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La estafeta romántica/X

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X

De D. Fernando a Doña Aura

Ni sé dónde estás, ni si conservas memoria de mí. Avivando tus recuerdos; volviendo con insistencia y fe tus miradas a lo pasado, quizás logres, hermosa Aura, reconocer al que esta te escribe. No te asustes creyendo que recibes carta de un muerto. Vivo estoy, aunque no tanto como parece. Vivo estaba cuando llegué a Bilbao y llamé a la puerta de tu casa, y una mujer de aspecto desapacible me dijo que tú no vivías ya para mí.

Menos tiempo del que suele durar la memoria de un muerto, duró en ti la memoria de un vivo que te amaba, y a quien juraste fidelidad eterna, entendiendo por eternidad el espacio de un sueño, o la duración de nuestras alegrías más fugaces.

Dime que estamos soñando, que dormimos lejos el uno del otro, y ello me parecerá menos increíble que la noticia de tu casamiento. ¿Tan persuadida estabas de mi muerte que ni siquiera la pusiste en duda, esperando la certificación y seguridades de que yo no existía? Las personas que verdaderamente aman, suelen resistirse a creer que han perdido su bien. Aun ante la evidencia dudan. Fáciles en dar crédito a los anuncios de muerte son los que la desean o no la temen. Y si engañada la creíste, ¿no merecía yo que pusieses entre el muerto y el vivo mayor espacio, para que uno y otro no se junten en tus sentimientos? No es bien que anden mezclados en tu corazón la lástima del que se va con el respeto del que llega. ¿No te confunde, no te entristece que no sepas distinguir las pisadas del que sale de las pisadas del que entra?

Pero al acusarte sin conocimiento claro de los hechos, me expongo a ser injusto. Perdóname, que tiempo tengo de acusarte cuando sepa qué móviles han determinado este caso inaudito. ¿Eres más débil que culpable? ¿Has cedido a sugestiones cuya gravedad y fuerza no puedo yo apreciar desconociendo los caracteres que te rodean y el ambiente que respiras? ¿Te convencieron de mi muerte, con lo cual, adormecida tu voluntad, fácilmente la hicieron esclava? ¿A qué artificios del infierno debo esta sustracción infame de lo que me pertenecía? Porque aún están deslumbrados mis ojos con los destellos vivísimos de tu entendimiento; aún veo los hermosos arranques de tu corazón, el poder afectivo que parecía desafiar cielo y tierra, y no se me alcanza como tales fenómenos, que yo juzgué energías indomables, han podido trocarse en el fenómeno contrario: la endeblez, la impotencia y la pasividad. Sospecho que eres, más que criminal, víctima, no menos digna de lástima que yo. Presumo que no me burlaste, sino que los dos hemos sido burlados. Dímelo así, si es verdad; y si mi desgracia es obra tuya, dímelo también sin rebozo, que no he de volver contra ti el daño que me has hecho. Creeré que te has muerto, y conservaré el recuerdo de la pasada Aura, pensando que la existente es otra, una mujer insignificante, disfrazada con el nombre y facciones de aquella.

Pero si confirmas mi sospecha; si por declaración tuya me convenzo de que me han robado a mi Aura, aunque hayan sabido cohonestar el secuestro con la formalidad sacramental consumada por sorpresa, y con perfidia y traición, engañando a Dios, o queriendo engañarle, aquí estoy dispuesto a dar a los impostores su merecido. Contéstame pronto: te lo suplico, apelando a tu compasión, ya que no puedo invocar otro sentimiento. Más quiero la desesperación que la duda; más quiero un golpe mortífero de la verdad que el consuelo de esperanzas mentirosas. Pido a Dios que, si no me respondes claramente, nunca tengas paz. -Fernando Calpena.