La estocada de la tarde: 01

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La estocada de la tarde de Antonio de Hoyos y Vinent
Capítulo I

Capítulo I

El banquero abatió con nueve. María Montaraz se impacientó. ¡Qué animal! ¡La suerte que tenía el tío aquel! Su mano menuda y ágil, libre de la prisión del guante, buceó en el bolsillo de áureas mallas que descansaba sobre su falda. Uno, dos, tres, cinco... ¡Aquí paz, y después, gloria! De las trescientas pesetas que había llevado le quedaban en total cinco duros. ¡Qué nochecita! No acertaba ni una. Además, se le había metido en la cabeza que aquella francesona, con tipo de carabinero, que se le sentó al lado, le traía pato; y para colmo, su otro vecino, un vejete pulcro y atildado que lucía sobre la albura de la pechera impecable una perla tamaña como un garbanzo, no cesaba de darle rodillazos insinuantes, y tenía ya media pierna deshecha.

Vaya, ¡la última jugada! Puso dos duros sobre la mesa y cogió las cartas prestamente antes de que la franchuta, que ya echaba la garra, las trincase.

-¡Ocho!

El banquero volvió a abatir con nueve.

La Montaraz se puso en pie. En un momento en que nadie le veía sacó la lengua al banquero, echó una mirada anonadante a su adorador, y, alejándose de la mesa, dio algunos pasos a la ventura para tornar a detenerse perpleja. Miró en derredor. ¡Nadie! ¿Dónde se habría metido Julito? ¿Y la necia de la Barbanzón?

Las dos y media señalaba el reloj colocado encima del espejo. En las amplias salas de juego del casino de San Sebastián no quedaba casi nadie de la formidable concurrencia que las llenaba una hora antes. Bajo la cruda claridad de los focos eléctricos, el salón, ha poco todo bullicio, tenía un vago aspecto de desolación que impresionaba desagradablemente. De las siete mesas que funcionaban durante la noche, cinco, abandonadas ya, tendían sus verdes tapetes donde faltaba el abigarrado triunfo de los personajes de la baraja y la música de las fichas. De las otras dos mesas, en una se jugaba fuerte y se veían agolpados en torno a ella los rostros lívidos, contraídos en una mueca de anhelo, de los jugadores que esperaban ansiosos, conteniendo hasta la respiración, la llegada de la carta que había de salvarles, y en la otra jugaban algunos juerguistas y algunas prójimas al «bacarrat de tranvía», riendo y alborotando. En uno de los salones pequeños tomaban chocolate en torno a una mesita tres o cuatro prójimas más con fantásticos atavíos y absurdos sombreros cargados de plumas, de pájaros, de flores y de frutas.

María curioseó con sus ojillos pícaros el grupo. La Pepita Sevilla, la Argentina, la Rosarito, y otra que no le era conocida. También formaban parte de la peña Perico Alpuente, con su aire «blassé», Florencio Roldán, muy «chic», muy británico, con su traje a cuadros y su cara zanahoria, y un muchachito joven y enquencle inclinado insinuante sobre las opulentas gracias de la Sevilla que, española castiza, le empujaba. ¡Pues hombre!... ¡Las manitas quietas!... y reía con su fresca risa que mostraba entre el coral de los labios la nieve de los dientes.

Esparcidas por el resto de la sala algunas otras parejas madrigalizaban o se querellaban. Pepito Montilla mantenía animado coloquio con una francesa alta y rubia que gracias a su enorme pamela «bebé», su cara estucada y pintada y sus dorados rizos tenía cierto pueril encanto de muñeca; el chico de Torralta parlamentaba con una dama madurita ya, que ostentaba hermosas joyas ganadas en una vida entera de trabajo, no del todo honesto; Paco Salazar se peleaba con la Ronacal, y algunos otros, que no conocía, mantenían conversación con las bellas.

Al través de las grandes puertas vidrieras, abiertas de par en par, veíase la terraza y más allá, con escenográfico prestigio, rociado de luceros, el cielo azul en que pendía como una lámpara de plata la luna trazando sobre la quieta superficie del mar su argentada estela.

Apoyadas en el barandal de piedra, vueltas de espaldas al salón, dos parejas hablaban. Debían ser seguramente la loca de Enriqueta con su nuevo devaneo, un secretario sudamericano de fieros ojos negros y rebeldes cabellos que le había hecho «tilín» días antes en el baile del Contri-Club de Biarritz (aquella Enriqueta, pese a sus ínfulas de gran dama y su empaque de reina zarzuelera, era incorregible y el aire pampero de su nuevo amigo, prometiéndole voluptuosidades feroces y desconocidas habíale levantado de cascos), y el otro estaba pareciéndole a María, Julito de palique con una señora gorda, seguramente la dichosa condesa viuda de la Campanada, que no se iba ni a rastras hasta que apagaban la luz y mucho menos teniendo allí al elegante bohemio con quien entregarse al dulce chismorreo. A ellos dirigíase la dama cuando a medio camino topó de manos a boca con Robledales.

Jovial, simpático, muy a la pata la llana, era el tal Robledales «un tipo». Rico sin ser potentado, independiente, sin pretensiones ni ambición, ni otro deseo que el de divertirse, incapaz de tomar nada en serio, fácil y oportuno de palabra, sobrio, pero exacto en el chiste, propio para inspirar simpatías y sembrar alegría hasta por su figura un poco cómica en su gordura fofa y bonachona, era buscado con ahínco por juerguistas, mujeres fáciles y damas tentadas a la risa. Elemento imprescindible para juergas y excursiones de placer, capaz de burlarse hasta de su sombra, pero eso sí, siempre de buena fe, sin poner hiel en sus frases (en contraposición con la de la Campanada y Julito, que pasaban por ser las peores lenguas de Madrid) era querido de todo el mundo. Tenía dos pasiones, las mujeres y los toros, y pasaba el verano entre las amables criaturas que hacen cuartel de estío de Biarritz y San Sebastián y las excursiones taurinas en compañía de los diestros de más cartel, por esas ferias de Dios.

Un cómico gesto de entusiasmo acogió su encuentro con la dama.

-¡Todavía aquí!

-Estaba jugando.

-¿Ganando?

-¡Qué ganando; perdiendo! -e hizo un ademán de aburrimiento.

Él pareció sumido en un sueño nostálgico; luego, con aire verteriano de melancolía y acompañando sus palabras de un suspiro enternecedor que hizo sonreír a pesar de su mal talante a María, añadió:

-¡Feliz usted! Ya sabe el dicho: «desgraciado en el juego, afortunado en amores».

La Montaraz protestó.

-¿En amores? Tampoco; no he encontrado en la vida ni uno. -Y añadió: -¡Ni falta que me hace!

El otro no se dio a partido.

-¡Qué ingrata! ¿Y el marqués? Cuando pierde usted es señal de que el ausente esposo le guarda fidelidad.

-¡Hombre, qué guasón! -rió la cínica-; ¿mi marido? ¡Qué monada! Pues mire usted -añadió con desaire-; prefiero la ganancia.

Mientras hablaba, su rostro de movilidad extraordinaria subrayaba con muecas chistosísimas sus palabras. ¿Bella?... No se sabía. Más bien graciosa; la boca era un poco grande, los ojos un poco pequeños; pero los labios muy rojos, frescos y jugosos, mostraban los dientes blancos y menudos en una sonrisa inteligente, luminosa y burlona, y los ojos tenían viveza extraordinaria, gracia pícara. Luego, hablaba con un deje chulesco inimitable, de madrileña neta, con una entonación mitad guasona, mitad sentimental, mezclando «timos» y giros de lenguaje especialísimos, que surgían espontáneos, risueños y picantes como surgirían en boca de una manola de Lavapiés. Toda su persona menuda y frágil tenía viveza llena de armonía, elegancia canalla que se destacaba en aquel momento bajo la indumentaria de suntuosidad un tanto aventurera. La túnica de gasa «bleu Sevres» semicubierta por una dalmática de tul bordada en oro y zafiros, dibujaba las líneas casi impúberes de su cuerpecillo andrógino y el gorro de aúreo tejido rematado por enorme penacho azul nimbaba luminosamente la cabellera de un negro azabache, peinada en pequeños bucles. ¡La Maja de Goya! Alguien le había comparado a ella, pero María protestó. No. Ella estaba mucho mejor formada que la dichosa Maja. Como no la creían, buscó testigos. Tuvo amantes. Amantes sí; amores no. Jamás quiso a nadie. Adoró las aventuras, las deliciosas aventuras, lo único que interrumpía la odiosa monotonía de la vida. Y tuvo aventuras más por curiosidad o afán de sensaciones nuevas, que por sensualidad; tuvo aventuras de todas clases y colores. Con el sinvergüenza de Julito, su gran amigo y camarada, corrió no sólo los lugares del París que se divierte, el Moulín, Mónaco, l'Abaye, sino también los sitios equívocos, Palmyr's, el Maurices-Bar, el The Ceylon -rodeada de aventureras y gentes sospechosas que ostentando raros títulos principados y condados de un Gotha imaginario vivían horas, días o meses de vida turbulenta y fastuosa y luego se hundían, desaparecían sin dejar huella en el misterio de donde habían salido. Y no sólo los lugares equívocos fueron visitados, sino también los francamente malos; los nocturnos cafetines de la Barrera del Trono y de las Fortificaciones, los «bars» mal afamados de les Halles, le Caveu, l'Angé Gabriel, le Fere a Cheval refugio de apaches y de amorosas «entroleusses» de aúreo casco y fino cuello lazado de rojo. Allí asistió a las juergas canallas en que marineros y ladrones, soldados borrachos y «souteneurs» bailaban con las prostitutas absurdos danzones de negros. De aquella época turbulenta quedáronle como recuerdo la aventura relámpago con cierto sospechoso vizconde de Malibran, que, diciéndose príncipe egipcio y descendiente de no sé qué vieja familia italiana, resultó hijo de los porteros del palacio Farnesio, de Roma, y la más sensacional y emocionante corrida con apuesto apache, el «Moreno» o el «Rizado», en un lóbrego y sucio «hotel mueblé» de la «rue de la Roquet». Con Julito también había recorrido de noche el londinense Witte Chapel y según fama (vaya usted a saber qué hay de verdad en ello, pues que Julito era el único testigo, y Julito «dilettanti» del chisme contaba siempre todo... menos la verdad), héchose violar por un marinero en una taberna siniestra. Había corrido medio mundo así a caza de lances peregrinos y había gustado de las aventuras de una noche en los grandes hoteles cosmopolitas con príncipes italianos y caballeros brasileños de ojos de brasa y enhiestos mostachos. Y había gustado del misterioso encanto de las noches venecianas y las tardes del Bósforo en Constantinopla y los amores archiducales en Viena y los tenores de ópera en Milán y los capitanes de bandoleros en Calabria. Como todas aquellas aventuras trascendieran, las gentes pudibundas en un principio se asustaron; pero poco a poco, ante su gracia y su simpatía personal, acabaron por reír y entonces sus devaneos recibieron esa consagración, esa patente de corso que significa el llamarse «cosas». Desde entonces los chistes más atrevidos, las mayores atrocidades que su desatornillado caletre discurrió, las cosas más monstruosas y estrafalarias fueron «cosas de María Montaraz».

Vuelta al buen humor por su encuentro con Robledales e incapaz de seguir una idea diez minutos, bromeó a su vez:

-¿Y usted? ¿Le parece decente? ¡Vaya unas horas de estar aquí! -e interrogó risueña:

-¿Qué pajarraca le tiene prisionero?

-Le aseguro a usted... -comenzó él.

-¡Miau! -hizo burlona.

El hombre jovial explicó:

-Si es que estoy ahí con el «Arrojadito», que talla una banca.

Pintose súbitamente vivísimo interés en el movible rostro de la dama.

-¿Está ahí «Arrojadito»? Le vi torear el otro día y la verdad es que es muy valiente. Después -añadió- yo creí que no se quedaba nunca, que en cuanto despachaba la corrida se iba con su mujer.

-Esta es la primera vez que se queda -informó el aficionado-. Como torea el viernes, no hay tiempo.

-Preséntemelo -encargó ella.

Siempre charlando aproximáronse ambos a la mesa donde el torero jugaba. Presidiendo la asamblea, entre los rostros macilentos por el trasnocheo y los torsos doblados por los vicios, destacábase la figura fuerte y juvenil del héroe popular. Lentamente, serenamente, con la misma tranquilidad con que cuadraba a los toros, servía las cartas. Ganaba mucho y un montoncillo de fichas se apilaba ante él. Sus ojos de africano, grandes y negros, paseaban tranquilamente por la concurrencia, y sus labios sonreían a todo el mundo, amigos o desconocidos, con una sonrisa pueril de niño o de salvaje que mostraba el triunfo de una dentadura impecable. Muy moreno, el pelo negro, fuerte y espesísimo, vagamente ondulado, y el pecho echado hacia adelante, había en toda su persona varonil apostura. La Montaraz se lo comía con los ojos mientras pasaba mentalmente revista al catálogo, a sus conquistas, en una especie de exposición o certamen amatorio. Era guapo. ¡Cuidado que ella los había tenido que no eran costal de paja ni mucho menos, pero aquel...! El «Rizado» era guapo, guapo también aquel sospechoso Milibran, y Alfonso Cariñana, el elegante «esportmant» y «herr Hércules», el forzudo luchador del casino de Carlsbad y los demás que pasaban por el cinematógrafo de su recuerdo; pero aquél era más hombre.

Los ojos del «Arrojadito», en su inconsciente mariposear, tropezaron con los de la dama e involuntariamente se detuvieron en ellos. La mirada vaga, serena, clara, se obscureció con un matiz de atención profunda; entonces, por primera vez, diose cuenta de la curiosidad de que era objeto, y consciente, ya miró extrañado. Recreose en el interés que inspiraba a la bella. ¡Era bonita la «gachí» aquella y se estaba timando con él! Por vez primera en el transcurso de la noche perdió, y como al contar las cartas que restaban en la baraja el banquero le avisase que eran insuficientes para otra mano, dio las fichas a un criado para que se las cambiase y se puso en pie. Robledales le llamó para presentarle a la dama.

-Joaquín, la marquesa de Montaraz, una admiradora tuya. Marquesa, Joaquín García «el Arrojadito», un poco bruto, pero buen chico.

El matador balbuceó cortado algunas palabras ininteligibles y tendió tímidamente su mano a la Montaraz. Ella la estrechó con un cordial apretón de la suya menuda y fina cargada de portentosos anillos, y amable, aseguró:

-No haga caso de Robledales, es un guasón muy grande. Crea usted que soy una admiradora entusiasta de su toreo. Le vi el otro día y me encantó. A mi no me gustan los toreros bonitos, me gustan los hombres valientes, que sepan arrimarse.

Y sin hacer caso de un irónico carraspeo de su jovial amigo, continuó:

-Lo que siento es que le he traído pato. Estaba usted ganando, y en cuanto llegué yo...

Murmuró él algo que debía de ser una galantería, pero que no llegó a oídos de sus interlocutores. Así y todo, la dama dio las gracias con una sonrisa complacida, y luego propuso:

-Cenaremos abajo juntos...

Y sin hacer caso del pertinaz carraspeo de Robledales, planeó:

-Espérenme ustedes un momento; voy a avisar a Enriqueta y Julito, y vengo por ustedes.

Y ágil, airosísima, con movimientos de una gracia insuperable, dirigiose a la terraza.