La desheredada (Segunda parte)/Capítulo XIII

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I[editar]

La irritación y la vergüenza, unidas a un desorden nervioso que casi la privaba de sensibilidad, tuvieron a Isidora toda aquella tarde y noche en un estado parecido al sonambulismo. Veía las cosas, las tocaba, preguntaba, y aun respondía como cediendo a una fuerza mecánica. No estaba segura de hallarse despierta, ni de que fuese realidad lo que le pasaba; iba y venía medio ciega, mareada, con algo en el cerebro, entre jaqueca y manía, sorprendiéndose de ver cómo brillaban instantáneas, sobre la densa lobreguez de su pena, algunos relámpagos de alegría. Rindiola el cansancio después de medianoche; se acostó vestida, cerró los ojos tratando de adormecer el dolor de cabeza, y entonces revivió bajo su cráneo, entre la vibración de los nervios encefálicos, todo lo acaecido desde que el escribano se presentó en su casa para prenderla. Veíase en el coche de alquiler que los condujo a la calle de Quiñones, donde está el vulgar y triste edificio llamado Modelo con descarada impropiedad; el coche paraba junto a una puerta en la cual había un soldado de guardia, y más a la izquierda un grupo de pobres disputándose las sobras del rancho de las presas.

Isidora y el escribano entraban en un vestíbulo nada espacioso; salía a recibirlos un empleado con gorra galoneada, traspasaban un cancel de cristales, y volviendo un poco a la derecha, encaraban con una puerta de pesados cerrojos, sobre la cual se leía en letras negras la palabra Rastrillo. Una mujer de edad madura abría la puerta, Isidora pasaba, subía por la gran escalera blanqueada, y al llegar a lo alto miraba el letrero de la Sala primera; y echando la vista por el hueco, veía un claustro grande y luminoso, en cuya capacidad sesteaba, tomando el sol, el más bullicioso y pintoresco ganado femenino que se pudiera imaginar. La idea sola de tener que vivir entre aquella gente había horrorizado a la de Rufete. Pero ella tenía fondos; ella pagaría una habitación decente, y viviría con ciertas comodidades y completo decoro los pocos días que, a su parecer, habría de permanecer en aquel tremendo asilo.

Una señora mayor, bondadosa y amable, la acompañaba, y precedíala una celadora, cabo femenino o presidiaria distinguida, de aspecto gitanesco y hombruno. Hacia la izquierda estaba el aposento que a Isidora se destinaba, el cual tenía una ventana enrejada a la calle, un camastrón de hierro, mesa y dos sillas... La dejaban sola; poco después entraba la celadora, quien, con formas de adulación artera y llamándola señorita, ofreció servirla y acompañarla. Isidora la miraba con repulsión. Llegada la noche le servían una cena, que no quiso probar, y al fin, sola, encerrada, abrumada por la pena, el cansancio y la jaqueca, se recostó en la cama, donde su cerebro le reprodujo una, dos, tres veces o más, la serie de impresiones y sucesos que hemos referido.

Por la mañana, despertáronla los gritos y desaforadas blasfemias de una mujer que moraba al otro lado del tabique de su cuarto, el graznido de un ave domesticada, el ruido de la calle, el bullicio de la próxima Sala primera, y el tan tan de la campana de Montserrat, iglesia del convento que hoy es prisión del bello sexo. Y si el alma humana en las situaciones de gran tribulación se ve siempre sacudida por ráfagas de inexplicable alegría, que más bien parecen protesta aislada de algún nervio rebelde contra el dolor, en Isidora había un motivo para que aquellas ráfagas de alegría fueran algo más duraderas y eficaces, porque la prisión, con ser tan odiosa, había venido a librarla de otra esclavitud atrozmente repulsiva.

«Casi me alegro de esto -decía-, porque si no estuviera aquí estaría ya muerta de horror y asco...».

Además, la prisión no podía durar, porque los jueces, ¡cosa evidente!, habrían de convencerse pronto de la inocencia de la pobrecita demandante. Dios le había deparado sin duda aquel trance para probarla y darle de improviso, cuando más afligida estuviese, el alegrón de ganar el pleito y confundir a su implacable abuela. Pero donde la hallamos más en carácter es en aquel punto y hora en que echaba mano de su cualidad de idealizar las cosas para obtener los más dulces confortamientos. ¿No ennoblece el martirio a las criaturas? Si los culpables, cuando son perseguidos, inspiran lástima, los inocentes que sufren tormento de la Justicia, ¡cuánto no se avaloran y subliman en el concepto de las almas sensibles! Era inocente, sufría persecuciones inauditas; luego tenía bastante motivo para erigirse en criatura celestial. Poco le faltaba aquella mañana para figurarse que todo Madrid la compadecía, que era el ídolo de multitudes, que se hacía interesantísima, que era un tipo novelesco, y aun que salían por aquí y por allá bravos caballeros dispuestos a hacer cualquier barrabasada por sacarla de aquel mal paso.

¡Pero qué feo, qué desmantelado el cuarto! ¡Qué cama, que muebles, qué desnudas paredes! Era cosa de morirse de abatimiento. Y no obstante, como ella, para hacer frente a un hecho, siempre tenía pronta una idea, amparose de una bellísima, que le valió de mucho para consolarse. ¿Con quién creerá el lector que se comparó? Con María Antonieta en la Conserjería. Era ni más ni menos que una reina injuriada por la canalla. Determinó, pues, imitar en todos sus actos y palabras, hasta donde la realidad lo permitiese, la dignidad de aquella infelicísima señora, con lo que se crecía a sus propios ojos, y se veía idealizada por el martirio, grande en la humildad, rica en la pobreza y purificada en los padecimientos. El día lo pasó en estas cavilaciones, acordándose mucho del Delfín, de Joaquín Pez y de otras personas. Mandáronle ropas, y Juan Bou, a quien pidió un libro de entretenimiento, le envió Los Girondinos, de Lamartine, y un gran ramo de flores. Isidora leyó en el libro y deshojó las flores, dándose el gusto de pisotearlas. Le recordaban cosas muy desagradables la osadía y desparpajo de la canalla profanadora.

Empezó el sumario. Cuando bajaba a prestar declaración a la salita de rojo dosel, que está junto al despacho del alcalde, Isidora contestaba a las preguntas del juez con serenidad tranquila, con confianza en su derecho y al mismo tiempo con un aire de superioridad que cautivaba, preciso es decirlo, al mismo señor juez dignísimo y al escribano. En todo el trayecto desde su cuarto a la salita, lo mismo al subir que al bajar, la Rufete era gran incentivo a la curiosidad de las presas, que se agolpaban a la puerta de la Sala para verla pasar, y luego estaban comentándola tres o cuatro horas. Quién aseguraba que era una duquesa perseguida por su marido; quién la tenía por una cualquiera de esas calles de Dios; y alguna, que la conocía verdaderamente, refería parte de su vida y milagros, añadiendo maliciosas invenciones. Y ella, a solas, sumergida en hondas perplejidades y tristezas, repetía en su mente las preguntas del juez, deploraba no haber dado tal o cual contestación, revolvía lo cierto con lo dudoso, la acusación de la ley con los datos de su memoria, el testimonio de su conciencia con ciertas presunciones y sospechas, para tratar de sondear aquel antro obscuro que, desde la acusación por falsificadora, se había abierto ante sus ojos. Negaba con toda su alma, y al negar, su conciencia mostrábase en la plenitud de la verdad. Los documentos se le habían entregado tal y como estaban; y ella no había añadido ni quitado cosa alguna, ni tenía noticia de que nadie lo hubiera hecho. No era posible que su tío el Canónigo alterase los tales papeles, y en cuanto al primitivo poseedor de ellos, Tomás Rufete... Al llegar a este punto de su cavilación, Isidora fruncía el ceño y ahondaba, ahondaba en aquel mar inmenso de lo dudoso. ¿Pero a qué martirizar el pensamiento? Los jueces, la ley, la marquesa de Aransis, la curia infame y el señorío prepotente eran los verdaderos autores de aquel embrollo, con el inicuo fin de desposeer a una huérfana noble, a un ángel desvalido. Pero Dios los castigaría, Dios volvería por los fueros de la verdad y de la inocencia. ¡Pues no faltaba más!

Durante el sumario, la incomunicación no fue tan rigurosa como la ley ordena, porque los cerrojos de nuestras cárceles se ablandan fácilmente. Isidora, como persona de aspecto decente y algo adinerada, se captó las simpatías de las compasivas mujeres que guardaban a sus compañeras. Así pudo tener el gusto de ver, aunque por cortos ratos, a Riquín y a D. José, a su tía la Sanguijuelera y a Miquis. El día mismo en que cesó la incomunicación fue este a verla, y tuvo con su amiga largo y substancioso coloquio. El simpático doctor sintió viva emoción cuando vio aparecer detrás de las dobles rejas del locutorio aquella figura hermosa, aquel rostro pálido, con expresión de noble conformidad.

«Isidora, gran mujer -le dijo fingiendo burlas para ocultar emociones-. Estás guapa. Eres el soborno de la ley y la sustancia corrosiva del Código penal. Como sigas así, la curia, en vez de tomarte declaraciones, te las hará, y vas a pisar una alfombra de togas y a subir por una escalera de birretes.

-Déjate de tonterías -replicó ella apoyando los codos en la reja interior y sosteniendo la cabeza entre las palmas de las manos, actitud de aburrimiento que tomaba siempre que estaba largo rato en el locutorio-. ¡Ay, Miquis, esto es morir!

-Con tu permiso, eso es vivir. ¿Pues qué creías tú?... La vida toda es cárcel, sólo que en unas partes hay rejas y en otras no. Unos están entre hierros y otros entre las paredes azules del firmamento... Pero vamos a otra cosa, gran mujer. Hoy vengo a darte noticias que serán para ti alegres o tristes, según como las tomes.

-Dímelas pronto.

-Mi suegro me ha hablado de ti, me ha hablado también de la marquesa».

Isidora, sin decir nada, demostraba inmenso interés.

«La marquesa llegó ayer, de paso para Córdoba. La buena señora se pone nerviosa y triste siempre que le hablan de este pleito y de tu prisión». «Muñoz y Nones -dijo la señora a mi suegro-, yo quiero que usted arregle esto. Tómelo usted por su cuenta, hable a esa desgraciada, demuéstrele lo inútil de su tenacidad, y ofrézcale en mi nombre lo que a usted le parezca, con tal que me deje en paz».

-¿Eso le dijo?...

-Sí; ya sabes que el documento falso, porque la existencia de la falsificación ya no ofrece duda, aparece otorgado por Andréu, compañero y amigo de mi suegro. ¿Sabes lo que mi suegro dice? Que la falsificación no está hecha por ti».

Isidora callaba. Hasta que el diálogo tomó otro giro, estuvo como una estatua, fijos en Miquis los ojos:

«Oyes. ¿Sabes que te me estás pareciendo a la pantera del Retiro? ¿Por qué me miras así y no dices nada? Pues bien: mi suegro, que es notario de la casa de Aransis, vendrá a hablarte; te anuncio esa grata visita. Te ofrecerá la libertad, la declaración de tu inocencia, y ainda mais, una gratificación, un socorro. Pobrecita, has sido víctima de un grande y tremendo engaño. Broma más pesada no se ha dado ni se dará. Quién fue el autor de ella, tú lo sabrás... Pero qué, ¿te has vuelto muda? ¿Eres de piedra? ¿A dónde miras? ¿Estas gozando de alguna visión? ¿Estás en éxtasis?».

Él también se callaba y la miraba. Metió la mano por la reja exterior e hizo algunas castañetas con los dedos, como cuando se trata de llamar la atención a un animal perezoso. Ni por esas. Isidora no decía nada.

«Voy a hablarte de otra cosa -añadió Miquis-. Ayer he tenido una grata sorpresa. Iba por la calle de Preciados cuando oí una voz que decía: «Señorito Miquis, señorito Miquis». Volvime y vi a tu tía, la sin par Sanguijuelera. «¿No sabe usted -me dijo- que hemos encontrado a la fiera perdida?...». «¿A quién?». «APecado». Allá en su lengua especial me contó que le habían dado noticias de tu hermano otros muchachos. Ha vivido algún tiempo en un tejar detrás de la nueva Plaza de Toros. ¡Pobre chico! Fuimos allá, y dos mujeres que encontramos y que no se recomiendan por su fisonomía, nos dijeron que, habiendo caído enfermo con calenturas, le habían llevado al hospital.

-¡Al hospital! -repitió Isidora saliendo de su letargo.

-Corrimos al momento al Hospital General, y le encontramos convaleciente. La enfermedad debe haber sido terrible, porque está poco menos que idiota, y tan desmejorado como puedes suponer. De su vida en el tejar y de sus correrías y altas hazañas, antes de caer enfermo, supimos algo que contaremos cuando tengas más tranquilidad de espíritu... Y ahora voy a hablarte de una tercera cosa, de Juan Bou. Dice que le haces muchos desaires, que no contestas a sus cartas, que pisoteas los ramos que te regala... Dice que eres la ingratitud misma.

-Augusto -murmuró Isidora gravemente, apartándose de la reja-, es la hora de reglamento. Dispénsame que te despida. Estoy fatigada. Adiós. Vuelve mañana».

Y se marchó como una reina, según dijo Miquis para sí, viéndola internarse en la cárcel. Y él se salió a la calle: repitiendo: «¡Gran mujer, gran mujer!».


II[editar]

¡Falsificación! ¡Profanación de aquella santa escritura de la cual emanaba el más santo de los derechos! Si había delito, ¿quién era el autor de él? ¿El Canónigo o Tomás Rufete? ¡Enorme, endiablada confusión!... Pero lo que puso remate a la duda y trastorno de la infeliz presa fue que su abogado le dijo un día estas palabras:

«Desde el tanto de culpa la cuestión ha variado por completo. La casa de Aransis y el Sr. Muñoz y Nones tratan de probar la falsedad de un documento que es la base de nuestra demanda. Si la prueban, nos quedaremos en el aire, hija mía. El pleito toma un giro tal que difícilmente podremos obtener un resultado satisfactorio. Haremos los mayores esfuerzos, y llegaremos hasta donde se pueda llegar. En caso de que la falsificación resulte evidente, creo fácil probar que no ha sido usted la falsificadora, y que en este asunto ha procedido de buena fe. En resumen: seguridades de éxito en la causa criminal; seguridades de un fracaso en el pleito de filiación. Ya sabe usted que en la prueba hemos estado muy flojos, por no conservar usted recuerdos de la niñez que nos favorecieran, y por resultar muy débiles los testimonios de otras personas».

Y dicho esto, el abogado, frío, honrado y cruel, se despidió dando un suspiro, último tributo de la ley al volverse hostil.

«¡También, también me han corrompido a mi abogado! -exclamó Isidora cuando se quedó sola-. ¡Bien, seré mártir; que me maten de una vez, que acaben conmigo, que me lleven al cadalso!».

Pasada la crisis de ira, estuvo dos días sin salir del lecho; apenas hablaba; no tenía fuerzas para nada; sentíase también algo idiota como su hermano, convaleciente de intensa fiebre. A ratos injuriaba con dura frase a la justicia humana, exaltándose, para caer después prontamente en el desánimo y derramar abundantes lágrimas. Su sueño era entonces breve, erizado de pesadillas, como un camino incierto y tortuoso, lleno de obstáculos. Unas veces se le aparecía Riquín, ladeando con gracia la enorme cabeza bonita, fusil al hombro, marchando al paso de soldado. Y el pícaro Anticristo la miraba, echándose el fusilillo a la cara con infantil gracejo, y ¡zas!, disparaba un tiro que la dejaba muerta en el acto; acudían otros chicos, camaradas de Riquín, y entre risotadas y gritos la cogían y la arrastraban por las calles. Gran algazara y befa de la multitud, que decía: «¡La marquesa, la marquesa!».

Otras veces era gran señora, y estaba en su palacio, cuando de repente veía aparecer un esqueleto de niño, con la cabeza muy abultada, y los huesos todos muy finos y limpios, cual si fueran de marfil. El esqueleto traía su fusilito al hombro y marchaba con paso militar. Llegándose ella, movía la gran cabeza y se reía y hablaba. Pero Isidora, sin poder entender sus palabras, temblaba de espanto al oírlas. Luego se borraba el niño del campo de los sueños, y aparecía Joaquín en mitad de una orgía, ebrio de felicidad y de Champagne. Por delante de la mesa se paseaba una sombra andrajosa: era ella, Isidora. Todos la miraban y prorrumpían en carcajadas. Ella se reía también; pero, ¡cosa rara!, se reía de hambre. La debilidad contraía sus músculos haciéndola reír..., y por aquí seguía de disparate en disparate hasta que despertaba y volvía al tormento de la realidad, no menos cruel que el de los sueños.

A los tres meses de aquella tristísima vida, a la cual llegó a acostumbrarse, porque es ley que nos acostumbremos a todo, sus guardianes le aplicaban con mucha laxitud el reglamento del Modelo, permitiéndole visitas largas, sin bajar al departamento de comunicación. La conducta de Isidora en la cárcel era irreprensible: no daba escándalos; trataba a las celadoras con urbanidad y miramientos; se había hecho querer de todas, y las presas que pudieron gozar de su intimidad, se hacían lenguas de su buen corazón, finura y agradable trato. No tenía poca parte en esto la generosidad de la procesada y su prontitud obsequiosa en remunerar cuantos servicios se le hacían. Lo peor de esto era que el dinero, mermado velozmente de día en día, marchaba a su completa extinción y acabamiento. Siempre que en esto pensaba, Isidora sentía trasudores y congojas, y echaba una sonda a lo futuro para ver si por alguna parte había señales de cosa metálica. Grande fuera su pena si no la distrajeran a ratos los amigos. Juan Bou iba ya pocas veces, porque la franqueza con que la ingrata demostraba su antipatía, era lento antídoto del veneno de la pasión de él, y así, o por dignidad o por enfriamiento, el buen hombre se retraía y apartaba de aquel gran peligro de su vida.

«Calavera de un día -decía para sí-, vuelve a tu choza y no pierdas la chaveta. Bastante has gozado; ya supiste lo que es la vida de esas infames sanguijuelas... Vamos, que si no meten a esa divinidad en la cárcel, ¡pobre Juan Bou, infeliz obrero!... Sigamos ahora siendo pueblo llano, independiente, liberal, y cuando caiga otra breva, veremos si conviene ser pueblo o echar una cana al aire en el mundo de los burgueses. ¡Valientes pillos! Pero aquello es vivir...».

La Sanguijuelera iba casi todos los días a ver a su sobrina. Cuando le llevó a Mariano, Isidora se afligió grandemente, porque estaba tan flaco, extenuado y consumido el chico, que apenas se le conocía. La fiebre le había dejado en los puros huesos, y la piel se le transparentaba. En sus modales, en su manera de hablar, en su espíritu mismo, había dejado el mal huellas quizás más profundas, porque hablaba poco, contestaba tardíamente, cual si necesitara mucho tiempo para recoger y coordinar sus ideas desparramadas y fugitivas. Miraba a su hermana con espantados ojos.

«Ya ves -dijo Isidora, sin saber qué términos emplear para dar una explicación de su estado miserable-. Ya ves a dónde me han traído las picardías, las infamias de nuestros enemigos... Para que vayas formando idea de lo que es este mundo miserable, donde no hay justicia, ni ley... Y tú, ¿qué has hecho? Cuéntame. ¡Has estado malo! ¿Ves? Si no hubieras salido de casa de la tía, ella te habría cuidado bien. ¡Qué tremenda lección!».

Mariano no decía nada, y con la barba hundida en el pecho, tan pronto miraba al suelo como al rostro de su hermana.

«¿No me dices nada? -preguntó ella impaciente-. ¿Te has vuelto mudo? Esa cara, ese mirar, ¿qué son?, ¿arrepentimiento o señal de mayor barbarie? ¡Ah! Mariano, Mariano; el único consuelo que podría tener yo ahora es verte corregido, verte caballero y persona decente. Levanta esa cabeza, abre esa boca, mueve esa lengua, habla, contéstame...».

Y, dándole un golpe en la barba, le hizo alzar la cabeza.

«Su señoría gasta ahora pocas palabras -dijo Encarnación-. Le hemos de poner dentro de un cántaro en un cuarto obscuro, como a las maricas, para enseñarle a hablar... ¿Quieres ver tú que pronto se despabila el pájaro? Pues enséñale el cañamón. Verás...».

Metiendo la mano en su bolsillo, sacó una peseta y la mostró al muchacho, cuyos ojos soñolientos se reanimaron de súbito, y alzó la mano hacía la moneda, diciendo con un gruñido:

«Pa mí.

-Sí, para ti estaba» -dijo, riendo la Sanguijuelera, guardándose la moneda con más viveza que un prestidigitador.

Mariano miró a su hermana, la cual, compadecida, echó mano a la faltriquera, y sacando dos pesetas dióselas al chico.

«Para ti..., pero con la condición de que has de contarme lo que has hecho en todo este tiempo, cómo caíste enfermo, cómo has vivido, quién te ha dado de comer...».

Con gran prontitud se guardó Pecado su dinero, y alzando los hombros y echando de sí un enorme suspiro, pronunció torpemente estas palabras:

«Yo... de aquellas cosas que pasan..., lo cual que me vi solo, y... no me ha pasado nada.

-Nos hemos enterado.

-Tiene seco el entendimiento -indicóla Sanguijuelera-. La calentura le abrasó los sesos. Dice el señorito Miquis que le dé baños en el río. Oye tú -añadió alzando la voz, como cuando se habla con un sordo-: ¿quieres trabajar, quieres volver al taller del Sr. Bou?».

Como si nada oyera, Mariano se levantó desperezándose, y dijo:

«Me voy.

-Alto ahí, amiguito -replicó Encarnación siguiéndole-. Has de arrastrar una calza como los pollos. No saldrás sin mi compañía».

Pero Mariano no le hacía caso y salió. La vieja fue detrás de él, gritando:

«Aguarda, aguarda, mala sangre. No creas que te me escapas. Yo también tengo buenos remos».

Al quedarse sola, Isidora estuvo largo tiempo pensando en su infeliz hermano, y decía:

«¡Imbécil, imbécil!... Así no sentirá nada... Y yo, cada vez con más talento para pensar, para comparar... ¡Qué desgraciada soy, y él qué feliz!».


III[editar]

Tres días después volvió Mariano solo. Parecía más ágil, más despabilado, más dueño de su pensamiento y de su palabra.

«¿Vienes solo? -le preguntó Isidora, asombrada de que no le acompañara su tía.

-Solito.

-¿Y tu tía Encarnación?

-¿La vieja? En su casa. Yo soy hombre... De consiguiente, no necesito que me lleven y me traigan.

-¿Has ido al trabajo?

-Sí.

-¡Mentiroso!

-Mira -dijo Pecado abriendo su mano y mostrando algunas pesetas.

-¿Quién te ha dado eso?

-Gaitica.

-¿Gai...?

-Tica, tica. ¿No lo conoces? Es un caballero, un amigo mío.

-¿Y por qué te ha dado ese dinero?

-Porque me lo gané.

-¿Cómo?».

Mariano guardó las monedas para dejar desembarazada la mano, metió esta luego por una abertura de su pantalón y...

«¿Aquí no nos ve nadie?... -preguntó receloso mirando a las paredes y a la puerta.

-Nadie.

-Porque si me guipan...».

Y sacó del bolsillo un objeto cilíndrico, largo, como de media tercia, de dos pulgadas de diámetro. Era un canuto fuertemente liado con bramante.

«¿Qué es eso?

-Un petardo.

-¡Ah!, ¿eso que estalla? -exclamó Isidora con espanto-. ¡Y va a estallar aquí!...

-Burra... no estalla mientras no se le enciende la mecha. Este es para esta noche. Anoche puse uno en la puerta de la casa del duque, y cuando reventó cayeron todos los cristales de dos casas.

-¿Y te ocupas en eso? ¡Bárbaro!... No lo digo porque me importe nada que el palacio del duque salte en cuatrocientos mil pedazos. Yo pondría, si pudiera, un petardo tan grande, que levantara hasta el cielo todos los palacios de esa gente egoísta que nos quita lo nuestro.

-Lo pondremos -replicó Mariano, haciendo de la malignidad y de la estupidez una sola expresión.

-Pero eso es juego de chicos... Es como armar guerra con cohetes en vez de hacerla con cañones. ¿Qué resulta? Que suena mucho, que se asustan los que pasan, que se rompen dos cristales, que se caen algunas personas, y nada más. ¡Simplezas y pamplinas!

-Pondremos uno de este tamaño -dijo Pecado, expresando con la distancia de una mano a otra la grandeza de sus planes de petardista-. Hay en Madrid mucho pillo. Ellos guardan todo el dinero que debía ser para nosotros, ¿eh?

-Lo de menos es que guarden el dinero. Lo peor es que nos quitan nuestro nombre, nuestra representación social; nos meten en calabozos inmundos, nos martirizan, y entretanto ellos gozan y se divierten con lo que roban. El mundo está perdido. Si no sale alguien que le vuelva del revés y ponga lo de arriba abajo y lo de abajo arriba...

-Lo de abajo arriba y lo de arriba abajo -repitió Mariano con el gozo de quien ha encontrado la fórmula de un pensamiento que no ha sabido expresar-. ¿Sabes?... ¡Cosas que pasan! Ayer he visto al señorito Melchor en coche de dos caballos. Iba con dos señoras, dos tías, ¿eh?, y un caballero. Parecía un marqués.

-No le nombres delante de mí -dijo Isidora cerrando los ojos.

-¡Cuánto ha robado! -exclamó el muchacho con cierta efusión-. ¡Y nosotros tan pobres..., porque somos buenos, porque no robamos!

-¡Oh! -exclamó Isidora sintiendo un nudo en la garganta-. Dios nos protegerá. Las persecuciones, los martirios, son nuestras coronas por ahora...; pero esto ha de cambiar. ¿Quién sabe lo que pasará el mejor día? Yo he leído que los soberbios serán humillados y los humildes ensalzados».

Interpretación tan singular del texto evangélico cayó en el cerebro de Mariano como semilla en tierra fecunda, y bien pronto nacieron y fructificaron en él las ideas más extrañas.

«Ellos nos han quitado lo que es nuestro, ¿verdad, hermana?».

Isidora rompió a llorar.

«Sí, sí, sí -dijo entre lágrimas y sollozos-. Picardía tras picardía, nos han quitado nuestro derecho, es decir, nos lo han negado... ¿Cómo? Inventando mentiras, comprando la ley. La ley se vende, hijo. Tú y yo tenemos derecho a una casa y a una herencia. Pues bien: nos la han quitado. Mira lo que han hecho conmigo; meterme en una cárcel. Pues contigo harán lo mismo, y nos ahorcarán, si pueden».

Oía Mariano absorto, y ella sacaba de su despecho admirables rasgos de elocuencia.

«Un marquesado, una fortuna de millones es lo que nos pertenecía. Pues ya ves: cárcel, infamia, pobreza. Tú y yo seremos mendigos o Dios sabe qué. ¡Y Dios permite esto, y el cielo no se hunde, y todo sigue lo mismo! Y clamamos a gritos, sin que nadie nos oiga. Al contrario, a nuestros clamores responden con sus carcajadas, y nos llaman pordioseros, envidiosos, y nos desprecian, nos injurian. De nada nos vale invocar la ley. La ley es suya, porque teniendo ellos el dinero, tienen la conciencia de los jueces... Que me den a mí el dinero, aunque sólo sea por ocho días, y verán lo que soy. Pero estamos sin armas, y ya ves, nos abrasan, nos matan. ¿Qué es la ley? Una engañifa, una farsa. Los que la representan, ¿qué son sino ladrones? La autoridad..., ¡ah!, ¡qué gracia me hace a mí la autoridad! Es la comedia de las comedias, mal representada para engañarnos, para explotarnos.

-Les pondremos un petardo, ¿eh?

-¿Uno? ¡Cuatro mil; un millón!... Tú eres un infeliz, chico, y no sabes lo mala que es esa gente».

Siguieron hablando de esto, y al día siguiente hablaron de lo mismo, porque Isidora, cuando tomaba en su boca este asunto, no lo soltaba fácilmente. A medida que sus ilusiones decaían, determinábase en su alma un cambio de sentimientos; simpatizaba más con el pueblo, a quien creía oprimido, y le entraba un vivo aborrecimiento de la gente grande. Lo más extraño era que, sin ceder en su vanidad ni en lo que pudiéramos llamar coquetería de la desgracia, seguía encariñada con el bonito papel de María Antonieta en la Conserjería. Pero en aquel caso la buena reina estaba martirizada por la cruel y egoísta aristocracia, de donde venía que simpatizase en principio con el vulgo, con el populacho, con los descamisados; y decimos en principio, porque ninguna idea del mundo, unida a todo el despecho de su corazón, le hubiera hecho tolerar la grosería y suciedad de las personas bajas. Pensando en esto, ella daba vida en su mente a una gallarda utopía, es decir, a la existencia posible de un populacho fino o de una plebe elegante y bien vestida. Pero esto, ¿no era una atrevida excursión al porvenir? Algo de genial había en ella, porque, confundida y mareada de tanto pensar, solía poner fin a sus cavilaciones sobre la plebe fina, diciendo: «¡Qué talento tengo y qué cosas me ocurren!».