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La desheredada (Segunda parte)/Capítulo XII

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JOAQUÍN.- (Solo, paseándose meditabundo por la habitación, que es de bajo techo, sucia, con feísimos y ordinarios muebles, todo en desorden.) Ni un día mas durará esta vida. Protesto con toda mi energía de ser racional y libre, declaro absurdo y necio el deber de vivir. No hay tal deber. Cuando la sociedad nos declara la guerra, o hay que rendirse entregándole las llaves de la plaza del alma, por otro nombre la vergüenza, o hay que tomar las de Villadiego, emigrando a la eternidad. Este es el dilema, the question, como decía el otro: o vivir sin decoro, o buscar en la muerte la imposibilidad absoluta de ruborizarse. Opto por morir. (Da un gran suspiro, alza los ojos del suelo, y fijándolos en un espejo que hay en la pared, sucio de moscas y con gran parte del azogue borrado, se contempla en silencio un gran rato.) - ¿Eres tú, imagen que aquí veo, la de Joaquín Pez? Te desconozco. Tú no eres yo. Yo era hermoso, y tú, con esa palidez de Santo Cristo viejo y sin barniz, das grima. Mis ojos derramaban la alegría y la felicidad y los tuyos están mortecinos y sin brillo. ¿Cómo puedo creer que el hombre mejor vestido de Madrid sea este que aquí veo dentro de esta levitita abotonada hasta el cuello, con los ojales rotos y los bordes grasientos y con flecos? No: el hombre que, a la hora que es, no ha tomado más que un café y un poco de pan, no puede ser el Joaquín Pez que yo conocí. (Da media vuelta y sigue paseando.) Me repugno, me doy asco. Vivir así es peor que cien muertes.

»Ya no puedo pasar mucho tiempo sin que me descubran. Me prenderán, me meterán en la cárcel... ¡Qué iniquidad! (Se conmueve.) Soy un desgraciado, un hombre débil que no conoce el orden; soy un tonto; no tengo sentido común, no sé arreglarme..., no valgo dos cuartos. Cuanto se diga de mí en este sentido es justo. ¡Pero acusarme de estafador!... Que en París contraigo deudas; que me vengo a España con intención de pagar; que un francés sale escapado detrás de mí persiguiéndome; que le entretengo unos días; que me endosan unas letras para que las cobre; que las cobro y pago al francés; que los acreedores de aquí, envidiosos de ver la buena suerte del extranjero, se me echan encima, me ahogan, me embargan, me despojan la casa; que mi padre se enfurece y riñe conmigo y me retira su apoyo; que el dueño de las letras me exige su dinero; que no se lo puedo dar; que le pido un plazo; que me lo niega; y tomándolo por la tremenda da parte a la Justicia; que corro y me afano buscando un prestamista, y no lo puedo encontrar; que protesto de mis buenas intenciones y de mis deseos de cumplir, y nadie me cree; que me acusan de trapisondista y de estaf... No, no lo puedo sufrir. En mí hay error; pero mala fe, jamás. La ligereza, ¿será hermana del crimen?...

»He recurrido al juego y no he tenido suerte; se han conjurado contra mí hasta los abominables ganchos de los garitos. Es una guerra universal contra el infeliz caído; es la venganza de la cursilería contra el que fue ídolo de la sociedad y de las damas, hombre de moda y verdadero tipo del bien vestir. (Dando un gran suspiro.) Yo juro que no se reirán de mí; no, no me humillaré; no haré el mamarracho. Es preciso acabar dignamente. Cada cosa que pierde el cimiento cae según su natural condición. Caeré con catástrofe, como las torres, y los que oigan el estrépito de mi fin dirán: «Este es un hombre»... (Acércase a un rincón en que hay una percha, de la cual pende un gabán. Toca la tela, reconociendo por fuera algo que abulta dentro de un bolsillo.) Aquí estás, pasaporte, billete de ida sin vuelta. Te guardaré en el cajón de la mesa (Lo hace.) para que no te vea Isidora, que se asusta tanto de las armas de fuego. Ayer te vio y quiso tirarte a la calle. Esta noche, tú y yo nos entenderemos. Las horas, que se arrastran pesadamente de la mañana a la noche, despidiendo como una baba pegajosa, empapan mi alma en desesperación. Esto ya no es vivir. Hágome cuenta de que ya se acabó todo, y voy a escribir. No quiero irme sin decir algo a ciertas personas. (Se sienta en una claudicante silla, junto a la más derrengada mesa que es posible ver, y escribe.) Suprimiremos la fórmula vulgar de «A nadie se acuse de mi muerte». Diré a mi padre que... Siento pasos. Isidora viene. Esta desgraciada es el único ser que ha tenido la abnegación de unirse a mí y ampararme cuando me ha visto abandonado por todos. ¡Oh corazón generoso! Ha querido confortar mis penas con sus ilusiones y mi desesperación con su esperanza. Cuando la veo, me dan ganas de vivir y de ser bueno y arreglado y de unirme para siempre con ella. Aquí está...».


II

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ISIDORA.- (Entra con muestras de cansancio. Viene humildemente vestida y trae un lío de ropa. Siéntase en un sofá inválido que se inclina más de un lado que de otro, y poniendo sus ojos llenos de dulzura en Joaquín, espera que este le dirija la palabra.) ¡Dios mío, qué escalera!


JOAQUÍN.- Más grande es la del Paraíso; al menos así lo dicen, que yo no la he visto.


ISIDORA.- ¿Ha venido mi padrino?


JOAQUÍN.- No he tenido el gusto de ver a su señoría.


ISIDORA.- ¡Cuánto he andado, cuánto he corrido hoy!... He vuelto a casa de Emilia para ver a Riquín. He querido traérmele, temiendo que les molestase; pero Emilia no lo ha consentido... Hemos llorado... (Se conmueve.)


JOAQUÍN.- Has hecho bien en dejarle allí. En ninguna parte estará mejor.


ISIDORA.- (Suspirando fuerte.) ¡Ay! Dios de mi vida, ¡qué angustia! Por fin he logrado reunir... (Lleva la mano a su bolsillo como para defenderlo de un brusco movimiento de Joaquín.) - No, no te doy un cuarto. Déjame, que yo iré arreglando las cosas. Por de pronto es preciso que salgas de aquí. Esta casa es una pocilga, y ¡qué vecindad, qué huéspedes, qué patrona! Anoche no me dejaron dormir estos torerillos y demás gentuza que cantaba y daba palmadas en el comedor. Pero di, ¿no hallaste otro sitio mejor en que meterte?


JOAQUÍN.- (Con desaliento.) Perseguido, aterrado, aturdidísimo, me dejé conducir por un amigo, Pepe Nules.


ISIDORA.- Pues ya tengo para pagar los ocho días que has estado aquí. Yo no he estado más que tres. El gasto es poco. Hoy te haré traer comida buena de la fonda.


JOAQUÍN.- No te apures por eso...; lo mismo me da.


ISIDORA.- Y mañana irás a una casa más decente.


JOAQUÍN.- (Con indiferencia.) ¿Para qué?


ISIDORA.- Para que vivas con más decoro.


JOAQUÍN.- ¡Ideas convencionales!


ISIDORA.- (Pensativa.) Ayer te dije que tomaría una casita, y nos íbamos a vivir juntos, ocultamente, sin que nadie se enterara. Ya he reflexionado, y eso no puede ser.


JOAQUÍN.- Esas ideas de vivir ocultamente, y eso de hacer un nido y... (Riendo.) Estupideces, hija. Eso lo pueden hacer los pájaros, que no conocen la acuñación de moneda. Estamos dejados de la mano de Dios. No hay que pensar en casita ni en simplezas. Los novelistas han introducido en la sociedad multitud de ideas erróneas. Son los falsificadores de la vida, y por esto deberían ir todos a presidio.


ISIDORA.- No te desesperes. (Sonriendo con dulzura.) ¿Y si yo te dijese que tengo probabilidades de reunir algún dinero?


JOAQUÍN.- Tu dinero nos serviría para ir pasar dos días, tres. Luego volveríamos a la misma situación de miseria, y como tus riquezas no habían de ser tales que yo pudiera con ellas romper este cerco en que me hallo...


ISIDORA.- (Con cariño.) ¿Y si yo pudiera...?


JOAQUÍN.- Ta, ta, ta. Tú vives de ilusiones. Aquí tenemos otra vez la fantasmagoría del pleito. Siempre crees que mañana te duermes Isidora y te despiertas marquesa de Aransis, harta de millones. No sé cómo, con tu buen talento, vives así, engañada por el deseo.


ISIDORA.- Vamos, hoy todo lo ves negro.


JOAQUÍN.- Es que todo se ha vuelto ya retinto para mí.


ISIDORA.- Si quieres que no riñamos, no me hables del pleito con ese desprecio. Yo tengo confianza, y quiero que tú la tengas también. El procurador me ha dicho que es cosa ganada... Tardará algún tiempo, porque mi abuela apelará; pero de que lo gano, no te quede la menor duda.


JOAQUÍN.- Pues poniendo las cosas a tu gusto, siempre pasarán tres, cuatro o cinco años antes que lo ganes. Ayúdame a sentir. Ni cómo he de remediarme yo ahora y sortear mi deshonra, con esos caudales que todavía no se han acuñado.


ISIDORA.- Al darte esperanzas, no me refería precisamente al pleito. Yo pensaba conseguirte el dinero con un préstamo.


JOAQUÍN.- ¡Un préstamo! (Con estupor.)


ISIDORA.- En fin, yo me entiendo... No te desesperes...


JOAQUÍN.- No creo ya en los préstamos, como no creo en los milagros. (Da media vuelta y se pasea otra vez.)


ISIDORA.- (Aparte, y después de mirar un rato a Joaquín). Es preciso sobreponerse a la desgracia... Arreglaré el cuarto que parece una leonera.

Larga pausa. Durante un momento, ambos personajes callan. Isidora coloca las sillas con cierto orden, arregla las camas, quita el polvo. Cuando limpia el espejo, se mira un poco, y dice: «Parezco que sé yo qué. (Alto.) Hoy traeremos dos cubiertos de la fonda.


JOAQUÍN.- Como tú quieras. El comer bien o el comer mal me es indiferente; pero, pues tú lo quieres, comamos bien, que nada se pierde en ello.


ISIDORA.- (Sentándose fatigada.) La miseria, hijo, me espanta. No tengo un vestido decente que ponerme... ¿Pues y tú? ¡Y a esto llaman vivir!...


JOAQUÍN.- La vida sin dinero es una enfermedad del cerebro, una fiebre galopante, una meningitis. Ni el amor es posible en la pobreza. Mete a los amantes más finos y más exaltados, a Romeo y Julieta, por ejemplo, en un cuchitril, donde no tengan más que el consabido pan y cebolla, y a los dos días se arañan la cara. La miseria es enemiga del alma humana. Con ella no es posible el talento, ni los afectos, ni la amistad, ni el arte, ni la dignidad, ni nada. Es la forma sintética del mal. Oye, oye, Isidora: el reloj de las monjas ha dado las tres. Tengo una debilidad... Si persistes en el sibaritismo de traer algo de la fonda, mándalo traer pronto, ya sea almuerzo, ya comida, porque me muero de hambre.



Nueva pausa, durante la cual entran una criada de la casa y un mozo de la fonda. Este sirve el almuerzo. Joaquín demuestra más apetito que Isidora.


ISIDORA.- (De sobremesa.) ¿Qué tal?


JOAQUÍN.- Los langostinos estaban muy buenos; el bistec me ha rejuvenecido. ¡Bendita seas tú, que siempre tienes ideas grandes! Eso de sorprenderme con dos botellas de Champagne prueba que en ti todo es noble, lo mismo el corazón que la cabeza. Dejaremos una botella para mañana, porque la economía es la primera de las virtudes; no, la segunda, que la primera es cuidarse bien.


ISIDORA.- Alguna otra sorpresa he de darte todavía. Dime, ¿mereces tú lo que hago por ti?


JOAQUÍN.- No lo merezco ciertamente. Muchas veces te lo he dicho. Eres un ángel..., no de esos ángeles desabridos que pintan en los cuadros y en las poesías, los cuales vienen con consuelillos de moral emoliente, sino un ángel mundano que derrama sobre el corazón del desgraciado bálsamo eficaz. En una palabra, eres un ángel práctico. Bien se conoce en todas tus acciones la nobleza. Podrás equivocarte, cometer faltas; pero ser innoble, jamás. No sé si me explicaré diciendo que tienes la elegancia del alma.


ISIDORA.- Tienes razón. Seré cualquier cosa; seré... mala si se quiere, pero ordinaria jamás.


JOAQUÍN.- Indudablemente eso está en la sangre. ¡Por vida de...! Si no ganas ese endiablado pleito, no hay justicia en la tierra... ni en el cielo. ¡Ay! Isidora, no sé por qué el Champagne da a mi alma un vigor que ya no tenía. Ello es que siento deseos de echarme a pensar cosas agradables. Isidora, Isidora, mujer mía. (La abraza tiernamente.) Entretengámonos un momento con ilusiones...


ISIDORA.- (Riendo.) Mejor es soñar que ver.


JOAQUÍN.- Ganarás el pleito... Yo me casaré contigo...


ISIDORA.- (Entristeciéndose súbitamente.) En lo primero creo, en lo segundo no. Esa ilusión es demasiado bonita para que pueda engañar.


JOAQUÍN.- ¿Por qué lo dices?... ¿Porque te lo he prometido muchas veces, y nunca lo he cumplido? Ahora...


ISIDORA.- Ni ahora ni nunca. Tú no te casarás conmigo. (Derrama unas lágrimas.)


JOAQUÍN.- El mundo es olvidadizo, tontuela.


ISIDORA.- Pero no tan olvidadizo que...


JOAQUÍN.- Y en seguida que nos casemos, haremos un viaje por Italia y Suiza.


ISIDORA.- O por Inglaterra y Escocia. (Con toda su alma.) ¿Sabes que de tanto oír hablar de Italia me apesta la tal Italia? Mas quiero ver a Londres, sus inmensas calles, sus muelles que no tienen fin, sus parques... Aquello sí que es grandeza. Te diré... Luego haría una excursión por Escocia, ¡donde hay unos lagos preciosos y unas montañas...! Por allí andan las ladys visitando grutas, escudriñando ruinas y pintando paisajes. No hay nadie que entienda como esa gente inglesa el modo de hacer vida elegante en medio de la Naturaleza. Botín, que ha estado en Inglaterra, me contaba cosas que me hacían feliz.


JOAQUÍN.- Pues si lo prefieres, iremos a Londres y Escocia.


ISIDORA.- Calla, calla. Te diré... Iré yo sola, o contigo, si quieres acompañarme... Porque no me casaré, Joaquín; viviré soltera riéndome del mundo.


JOAQUÍN.- ¡Soltera! Si yo no me casara contigo, tendrías ocho mil pretendientes por semana.


ISIDORA.- (Decidida.) A todos les daría con mi puerta dorada en los hocicos. ¡Soltera, libre! Vestiré muy bien, protegeré las artes, seré una gran señora. Te diré... Mi casa va a tener que ver, porque no entrará en ella nada que no sea de lo más escogido. No has de ver ni cosas vulgares, ni tapicerías chillonas, ni objetos de mal gusto, ni cosa alguna que se vea en otra parte. Compraré cuadros de los grandes maestros, y tapices y antigüedades, y todo lo que sea curioso sin dejar de ser bello, porque las rarezas sin hermosuras me desagradan como las bellezas comunes.


JOAQUÍN.- ¡Bendito sea tu talento!


ISIDORA.- En mi casa no entrarán los tontos; eso puedo jurártelo. Me rodearé de hombres discretos, distinguidos. En fin, será mi casa la academia del buen gusto, del ingenio, de la cortesía y de la inteligencia. Daré conciertos de música clásica.


JOAQUÍN.- (Con un poco de malicia.) ¿La has oído? ¿Te gusta?


ISIDORA.- Yo no sé si la he oído o no; pero puedo asegurar que me gusta. Te diré... ¿Hay una música en que no se oigan esos mil sonsonetes de ópera que conocemos por los organillos, las bandas militares y los cantantes de afición? Pues esa es mi música. Lo que te puedo asegurar es que un día fuí al salón del Conservatorio a oír los cuartetos y me gustó tanto, que estaba embelesada... Aquello era un coro de serafines con guante blanco. ¡Qué sensaciones tan delicadas! Yo me remontaba a un cielo que también era salón.


JOAQUÍN.- (Con arrobamiento.) ¡Isidora, tú eres noble!


ISIDORA.- Te diré... Oyendo aquella música, yo me olvidaba de todo y bendecía a Dios, que no me ha hecho vulgo... Vamos a otra cosa. Yo no entiendo de pintura; pero cuando tenga mi casa, entrarás en ella, y te desafío a que encuentres algo que no sea superior. Me atengo a los grandes maestros, y como he de ser muy rica, me formaré una buena colección. También tendré contemporáneos, siempre que sean muy escogidos. Tres o cuatro veces nada más he estado en el Museo. ¡Qué cosas, hijo! Aquello sí es grande. Con el talento que hay colgado de aquellas paredes había para hacer un mundo nuevo si este se acabase. Yo me figuraba que había pasado a otro mundo, a Venecia, a Roma, a la corte del Buen Retiro. Unas veces creía que estaba cubierta de brocados y otras que andaba a la ligera como se anda por el Olimpo. Aquella es belleza; chico, aquella es gracia. Yo decía: eso lo siento yo, esto es cosa mía, esto me pertenece...


JOAQUÍN.- (Con entusiasmo.) ¡Eres noble, eres noble!


DON JOSÉ.- (Entrando súbitamente, produce, con la irrupción inesperada de su personalidad, un abatimiento brusco del exaltado vuelo de su ahijada.) Aquí estoy.


ISIDORA.- ¡Ah!... Don José...


DON JOSÉ.- (Aprovechando el momento en que Joaquín vuelve la espalda, da un papelito a Isidora.) Toma.


ISIDORA.- (Guardando el papelito.) Padrinito, ahora debe usted retirarse. Es de noche y estará usted cansado. Mañana le necesito. Pero no se moleste usted en subir. Aguárdeme en la puerta y me acompañará a varios sitios donde he de ir. (Despidiéndose con una mirada cariñosa.) Abur.


DON JOSÉ.- (Con cierta reconcentración shakespeariana.) La sangre que destila de mi corazón amarga mis labios. (Exit.)


III

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Es de noche. Agonizante luz de un quinqué con pantalla torcida y sucia alumbra la estancia. JOAQUÍN, cansado de dar vueltas por el cuarto y de fumar cigarrillos, se arroja vestido a la cama y se duerme. ISIDORA se reclina en el sofá y cierra los ojos. Pero no pudiendo dormir, habla consigo misma.


«Decididamente optaré por el canelo con combinación níquel, por el azul de ultramar y por el negro con combinación de brochado, oro y cardenal... En los sombreros no determino nada hasta no enterarme bien. ¡Ay Jesús!, lo primero que tengo que hacer es tomar un profesor de francés... Supongamos que cuando menos se piensa, mañana, o la semana que entra, o el mes que entra, gano el pleito; bien porque lo gano, bien porque la marquesa se cansa, reconoce su terquedad, y cede y me llama y me dice... Hace días que me estoy figurando esto y nada tendría de particular que lo que pienso resultase verdad. Pues bien: mi abuela me llama el mejor día; voy allá, subo, entro, espero un ratito en el gabinete del piano, sale ella, me mira, me toma las manos, me las aprieta mucho y me dice: «Basta de pleitos, hija; abracémonos». Y me abraza, y yo me echo a llorar, y ella también, y todo queda concluido, y yo en la casa y en posesión de lo que es mío... Supongamos esto, que es lo más natural, lo más lógico. ¡Qué alegría tan grande, Dios de mi vida! Entonces sí que podré tener cuanto necesite y cuanto me agrade sin humillarme. Sacudiré la tierra que se haya pegado a las suelas de mis botas, y diré: «Ya no más, ya no más lodo de las calles». El cristal más puro no podrá compararse entonces a mi conciencia. Seré tan honrada como los ángeles... Levantaré mi frente... (Se interrumpe y da un gran suspiro.)

»¿Pero podré levantarla con el peso de ciertas cosas de mi vida pasada... y presente? Esto me vuelve loca. ¡Maldita sea la necesidad, que no es otra cosa sino lo que antes se llamaba el Diablo! La decencia del vestir, la delicadeza en el comer, el aseo y las comodidades, que son tan necesarias a ciertas personas como el aire y la luz, nos matan el alma... ¡Que venga Dios en persona a sacarme de este círculo maldito! Si me privo de todo, me muero de pena, y si no me privo me deshonro... ¡Oh Dios!, ¡quién fuera cursi, quién fuera populacho!... Me pasaría la vida haciendo cigarros, lavando ropa, comiendo bodrio, durmiendo en un jergón asqueroso; me casaría con un cafre hediondo, tendría un chiquillo cada año, viviría como una bestia, toda imbécil, toda sucia...; ¡pero sería feliz como son felices los que no conocen el dinero!... ¿Qué es mejor, ser una piedra, que se está donde la ponen, o ser una criatura racional que quiere ir a alguna parte? ¡No sé, no sé! ¡Benditos sean los adoquines, que ni siquiera sienten los pisotones que les dan!... Vaya, vaya, qué duro es este sofá. Y el pobre Joaquín, ¡qué profundamente duerme! ¡Buena falta le hace! ¡Cuánto has padecido estos días, desgraciado mártir de la sociedad! Tienes mala cabeza, pero eres bueno. Has gozado mucho, demasiado quizás, y ahora lo estás pagando. Los muy felices tienen que pagar su felicidad con desgracias, y viceversa. Por eso yo, que he sido y soy tan desgraciada, he de cobrar pronto la felicidad que se me adeuda... (Suspira y se aflige.) Sí, sí; no hay debajo del sol una persona más desgraciada. Y, no me digan que soy mala. Yo no soy mala. Es que las circunstancias me obligan a parecerlo. Y si no, que baje una santa del cielo y se ponga en mi lugar, a ver si no haría lo mismo... (Se da un golpe en la frente.)

»Cuando pienso lo que me espera mañana, me dan ganas de matarme. Y al mismo tiempo, ¡vaya con las jugarretas que me hace mi destino! Deseo que llegue mañana. Mis necesidades, los apuros de este infeliz y la urgencia de pagar los gastos de mi pleito, me hacen cerrar los ojos... El honor me echa hacia atrás; la ansiedad de satisfacer mis necesidades me echa hacia adelante. Pues no hay otro remedio, adelante. El sí y el no me vuelven igualmente loca. (Rompe a llorar, y para sofocar sus lamentos muerde el pañuelo. Larga pausa.) ¡Y cómo duermes tan tranquilo!... Si yo no te quisiera tanto, podría suprimir uno de los principales motivos que tengo para dar este mal paso, y quizás, quizás hallaría otros medios... Pero no puedo remediarlo; se me despedaza el alma de verte así... Y para que veas lo que soy, siempre que considero lo mal que te has portado conmigo, me entran ganas de servirte, de favorecerte. Te diré..., yo soy así; Dios mío, ¿por qué me hiciste noble? ¿Por qué no me hiciste nacer de vil populacho? ¿Por qué no me hiciste canalla de la cabeza a los pies, canalla la figura, canalla los modales, canalla el alma?... (Gran pausa, durante la cual se adormece.) No, no; me decidiré por el azul Ultramar con combinación rosa y plata...

(Otra pausa, durante la cual amanece.) »Es de día; me levantaré y saldré sin que él me vea. Aún es demasiado temprano. Procuraré no hacer ruido... Le dejaré el dinero suelto que me queda aquí y dos palabras escritas con este lápiz. (Escribe; pone sobre la mesa el papel y algunas monedas.) Vaya, ya es tiempo. (Afligidísima.) ¡No poderle decir adiós! ¡Qué vida, qué humanidad! Me voy, porque si despierta, no tendré valor para salir. (Vase.)


JOAQUÍN.- (Despertando, ya entrado el día.) Isidora, Isidora... No está. Se ha ido. Me levantaré. Como estoy vestido, mi toilette no ofrece grandes dificultades. ¿Habrá por aquí el lujo de un peine? Es posible. (Levántase y da algunos pasos por la habitación.) ¡Que claridad! ¡Qué feo y antipático es el día! Prefiero la noche, tapadora y discreta. ¡Ah!, la señora de la casa, antes de marcharse, ha dejado aquí sus disposiciones. (Toma dos duros que hay sobre la mesa y el papelito, y lee.) Vamos, bien, me ha dejado el dinero para que almuerce hoy. (Lee.) «Manda traer de la fonda tu almuerzo. No te apures. No volveré hasta la noche, porque tengo que hacer». Esta pobre Isidora, ¡qué buena es! Si no fuera la maldita manía del pleito, que no ganará nunca, sería una muchacha ejemplar. Bien, bien; haremos lo que manda la señora. La fiera patrona no me envenenara con sus guisotes. Voy a llamar, a pedir agua, a lavarme, y después esperaremos. Luego que almuerce dictaré mis últimas disposiciones, y en cuanto llegue la noche, la querida noche...



Pausa de algunas horas, durante la cual entra y sale una zafia criada, arréglase el personaje, y luego almuerza lo que te traen de la fonda.


»Me olvidé de la botella de Champagne que está en aquel armario. No me importa que se la beba otro. En mi testamento la dejaré a los huéspedes de esta casa para que la vacíen por mi salvación eterna... Ya que estoy solo escribiré a papá y a Isidora. (Se sienta y escribe.) ¡Buenos cosas le digo a mi señor padre!... Si los deslices del hijo han sido grandes, el padre no tiene aún motivos para dudar de su buena fe... Jamás he cometido una vileza. Mis faltas son debilidades, y además un efecto preciso de la mala, de la perversa educación que he recibido. ¿Por qué educaron en el lujo al hijo de un pobre empleado con treinta mil reales? ¿Por qué desde niño me enseñaban a competir con los hijos de los grandes de España? ¿Por qué no me dieron una carrera, por qué no me aplicaron a cualquier trabajo, en vez de meterme en una oficina, que es la escuela de la vagancia? Estas son las consecuencias. Me criaron en la vanidad, y la vanidad me conduce a este fin desastroso. (Sigue escribiendo con agitación, se pone pálido y, al concluir, su mano tiembla.)

»Ahora escribiré a Isidora, a quien no veré más. La única persona por quien siente emociones cariñosas mi corazón es ella. ¡Cuánto más vales tú que otras virtudes secas y orgullosas! Nuestras dos almas han simpatizado, porque son similares. Tú, como yo, fuiste educada en la idea de igualar a los superiores... (Escribe.) «Querida y adorable amiga: Próximo a morir, adquiero una lucidez extraordinaria; veo el mundo y la vida en su verdadero aspecto. Yo no tengo ya salvación; tú puedes salvarte. Procura olvidar tus aspiraciones; renuncia a ese pleito, hazte humilde, y si se te presenta un hombre honrado que quiera casarse contigo, cásate, aunque sea muy bruto». (Hablando.) No, no miento nada al decir que la quiero con todo mi corazón. Su lealtad conmigo, la constancia de afecto con que ha pagado mis desvíos prueban la grandeza de su alma. (El personaje redacta largos párrafos amorosos y llena cuatro carillas de papel...) ¡Ah!, me olvidaba de lo principal, de Riquín, mi hijo. ¡En esta hora triste me ha entrado un amor por él!... ¡Si estuviera aquí me lo comería a besos!. Le reconoceré. (Escribe otro larguísimo párrafo, y pasa el tiempo y avanza la tarde.) En fin, esto es hecho. Ahora, ánimo. Tremenda cosa es afrontar el dudoso abismo de la eternidad. Pero no puede ser de otra manera. Dios me perdonará mi crimen. ¡Todo antes de ser chacota de la gente y presenciar la befa de mi honor! Pronto anochecerá. No vacilo más. (Se dirige a la percha, saca el revólver y lo examina.) Aquí está. Me parece un juez de hierro que me condena sin permitirme defensa ni apelación.


UNA VOZ.- (Que suena cavernosa detrás de la puerta, acompañada de dos golpecitos.) ¿Se puede?


JOAQUÍN.- Adelante.


DON JOSÉ.- (Entrando.) Buenas tardes.


JOAQUÍN.- ¿Viene usted en busca de Isidora? No está.


DON JOSÉ.- No, vengo de parte de ella. Esta carta...


JOAQUÍN.- (Tomando la carta con mano temblorosa.) ¿A ver?... ¿En dónde está Isidora?


DON JOSÉ.- (Con sequedad.) Hace un rato estaba en una tienda de la calle del Carmen, escogiendo telas para vestidos.


JOAQUÍN.- (Estupefacto) ¡Telas! (Abre la carta, que es voluminosa. Dentro del pliego aparecen risueños algunos billetes de Banco; Joaquín palidece.) ¿Qué es esto? (Se sienta y lee. Palidece más y luego se pone encarnado y vuelve a palidecer.)


DON JOSÉ.- (Aparte, mirando a Joaquín con expresión de poca simpatía.) No lloro porque soy hombre. Mi corazón concluirá por ser como las rocas en que bate el mar.


JOAQUÍN.- (Guardando la carta en el bolsillo, se pasea.) ¡Estoy salvado! La cantidad es redonda... ¿Pero aceptaré esto? ¿De dónde procede?... ¿Es una vileza aceptarlo? Sí que lo es; pero las circunstancias... ¡El abismo!... Supongamos que un desventurado está al borde del precipicio y se le presenta el demonio de la infamia y le alza en sus manos. No, no; antes rodar al fondo del abismo. (Alto.) Don José vaya usted allá, y devuelva esto a Isidora.


DON JOSÉ.- (Aparte y tétricamente, coincidiendo en sus expresiones sin sospecharlo, con Otelo.) Oh flor graciosa y bella, ¿por qué has nacido?


JOAQUÍN.- (Vacilando.) No, no; deshonra por deshonra... Pesémoslas ambas en la balanza de la fría razón. ¿Cuál pesa más? ¡Oh!, no hay que vacilar. Esta lleva en sí la imposición del acontecimiento, del hecho real. Tomaré el dinero... Me he salvado. Pero ¿por qué no estoy tan contento como debiera? (Alto.) Don José, ¿con quién ha hablado hoy Isidora?... ¿En dónde ha estado?


DON JOSÉ.- No lo sé... (Aparte, lleno siempre de espíritu shakespeariano.) - ¡Estúpido! ¿cómo quieres que te lo diga? No me atreveré a decirlo ni aun a vosotras, ¡oh castas estrellas!


JOAQUÍN.- Usted nunca sabe nada. Usted está siempre en Babia. (Aparte.) ¡Malditas sean las circunstancias!... Me engañaré a mí mismo, haciéndome creer que este dinero es de procedencia honrada. Es tan torpe el ser humano, que fácilmente se le engaña... Pero discutamos esto; abordemos la cuestión con filosofía. Si este dinero ha venido a mí por una vía poco honrosa, es evidente que yo no he ido a buscarlo por dicha vía. Los procedimientos de la Providencia son misteriosos. Es irreverente y sacrílego ponerse a discutir sus designios. El hecho consumado lleva ya en sí una dosis tan grande de lógica, que no necesita argumentaciones retóricas. (Alto.) ¿No piensa usted lo mismo, hombre de Dios?


DON JOSÉ.- (Como quien despierta de un sueño.) ¿Yo?... Yo no pienso.


JOAQUÍN.- (Volviendo a mirar con cariño los billetes.) ¡Y la cantidad es redondita! ¡Pobre Isidora! ¿Cómo no amarla? No sé qué daría porque ganara el pleito. Pero no, no lo ganará. Sólo los pillos tienen suerte. ¡Don José, señor don José!


DON JOSÉ.- (Pasándose la mano por la frente y el cráneo como para detener una idea que intenta escaparse.) ¿Qué?...


JOAQUÍN.- Le voy a convidar a usted a una copa de Champagne.


DON JOSÉ.- (Con repugnancia.) Gracias, no..., me mareo. (Vacilando.) Pero, sí, venga; así se olvida.


JOAQUÍN.- ¿Tiene usted muchas penas que olvidar?


DON JOSÉ.- (Mirándole con ojos dulzones.) ¿Yo?... ¿Penas yo? (Contrae horriblemente sus facciones al tratar de contener la emisión de un suspiro.)


JOAQUÍN.- (Escanciando.) Ahí va.


DON JOSÉ.- (Bebe.) ¡Cómo pica la maldita! (Apenas ha llegado a su estómago la primer gota del precioso líquido, inclina la cabeza y cierra los ojos, diciendo.) ¡Mundo miserable!


JOAQUÍN.- ¿Qué?... ¿Por tan poca cosa?


DON JOSÉ.- (Levántase bruscamente, los ojos brillantes y airados, la actitud trágica.) Sí, lo repito. Un caballero no recoge sus palabras. ¡Es usted un miserable, y le voy a romper a usted el bautismo!


JOAQUÍN.- (Soltando la risa.) ¡Don Pepe!


DON JOSÉ.- (Cuadrándose.) A sable o a pistola, como usted quiera. Me es igual. De todas maneras sabré castigar su infamia. ¡Usted, un hombre ordinario, un monstruo, un cafre, atreverse a coger en sus garras aquel lirio! (Da algunas vueltas por la habitación, perseguido por espectros.) No, no os tengo miedo, no. Pez, Botín, Melchor, Bou, no os temo. Os mataré a todos, os haré polvo. Soy el defensor de la virginidad ultrajada, de la inocencia perseguida, de la casta paloma... ¡Vamos, al momento, al momento, me bato con los cuatro!


JOAQUÍN.- (Le empuja hacia el sofá.) ¡Pobre hombre!


DON JOSÉ.- (Cayendo en el sofá como un talego.) Me habéis matado, porque sois cuatro. Os perdono a todos menos a uno. Os perdono a los tres; pero a ti, bestia repugnante, a ti, tronco de la Ipecacuana, no puedo perdonarte. (Se desvanece.)


JOAQUÍN.- (Disponiéndose a salir.) Ahí te quedarás hasta que te pase.


IV

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Mutación. La escena representa un aposento semi-elegante que parece ser fonda.


ISIDORA.- (Mirando con zozobra hacia la puerta, en la cual ha dado golpes una mano indiscreta.) ¿Quién es?


DON JOSÉ.- (Levantándose de un sillón en que yace soñoliento.) Si es visita, me retiraré.


UN SEÑOR.- (Entrando sombrero en mano y dirigiéndose a Isidora.) ¿Es usted doña Isidora Rufete?


ISIDORA.- (Trémula.) Servidora...


AQUEL SEÑOR.- (Avanzando, seguido de otro individuo poco simpático y nada cortés.) Señora, el objeto de mi visita es poco agradable. Vengo a prender a usted de orden del juez del Hospicio. (Muestra el auto de prisión.)


ISIDORA.- (Aterrada.) ¡Prenderme!... ¡A mí! ¿Está usted seguro?...


EL ESCRIBANO.- (Volviendo a mostrar el auto.) Vea usted... Conque si tiene usted la bondad de seguirme...


DON JOSÉ.- (Aparte, deplorando no tener espada, y sobre todo no ser hombre capaz de sacarla en caso de que la hubiera tenido.) ¡Qué picardía!


EL ESCRIBANO.- (Queriendo, como hombre humanitario, sacar a Isidora de su extraordinaria perplejidad.) Ya sabría usted que la parte contraria pidió que se sacara el tanto de culpa...


ISIDORA.- (Confusa y mareada.) Sí.


EL ESCRIBANO.- Y el juez ha encontrado el fundamento.


ISIDORA.- Pues daré fianza...


EL ESCRIBANO.- Precisamente... en el delito de que se trata no puede concederse fianza.


ISIDORA.- ¡Delito! ¿Está usted seguro de lo que dice?


EL ESCRIBANO.- El pleito es ahora causa criminal...


ISIDORA.- (Iracunda.) ¿Y de qué me acusan?


EL ESCRIBANO.- De falsificación.


ISIDORA.- ¿Falsificadora yo?... (Fuera de sí.)


DON JOSÉ.- (Aparte, apretando los dientes, frunciendo las cejas y contrayéndose todo.) No te pierdas, José.


ISIDORA.- Esto es una infame trama de mis enemigos... Pero Dios no consentirá que me pierdan ni que me deshonren. (Llora.) ¡Y a esto llaman justicia, ley! (Sobreponiéndose al dolor y secando sus lágrimas de tal modo que parece que se abofetea.) Yo probaré mi inocencia... Esto me faltaba, esto; ser mártir. (Aparte, con entereza y orgullo.) Bien venida sea esta noble corona. El martirio me purificará de mis culpas, y hará que resplandezcan mis derechos de tal modo que lo puedan ver hasta los ciegos. (Alto.) Vamos, cuando usted quiera.