que la palabra a intervalos mostraba y encubría... En tal punto, la voz de Nonell, con estruendo ronco de bocina, rompió en francas declaraciones: «Este tonto no sabe que está en el ajo la Marina... la Marina de guerra...».

-Estaba -dijo Clavería con dejo melancólico-, porque Topete se ha cerrado en banda por Montpensier... y con este señor naranjista y paragüero no transigimos... Preferiríamos aguantar a doña Isabel, que siquiera es española.