La estafeta romántica/XI
XI
Madrid, Abril.
Mira, niño maleante y ocioso, hazme el favor de no gastar esas bromas públicas de ponerme en el sobrescrito de tu carta los títulos y remoquetes de Cardenal. La que recibí ayer movió gran escándalo en la casa. Asustado venía el cartero, y la criada se asustó más cuando se enteró de que moraba en la casa un príncipe de la Iglesia sin que ella lo supiese. Debía de ser un Monseñor disfrazado. Méndez creyó al pronto que en Correos confundían su casa con la Nunciatura. Huésped hubo que se tragó la bola, creyendo que en el próximo Consistorio me concedería el capelo la Santidad de Gregorio XVI; y algunos, no sé si por chunga o por inocencia, me daban la enhorabuena. Luego empezaron las bromitas, algunas muy enfadosas...
Antes que se me olvide: Milagro está colocado en Gobernación, él dice que por intrigas, y lo creo. Vive temblando, porque Joaquín María López no cesa de hacer cesantías para colocar gente de las logias. Iglesias va a la Habana con un buen destino, creo que en Aduanas o en Rentas, de lo que me alegro infinito, a ver si levanta cabeza y puede socorrer a sus padres, que están en la miseria por sostenerle aquí. Debe la plaza, según me han dicho, a influencias moderadas. ¡Qué vueltas das, oh mundo! El pobrecito, no sabiendo ya a qué santo encomendarse, se dedicó a besar peanas que antes había escupido. Ya está haciendo las visitas de despedida, con sombrero nuevo y la ropa flamante que pregona su nuevo estado.
De Serrano no sé más sino que estaba en las últimas; mas no por eso menos desollador del prójimo. Desde el día del entierro de Larra, en que cogió un enfriamiento, no ha vuelto a salir a la calle. De tus amigos, el que más veo por ahí es Miguel de los Santos, a quien prometí una docena de botellas de Jerez, un jamón de Trévelez y una caja de mantequillas de Soria si te escribía una carta contándote los sucesos literarios. Me prometió mandármela hoy para incluirla en esta; pero dudo que cumpla su compromiso aquel ingenioso y sutil holgazán. A Ventura le he prometido nada menos que una capa nueva, con embozos de terciopelo, si te escribía. ¡Peste de literatos! No hay quien haga carrera de ellos. Quéjanse de que las letras no dan para vivir, y se pasan la vida limpiando con los codos las mesas del Parnasillo, y ensuciando con sus lenguas las reputaciones... clásicas. Pero dejemos a los poetas que vivan y rabien, y vamos a nuestro asunto.
La carta que acabo de recibir te me presenta volviendo tus ojos a lo pasado, y yo que tal veo échome a temblar. Mientras no consideres ese pasado triste como cosa muerta y sepultada, tu vida no tendrá sosiego. ¿Qué hablas ahí de venganzas? Tu desaire y el mal comportamiento de otras personas, ¿qué tienen que ver con tu dignidad? Esta nace de nuestra buena conducta, no de los villanos hechos de los demás. ¿Entiendes por dignidad la del Sr. Hernani, que, sin más razón que un puntillo de honra, se mata cuando D. Ruy Gómez le toca el cuerno? ¿Es dignidad la obcecación del bruto de Otelo (¡negro había de ser!), que por los falsos indicios de un pañuelo y carta, y por el soplo del indecente de Yago, mata a su mujer, sin averiguar si es culpable o no? Y buscando mejores ejemplos en el clasicismo, ¿crees que es digno Orestes matando a Clitemnestra, su mamá, por culpas que sólo debía castigar Júpiter? ¿Estimas que Medea obró con dignidad vengando en sus hijitos las ofensas del sinvergüenza de Jasón? Y a Edipo, a Menelao, a Eneas y a todos esos mal llamados héroes, ensalzados por los poetas, ¿les tienes también por hombres dignos? Será tu perdición el querer proyectar en la vida real una sombra de las figuras poéticas, reduciendo a hechos los sentimientos hinchados y artificiosos que son la armadura de tragedias y dramas. Esas cosas se leen, se admiran, pero no se imitan, porque acabaríamos por volvernos locos. Es como si ahora salieras tú en la vida real con la tecla de hablar en verso. Desde la gran señora a la cocinera, todos y todas se reirían de ti. Una cosa es declamar, querido Fernando, y otra es vivir. Examinemos tu asunto: quisiste a una mujer; se ausentó de ti; por circunstancias independientes de tu voluntad, por entorpecimientos de fuerza mayor, obra de la guerra y de contratiempos naturales, no pudiste llegar al lado de la que amabas. Pasó tiempo... que ese es su oficio, pasar, pasar siempre, trastornando los planes mejor combinados de las criaturas. La niña, que por las trazas no es de esas que están constituidas para largas esperas, se cansó, cosa muy natural, pues cada uno se cansa cuando su temperamento lo dispone. Entre paréntesis, desde que yo la vi en casa de aquella condenada Zahón, que Dios confunda, la tuve por demasiado viva de genio, carácter impaciente, voluntarioso, atropellado. Bueno: pues se cansó de esperar: eso de tener paciencia o no tenerla, lo da Dios, hijo. Y como tú no llegabas ni de ti se tenían noticias, otro sujeto, que no debía de ser rana, siguió la doctrina de uno de los siete sabios de Grecia, a quien debemos el gran aforismo: aprovecha la ocasión. Y aprovechando, aprovechando, ya con ardientes galanteos, ya por otros medios que le suministró la fatalidad, tal vez por sugestiones de una familia egoísta, y resortes de embaucación y engaño, o sin engaño, no lo sabemos, triunfó, y suyo fue lo que por tuyo tenías. Bueno, ¿y qué? Esto lo vemos un día y otro. Por tonto y vulgar, el caso ni aun merece que se le ponga en verso y en escenas parladas para salir al teatro.
Llegaste al fin, pero llegaste tarde, cosa también vulgarísima y de clavo pasado, pues desde que el mundo es mundo, la humanidad incurre en esa fatalidad vulgarísima de llegar tarde... Pues, amigo, aprende para otra vez, y da el negocio por concluido. ¿No es ridículo que quieras salir ahora haciendo la fantasma que se presenta entre las alegrías del festín de boda, y ahoga con lúgubres apóstrofes los cantos del epitalamio? ¡Niño, por Dios! Quítate el caperuzo de espectro, y vete a tu casa. ¿O es que representas el galán desesperado, melenudo y ojeroso que, cuando las cosas ya no tienen remedio, pues están echadas las bendiciones, se aparece espada en mano, queriendo atravesar a la dama infiel, al segundo galán solapado, al primer barba, que es el padre, al segundo, que hace de sacerdote, y a la característica, zurcidora de aquel enredo? ¡Niño, por Dios! Hasta en el teatro apestan ya esas cosas. En la vida real, casos de esa naturaleza se solucionan dando media vuelta el galán, el cual deja tras de sí, para que los culpables lo recojan, si quieren, un desprecio de buen tono; y aquí paz y después gloria. Para tu tranquilidad, urge que mandes echar el telón sobre ese final tonto, y te metas en tu casa, donde, si te dejas querer, no tardarás en recibir memoriales de innúmeras novias de más mérito, y de tanta hermosura, por lo menos, como la que ha demostrado no ser digna de ti. Hijo mío, las tendrás a pares, a docenas: si te gustan pobres, pobres; si las quieres ricas, ricas hasta dejárselo de sobra, y honestas, de resistencia por todo el tiempo que se las mande esperar; discretas y amorosas, de excelente educación moral y profana. Y no te digo más.
Tanto me ha enojado tu carta, que no me atrevo a dar cuenta de ella a Su Majestad; he tenido que soltarle el venial embuste de que no habías escrito, prefiriendo para ello el disgustillo de no tener noticias, al disgustazo de leer esas bobadas de venganza, dignidad y dramáticos desplantes, que traen pegados el polvillo y las telarañas de guardarropía.
Otra cosa: se había determinado que este indigno capellán se pusiera en camino hacia esas regiones; pero su éxodo ha sufrido aplazamiento. El mejor día, no sé cuándo, tendrás el disgusto de ver aparecer mi jeta en esos horizontes, y yo la inmerecida satisfacción de darte un abrazo. Sabrás, ¡oh Telémaco! que tu Mentor ha ingresado en la Secretaría del Vicariato General Castrense, con jerarquía eclesiástica que le da derecho a usar medias moradas. ¿Qué te creías? Por donde menos se piensa, se va a Roma. Dame bromitas con el cardenalato. Monaguillo te vean mis ojos, y de hombres se hacen los obispos, dicen viejos refranes. Con que no más chirigotas.
Llega en este instante la carta de Miguel de los Santos, que te incluyo. Tuyo de corazón, -Hillo.
De Miguel de los Santos a Fernando Calpena
(incluida en la anterior).
Queridísimo y nunca olvidado Fernando: Dijo el grande Hipócrates, y si otra cosa no hubiera dicho, esta bastaba para acreditarle de grande en genio, entendimiento y ciencia; dijo Hipócrates, en griego para mayor claridad, lo que alguien tradujo al latín: Ars longa, vita brevis, judicium difficile, experimentum periculosum. Con tal sentencia por delante nada tenemos que añadir los doctos para recomendarnos a la benevolencia del blando lector. En verdad te digo que me tiemblan las carnes en cuanto agarro la pluma, pues nada tengo por más difícil que referir lo que hemos visto y comentarlo, o exponer opiniones sustanciosas, que no apesten de viejas y sobadas, sobre cualquier asunto. Y añado que no es menos espinosa la descripción de lo real que la de lo fingido, pues en esto tenemos campo libre para elegir o desechar lo que nos diere la gana, mientras que en la narración real, que los sabios llamamos Historia, el respeto de la verdad nos embaraza y confunde, y el miedo de mentir corta los vuelos de la fantasía. Ahora veremos si sirvo yo para este negocio de contar lo sucedido, con la añadidura de reciente, de quien son testigos, no uno, sino mil de nuestros semejantes, que pueden desmentirme y abochornarme si en la descripción yerro, o en los juicios desbarro. Voy medroso al asunto, pues aunque escribo al parecer para ti solo, en familiar estilo, no puedo tomar la pluma sin pensar que ha de leerme la posteridad, y en las cartas de mayor confianza pongo todo mi estudio clásico y mis profundos conocimientos del lenguaje, para enseñanza y admiración de las generaciones futuras. Guardarás, pues, esta epístola como oro en paño, para que andando los tiempos (y ellos andan, ¡ay! más de lo que quisiéramos), figure en el abultado mamotreto de mis Obras completas, o en el de las Póstumas si me malogro tempranamente, lo que no quiera Dios. Y basta de prólogo con morrión.
Gran dicha es, mi querido Fernando, que todas estas cosas que voy a contarte hayan pasado en tu ausencia; dicha grande, sí, pues si tú las presenciaras, yo no escribiría esta carta, y ya veo lo que se perderían las letras castellanas, tan pobres y deslucidas en el género epistolar. Gracias a tu ausencia y a mi solicitud en informarte de lo que no has visto, se encuentra la patria literatura con esta joya, que no esperaba... Y basta: ahora sí que entro en materia.
Supe yo la muerte de Larra al día siguiente del suceso, o sea, el 14 de Febrero. Fui a verle con otros amigos a la bóveda de Santiago, donde habían puesto el cadáver; allí me encontré a Ventura y a Roca Togores, tan afligidos como yo y Hartzenbusch, que me acompañaba. «¿Y por qué...? -decíamos todos, que es lo que se dice en estos casos-.¿Cuál ha sido el móvil...?». Quién hablaba de un arrebato de locura; quién atribuía tal muerte al estallido final de un carácter, verdadera bomba cargada de amargura explosiva. Tenía que suceder, tenía que venir a parar en aquella siniestra caída al abismo. ¿Y ella? Si alguien la culpaba en momentos de duelo y emoción, no había razón para ello. No era ya culpable. Por querer huir del pecado, había surgido la espantosa tragedia. En fin, querido Fernando, suspiramos fuerte y salimos, después de bien mirado y remirado el rostro frío del gran Fígaro, de color y pasta de cera, no de la más blanca; la boca ligeramente entreabierta, el cabello en desorden; junto a la derecha el agujero de entrada de la bala mortífera. Era una lástima ver aquel ingenio prodigioso caído para siempre, reposando ya en la actitud de las cosas inertes. ¡Veintiocho años de vida, una gloria inmensa alcanzada en corto tiempo con admirables, no igualados escritos, rebosando de hermosa ironía, de picante gracejo, divina burla de las humanas ridiculeces!... No podía vivir, no. Demasiado había vivido; moría de viejo, a los veintiocho años, caduco ya de la voluntad, decrépito, agotado. Eso pensaba yo, y salí, como te digo, suspirando, y me fui a ver a Pepe Espronceda, que estaba en cama con reúma articular, que le tenía en un grito. ¡Pobre Pepe! Entré en su alcoba, y le hallé casi desvanecido en la butaca, acompañado de Villalta y Enrique Gil, que acababan de darle la noticia. El estado de ánimo del gran poeta no era el más a propósito para emociones muy vivas, pues a más de la dolencia que le postraba, había sufrido el cruel desengaño que acibaró lo restante de su vida. Ignoro si sabes que Teresa le abandonó hace dos meses. Sí, hombre, y... En fin, que esto no hace al caso. Gran fortuna ha sido para las letras patrias que Pepe no haya incurrido en la desesperación y demencia del pobre Larra. Gracias a Dios, Espronceda sanará de su reúma y de su pasión, y veremos concluido El Diablo Mundo, que es el primer poema del ídem... Senteme a su lado, y hablamos del pobre muerto. En un arranque de suprema tristeza vi llorar a Espronceda; luego se rehízo, trayendo a su memoria y a la de los tres allí presentes los donaires amargos del Pobrecito hablador, el romanticismo caballeresco del Doncel, y el conceptismo lúgubre de El día de Difuntos. También hablaron de ella, y tal y qué sé yo, diciendo cosas que no reproduzco por creerlas impropias de la gravedad de la Historia. Villalta y Enrique Gil se fueron, porque tenían que dar infinitos pasos para organizar el entierro de Fígaro con el mayor lucimiento posible, y me quedé solo con el poeta, el cual, de improviso, dio un fuerte golpe en el brazo del sillón, diciendo: «¡Qué demonio! Ha hecho bien». Yo rebatí esta insana idea como pude, y para distraerle recité versos, de los cuales ningún caso hacía. A media tarde entró de nuevo Villalta con Ferrer del Río y Pepe Díaz. Espronceda sintió frío y se metió en la cama. Yo, caviloso y cejijunto, hacía mis cálculos para ver de dónde sacaría la ropa de luto que necesitaba para el entierro...
¿Qué te parece mi estilo histórico? Ya ves que Xenofonte, Tito Livio y el propio Tácito se quedan tamañitos. Aquí doy un salto, dejando inéditas mis fatigas y diligencias para encontrar un amigo de mi talla y carnes que para el entierro me vistiese, y paso a contarte la escena solemnísima del cementerio, que no olvidaremos jamás los que la presenciarnos... Atacado de esa comezón o prurito de maliciosa crítica que suele posesionarse de nuestro espíritu en las ocasiones más luctuosas, no pude menos de reparar en la ropa de cada cual, dividiendo por clases de primera, segunda y tercera a los que la llevaban superior, media o mala. Vi levitas de intachable corte y hechura, llevadas por cuerpos para los que no era novedad el cubrirse con ellas; vi otras que pedían con sus dobleces volver al arca de donde las sacó la etiqueta; las había que se estiraban para corresponder al crecimiento de su dueño; había no pocas de las vinculadas: levitas madres, levitas abuelas, transmitidas de generación en generación... Pero todo este observar indiscreto, irreverente, fue ahogado por la emoción que nos embargó al descubrir el ataúd y ver las ya macilentas facciones del gran satírico, próximas a desaparecer para siempre en la tierra. Aún nos parecía mentira que del primer ingenio de nuestra época no quedase más que aquel despojo miserable. ¡Veintiocho años, Señor, la edad de vivir!... ¡Y verle allí mudo, inerte; su arte y su pluma enterrados con él!... El primer discurso fue de Roca de Togores, que a todos nos conmovió profundamente: no pude contener mis lágrimas. Algo dijo después en prosa el Conde de las Navas, y en verso Pepe Díaz. Cuando ya se daba por terminado el acto, rompió el cerco aquel Massard ¿te acuerdas?, Joaquín Massard, más conocido en Madrid que la ruda, empleado en la Secretaría del Infante D. Sebastián. Pues traía de la mano a Pepe Zorrilla, lo que nos sorprendió mucho, pues si sabíamos que éste había hecho unos versos a la muerte de Larra, pensábamos que eran para El Mundo, no para leerlos en el cementerio.
A Pepe Zorrilla no le conoces. Vino escapado de Valladolid después que escapaste tú de la Corte. Es de la estatura de Hartzenbusch, y con menos carnes; todo espíritu y melenas; un chico que se trae un universo de poesía en la cabeza. Verás: temblando empezó a leer; pero al segundo verso su voz no era ya humana, sino divina... Yo le había oído recitar mil veces; admiraba su voz bien timbrada y dulce; pero aun conocido el órgano, me maravilló la sublime ejecución de aquella tarde. Hace las cadencias de un modo nuevo, con ritmo musical, melódico. Necesitas oírlo para poder apreciarlo... Los versos ya los conocerás; se han divulgado por toda España. Al tercer verso,
vano remedo del postrer lamento,
sentí una emoción tan honda, que tuve que agarrarme al más próximo para no caerme. Yo era un mar de lágrimas. No hacía más que mirar al muerto, que me pareció que pestañeaba. Todos los vivos se llevaban el pañuelo a los ojos. El poeta se fue serenando, se fue creciendo; cada vez leía mejor, y cuando concluía nos pareció que llegaba al cielo. El estupor y la admiración se confundían con la extremada tristeza del acto para formar un conjunto grandioso en que andaban la muerte y la vida, la podredumbre y la inmortalidad, la realidad y el arte, tomando y dejando nuestras almas como olas que van y vienen. Corrí a dar un abrazo a Zorrilla, de quien soy amigo del alma... Juntos estudiábamos en Valladolid la ciencia del Derecho... por los textos de Víctor Hugo, Walter Scott y Byron. Pero no pude llegarme a él, porque un tropel de gente le rodeaba. En esto, vi que metían en el nicho el ataúd de Larra. El creador de páginas inmortales se iba para siempre: la puerta negra se cerraba tras él. No era más que un nombre. No lejos de allí, Zorrilla, vestido como yo de prestada ropa, pálido de la emoción y del frío, temblaba recibiendo plácemes: era un nombre nuevo que allí había salido de la tierra, a punto que el pobre cuerpo del otro entraba. Yo vi en mi mente poemas y dramas que aún no se habían escrito, que yo no escribiría seguramente, que serían la obra, la fama, la gloria de aquel querido amigo de mi infancia, con quien había correteado en la capital de Castilla la Vieja. Hasta entonces le quería; desde aquel momento le admiré y le tuve por un oráculo, sin asomos de envidia, porque yo me siento autor de las obras más bellas, de las obras de otros; sé muy bien que no he de escribirlas nunca, así me conceda Dios mil años de vida, y admiro el numen, que me figuro mío, transmitido a los demás para que no se pierdan mis inspiraciones.
Ya tapaban con ladrillos el nicho, cuando pude estrechar en mis brazos a Pepe. Harto sabía él que mi felicitación era sincera. Dos hermanos no se quieren más. No pude gozar de su compañía en aquella hora triste y feliz, de entusiasmo y lágrimas, porque vino Luis Bravo rompiendo por entre la multitud, con aquellos modos ejecutivos y perentorios que gastar suele, y cogiéndole de la mano le arrastró tras sí. Dijéronme luego que se le habían llevado en coche dos señores de los que ostentaban mejores levitas en el entierro. A la salida hube de reparar nuevamente en las prendas de vestir, de variedad suma, complaciéndome en ver no pocas de peor calidad y ajuste que la mía. Comparado con algunos que no quiero nombrar, yo estaba deslumbrador. Los mejor trajeados eran Roca de Togores, Mesonero Romanos, Villalta, Julián y Florencio Romea, Carlos Latorre, Donoso, Villahermosa, los Madrazos... Ventura y Bretón no iban mal apañados. Plebe endomingada éramos Ferrer del Río, Pepe Díaz, García Gutiérrez, Juan Eugenio, Gil y Zárate y el eximio autor de La protección de un sastre.
El cual, a la mañana siguiente, hallándose, no diré que en el primer sueño, pero sí en el segundo, sabrosísimo, fue despertado por Zorrillita, que entró, como siempre, metiendo ruido. Despertar yo y él abrazarme sentado al borde del mullido lecho potronil, fue todo uno. Ni Pepe ni yo sabíamos qué hora era, ni nos importaba, hechos ya a mirar el tiempo con menosprecio, por lo cual habíamos resuelto alejar de nosotros a esos impertinentes marcadores de la oportunidad que llamamos relojes. Para nada los necesitábamos. Desperezábame yo, y Pepe me contaba sus triunfos de aquella noche, en que no había dormido, ni siquiera entrado en su casa. Presentado por Luis Bravo al señor del coche, un alemán muy rico que se llama Buschental, a quien tú no conoces ni yo tampoco, porque no nos tratamos con gente de dinero, ni maldita la falta que nos hacen tales compañías, pues ya sabes cuán difícil es que entre un rico en el reino de los cielos; presentado al banquero, digo, este y otro cuyo nombre ignoro, y por eso se queda sin pasar a la posteridad, le llevaron a comer a Genieys, y le obsequiaron y le colmaron de lisonjas. Corrieron el Jerez y el Champagne. ¡Manes del gran Fígaro, escribid el artículo de ultratumba: Del cementerio a la fonda! Concluido el comistraje, le llevó Bravo a nuestro café del Príncipe, donde hizo amistad con Ventura, Hartzenbusch, Bretón y García Gutiérrez, y de allí cargaron con él a casa de Donoso Cortés, do se hallaban Pastor Díaz y Pacheco, los cuales, después de hacerle desembuchar estrofas, ofreciéronle una plaza en El Porvenir con treinta duros de sueldo. Su obligación era llenar de poesía dos o tres columnas todos los domingos y fiestas de guardar, y traducir novelas para el folletín. Tanta felicidad le tenía embobado, y también a mí, que con sus triunfos gozaba lo que no puedes figurarte. Era el hombre del día. La suerte iba en su busca con el laurel en una mano y treinta duros en la otra. Tan desusado y peregrino nos pareció esto, que resolvimos celebrarlo con toda pompa, dedicando a la Providencia una solemne fiesta eucharistica o de acción de gracias, la cual debía de consistir en alegres festines y en gozar de cuanto Dios crió. Yo bailaba vistiéndome, y Zorrilla se tomó mi chocolate. Sentía él no disponer ya de los primeros seiscientos reales de El Porvenir; pero como yo poseía algunos, resolvimos consagrarlos a las indicadas expansiones eucharisticas, en las doradas puertas de la inmortalidad que para mi amigo se abrían. Embolsado el dinero, nos echamos a la calle, creyendo que el Mundo y la Naturaleza se engalanaban en nuestro obsequio; que los transeúntes bailaban o debían bailar de regocijo como nosotros; que el sol alumbraba más que otros días; que las calles reían a carcajadas; y más ricos que Fúcares, más ufanos que Napoleón al día siguiente de Austerlitz, reventando de salud y de júbilo, nos lanzamos en busca de cháchara festiva, de comidas sabrosas, de ardientes emociones y estimulantes placeres.
¿Sabes cómo escribió este condenado Pepillo los versos que en un abrir y cerrar de ojos le han dado fama y una plaza de treinta durazos? Pues con un mimbre, porque no tenía pluma; y mojado en pintura, no sé si azul o verde, por no haber tinta en la casa. Hasta el 14 de Febrero la morada del caballeresco poeta fue una suntuosa cestería; mas hoy por hoy, tanto él como yo, príncipes de las letras, hemos ordenado que se nos prepare la Alhambra de Granada o el Alcázar de Toledo.
Dícenme, mi buen Fernando, que no ha sido venturoso el fin de tu aventura en esas tierras frígidas. Lo creo y me congratulo. Alégrate conmigo de que te haya salido mal lo que, de salir bien, habría sido para ti la primera piedra de la pirámide de tus infortunios. No hay cosa más feliz que el que a uno le planten, con lo que se libra del enfadoso problema de plantar, más difícil de lo que a primera vista parece. Todo hombre que recobra su libertad, todo emancipado de la tiranía de amor, es héroe que vuelve ileso de las batallas de la vida. En mi calidad de profeta y oráculo te administro un consejo, al cual, para que más fácilmente se grabe en tu memoria, doy forma métrica, sin lima, pues he proscrito el uso de esa herramienta:
¡No ames a nadie nunca; allá en tu mente
Goza con tu amoroso pensamiento;
Nunca tu corazón crea imprudente
Hallar en otro amor y sentimiento!
Vuelve al mundo, hijo mío, y no desgastes tu noble espíritu en melancolías, que son causa de malas digestiones. Contempla las bellezas de la creación, y extasíate en lo que Dios ha fabricado para nuestro recreo; admíralo todo. El mundo es bueno, superior, y en él se acreditó de maestro el Supremo Artífice.
¿Qué hay que pedir? ¡Tenéis cielo y estrellas,
Y sol y luna y otras cien mil cosas
Que, a más de ser a vuestra vista bellas,
Son acabadas máquinas grandiosas!
¡Rayos, truenos, relámpagos, centellas
Tenéis, que os dan mil fiestas luminosas!
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¿Qué me decís del mar? ¿Y los volcanes?...
¿Y las minas? ¿Y el reino vegetal?
¿Pues dónde dejaremos los afanes
Que habrá costado hacer un animal?
Miserable mortal, no te me ufanes
Creyéndote animal excepcional,
Que el mismo tiempo malgastó en ti Dios
Que en hacer un ratón, o a lo más, dos.
Admira el Universo, abominando sólo de dos cosas: de la mujer, que fue criada para echar a perder todo lo demás, y de la filosofía, que sólo sirve para envolver en importunas gasas la verdad y no permitirnos gozar de ella. Oye estos sublimes pensamientos míos acerca de la filosofía:
A cada paso se oye un NO y un sí...
Algunas veces se oye un YA SE VE;
Se habla de Dios; definirele así,
Diciendo que Dios es un ENTE A SE.
El alma no es A SE, ni vive EN SÍ,
Que vive en Dios, por quien creada fue...
Quien me entienda, me entienda, porque yo
Ni entiendo al que me entienda, ni al que no.
Y por fin, querido Fernando, aunque dicen que lo bueno nunca es largo, doy fin a esta carta, repitiendo las advertencias que al principio te hice para que a documento tan precioso no se le entorpezca el pase a la posteridad. Guárdala en el más seguro estuche de tu relicario; rotúlala con mi nombre para que extraños y propios aprecien sin leerla su inmenso valor literario, y date con un canto en los pechos por haber merecido el honor de que Nos (uso el plural, como el Papa) hayamos vencido nuestra sublime pereza para escribírtela. No esperabas tú esta diligencia mía, tan contraria a las preciosas virtudes de no hacer nada y de pensarlo todo, que son mis virtudes favoritas. Por ellas la Divina Comedia, que debió ser mía, es del Dante; mi Vida es sueño pasó a Calderón; mi Sí de las niñas se lo cedí a Moratín, y todo lo bueno y hermoso de estos tiempos, por generosa renuncia de mi ingenio soberano, ha pasado a reflejarse del sol de mi caletre a la luna de los autores que andan por ahí, resultando que son espejos que, sin quererlo yo, reproducen mis ocultos esplendores. Yo me envanezco de ser autor de todas las grandes obras del humano saber. Soy feliz, y deseo que mi clásica epístola te colme a ti de felicidades, despejando tu cabeza de nubes enojosas, tornándote a la salud y al contento, a la conciencia de tu porvenir, y determinándote a salir de esas soledades para volver acá, donde te esperan abiertos en cruz, en olímpico desperezo, los brazos de tu amante amigo. -Nos Miguel de los Santos Álvarez.