La desheredada (Segunda parte)/Capítulo III

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Un mes no completo había transcurrido de esta vida honrada y económica, sin que Isidora pudiera llegar a decidir en qué profesión, arte u oficio había de emplear su talento y ganas de ponerse al trabajo. Los libros de D. José, ya repletos de números, no contenían más que partidas fallidas, y daba dolor ver en sus garabateadas páginas el triste papel que hacían los Haberes junto a las nutridas columnas del Debe.

Veamos cómo pasaba el tiempo la dueña de la casa. Entre bañarse, peinarse, vestir y arreglar a Riquín, se le iba la mañana. Por la tarde, si no tenía que ir a casa del procurador, solía matar el fastidio en las iglesias, de donde resultó que en aquel periodo oyó más sermones y rezó más novenas que en el resto de su vida. Distraíase con estas superficiales devociones, y aun llegó a figurarse que se había perfeccionado interiormente. Recordaba las preces aprendidas en su niñez, y se deleitaba con las formas de religión, por pura novelería. Pero esta santidad de capricho no sofocaba, ni mucho menos, su orgullo dentro de la Iglesia. Más que el sermón ampuloso, más que el brillo del altar, más que la poesía del templo y las imágenes expresivas, la cautivaba el señorío que iba por las tardes a la Casa de Dios. Cuando había novena o Manifiesto costeado por alguna dama de la aristocracia, de aquellas que ocupaban los bancos de la nave central ostentando en su pecho la cinta de la cofradía, Isidora no faltaba, y desde el rincón de una capilla observaba todo con interés profundo, más atenta a las Magdalenas que venían con el bálsamo que a Jesús mismo. Causábale admiración y envidia la señora del petitorio, que no cesaba de repiquetear con una moneda en la bandeja de plata.

Pollos elegantes y atrevidos se agolpaban en las naves laterales para mirar a las niñas y ser de ellas mirados. Había sonsonete de rezos y rumor de cuchicheos mundanos, los cuales, unidos al rodar de coches de lujo en la calle, no permitían oír con claridad el sermón. ¿Pero qué le importaba a Isidora el sermón, aunque saliera de labios elocuentes? Lo que a ella le interesaba no eran las manotadas y enfurecimiento de aquel santo varón que no cabía en el púlpito, sino el aspecto y brillo del público, de aquel público que, si hubiera revisteros de iglesia, sería distinguido, elegante y numeroso, como el de los teatros. ¡Oh! ¡Dios de mi vida! ¡Qué injusticia tan grande! La pobre señorita Isidora no debía verse olvidada en un rincón, al lado de cuatro viejas rezonas, sino en la gran nave, donde luciera como merecía, o pidiendo en la mesa de petitorio entre dos velas. ¡Qué bien repicaría ella en la bandeja, y que maña se daría para que cuantos entraran aflojasen pesetas y duros! La belleza de las postulantes aguza la caridad.

Una tarde notó que un señor la miraba con insistencia. Sus ojos, distraídos de cuanto en la iglesia había, pasaban por delante del orador (con no poca irreverencia) e iban derechitos a buscar a Isidora al fondo de la capilla donde ponerse solía. A la tarde siguiente observó que aquel señor de los ojos irreverentes entraba con unas damas muy guapetonas; que estas pasaban al centro, adornadas con la cinta de la cofradía, y que él se quedaba entre la masa de hombres. Seguía mirándola, y ella le miraba alguna vez sin otro móvil que el de la curiosidad. El caballero, en verdad, no tenía nada de simpático; era muy descarado, bastante feo, morenísimo, de edad entre los cuarenta y cinco y los cincuenta. Mientras Isidora hacía estas y otras observaciones, notaba que algunas de las elegantes cofrades eran miradas tenazmente por los caballeretes, y que ellas solían mirarlos también con afectada distracción, de donde vino a considerar que si tanto flechazo de ojos dejase una raya en el espacio, el interior de la iglesia parecería una gran tela de araña. ¡Mísera humanidad!

Tercera tarde. Cuando Isidora salió, ya anochecido, vio en la puerta al señor mirón. Hablaba con Miquis, y al pasar ella cuchichearon. Apresuró la joven el paso y se fue a su casa, donde Relimpio, celoso del buen desempeño de su cargo, se creyó en el deber de manifestarle seriamente el horroroso déficit que arrojaban los libros. Las cifras del Debe, encrespadas y amenazadoras, eran ya como las olas de un piélago tempestuoso donde naufragaba el frágil esquife del Haber. ¡Oh! ¡Fugaz curso de las cosas humanas! Aquel orden tan perfectamente inaugurado, no era más que humo. No sólo se había concluido el dinero, sino que se debía a todo el mundo; y el panadero, la lechera y el de la tienda venían todos los días a dar tormento con su grosero pedir. Don José los recibía con bondadosa sonrisa, les enseñaba los libros de cuentas por el forro, y les decía: «No hay cuidado, señores; estamos esperando fondos, y ya no pueden tardar».

Isidora padecía horriblemente con este género de vida, pues su carácter, su nobleza, no se avenían con las trampas. Gastar mucho, sí, pero pagar sin dilación era su ideal. Había llegado a carecer de lo más preciso. La limpieza de sus bolsillos era absoluta, y el crédito, apurado ya, faltaba. ¡Qué habría sido de ella si sobre estos horrores no apareciera un sol de vida y esperanza! ¡Ganar el pleito! La idea de un triunfo próximo le daba fuerzas para hacer frente a tantas humillaciones. Si el procurador le decía que había tarea para mucho tiempo, su descorazonamiento rayaba en desesperación. En su casa se entretenía con el hijo, resucitaba los proyectos de trabajar..., ¿pero en qué? Convencíase pronto de que era imposible; sonaba la campanilla de la puerta anunciando acreedores que entraban fieros como leones; y a los tormentos de zozobra y vergüenza seguían horas y noches enteras de tristeza y desaliento. El nuevo día llegaba acompañado de la escasez, de la privación, de la miseria...

No se sabe cómo se puso al habla con Isidora el señor mirón; pero es indudable que se puso. Manifestó el caballero que conocía los antecedentes todos y la historia completa de la desgraciada joven, y se presentó con bienhechor de la humanidad, amparo y arrimo de la orfandad desvalida. ¡Era tan rico!... ¡Pero tan antipático!...

¡Pobrecito D. José! Ahora sí que eres el más infeliz de los hombres. No sólo te han quitado tus venerados libros, sino que te han puesto de patitas en la calle con orden expresa de no volver a presentarte en la casa de tu ahijada. ¡Crueldad sin ejemplo! Hay hombres que parecen fieras... José, eres un mártir.