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La emancipada: Capítulo 7

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La emancipada
de Miguel Riofrío
Capítulo 7

En uno de los primeros días del mes de octubre, en que los estudiantes, después de la feria, vuelven perezosamente a sus temidas faenas de colegio, uno de los cursantes de Óptica y Acústica, recibió de su catedrático que era médico, el estuche quirúrgico y la orden de seguirle para hacer el estudio práctico de los órganos de la voz, del oído y la vista; la casa donde llegaron estaba situada a pocos metros del colegio.

Al entrar vieron en el cuarto del zaguán un grupo apiñado de hombres y mujeres: varios jóvenes de los que componían el grupo habían empalidecido, y la concurrencia en general se mostraba conmovida sin que faltase alguna vieja que dijese entre dientes ¡castigo de Dios! ni algún mozalbete que soltase en baja voz sus chanzas maliciosas, pues, en todas partes se encuentra cornejas que están siempre de mal agüero y truhanes que parecen haber nacido para estar siempre de chunga.

Algunos momentos después, entraron el alcalde, el escribano, cuatro peones y una guardia del depósito de inválidos. El comandante de esta guardia mandó despejar la pieza del zaguán: al retirarse los concurrentes se dejó ver echado en tierra sobre una manta vieja y con una luz a la cabecera el cadáver de una mujer; el rostro conservaba aún la gracia de los perfiles, pero estaba denegrecido: las dos crenchas de su espesa cabellera se mostraban desgreñadas y sin lustre: si el pavoroso efluvio de la muerte no lo impidiera, podría decirse que la barba, la garganta, el seno y los brazos desnudos de esa mujer conservaban aún su póstuma hermosura.

Rosaura iba a sufrir las expiaciones de ultra-tumba.

Los cuatro peones, sin emoción de ningún género, levantaron el cadáver, le sacaron del cuarto, le colocaron sobre una hilera de adobes en la mitad del patio y la desnudaron hasta la cintura.

El médico abrió su estuche, preparó los instrumentos, devolvió el resto al estudiante que estaba a su lado y empezó la operación. Al ver correr cruelmente las cuchillas y descubrirse las repugnantes interioridades escondidas en el seno de Rosaura, de la que poco antes había sido una beldad, un sudor frío corrió por la frente del estudiante: no pudo continuar mirando la profanación sarcástica del cuerpo de una mujer, pues había creído hasta entonces obscura y vagamente que la constitución fisiológica de este sexo debía ser durante la vida, un incógnito misterio, radiante de gracias y de hechizos, y que al morir, estos secretos que tienen tanto de divino para las almas juveniles, no podían ir a hundirse en el sepulcro, sin que antes tocasen las campanas sus fúnebres clamores, se encendiesen los blandones alrededor de un féretro, se entonasen cánticos sagrados y se acompañase con lágrimas y sollozos a la que va en funérea procesión a despedirse para siempre. Apartó la vista de este espectáculo que iba dando muerte a todas sus ilusiones y se retiró, dominado por una especie de crudo desengaño del linaje humano, sin que el dictado de cobarde que se le daba, ni la voz imperiosa de su maestro fuesen parte a detenerse presenciando tantas miserias. Mas no le fue dado encaminarse a su colegio porque el centinela le echó atrás, entonces el estudiante dijo para sí solo: «¿Ha de tener tantos enemigos y tantos aparatos este ser al cual la cuchilla acaba de mostrarme como inmundo y deleznable? Si la mujer, que es la belleza, acaba de expelerme con su repugnante deformidad, con razón el centinela, que es la fuerza, me parece más deforme que el cadáver».

El estudiante pudo en aquel día afirmar por propia experiencia la profunda enseñanza que da la máxima de Pascal diciendo: «Es arriesgado manifestar demasiado al hombre cuanto se asimila a los animales, sin hacer patente su grandeza. Es lo más todavía hacerle ver demasiado su grandeza, sin su bajeza, y aún más dejarle ignorar ambas cosas».

Siendo la consigna del centinela de que nadie entrase ni saliese hasta que la larga operación de la autopsia hubiese terminado, el estudiante tuvo de entrar en el cuarto de donde la difunta acababa de salir, pues era el único asilo que le quedaba.

Allí estaban la manta y la antorcha funeraria, y cerca de ésta hablaban un comerciante y un abogado de Cuenca sobre la injusticia con que se atribuía a su paisano el señor M... la muerte de esa mujer: para comprobarlo había relatado algunos antecedentes que ya hemos referido, y leyeron enseguida las cartas y los borradores que se habían encontrado en el costurero de la difunta: estos documentos iban a ser presentados, en caso de que se declarase haber lugar a formación de causa: decían así:


Nº 1.- Quito, 1º de septiembre de 1841.

Rosaura, mi antigua amiga:

Si hubo un tiempo en que te hablé el lenguaje del amor profano, otro tiempo ha sobrevenido en que las cosas han cambiado y es necesario que también cambien las palabras.

Cuando pronunciaste el fatal sí en el templo de nuestro valle yo me puse en camino para recibir el sacramento del orden sacerdotal.

Al amor precoz que me inspiraste debí los estímulos que dirigieron por buen camino mis estudios y mi conducta; después me encaminaste por extraña senda a las aras del Padre que nos manda perdonar, y todo lo he perdonado.

Hoy tu antiguo amigo ha llegado a saber que has tenido la desgracia de entrar en el número de las ovejas descarriadas, y se postra desde aquí a hacerte la plegaria de que vuelvas al aprisco.

Tú piensas que te estás vengando de los que te han tiranizado. ¡Infeliz! mira lo que haces.

Reflexiona que ningún mal has recibido de las jóvenes inocentes que pudieran pervertirse con tu ejemplo, y que en ese género de desagravio que has adoptado por sistema, la pena no retrocede hacia los autores del mal que han sido nuestros mayores, sino que va directamente a las nuevas generaciones que no han tenido ni voluntad ni ocasión de ofendernos.

Hubo un tiempo en que por el delito de un padre se imponía a los hijos y demás descendientes la pena de infamia y de perder todos bienes. ¿Te parece esto justo y racional? No, eso es monstruoso, me responderás; pues eso y mucho más es lo que hacemos cuando un ciego despecho engendra en nosotros la venganza contra una sociedad que creemos viciada o criminal.

Si tu padre, tu cura, tu juez y la mayoría de tus paisanos te han empujado violentamente a los abismos, ha sido porque ellos venían también empujados de otras fuerzas anteriores a que no habían podido resistir. Una ignorancia deplorable más bien que criminal había dado el primer impulso a los defectos sociales de que eres víctima: tú te has entregado al vicio para viciar más la sociedad, burlarte de ella, despreciarla a tu saber y vengarte de ese modo, es decir, que has cedido al mismo impulso que empujó a tus mayores, y que entonces debes ser a tus propios ojos, tan odiosa como un mal sacerdote, un mal juez y una mala sociedad: algo más todavía: el mal padre, el mal sacerdote, el mal juez y la mala sociedad han procedido por ignorancia y estulticia, y esto es más bien lastimoso que punible: tú recibiste los dones de una inteligencia clara, de una educación dulce, bajo las inspiraciones maternales y un amor puro y leal que dio vuelo y consistencia a los sentimientos generosos. Con estos elementos se forman las almas fuertes, y en las almas fuertes es un crimen imperdonable el caer en las mismas miserias que forman la triste herencia de los imbéciles.

Lo que haces es además contra ti misma, estás destruyendo tu reputación y tu hermosura. Tú, no crees que te diviertes, por más que lo procuras, porque siempre te asalta el recuerdo de lo que era la inocencia.

¡Rosaura! Mi antiguo amor era egoísta: quería que fueses mía: quería mi felicidad: ahora quiero la tuya, o que sea tu desgracia menos grave. Vuelve al campo, piensa, reflexiona y allí oirás la voz de Dios en las reminiscencias de los consejos de tu madre. Eduardo.


Seguía un borrador de letra de Rosaura que decía:


Nº 2. Eduardo. Yo estaba gozándome en mis triunfos y tú me haces avergonzar. Eres la única criatura ante quien siento la necesidad de justificarme; pero sin ocultar que tus palabras son nuevas tiranías que vienen a perseguirme en el campo a donde la fatalidad me ha conducido. Si mi madre no me hubiese inspirado religión y si tú no me hubieras hecho traslucir lo sublime del amor puro, yo contaría como mis verdugos y mis amantes, con el desenfreno de la ignorancia y no vendrían los remordimientos a taladrarme las entrañas.

Más daño me han hecho mis benefactores que mis tiranos: para estos me basta con el odio; para destruir la obra de los otros necesito los vértigos, ofuscamiento, bullicio aturdido. Concédeme la gracia de guardar silencio o romperé cañas contigo. Yo no puedo vivir sino de emociones, las emociones son un sueño y no quiero que nadie me despierte.

Tú sabes algo de mi primera educación, pero no lo sabes todo. Mi madre me enseñó a conocer a Dios, llevándome a las colinas de nuestro pueblo y diciéndome con acento cariñoso: «Mira la hermosura de estos campos, escucha el cantar de los pajarillos, observa ese cóndor perdiéndose entre las nubes, fija tus ojos en el azul del firmamento, mira ese sol que sale tan brillante. ¿Sabes quién hizo todo esto y nos puso aquí porque nos quiere?» «Esto es muy grande y muy bonito», le respondía yo, «apostemos a que lo ha hecho alguno de esos reyes que nombra papá sacándose el sombrero». «No, hija, esos reyes eran hombres como todos: el que hizo esto es un Espíritu que no se puede ver; pero que te quiere tanto como nadie puede quererte porque es tan bueno que tú no has de comprender su bondad, sino cuando seas más grandecita: es amigo de los pobres, de los niños y de todos los que son buenos: él se pone bravo con los soberbios, con los rabiosos y con los que maltratan a sus prójimos». De este modo iban calando las ideas de mi madre en mi infantil inteligencia. Yo aprendí a adorar a Dios porque era Padre, porque era bueno y porque había hecho cosas tan grandes y tan hermosas.

Mi padre en vez de hacerme amar las cosas santas, imponía la tarea de rezar como una veintena de padrenuestros y avemarías por centenares cada noche, de modo que lo largo de la faena y la dureza con que se me obligaba a cumplirla me hicieron temible la devoción.

Yo llegué a abrigar el error de que había dos religiones: una pura simpática y divina que mi madre me inspiraba, y otra pesada y odiosa, que mi padre me hacía practicar sin inspirarme ni enseñarme cosas grandes. Cuando veía que el cura de nuestro pueblo mandaba azotar a los indígenas y ponía presas a las viudas que no podían pagar los derechos funerales de sus maridos difuntos, yo decía sin vacilar: la religión del cura no es la religión de mi madre, y día por día iba sucediendo no sé qué dentro de mí que me ha ido empujando hasta el punto a que he llegado.

Tú me has escrito en un lenguaje que me hace mucho mal, me hace sentir alguna cosa semejante a la religión de mi madre; pero ya para eso es demasiado tarde. He visto a mis plantas sotanas y cerquillos, y he tenido el capricho de enardecer los galanes del orden sacerdotal, para luego expelerles con desprecio. Ellos se han vengado subiendo a retratarme en el púlpito con groseros coloridos, sin perjuicio de volver a pedir de rodillas perdón. Yo me creía superior a todos los que delante de mí se posternaban pero cuando tú me dices que te arrodillas me siento humillada y confundida: aquí se rinden a mis plantas para pedirme que me envilezca, para decirme que sea de ellos, y tú me diriges una plegaria pidiéndome que me enmiende, que me ennoblezca, que sea de Dios. Esto me dice lo que pude ser y lo que soy ¿por qué me das una herida tan mortal? Has despertado los remordimientos que yo acallaba con mis triunfos, y me has puesto en tal desesperación que quisiera maldecirte: pero veo que aquello sería injusto y a nadie maldigo sino a mí misma.

Eduardo, no vuelvas a escribirme: no temas que me destruya porque cuando esto suceda daré una nueva campanada. Todos los caminos están obstruidos para mí, excepto el que voy siguiendo. ¡Oh, si pudiera volver a los instantes de nuestra última entrevista!... Pero eso es imposible. No puedo volver a ser soltera como tú no puedes borrar el carácter del sacramento que has recibido.

Por compasión, no vuelvas a escribirme.


Nº 3. Quito, a 20 de septiembre de 1841.

Rosaura: Intentas romper conmigo: me pides que te deje en paz; pero en tu corazón no hay paz y ésta es la que quiero darte a nombre del Señor.

A merced de las antorchas que iluminaron tu niñez, sientes aún remordimiento y te pesa de no poder obrar mejor, creyendo que los caminos de la virtud están obstruidos; pero no, hija mía, aún puedes volver tu conducta hacia el camino que tu madre te trazara.

El levantar una pistola, hacer temblar a los imbéciles, resolverse a morir luchando, andar sola por los caminos desafiando los peligros, muestran en ti la triste excitación de un valor desesperado, eso no es el valor racional, no es el valor del alma grande.

Los triunfos del verdadero valor son los que se obtienen desechando lo halagüeño para no hacer más que lo que es justo. Cuanto has hecho hasta aquí, muestra el valor del vaho que se expande al evaporarse. Cuando levantaste la pistola venciste al cura y al teniente, después de haber sido vencida por un ímpetu de furia que no pudiste reprimir, es decir, que no pudiste vencer. La verdadera victoria la alcanzarías al dejar la bahorrina de los placeres frenéticos para seguir los decentes y racionales.

Para llegar a ese triunfo te bastará reflexionar que las fuentes del placer no tardarán en agotarse y quedarán las heces que son amargas y punzantes: ¿qué harás entonces, hija mía? Sentir el corazón estrangulado por las serpientes del ya estéril arrepentimiento.

Mientras más se apuran los placeres, más pronto el alma se debilita: en el alma debilitada se van anidando las pasiones bajas, y vienen tras éstas el cansancio y el hastío que son la viva imagen de los infiernos.

Ahora tienes fuerzas todavía y el mejor empleo que puedes darles es el de luchar contigo misma.

A nombre del Padre celestial que adorabas con tu madre, te pido, no un sacrificio sino tu descanso, tu sosiego de pocos meses. Retírate de la vida escandalosa: vive oculta hasta la próxima cuaresma, en que iré yo, invocaré la gracia divina y tengo fe en que serán disipadas las tinieblas que hoy ofuscan tu corazón, y sentirás reanimado tu valor.

Cederás fácilmente a los ruegos que te hace tu antiguo amigo cuando medites en la fealdad del libertinaje que fomentas con tu hermosura.

Tus galanes creen engañarte y tú crees también que los engañas, y en realidad, ellos como tú sólo se engañan a sí mismos; porque se arruinan, se depravan y van perdiendo de hora en hora su excelsa calidad de racionales. Créeme, hija mía, que los caminos de la virtud están siempre abiertos para todos.

Eduardo.


Nº 4. Eduardo: Las desgracias que me anuncias como futuras están ya dentro de mí.

¿Sabes lo que es una feria en esta ciudad? ¡Oh, si hubieras visto cuán hermosa y concurrida ha estado en el presente año! ¡Qué de fisonomías, que de modas, qué de acentos tan variados!

Mira lo que he escrito por divertirme y que hoy rompo desesperada.

«9 de septiembre. Confieso que tienen muy buen gusto los que pintan o escriben cuadros de costumbres: yo también quisiera una pluma y un pincel para el cuadro de anoche con su grupo de dos híspidos de Cuenca, un tozudo puruguayo (riobambeño), un fraile de todas partes, dos crespos de la costa, tres lindos de no sé dónde, un gracioso de provincia y un comandante sin domicilio, que formaron mi cortejo. El gracioso cayó en desgracia de todos porque me hacía reír: al comandante se le calificó de cobarde porque me hablaba de sus proezas: al fraile le traté mejor, porque deseaba que sus compañeros le aborrecieran, y no tardé en conseguir que le dieran su par de sornavirones los híspidos de Cuenca, aunque no tardaron en arrodillarse a pedirle la absolución juzgándose excomulgados. A los lindos los traté como a señoritas y entiendo que quedaron satisfechos. Al tozudo le costó mucho trabajo afectar zalamería; pero ésta estuvo de sobra de parte de los provincianos, que reducían sus galanterías a decirme que eran viles gusanillos de la tierra y que yo era una deidad: esto no divierte. Los costeños me decían candorosamente: ¡que venga la música, la diversión, que eso es lo que se quiere! y me parecía bien esta franqueza».

«Día 10. Ha habido una competencia entre morlacos y costeños que no pude comprender, porque reventaba de risa al oír al guirigay que se formaba al alternarse el acento esdrujulario de los primeros y el puntiagudo de los segundos. El Señooórito de Cuenca y Señoriiíta de la costa hacen un contraste graciosísimo, pues cada uno alarga tanto más su acento respectivo, cuanto más insinuante quiere mostrarse.

Pero dejemos estas frivolidades de un libro de memorias del que no van a quedar ni las cenizas. Basta con decirte que en un lado estaba el portal de los juegos de envite, y en otro el de los grandes comerciantes, aquí los revendedores con sus acatamientos, allí algún dicho gracioso, más acá una fina galantería: música, festines, serenatas, obsequios; nada me faltaba; se podía creer que había llegado a satisfacerse la amplitud de mis aspiraciones; pero algo tenía dentro de mí que me excitaba a llorar.

Después la ciudad ha vuelto a su genial silencio, y mi alma se ha tornado en un arenal desierto, tostado por el sol del arrepentimiento y removido por los vientos del desengaño; en este vasto arenal la imagen de lo pasado se levanta como un espectro.

Tengo vergüenza de mí misma, me aborrezco de muerte y no sé cómo he de vengarme. Antes de nueve meses he recorrido un siglo de perdición.

He pulsado mis fuerzas y me siento incapaz de postrarme a ser oída en penitencia por los mismos a quienes he repulsado con desprecio. Solamente ante ti me arrodillara; pero entonces los sollozos no me darían lugar para acusarme y no podría menos que encenderme en un amor ya imposible, en un amor desesperado.

He causado muchos daños que no habría conocido sin tus cartas: es preciso que el escándalo termine juntamente con la vida antes que tú vengas a anonadarme.

Adiós, Eduardo.


Sin ningún signo de compasión y caminando directamente hacia su objeto, el abogado continuó diciendo:

—A estas cartas que dan indicios vehementes de un suicidio se agrega lo que dicen unánimemente los declarantes, a saber, que esta señora, estando con fiebre y con otras enfermedades, convidó para un paseo a unas veinte personas, casi todas de la plebe: comió como desesperada, frutas y manjares que le hicieron daño: apuró licores por primera vez, porque antes aunque era alegre no bebía: y casi ahíta, embriagada y casi delirante por la fiebre, entró a bañarse a las seis de la tarde en el agua helada del Zamora. A las once de la noche el apoplético la mandó a la eternidad.

Como esta relación estaba más terrible que la presencia del cadáver, el estudiante salió a buscar un aire más respirable que el de ese cuarto, y se encontró con el espectáculo de los peones que estaban recogiendo en el ataúd trozos de carne humana engangrenada. Allí estaba exangüe y despedazado el corazón que había hecho palpitar a tantos corazones.

Por la tarde cuatro indígenas pisoneaban una sepultura y los curiales daban por terminado el sumario por no haber lugar a formación de causa. He aquí el fin de la que fue Rosaura.