La destrucción de un molino/III
III No tardó mucho en morirse el capitan Mitros. Fué enterrado á expensas del municipio, pero no se dieron al cadáver honores militares, porque no tenía condecoraciones: la medalla de hierro de la Independencia que poseía no daba derecho para tales honores.
Muchos siguieron al féretro hasta el cementerio. Pronunció el discurso fúnebre el señor Timoteo, levantándose á gran altura por su elocuencia, sobre todo cuando comparó la pequeñez del presente con la grandeza del pasado. Los circunstantes le oían con la boca abierta. Concluido el entierro recibió en la plaza de la ciudad calurosas felicitaciones. El señor prefecto también se acercó á darle el parabién.
—¡Muy bien doctor! Pusisteis sin embargo mucha sal. Quizás exagerasteis un poco. Entre otras cosas convenía que hubieseis dicho que le hizo Dios un gran favor en llevárselo, porque con la vejez se le había debilitado algun tanto el cerebro. Sepan ustedes, señores, dijo con aire de triunfo á los que le rodeaban, que hace algún tiempo, se le metió en la cabeza, que no debía derribarse el molino y que el molino se había caído solo corno un castillo de cartas.
Y se puso á reir ruidosamente á carcajadas, mientras que mordiéndose los labios y pálido de corage, y fijando en él atentamente los ojos, le replicó el señor Timoteo:
—¡Señor prefecto, nosotros los hombrecillos de hoy no debemos hablar de aquellos hombres!