La estocada de la tarde: 02

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La estocada de la tarde
de Antonio de Hoyos y Vinent
Capítulo II

Capítulo II

No era un torero bonito ni un torero de raza. La historia de su triunfo fue la historia de su valor. Llegó porque se jugó la vida en cada suerte con arrojo temerario, porque miró a la muerte cara a cara siempre, sin llegar a verla nunca. Ignoraba el valor de la existencia; no sabía lo que era la vida y la muerte, y en cambio sabía lo que era el hambre y el frío. Tal vez en ello estribaba el secreto de su triunfo.

Para desdeñar la vida hay o que ignorar su valor o que no tener nada que perder con ella. La valentía va en razón contraria de los bienes que nos jugamos. Por eso son valientes los primitivos y los desesperados. Los civilizados son siempre cobardes; la existencia les ofrece demasiados atractivos para jugársela fácilmente.

No supo lo que era miedo. Ante el toro pensó en la gloria, en el oro, en los placeres; la visión siniestra de dolor y sangre no cruzó jamás por su imaginación.

Hízose torero porque en su alma ruda, primitiva, el toreo fue la única visión de triunfo entrevista en sueños. ¡Y qué luchas para llegar de simple capeador a espada de primera fila! Desde muy niño escapábase a los pueblos a la querencia del popular festejo, ostentando orgullosamente su incipiente coleta. A la vuelta su madre le sentaba las costuras. La pobre mujer, con la experiencia que le daban los años y una vida entera de incesantes trabajos, era refractaria de aquellos sueños y se desesperaba de ver la mala cabeza de su hijo. ¡Aquel hijo le iba a quitar la vida! ¡El fruto de su vientre, maleta, rodando por esos pueblos de Dios entre golfos y perdidas, expuesto a que un torete le diese una cornada! E invocaba la memoria del padre, el señor Zacarías, un buen trabajador, hombre tan cabal y leído que hasta estuvo, en una ocasión, en que se trató de llevar al Municipio representación del «honrado pueblo», indicado para concejal. Todo fue inútil: Joaquín siguió marchándose en inverosímiles peregrinaciones. Y un día, al volver de una de ellas, encontró que habían enterrado a su madre.

Desde entonces todas sus rudas ternuras, todo el caudal de afectos que había en su alma, lo consagró al amor de su Rosario, una muchacha dulce y pálida que sentía loco amor por el torerillo valiente. Pronto nuevas luchas y tristezas vinieron a amargar su dicha. La posición de la chiquilla era si no brillante, desahogada. Su padre, un buen obrero, ganaba de inspector en una fábrica lo suficiente para cubrir las modestas necesidades de su familia. El señor Damián y la señora Dolores eran gentes tranquilas y no querían un yerno torero. Ruegos, lágrimas, razones, todo fue inútil. Comenzó para los enamorados una era de dificultades y sobresaltos. Unas palabras furtivas a la salida de la iglesia, un rato de coloquio en la reja florida de rosas y claveles, entre los que adquiría la amada el misterioso encanto de una aparición mística, una flor que caía con el tallo tronchado por los dientes, una entrevista en la tapia del jardinillo, en que, bajo la benévola sonrisa de la luna, el futuro héroe tejía en los oídos de su novia un madrigal, eran los únicos consuelos que podían permitirse.

Pero todos aquellos obstáculos no le amilanaron. ¡Bah! Sería torero, un gran torero, y los padres de Rosario, ante la visión del dinero y los aplausos, cederían. Y soñaba, durmiendo en las cunetas de las carreteras, camino de los pueblos donde iba a torear, en mantones de Manila cubiertos de fastuosa flora, en que envolvería a su Rosario, y en los solitarios como garbanzos que gracias a él fulgurarían en sus orejas.

En aquellos días de prueba conoció a Robledales. En una novillada celebrada en no sé qué obscuro villorrio, donde una avería del coche obligara al aficionado a detenerse, éste vio torear al muchacho. Al principio lo tomó en broma, sus arrestos le hicieron reír; pero poco a poco el valor asombroso del chico, su pueril petulancia, la gracia ignata de sus movimientos lleváronle a vaticinar un astro futuro y comenzó a protegerle. El chico, además de valiente, era bueno; ninguna de las malas mañas de sus compañeros habían arraigado en él, y así el afecto del protector aumentó.

De nuevo vino la muerte a borrar un enemigo a sus sueños, pero al mismo tiempo, y por raro contrasentido, dio con ellos en tierra, al parecer para siempre.

Hallándose Robledales en América, una lenta y terrible dolencia arrebató la vida, tras comerse todos sus ahorros, al señor Damián. Corrió Joaquín a ver a su amada. En la casa, antes tan alegre, desarrollábase una escena terrible de dolor. No sólo perdían las infortunadas mujeres a un ser querido, que era su único apoyo, sino que además quedaban en la miseria. En el tosco espíritu del muchacho incubose rápidamente uno de esos sacrificios que nos hacen dar en holocausto de un cariño más que la vida, las ilusiones y las esperanzas. ¡Él las salvaría! Él, a quien no hubo fuerza humana que le hiciese renunciar al toreo, lo abandonaría voluntariamente para trabajar y sería el apoyo que faltaba a las desdichadas hembras. Y dos días después, hallado ya el jornal en una fábrica, se presentó a la señora Dolores, llevando en prenda aquello de que más orgulloso estaba, el símbolo de sus glorias: su coleta.

La pobre mujer no supo sino abrir los brazos, y llorando, estrecharle en ellos.

-¡Hijo! ¡Hijo de mi alma, qué bueno eres!

Meses después se casaron Joaquín y Rosario. Desde entonces la vida se deslizó monótona en un ambiente gris de felicidad humilde. De los antiguos ensueños no parecía quedar nada en pie; la quimera había plegado sus alas y entornado los párpados ocultando el malsano fulgor de sus pupilas glaucas y fascinadoras. Una niña, nacida un año después de la boda, había completado la dicha de aquel hogar. Joaquín trabajaba mucho, su honradez y laboriosidad le granjearon pronto la estimación de sus superiores y lentamente las ganancias aumentaban y con ellas el bienestar. Sólo de tarde en tarde la visión de un cartel de toros que con sus joyantes colores alegraba la vista inspirando ideas de triunfo y de alegría o el bullir de la multitud camino de la Plaza, despertaba como un eco nostálgico sus antiguos ensueños. Transcurrieron tres años, y al fin de ellos, un día Joaquín regresó a su casa con un pliegue de preocupación en la frente. Apenas cenó, y ya recluidos en la alcoba nupcial, confesó a su mujer con timideces de niño el delito. Se había encontrado con Robledales que buscaba un novillero para la corrida del siguiente día, pues la cogida aquella tarde del «Chico de las verónicas» dejaba el cartel incompleto y se lo había propuesto a él. Primero se negó. ¿Estaba loco? No sabía que él había sentado la cabeza y era ya hombre formal. No; no torearía. Pero Robledales había insistido. ¡Era un cobarde! ¿No le daba vergüenza? Él, que tenía un gran porvenir en los toros, estar pasando miserias y siendo un pobre obrero. Hasta por su Rosario, hasta por su chiquilla, su nena, debía hacerlo. ¿Es que le daban miedo los toros? Le habían hecho beber, habían excitado su amor propio, y acabó por aceptar.

Su misma ansiedad le dictaba razones que balbuceaba al oído de su mujer esperando ansioso, con extraña opresión de anhelo en el corazón, la sentencia que consideraba inapelable. Si ella no quería, se volvería atrás y retiraría su palabra.

Con alegre sorpresa suya, Rosario no se indignó, ni protestó airada de aquella locura, ni menos formuló una prohibición. ¿Por qué no había de torear si aquél era su gusto? Ella le quería ante todo feliz, y si ser torero formaba parte de su dicha, fuéralo en buen hora. Los hombres tienen sus cosas y justo es darles gusto en ellas. Además tenían la niña, y ella, que no era ambiciosa por sí, éralo por su hija. Cierto que le daba miedo, cierto que su vida serena y tranquila iba a verse sacudida por hondas agitaciones, y que iba a pasar temores y ratos crueles; pero tenía fe en la Virgen Santísima y «Ella» se lo libraría de peligro. Juntos hicieron el plan. Era preciso ocultárselo a la madre, pues la señora Dolores, vuelta aún más gruñona por los años, seguía con su irreconciliable inquina por el toreo, y el proyecto de su yerno le sacaría de quicio. Decidieron, pues, no decirle nada hasta que hubiese pasado la cosa. Si él vencía, el mismo júbilo le haría aceptar los hechos consumados, y si salía derrotado, estaba resuelto a volver al trabajo.

Y llegó el día de la prueba y el «Arrojadito» triunfó. Los aficionados viejos no recordaban en su larga vida de taurómacos un éxito como aquel. El nuevo torero había estado enorme, colosal. Valiente hasta la temeridad, se había jugado la vida a cada instante con una serenidad magnífica que enloquecía a la muchedumbre; agilísimo había dado quiebros prodigiosos y lances de capa inenarrables. Y por fin, en la suerte suprema, había desplegado tal valentía, y tal arte, que el pueblo, entusiasmado, invadió el ruedo y le sacó en hombros.

Cuando la señora Dolores le vio llegar así, aplaudido, festejado, mimado de todos, no tuvo valor para la protesta, y como siempre que le sucedía algo, fuese bueno o malo, rompió a llorar.

Desde aquel día las contratas llovieron a granel, el dinero abundó y un grato bienestar se entronizó en la casa. De corrida en corrida el éxito se agrandó; cada estocada era un paso en el camino de la gloria; su nombre victorioso recorrió toda España. Un año más tarde tomó la alternativa. Era el torero más valiente, el más fuerte, el más castizo. Y Joaquín, inconsciente, siguió jugándose la vida con alegría pueril.