La estafeta romántica/XXV
XXV
Miranda de Ebro, 20 de Julio.
Respetable señor y amor mío: Para comunicar a usted con la brevedad que desea el cumplimiento del encargo que se sirvió hacerme, me valgo de la pluma de mi primo Bonifacio Cebrián, coadjutor de la parroquial de este pueblo, pues ya sabe que soy muy torpe de escritura, y sobre que tardaría en poner la carta más tiempo del regular, la llenaría de disparates, con perjuicio de la buena explicación de las cosas. Si descansado llegué a Villarcayo, donde el señor me ordenó volver para acá con esta misión de que voy a darle cuenta, no llegué lo mismo a Miranda, pues como las órdenes eran de apretar el paso, tan a la letra lo hice, que la yegua no pudo pasar de Leciñana, y allá me habría quedado yo también si Gay no me proporcionara un jamelgo. Sobre él entré en esta ciudad a las nueve de la mañana, y al momento, ganando minutos, me personé en el Hospital, y pedí razón de la mujer enferma que en dicha santa casa debió ingresar la semana pasada. Manifiestas las señas que en el papel apuntamos para que no se me olvidasen, ya que no podía dar el nombre, por ignorarlo, díjome el capellán de aquel establecimiento que la desgraciada señora o mujer, cuyas señas con las de nuestro papel concordaban, había muerto anoche, después de siete días de enfermedad, con pérdida de todo conocimiento y de toda sensación. De su nombre sabían en la santa casa tanto como yo, pues no se le había encontrado papel ni prenda alguna por donde su estado y circunstancias pudieran conocerse. Descorazonado yo de no hallarla viva, pedí que me la mostraran difunta, lo que no pudo ser porque media hora antes se la habían llevado al cementerio. Allá corrí sin detenerme en parte alguna; mas también llegué tarde, pues acababan de darle sepultura, y no alcancé más que a ver cómo colmaban el hoyo, apisonando después la tierra. Bien habría querido yo que esta fuera cristal para poder ver la fisonomía del rostro mortuorio de la difunta, y sacar de sus facciones macilentas algún dato, alguna luz que al señor sirviera para salir de su confusión; pero no vi más que la tierra, la cual era como la demás tierra que vemos. Ni me dijeron nada tampoco las caras de los sepultureros, a quienes miré largo rato, porque como el señor me dijo: «mira bien, observa...» ¿yo qué hacía? Mirar y observar hasta secarme los ojos.
Pienso yo, señor, que con el cuerpo de la fenecida señora o mujer enterraron la carta, que debía de tener cosida en las ropas de dentro, a no ser que antes se la quitaran, lo que también pudo acontecer. Yo miraba, miraba a la tierra, calculando a qué profundidad estaría, y me figuraba que estaba muy honda, muy honda. Desconsolado, convidé a los sepultureros a unas copas, lo que ellos agradecieron y aceptaron, y les llevé a la taberna más cercana, con la esperanza de que algo podían decirme de lo que yo no había visto y ellos sí. Uno de ellos, el que menos bebía y me miraba mucho, díjome que la enterrada era mujer en quien por encima de lo cadavérico se traslucía una gran hermosura; sí, señor, así me lo dijo. Y el otro afirmaba con la cabeza. Por la fe de los enterradores, puedo dar sólo este dato.
He cumplido, señor, el encargo que me confió, y mi conciencia está tranquila respecto a la rapidez de mi marcha, pues ni volando por los aires habría llegado más pronto de lo que llegué. En ninguna parte me entretuve: todo lo hice aceleradamente; pero más que mi buen deseo pudo la casualidad, o que así lo dispuso Dios. Mi amo me mandó en busca de conocimiento de una persona viva; mas no quiso que yo tomara razones de la eternidad, porque a esta yo no la entiendo ni mi amo tampoco. He cumplido, aunque sin ningún fruto, o con el solo fruto de saber que era bella, si no me engañó el sepulturero; que también pudo ser que a él le pareciera hermosura la fealdad, cosa muy natural en los que andan entre muertos.
Y no teniendo nada que hacer aquí, después de escribir al señor, como me encargó, tomo un buen caballo, y sigo para La Guardia con las cartas y regalos que allí tengo que entregar a las que fueron mis señoras.
Mi primo Bonifacio, a quien debo el favor de relatar en buena escritura lo que yo le iba diciendo, aprovecha esta ocasión para ofrecer al Sr. D. Fernando sus respetos y su inutilidad, como presbítero y primo del infrascrito, y detrás de él echo yo todos los afectos del corazón de este su fiel y humildísimo criado, que lo es -Sabas de San Pedro.