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La desheredada (Segunda parte)/Capítulo II

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«Isidorita Rufete, ¿conoces tú el equilibrio de sentimientos, el ritmo suave de un vivir templado, deslizándose entre las realidades comunes de la vida, las ocupaciones y los intereses? ¿Conoces este ritmo que es como el pulso del hombre sano? No; tu espíritu está siempre en estado de fiebre. Las exaltaciones fuertes no cesan en ti sino resolviéndose en depresiones terribles, y tu alegría loca no cede sino ahogándose en tristezas amargas. ¿Persistes en creerte de la estirpe de Aransis? Sí; antes perderás la vida que la convicción de tu derecho. Bien; sea. Pero deja al tiempo y a los Tribunales que resuelvan esto, y no te atormentes, construyendo en tu espíritu una segunda vida ilusoria y fantástica. Ten paciencia, no te anticipes a la realidad; no te trabajes interiormente; no saborees con falsificada sensibilidad goces de que están privados tus sentidos. Miquis te ha dicho, bien lo sabes, que eso es un vicio, un puro vicio, como tantos otros hábitos repugnantes, como la embriaguez o el juego, y de ese vicio nace una verdadera enfermedad. El pensamiento se pone malo, como las muelas y el pulmón, y ¡ay de ti si llegas a un estado morboso que te impida disfrutar luego de la realidad lo que ahora quieres gozar, en sueños, contraviniendo a las leyes del tiempo y del sentido común!

»Sostienes que ese vicio, aberración o como quiera llamarle Miquis, es una fuente de consuelos para ti. Ya, ya se conoce tu sistema. Después de un día de penas, apuros, celos y disputas, llega la noche, y para consolarte... das un baile. ¡Qué gracioso! Satisfaces tu orgullo y tus apetitos determinando en ti una gran excitación cerebral, de la cual irradian sensaciones y goces. Sabes vestir con tal arte la mentira, que tú misma llegas a tenerla por verdad. Te engañas con tus propias farsas, desgraciada. Te posees de tu papel y lo sientes. Enseñas a tus nervios a falsificar las sensaciones y a obrar por sí mismos, no como receptores de la impresión, sino como iniciadores de ella. ¡Bonito juego! ¡Violación de los órdenes de la Naturaleza!

»Mira, Isidorita; tu vida social está bastante desarreglada; pero tu vida moral lo está más aún. El principal de tus desórdenes es el amor desaforado que sientes por Joaquín Pez. Le amas con lealtad y constancia, prendada más bien de la gracia y nobleza de su facha que de lo que en él constituye y forma el ser moral. Bien dices tú que ya el amor no es ciego, sino tonto. Tienes razón: ya se le conoce el largo trato que ha tenido con los malos poetas. ¿Por qué no haces un esfuercito para desprenderte del cariño que tienes a Pez? Por ahí debe empezar tu reforma. Tú le adoras y no le estimas. Él te ama y tampoco te estima gran cosa. Considera cuánto perjudican a tus planes de engrandecimiento tus relaciones con el hombre que ha manchado tu porvenir y deshonrado tu vida. Isidora de Aransis..., pues según tú, no hay más remedio que darte este nombre... Isidora de Aransis, mírate bien en ese espejo social que se llama opinión, y considera si con tu actual trazo puedes presentarte a reclamar el nombre y la fortuna de una familia ilustre. Tonta, ¿has creído alguna vez en la promesa de que Joaquín se casara contigo? Advierte que siempre te dice eso cuando está mal de fondos, y quiere que le ayudes a salir de sus apuros... Casada o no con él, esperas rehabilitarte; dices que el mundo olvida. No te fíes, no te fíes, pues tal puede ser la ignominia que al mundo se le acabe la indulgencia. Se dan casos de estos.

»Hay otro desorden, Isidorita, que te hace muy desgraciada, y que te llevará lejos, muy lejos. Me refiero a las irregularidades de tu peculio. Unas veces tienes mucho, otras nada. Lo recibes sin saber de dónde viene; lo sueltas sin saber a dónde va. Jamás se te ha ocurrido coger un lápiz (que cuesta dos cuartos) y apuntar en un pedacito de papel lo que posees, lo que gastas, lo que debes y lo que te deben. No haces cuentas más que con la cabeza, ¡y tu cabeza es tan inepta para esto!... La Aritmética, hija, no cabe dentro de la jurisdicción de la fantasía, y tú fantaseas con las cantidades; agrandas considerablemente el activo y empequeñeces el pasivo. De vez en vez parece que quieres ordenar tu peculio; pero tus apetitos de lujo toman la delantera a tus débiles cálculos, y empiezas a gastar en caprichos, dejando sin atender las deudas sagradas.

»Tu generosidad te honra porque indica tu buen corazón; pero te perturba lo indecible. Has sido estafada por algunos que, conociéndote el flaco y tu índole liberal, se han fingido menesterosos. Y dime ahora: ¿qué has hecho de los dos mil duros que a ti y a tu hermano os dejó D. Santiago Quijano? Ya los has gastado en el pleito, en vestidos, en la educación de Mariano, y.... confiésalo, que si es un misterio para todo el mundo, no lo es para quien te habla en este momento... No lo ocultes, pues no hay para qué. Más de la mitad de aquel dinero te lo ha distraído Joaquín Pez».

Voz de la conciencia de Isidora o interrogatorio indiscreto del autor, lo escrito vale.


II

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Una mañana de diciembre de 1875, estaba Isidora triste y sin sosiego. Sus idas y venidas dentro de la casa, sin motivo aparente de tal actividad, indicaban que algo muy grave ocurría. Se sentaba, leía una carta, lloraba un poco, guardaba luego la carta, arrugándola en el bolsillo de la bata; iba en seguida al comedor, regresaba al gabinete, repetía la lectura, la lágrima y el estrujamiento del dichoso papel... ¿Qué es eso, señora? ¿Qué pasa?

Desde el gabinete se veía toda la cavidad de la alcoba, donde la gran cama dorada se alzaba como un catafalco, elevando hasta muy cerca del techo su armadura de cobre, sin cortinas. La alcoba se comunicaba con otro cuarto, del cual venían dos voces distintas, pero acordadas en un tono de candorosa alegría. Era la una dulce, angelical y ternísima. Era la otra cascada y a veces chillona. ¡Vaya con la pareja! Riquín y D. José de Relimpio jugaban arrastrándose por el suelo. Caballo y jinete se besaban, locos de regocijo, en la confusión de las caídas leves.

Abriose de pronto la puerta de la sala, y entró... nada menos que la Sanguijuelera.

«Gracias a Dios que viene usted, tía -le dijo Isidora reconviniéndola-. Siéntese usted; tenemos que hablar detenidamente.

-¡Hablar detenidamente! -exclamó la vieja puesta en jarras-. No digas más; ya entiendo tus detenidamentes. Ya sé que es para pedir dinero. Sí, en cuanto llegó a casa tu D. José y vi su cara de carnero a medio morir, dije: «Ojo al Cristo...». Pues mira, hija, toca a otra puerta».

Isidora, harto afligida, no pudo seguir a su tía por el camino de las bromas. Con la concisión de los grandes apuros, dijo que era cuestión de vida o muerte para ella reunir en aquella mañana cierta suma, y que contaba con la generosidad de su tía, a quien otras veces había pedido caudales, reembolsándoselos con buenos intereses.

«Cierto que te he consolado; cierto que me has pagado; pero no lo hay. Ya sabes que aquí murió el fiar... Pues sí; que están unos tiempos divinos... Pero di, quimerilla, ese hombre, ese hombre, ¿en qué piensa que no te da...?

-Lea usted -replicó Isidora alargando la carta con un gesto y tono que se usan mucho en los dramas.

-¡Oh!, no; ya sabes que me estorba lo negro.

-Pues dice... En fin, hemos reñido. Él está mal. Probablemente tendrá que irse con un empleo a La Habana... ¿Qué le parece a usted eso?

-Sopas en queso. ¿A mí qué más me da que se vaya a La Habana o a Sierra-Ullones, o al Infierno?

-En fin, hemos reñido. Todo se acabó. No hablemos más de eso. Hoy tengo un gran compromiso.

-¡Anda, anda, frutilla temprana!... ¡En la que te has metido! -dijo Encarnación encendida de ira-. ¿Y qué vas a hacer ahora? Ya no tienes salvación, ya estás perdida. Bien me lo temí y bien te lo dije cuando te vi en estos andares. Yo tengo mucho mundo -añadió señalando del modo más insinuante su ojo derecho-; aquí dentro hay mucho quinqué. Pues, claro, a esto habías de venir a parar. Ahora empiezas, ahora. ¡Y quieres que te dé dinero!... Anda, anda, castaña pilonga, que otra cosa podrá faltarte ahora; pero dinero... No, no cuentes con tu tía; no te acuerdes más de esta perla vieja de la honradez».

Las groserías de su tía Encarnación enfadaban atrozmente a Isidora. Queriendo concluir pronto, expuso en términos tan concretos como pavorosos su situación, y luego hizo una protesta enérgica de sus ideas morales. Ella quería y se proponía ser honrada. Las reticencias de su tía la herían en lo más vivo del alma.

«No vengas con andróminas -replicó la cacharrera-. Tú podrás tener buenas ideas; pero has dado el pasito, y ya no puedes volver atrás. ¡El pasito, hija! ¡Repuñales! De todo tiene la culpa ese hombre, ese hombre... Es un lameplatos. Siento que no esté aquí para despotricarme con él y decirle las del barquero... Total, chica, que yo no tengo un real partido por medio.

-No, no creo que usted me vea en tales agonías y no me favorezca.

-¿Yo?... ¿Y de dónde lo voy a sacar?

-Del arca.

-No estás tú mal arca de Noé.

-¡Tía!

-¡Si debes más que el Gobierno; si te has metido en unos belenes...! Suponte tú, y es mucho suponer, que yo, echando por zancas y barrancas, arañando aquí y allá, reúna mil reales...

-Mil reales es muy poco.

-¿Pues qué?... ¿Creías que te iba a dar un ojo de buey? -gritó la vieja riendo a todo reír-. ¡Mira ésta!...

-Yo quería lo menos dos mil -dijo Isidora con terror.

-¡Jo... sús! ¡Los dos mil los tienes tú en el canto de la memoria! Yo los quisiera para mí. En fin, y mismamente..., si me prometes devolvérmelos pronto, podré buscarte mil... ¡Ay! arrastrada, ¿en qué gastas tú el dinero? Si hubieras hecho lo que yo te aconsejé... Yo te decía: «Guarda, aprovéchate; sácale a ese hombre el redaño y ve poniendo en el Monte para el día de mañana...». Pero tú, grandísima pandorga, con gastar y gastar... Aquí parece que siempre está la gata de parto, según se gasta y derrocha.

-¡Tía, dos mil!

-Dos mil puñales...

-Ande usted...

-No, no te caerá esa breva.

-No la dejaré a usted en paz hasta que me los dé...

-Trabajo tienes... Ganas de trasquilar la marrana.

-Pues vengan los mil; pero pronto, al momento».

Instantáneamente formó Isidora un plan distinto del que había hecho contando con los dos mil.

«Te los traeré para las doce. ¡Ay! ¿En qué parará esto?...

-Antes de las doce, si puede ser. Váyase usted pronto para que vuelva pronto... Coja usted un coche.

-Venga la peseta.

-Tome usted la peseta.

-Otra para el papel del recibo..., porque no te pienses que te los voy a dar sin recibo.

-¿Otra peseta?... Ahí va. Váyase usted pronto. ¡Ay!, ¡qué día está! -dijo Isidora mirando con tristeza al balcón, cuyos cristales, azotados por la lluvia, sonaban con estrépito de perdigonada.

-¡Si fueran monedas de cinco duros...! Voy a dar un beso a Riquín.

-Después, después.

-¡Jo... sús! ¡Qué prisa!... Agur, agur».

Luego que la anciana estuvo fuera, Isidora sacó de la cómoda un cofrecillo y del cofrecillo un libro. Era una novela entre cuyas hojas había varios papeles o cédulas guardadas con cierto orden y clasificación. No debían de ser ciertamente billetes de Banco, porque Isidora, al volver de cada hoja, daba un suspiro y ponía cara de mal humor. Después de pasar revista a su tesoro negativo, gritó: «D. José», y como D. José, a causa del ruido que él mismo hacía, jugando con Joaquín, no pudiera oír la voz de su ahijada, esta tuvo que levantarse a llamarle por la puerta de la alcoba.

«¡Venga usted acá, por Dios!...

-¡Hija, no te había oído!».

Veríais entonces aparecer al gran D. José, fatigado de tanto andar a cuatro pies, ligeramente encendido el rostro; pero hecho todo miel, y tan risueño y bondadoso como antaño. Traía en brazos a Riquín, que era muy lindo, gracioso y dicharachero. Su deformidad incipiente no era tal que le privara de los encantos de la niñez, antes bien daba risa verle erguir su cabezota con cierto aire de valentía, como un hijo de Atlante predestinado a superar a su padre en la facultad de cargar grandes pesos.

«Deje usted al niño... Riquín, hijito; vas a irte un rato con Ramona... ¡Ramona!».

El sucesor de los Rufetes (o Aransis, que ello está por saber) declaró con un gesto de fastidio y preludio de llanto el agravio que a su dignidad se hacía pasando de los brazos de D. José a los de la niñera. Pero no le valieron sus artimañas. Cargó con él la moza, y D. José y su ahijada se quedaron solos en presencia de las papeletas.

«Es preciso echar un esfuerzo, echar mano de todo.

-¡Cuánta papeleta!» -exclamó el santo varón cruzando sus manos con ademán piadoso.

Isidora las pasaba, las leía, las iba contando. ¡Ay! Cuando se entregaba a la Aritmética, su cara se volvía lúgubre y desconcertada, cual si estuviera sometida a la acción de fenómenos morbosos. La Aritmética tenía para ella algo de enfermedad cimótica, y así, desde que absorbía con su atención aquellos miasmas deletéreos llamados números, se ponía pálida y se le alteraba el pulso. ¡Y pensar que no puede haber dinero sin que haya cifras! Los 7 hombres lo empequeñecen todo. Desdichadas las almas que siendo hermanas de lo infinito, tienen que entroncarse a la fuerza con estas miserias del planeta llamadas cantidad, relación, gravedad. Verdaderamente, ¿qué cosa más contraria a lo infinito y a lo ideal que aquellos nefandos papeles?

«Esta es del Monte -murmuró Isidora con el corazón oprimido-. Esta... ¿a ver?.... es la de mi calabrote.

-El calabrote está en la calle del Clavel -manifestó Relimpio con el aplomo de un agente de Bolsa, que tiene en la memoria las colocaciones de fondos realizadas en todo el año.

-Es verdad... ¿Y el brillante?

-También, hija. ¿No te acuerdas? Lo llevé el mes pasado. Del Monte ha de haber cinco papeletas.

-Justo, cinco... Hay además ocho...

-Tu reloj... Si no recuerdo mal, está en treinta duros. ¿Pero qué te pasa hoy? ¿Vas a sacar todo?

-¿A sacar? -repitió Isidora, herida por aquella ironía como por un porrazo.

-¿Qué cálculos haces?».

Isidora se auxiliaba de sus dedos para calcular. La tersura y fineza de aquellas extremidades de sus manos indicaban no estar ocupadas ya más que en trabajos matemáticos.

«Ya comprendo, hija -dijo él entre dos suspiros.

-¿Cuánto darán por esto? -preguntó ella, mostrando aquellas cédulas que por su nombre debían ser montaraces.

-Eso no puedo decirlo. Se las llevaré a Rodríguez, el de la calle de Cádiz. Es amigo mío...; buena persona. Por papeletas, ya sabes que no se corren mucho».

Isidora se llevó las manos a las orejas.

«¿Tus pendientes?... Espera, te vas a hacer daño. Yo te los destornillaré».

Y con suma delicadeza realizó la operación, gozoso de que sus dedos jugaran, siquiera por un momento, con los pulpejos de las orejitas de su ahijada.

«Ya están aquí.

-Pongámoslos en el estuche.

-Estos te los regaló cuando vino al mundo Riquín. Por estos te darán... darán...».

Se cogió entre los dedos el labio inferior, y moviendo la cabeza y hundiendo la barba en el pecho, metía los ojos debajo de las cejas.

«En fin..., yo hablaré con Rodríguez... Es amigo mío..., buena persona.

-¡Dos mil quinientos! -murmuró la joven ensimismada en sus cálculos, como un calenturiento sumergido en el doloroso caos de su estupor febril.

-Veremos... Quizás se pueda...

-Ahora -dijo Isidora con resolución alargando la mano hacia el chaleco del buen hombre-, venga el reloj...

-¿El mío?... ¿Y la cadena?

-Todo».

Algo se desconcertó el viejo al verse privado del uso de aquella prenda, no de mucha valía, que Isidora le había regalado el 19 de marzo del año anterior. Pero como la voluntad de su ahijada era ley para él, no dijo más que lo siguiente:

«Déjamelo puesto, pues yo lo he de llevar... Darán diez y ocho o veinte. Recordarás que la otra vez...

-Ahora los cubiertos de plata.

-¿Los...?

-Sí -afirmó ella levantándose con expresión triunfante-. Creo que está vencida la situación por hoy. Pero la semana que entra...

-Dios dirá.

-La semana que entra -declaró Isidora- vendo la sala.

-¡Vendes la sala!

-Sí. Pásese usted luego por casa de la prendera. Que venga a verla. Veremos lo que da».

Después echó una mirada de cariñoso desconsuelo al armario de luna.

«¿Y el armario también?

-También.

-¿Y la cama dorada?».

Isidora meditó un rato. Después dijo:

«No; me quedo con la cama».

En esto andaban cuando reapareció la Sanguijuelera. Entró sacudiéndose el mantón, calado de agua.

«¡Jo... sús, qué tiempo! Llueven capuchinos de bronce.

-Pero ¿no ha venido usted en coche?

-¿Por quién me tomas, tonta? La peseta del coche es para mí, por el mandado. Tengo más salud que el Botánico, hija, y ando más que un molino de viento... Conque toma... Cuatrocientos y cuatrocientos son ochocientos... Nueve duros en plata...

-Falta un duro.

-¡Reparona! ¿Qué más da?

-Son novecientos ochenta -declaró D. José, haciendo gala de su saber de cuentas.

-¿Quiere usted callar?... Usted, Sr. D. Pepe, no tiene que poner su carne en este garfio.

-La equidad, amiga D.ª Encarnación...

-¡Amiga, doña!... Diga usted, tío Lilaina, ¿en qué bodegón hemos comido juntos? ¿Se quiere usted meter en sus cosas y dejarme a mí?

-Falta un duro -repitió Isidora.

-Total, que no he podido reunir más. Aquí está el papel para el recibo... Pon mil doscientos reales para el mes que viene.

-Mejor será para el otro mes.

-Mira, mira, no pintes el diablo en la pared. Pon el mes que viene».

Don José empezó a extender el recibo.

«Bien clarito, señor escribano... ¡Hola, hola!, ¿está aquí tu Holofernes?... ¡Vida! ¡Gloria!».

Había entrado Riquín paso a paso, porque sus piernas eran cortas y débiles. Se le había desatado el faldellín, corriéndose por la cintura abajo. Estaba, pues, en traje talar que le arrastraba, y por los bordes de él asomaban sus patitas vacilantes. Traía empuñado en ambas manos el bastón de D. José, y caminaba derecho a la Sanguijuelera, todo risas y alegría, con la evidente intención de darle un palo. Ella se dejó pegar, le cogió luego en brazos y le dio tantos y tan sonoros besos, que el muchacho empezó a gruñir y a defenderse a cabezadas.

«Dale un palo a tu madre; anda, pégale...

-No, no, no se pega -dijo Isidora, atándole en su sitio la falda-. No le gusta más que pegar. En las piernas no tiene fuerzas; pero en los brazos...

-Riquín, hijo mío, dile: «Yo voy a ser un hombre de puños...». ¡Leña a ella!... Como te coja... Cuidado como riñen a mi cabezudito.

-El médico me ha dicho que ahora se le desarrollará bien el cuerpo -afirmó Isidora contemplándole con satisfacción de madre.

-Pues si no... ¡Y qué bonito es, qué rico, qué galán! ¡Le quiero más...! ¡Qué tonta soy! Me da rabia conmigo misma. Desde que veo un mocoso, ya se me cae la baba».

Isidora reía. Cogió a Riquín y le hartó de besos.

«¡Pobrecito mío! Todos han de tener que decir algo sobre si tiene la cabeza grande. Pues yo digo que la tiene toda llena de talento.

-¿Sabes lo que te digo? -manifestó la Sanguijuelera en tono de misterio-. Pues digo que este chico es el Anticristo. No te rías. Sí; por lo que sabe, parece que tiene cuatro años.

-No, mi niño no es un fenómeno; mi niño no es el Anticristo -dijo Isidora oprimiendo contra su garganta aquella cabeza, mayor de lo conveniente, pero muy hermosa.

-Te digo que este chico ha venido al mundo para alguna tremolina. ¿Ves esa cabeza? ¡Pues dentro debe de traer una cosa...! Hija, tu pimpollo es cosa mala.

-No diga usted disparates.

-Anticristo o lo que seas -exclamó Encarnación volviendo a tomarle en sus brazos-, me tienes boba. Te voy a comer».

Y estallaban los besos como cohetes. En pie ya para marcharse, después de tomar su recibo, la Sanguijuelera, sin soltar a Riquín, dijo a Isidora:

«¡Pero qué alma tienes! Dijiste que le ibas a comprar un pandero, y no se lo has comprado... ¡Anda, mala madre! Yo se lo compraré, yo, yo. ¿Verdad, hijo?...

-Ven acá, ven acá, que la tía se marcha.

-Oye tú..., dame una peseta.

-¿Para qué?

-Vaya que estás lela... Para el pandero».

Diole Isidora la peseta, y la Sanguijuelera se fue gruñendo.

III

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Decir cómo aquella casa llena de comodidades se deshizo en unos cuantos días; contar cómo las feroces prenderas llegaban, venían, tasaban, huían, llevándose en las garras, cuál un dorado reloj, cuál la alfombra o lavabo, sería lacerar el corazón de nuestros lectores. Isidora, que no sabía regatear comprando, era vendiendo enemiga de entorpecer los negocios con prolijas discusiones. Tomaba lo que le ofrecían, después de pedir tímidamente un poco más. Así, pieza tras pieza, se desmontaba la casa. Y esta, poco a poco, se iba quedando vacía, se iba agrandando. El frío y la soledad se apresuraban a invadir los polvorientos y tristísimos huecos que los muebles dejaban tras sí.

Cuando hubo concluido, la sala era un páramo. Para estar en ella habría sido necesario proveerse de tiendas de campaña. El gabinete conservaba su alfombra, la cómoda, un espejo pequeño y algunas sillas. La cama dorada de la alcoba permanecía como núcleo y fundamento de la casa. Interiormente habían desaparecido la sillería y aparador de nogal tallado del comedor; subsistían intactos el cuarto de Riquín, el del baño, parte principal de la casa; el que solía ocupar D. José Relimpio cuando allí pernoctaba, el de Mariano y el de la muchacha. La cocinera y doncella habían sido despedidas; no quedaba más que la niñera, a quien Isidora revistió de las más extensas atribuciones.

«He pagado mis deudas y tapado la boca al procurador -dijo Isidora a su padrino la noche del último día de liquidación-. Estoy tranquila. Me queda esto».

Dio un gran suspiro mostrando un papel donde había varías monedas y un sucio billete de Banco.

«¿Cuánto es?

-Vamos a contar» -dijo ella extendiendo su tesoro sobre el veladorcito del gabinete, mueble de hierro pintado que se salvó por milagro.

Don José puso la luz en el velador y tomó asiento.

«¡Si hay aquí un dineral! El billete es de doscientos...; veinte, cincuenta, ochenta. Total: setecientos veintiocho reales y dos perritos.

-Y no debo nada al casero... Estamos bien. Ahora se verá si soy mujer de gobierno. Principio quieren las cosas... Señor don José -añadió en el tono especial de las cuentas galanas-, desde hoy en adelante trabajaré.

-Si es lo que yo te vengo diciendo desde hace tres años, hija -replicó el anciano con las narices hinchadas por esa satisfacción vanidosa que acompaña a las ideas felices- ¡Si es mi tema! Tú tienes grandes habilidades. Si quieres entrar en una vida de orden, economía y trabajo, aquí me tienes para ayudarte.

-He sido muy tonta. Pero ya veo con claridad lo que me conviene. Si mi pleito marcha adelante, como espero, es preciso que mientras dure, y después y siempre, nadie me tome en lenguas. Soy honrada, quiero ser honrada, honradísima, por respeto a mi nombre, a mi familia... ¡Ah!, mi familia -añadió, suspirando otra vez...-. ¡Si me hubieran acogido con amor, no habría dado yo un mal paso! Mi familia tiene la culpa, ¿no es verdad, padrino?

-Sí, sí, hija mía, ella tiene la culpa. Pero vamos a lo que importa... ¿Con qué cuentas para mantenerte? ¿Qué te queda de lo que te dejó tu tío?

-Nada -replicó con profunda tristeza la joven, haciendo con sus manos un significativo movimiento que representaba el vacío-. ¡Pero trabajaré! ¿No tengo yo manos?».

Y diciendo esto se le representaron en la imaginación figuras y tipos interesantísimos que en novelas había leído. ¿Qué cosa más bonita, más ideal, que aquella joven, olvidada hija de unos duques, que en su pobreza fue modista de fino, hasta que, reconocida por sus padres, pasó de la humildad de la buhardilla al esplendor de un palacio y se casó con el joven Alfredo, Eduardo, Arturo o cosa tal? Bien se acordaba también de otra que había pasado algunos años haciendo flores, y de otra cuyos finos dedos labraban deslumbradores encajes. ¿Por qué no había de ser ella lo mismo? El trabajo no la degradaba. ¡La honrada pobreza y la lucha con la adversidad cuán bellas son! Pensó, pues, que la costura, la fabricación de flores o encajes le cuadraban bien, y no pensó en ninguna otra clase de industrias, pues no se acordaba de haber leído que ninguna de aquellas heroínas se ocupara de menesteres bajos, de cosas malolientes o poco finas.

«¡A trabajar, a trabajar! -exclamó inundada de aquel entusiasmo que tan fácilmente se posesionaba de su alma.

-Yo te ayudaré. Si tuviéramos ahora la máquina... harías camisas de hombre...

-¿Camisas de hombre? Eso no me gusta.

-O ropa blanca de señoras... Cosa rica, cosa buena.

-Mejor sería... Yo pensaré.

-Confecciones, sombreros... ¿Qué tal? Tú tienes un gusto...

-Gusto sí.

-Consulta con Emilia. Ella te dará buenos consejos

-Yo lo pensaré; yo meditaré sobre esto y lo decidiré pronto. Ahora vamos a otra cosa. De nada vale el trabajo sin orden y economía.

-Perfectamente; muy bien pensado y dicho. -exclamó Relimpio, dando todo su asentimiento a tan hermosa idea-. Si no, acuérdate de lo que hacía mi pobre Laura con lo poco que se ganaba. Hacía milagros.

-Por consiguiente, de aquí en adelante, gastar poquito y, sobre todo, saber lo que se gasta, pues si no se sabe se equivoca una. ¿Creerá usted que en mi vida he apuntado una cifra? Todas mis cuentas las he hecho siempre con mi cabeza. Así ha salido ello.

-¡Oh! Malo, malo... La primera condición del orden es una buena contabilidad. La Providencia te ha deparado a uno de los hombres, no lo digo por alabarme, a uno de los hombres que no temen desafiarse con todo Madrid en Contabilidad y Partida Doble. Has hecho tu suerte, chica. Ya verás, ya verás qué libros.

-Todo lo apuntaremos -dijo Isidora, jugando con aquella idea, como un niño juega con una mariposa-. Se dice, por ejemplo: hay que gastar tanto; las cosas valen cuanto; y luego se apunta todo...

-Nada, te has salvado, chica. Vamos a ver. ¿Tomas criada?

-Pienso pasarme con Ramona.

-Admirable. Yo te auxiliaré en todo... Ramona es buena y humilde, pero algo torpe. Ya la despabilaremos. A fe que va a lidiar con tontos; ya, ya. Yo te la instruiré en dos palotadas. Mira, pon atención y verás cómo puedo ayudarte. Yo -dijo marcando por los dedos las distintas funciones que desempeñaría- te haré la compra; yo... te aviaré las luces; yo... te haré todos los recados que exijan cierta inteligencia, como cobrar cuentas, tomar localidades en algún teatro, etc...; yo coseré a máquina si decides comprar una; yo apuntaré en mis libros todos los gastos e ingresos, sin olvidar, sin perdonar ni el ochavo que se le da a un pobre; yo..., por último, cuidaré a Riquín y le pasearé y entretendré todo el tiempo que me dejen libres mis ocupaciones principales.

-Bueno, bueno.

-Y también entiendo de limpiar metales, de componer algo de carpintería; hasta de cocina entiendo un poco... Ea, señora -dijo restregándose las manos una con otra con tanta fuerza que a poco más saca lumbre-, empecemos. Disponga usted la compra de mañana.

-Un duro.

-Es un despilfarro. Vengan catorce reales. Yo me entiendo; basta de mimos. Comerá usted lo que haya.

-Hay que traer carbón.

-Eso es aparte.

-Y cerillas.

-Las compraré al por mayor. Una gruesa... Traeremos al por mayor todo lo que se pueda, para lo cual destinará usted una cantidad que se carga a la cuenta del mes. Quédese el diario en diez reales, y déme usted seis duros para el por mayor. Adelante. ¿Qué principio traigo?

-Langosta.

-¡Un ojo de la cara!

-No importa. Por una vez...

-¿Qué postre?

-¿Tendremos tangerinas?... Ciruelas de Burdeos.

-Eso es caro; pero yo lo sacaré barato. Regatearemos, sí señora; regatearemos.

-El queso de Italia, la cabeza de jabalí y las salchichas de Bolonia me gustan.

-Todo eso, traído al por mayor, puede obtenerse... en buenas condiciones.

-No tomaremos Champagne. Es muy caro.

-Veremos si hallo una partida..., pues..., en buenas condiciones».

No prolongaremos la relación circunstanciada de lo que hablaron aquella noche padrino y ahijada. Acostose Isidora pensativa y D. José se retiró muy entusiasmado a su cuartito. Durmiose como un serafín, y soñó que estaba en la contaduría de una casa grande, donde había catorce empleados y más de cien libros. Ingresos y gastos ascendían a millones; pero todo iba al pelo. Era D. José como un director de orquesta, sólo que los músicos eran escribientes y las notas números. Resultaba una sinfonía de orden, que mecía en embriagador arrobamiento el espíritu del tenedor de libros.

Al día siguiente, cuando Isidora se levantó, ya estaba su padrino de vuelta de la compra. Traía el cesto bien repleto, y fue sacando cosas y mostrándoselas a Isidora, que admiraba la bondad y baratura del género.

«El primer gasto, hijita, ha sido para comprar estos tres libros de cuentas -dijo Relimpio, mostrando dos enormes y uno pequeño.- El Mayor, el Diario y el Provisional. Sin esto no haremos nada, porque la base del orden es una contabilidad perfecta... ¿Ves? Aquí está la langosta. Te permito este lujo. Aquí está la carne. No compré las ciruelas. Conténtese usted con dátiles. Tampoco he traído Champagne porque no lo hallé en buenas condiciones. Patatas. Faltan los garbanzos y el azúcar, que no pude comprar porque se me acabó el dinero... ¡Ah!, un mazo de cigarros para mí.

-Muy bien -dijo Isidora con benevolencia, echando una mirada compasiva a los libros de cuentas-. Todo está muy bien».

Don José tuvo que salir a la calle dos veces más porque era preciso traer garbanzos, azúcar y huevos. Después volvió a salir porque no había sal, ni perejil, ni sopa. Trajo tapioca, y de camino tomó nota de diversas cosas que se pudieran adquirir... en buenas condiciones.

Luego que almorzaron, alegres y satisfechos del buen principio que tenía una vida tan arreglada y económica, Isidora fue a vestir a Riquín y a endulzar con él la tristeza que no podía vencer. Más tarde se bañó, costumbre a que no podía renunciar. La peinadora vino luego y se distrajo con ella un rato. Érale difícil adquirir el hábito de peinarse por sí misma. Toda aquella tarde estuvo pensando en la clase de ocupación que más le convendría; pero sus grandes cavilaciones no llevaron luz ninguna a la confusión y perplejidad que en su mente reinaba.

En tanto D. José se dio con toda su alma a la gran tarea de abrir las cuentas en los libros. Con una importancia y gravedad indecibles, apuntó gastos e ingresos, sin olvidar lo más mínimo; cargó y abonó; dibujó preciosos números, tiró líneas con regla, hizo cuentas de varios a varios, de imprevistos, de suplidos y de deudores varios. En esta, dando una prueba de exquisita honradez, puso el importe de los cigarros que con el dinero de Isidora se había comprado.