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La de los tristes destinos/XXV

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XXV

La conversación languideció gradualmente. Nonell, después de dar los últimos tientos a la botella, atronaba el coche con sus ronquidos lúgubres, que parecían lanzados también con bocina o trompa de tinieblas. Clavería fue cayendo en una taciturnidad melancólica; Ibero, arrimado a la ventanilla, contemplaba el paisaje, las verdes planicies bajas limitadas al Oeste por una faja de mar de un azul grisáceo: era el Canal de la Manga, o de la Manche, Mancha muy distinta de la que inmortalizó don Quijote... Así llegaron a Calais. Cada cual agarró su maleta, y a escape metiéronse los tres en el vapor, que desatracó sin tardanza, y con vigorosas paletadas que levantaron bullentes espumas, partió trotando hacia la acera de enfrente, Inglaterra. El vapor era de ruedas, con achos tambores que formaban en el centro de la embarcación una extensa y alta toldilla. A esta subieron los tres españoles, y arrimándose a la borda, vieron cómo se alejaba y desvanecía la costa francesa. Allí recobró Clavería la palabra para proseguir con Ibero la conversación interrumpida. «¿No te enteraste -le dijo- de que hace unos días estuvo Prim en Francia? Fue a tomar las aguas de Vichy, que le hacen mucha falta para su padecimiento del hígado. Napoleón, que no le perdona lo de Méjico, le había cerrado la puerta de Francia. Fue preciso entablar negociaciones, poner en juego influencias inglesas, para que se le permitiera una temporada corta en Vichy...».

-Algo de esto dijo no sé quién en el escritorio de Santa María -replicó Ibero-, y también que el General volvió pronto a Londres.

-Porque a los cuatro días de estar en Vichy llegaron desalados el cura Alcalá Zamora y Pérez de la Riva. Venían de Cádiz con la noticia de que los unionistas piensan hacer el movimiento por sí mismos, anticipándose a los planes de Prim... Naturalmente, no sabes nada de esto. Recibir Prim el aviso de la gran traición y salir escapado de Vichy, fue todo uno. Al paso por París visitó al Ministro del Interior, M. Pinard, y le dijo que se volvía precipitadamente a Londres por haber caído repentinamente enferma la Condesa... El General, acompañado por Juan Manuel Martínez, pasó este Canal hace pocos días... quizás en este mismo barco...

Otras vueltas dio Clavería con triste acento al nunca apurado tema. De pronto Nonell, con penetrante vista marina, señaló tierra. Momentos después, los que no eran mareantes distinguían bien los acantilados de Dover. La conversación recayó en las grandezas de Albión, en la libertad que aquel país concede tanto a sus hijos como a sus huéspedes... ¡Nación como ninguna sólida y potente, porque en ella tiene su imperio la Justicia, es respetada la Ley, y amada la persona que la simboliza! Nonell, que había vivido en Liverpool y en Londres bastante tiempo, no se hartaba de encomiar la vida inglesa; la colosal abundancia de comestibles de todo el mundo que allí se reúnen; la excelencia y finura de las carnes; la variedad y fuerza de los vinos y bebidas; la colosal riqueza, la hermosura de la libra esterlina, lo bien pagado que está el trabajo, y por último, también había que dar a las hembras su buena parte en los elogios, por lo tersas, sonrosadas y frescachonas. Divagando así llegaron a Dover, y con la misma prisa con que entraron en el vapor salieron de él, requiriendo a escape el tren que había de llevarles a Charing Cross; que ya estaban en el país de las prisas, donde el tiempo vale y corre. Nonell, que mascullaba el inglés marítimo sabido de todos los navegantes del mundo, les servía de intérprete. En alas del tren, que marchaba con sostenido ritmo y andadura veloz, sintiose el buen Clavería movido a la sinceridad.

El alma noble del Coronel se desbordó en estas francas explicaciones: «Pues ahora, Iberillo, preciso es arrojar al aire los disimulos y marrullerías españolas. La mentira no cuaja en esta tierra. Hablando como hombre de honor, te digo que yo no traigo misión ninguna, ni nadie me ha mandado; vengo por mi cuenta, traído por mi patriotismo y mi amor a la Libertad, sin más objeto que decir a Prim: '¿General, qué hacemos? ¿Es cierto que los unionistas nos echan el pie adelante, y nos quitan con su cansado Montpensier la bandera revolucionaria? ¿Quedaremos en proscripción eterna, llorando nuestra incapacidad y las desdichas de la patria, que no sabe sacudir una tiranía sin aplicarse otra?...'. A esto vengo y nada más. He fingido una misión misteriosa para ver de arrancarte a ti el secreto de la que traes».

La espontaneidad del amigo movió a Santiago a desembozarse con igual franqueza, diciendo: «Pues ha llegado el momento de la verdad, allá va la mía. A Londres me manda mi principal y jefe, que no es capaz, bien lo saben ustedes, de tramar cosa contraria al interés de Prim, de la Libertad y de la Emigración».

-Pero don Manuel es hombre tan bueno como inocente -indicó Clavería-, y a todos los emigrados agasaja por igual, sin reparar ni distinguir el género bueno del averiado.

-Yo no sé lo que traigo. Soy portador de una carta bastante abultada para don Manuel Ruiz Zorrilla.

-Empezaras por ahí -dijo Clavería con alborozo-, y se nos habría quitado el amargor de boca... Al verte en la estación de París, di en pensar lo peor: que traías comunicaciones del infame unionismo. En París vi a Pastor y Landero: en el café du Cercle estuvo la otra tarde, revistiéndose de importancia y misterio; hablaba en nombre de Topete y Malcampo... Luego sé que fue a visitar al amigo Santa María... Bien puede ser que este avise a Ruiz Zorrilla para que... En fin, pronto saldremos de dudas, porque tú traes la carta, y yo te llevo a la presencia de Ruiz Zorrilla en cuanto lleguemos a Londres... Viene a resultar que el mensajero soy yo, y tú la valija... ¿Dónde estamos, maestre Nonell?, ¿llegaremos pronto?

-Ya esto es Londres -dijo el lobo de mar, señalando las filas de casas de ladrillo ennegrecido que a un lado y otro del tren, y debajo de este, se veían. Pasado New Cross, inmenso haz de líneas férreas que allí se reúnen, y de allí se ramifican abriéndose como varillas de abanico para penetrar por diferentes puntos en las entrañas de la metrópoli, vieron por la derecha un bosque de mástiles. Era el inmenso rebaño de buques de vela encerrado en las aguas quietas de Grand Surrey Docks. Contemplando las altas arboladuras, el bueno de Nonell rompió en estas exclamaciones de entusiasmo: «¡Hurra por Inglaterra; hurra por los mercantes, y por los reyunos también, concho!... ¡hurra por toda la marina de aquende y de allende y de más allende!...». Arrebatado por su propio acento, prosiguió su enfático sermón, en pie, braceando, como si hablase ante un gran concurso: «Señores, yo aseguro bajo mi palabra de honor dos cosas: primero, que amo a Inglaterra como a una madre, pues en ella he mamado la leche de la navegación; segundo, que tengo mi boca, paladar y tragadero tan resecos como la yesca, y, por tanto, hago voto de beberme uno, dos, o si a mano viene, cuatro vasos de cerveza Pelel, en cuanto demos fondo en la estación de Charing Cross. Señores, nobles amigos, no puedo yo en momento de tanta alegría guardar ningún secreto. Del corazón se me salen los secretos, arrastrados por el patriotismo, que cuando soy feliz, no quiere estar encerrado en el silencio. Declaro que vengo acá mandado por mi amigo Ramón Lagier para tripular con otros mareantes españoles el vapor que ha de ir a Canarias en busca de los Generales... A ti te lo digo, Iberillo, que este Clavería ya lo sabe. ¡Qué honra para mí, nobles caballeros y amigos del alma!».

-Aplaca tus humos, buen Nonell -dijo Clavería con inflexión escéptica-. A tripular el vapor te han mandado; pero fácil es que al llegar a Londres encuentres deshecho ese plan, y tengas que volverte con las orejas gachas a tu triste destierro de París.

-Pues ahora me toca a mí -exclamó Ibero, contagiado de la exaltación del catalán-. Si el amigo Nonell está en sus cabales y no es delirio lo que nos cuenta, en ese vapor iré yo. Si ustedes no quieren enrolarme, yo mismo le pediré a don Juan Prim que me enrole, aunque sea de grumete, de marmitón, de fogonero. ¡Yo iré... como hay Dios que iré!

En esto llegaron a la estación de Cannon Street, donde el tren se detuvo un momento, reculando después para tomar los carriles que en pocos minutos debían llevarlo a Charing Cross. Bajaron presurosos del tren los tres españoles llevando sus maletas, y como el hotel a donde iban a parar no estaba lejos, determinaron mandar con un mozo sus breves equipajes, y hacer a pie su entrada en la más grande y populosa ciudad del mundo. El primer cuidado de Nonell fue dirigir sus pasos inseguros al bar de la estación y convidar a sus compañeros, atizándose él sin respirar tres, seis o más dosis de cerveza, que en esto de las tomas no se conoce la cifra exacta. Salieron, y a los pocos minutos se encontraban en la Plaza de Trafalgar. Un fenómeno extraño pudo notar Ibero en la persona del fantástico Nonell, y era que si la sed le hacía desvariar, la copiosa ingestión de pale-ale le devolvía el discreto y normal uso de sus facultades mentales. Cogiendo del brazo a sus amigos, les llevó junto a uno de los gigantescos leones que ennoblecen y custodian el monumento elevado a las glorias de la Marina inglesa. Después de señalar a la estatua del insigne Almirante, colocada en lo alto de la columna, les mandó que se fijaran en uno de los bajo-relieves del pedestal, donde se representa la muerte del héroe, y les dijo: «Caballeros, vean ahí un letrerito, escrito en inglés, naturalmente, para mayor claridad... Pues esas letras doradas ponen lo que el amigo Nelson dijo a sus marinos antes de disparar el primer cañonazo en el combate de Trafalgar. Les dijo, dice: «Caballeros...».

-Caballeros no -indicó Clavería-. Todos conocemos la proclama de Nelson: «Inglaterra espera...».

«'Que cada quisque... every man, cumplirá con su deber'. Pues yo, que hasta ahora no he sido Nelson, ni espero serlo ya, digo esas mismas palabras a los buenos españoles que estamos metidos en este fregado de la Revolución pública. Caballeros, que cada uno de por sí haga lo que se le ha mandado, y llegaremos al triunfo. Con que, nobles amigos, ¡viva Nelson, viva España libre, viva don Juan Prim y Prats!... vivamos todos para ver implantado el progreso, y vámonos a casa...». Guiados por Clavería, muy conocedor de aquellos lugares, recorrieron parte de las vías más hermosas y concurridas de Londres: Piccadilly Circus, el Cuadrante, y de aquí, por estrecha transversal, llegaron a una placita jardinada (Golden Square) y al hotel modesto donde algunos emigrados solían albergarse. A la sazón vivían allí Pavía y Milans del Bosch.

Sin tomar descanso, refrescándose tan sólo con un lavatorio de cara y manos, fue Clavería con sus dos compañeros de viaje a ver a Ruiz Zorrilla, que habitaba en un Family hotel, cerca del Museo Británico. No estaba en casa don Manuel: largo fue el plantón; pero al fin viéronse en la presencia del afamado revolucionario que con Sagasta compartía la confianza de Prim. A Clavería saludó con mucho afecto, y a Ibero y Nonell acogió benévolamente, apresurándose a recoger y abrir el pliego que su tocayo le dirigía. Leyendo para sí, dejó traslucir en el rostro el gozo de las buenas noticias, y Clavería, que reventaba de curiosidad, y no cabía en sí de puro inquieto y desasosegado, le dijo: «Querido don Manuel, no nos prive del gusto de saber lo que ocurre, si es cosa buena como parece indicar su cara. Y lo que a mí solo me diría, dígalo delante de estos dos hombres, patriotas de ley, afectos a nuestra Causa y dispuestos a servirla».

-Sí que lo diré -contestó don Manuel, mandándoles sentar, lo que no obedecieron, porque su anhelo se avenía mejor con aguardar en pie la verdad pedida-. Sabrán ustedes que los unionistas no se dieron por vencidos con el veto que puso Napoleón a la candidatura de Montpensier para el Trono de España. Insistieron por medio de sus agentes; manifestaron que sería Reina la Infanta, y que el marido de esta quedaría en la situación de Príncipe consorte, sin título de Rey... Ya suponíamos que a esta solemne tontada no había de rendirse el Emperador; pero la confirmación oficial no la teníamos hasta ahora. (Recorriendo con rápida vista la carta.) Bien claro está. El Presidente del Consejo Privado del Emperador, Monsieur de Persigny, ha dicho a Olózaga que no se consiente la corona de España en la cabeza del Duque ni en la de la Duquesa de Montpensier.

-¡Bravísimo! -exclamó Clavería-. De modo que es candidatura descartada.

-En absoluto... Ya lo saben los unionistas. Y si aún no se han enterado bien, no faltan medios de abrirles las entendederas. Nosotros, descuidados ya de este asunto, vamos a la Revolución.

-Con o sin ellos.

-No, no, Clavería: con ellos. Los unionistas no pueden volverse atrás, ni nosotros prescindir de su concurso. La fórmula de someternos todos a la Voluntad Nacional expresada en las Cortes Constituyentes, resuelve por ahora todas las diferencias... Después, Dios dirá.

Esta manera elemental y algo inocente de marcar el proceso de las revoluciones fue muy del agrado de los tres visitantes, que la celebraron con esperanza y alegría. Era sin duda Zorrilla un temperamento revolucionario; pero ni la Historia ni la vida le habían enseñado las leyes que rigen las alteraciones de la normalidad en los pueblos. Verdad que no se estudian las revoluciones por los que las hacen, ni se hicieron nunca por los que las estudiaron en sus causas y en sus efectos. Obras son inspiradas más que reflexivas. En los movimientos interiores que turban la paz de los pueblos, imposible es separar las ideas de las pasiones. Y Ruiz Zorrilla carecía seguramente de la frialdad necesaria para intentar esta separación. Era un hombre voluntarioso, contumaz, carácter forjado en los odios candentes del bando progresista, nutrido con los amargores del retraimiento, que fue como un destierro para la vida pública, y como un largo ejercicio en el arte de la conspiración. Personalmente, era franco y noblote, como buen burgalés; alto y no muy derecho, con ligero agobio de su espalda; el rostro era la imagen de la llaneza, de la hombría de bien; los ojos leales; el bigote corto y caído, con mosca.

No quisieron retirarse los emigrados sin que don Manuel les diese alguna información sobre otro punto muy importante. ¿Tardaría mucho en ser alistado el vapor que había de salir para Canarias en busca de los Generales? No quiso, o no pudo Zorrilla precisar la fecha de la proyectada expedición; pero recomendó encarecidamente a los tres que guardasen escrupuloso secreto sobre aquel asunto, y que con ninguna persona hablaran en Londres de tal viaje ni de tal vapor. Este se alistaba como para ir a Candía en auxilio de aquellos insulares, sublevados contra el Imperio turco. Si alguien les hablaba del asunto, debían decir... «Sí: el vapor lleva socorro de armas y víveres a los candiotas, a los pobrecitos candiotas, víctimas del despotismo turco», y no pronunciar el nombre de Canarias, ni el de España... ni mentar a nuestra desgraciada doña Isabel... Chitón, chitón...