La expiación de mi madre:002

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I
La expiación de mi madre (1893)
de Giorgos Viziinós
traducción de Antonio Rubió y Lluch
II
III

ME acuerdo todavía como si fuera ahora, de las impresiones que esta primera noche pasada en la iglesia causó en mi joven imaginación. La luz incierta de las lámparas suspendidas delante de las sagradas imágenes iluminaba apenas las gradas que están frente la puerta del santuario, y convertían las tinieblas que nos rodeaban en algo más imponente que la misma obscuridad. Siempre que la escasa llama de una lámpara vacilaba, me parecía ver á la imagen que pretendía iluminar, tomar vida y agitarse, cual si quisiera despegarse del cuadro y descender al suelo, con sus rojas vestiduras y el gran nimbo de oro, alrededor de su semblante impasible y de lija mirada. Cuando el viento frío de la noche silbaba á través de las altas ventanas, sacudiendo la vidrieras, pareciame que los muertos tendidos alrededor de la iglesia se levantaban y trepaban desde fuera por los muros intentando penetrar en su interior. Temblando de terror, esperaba á cada instante ver un esqueleto que se inclinaba delante de mi para calentar sus manos heladas en el brasero encendido á nuestro lado. Callaba, sin embargo, y disimulaba todas mis inquietudes á mi madre, porque amaba con delirio á mi hermana, y consideraba como favor señalado haberme dejado cerca de ambas. Mi madre me hubiera mandado al punto á casa, si echara de ver que tenía miedo.

Con firmeza más que heroica, dominaba pues mis terrores, cumpliendo todos los días con el mayor celo mis deberes consistentes en encender el fuego, acarrear el agua, y barrer la iglesia durante los días de la semana. En los de fiesta y los domingos, cuando se celebra el oficio que precede á la misa, conducía por la mano á mi hermanita para que permaneciera de pie en tanto que el sacerdote leía el Evangelio á la puerta del santuario, y tendía además sobre las losas la alfombra en la cual se echaba la enferma, de bruces, á fin de que el cura que llevaba el Santísimo Sacramento, pasara encima de ella. Al terminar la misa colocaba su almohada enfrente la puerta izquierda del santuario, para que pudiera aguardar arrodillada á que el celebrante, al quitarse uno á uno sus ornamentos sacerdotales, los fuera poniendo encima de ella. Después el sacerdote con la santa cuchara, le hacía sobre el rostro la señal de la cruz.

«Por tu cruz, oh Cristo, fué derribada la tiranía; abatido el poder del enemigo, etc.»

La pobre enferma se lo dejaba hacer todo y con su semblante pálido y enflaquecido, su andar vacilante y lento, se ganaba la conmiseración simpática de todos los asistentes, que deseaban también vivamente su curación. Mas ¡ay! esta curación no venía nunca: muy al contrario; la humedad, el frío, lo extraño del lugar, la impresión de las noches pasadas en la iglesia, ejercieron una influencia fatal en la paciente y agravaron su estado al punto de llegar á inspirar ya las más serias inquietudes.

Todo esto volvía á nuestra madre cada vez más taciturna. No abría la boca sino por Annoula. Un día me acerqué á ella sin que me viera, mientras rogaba de rodillas delante de la imagen del Cristo.

—Llévate de mis hijos, decía, el que tu quieras, pero déjame á mi hija. Bien lo reconozco; te acuerdas de mi pecado, y para castigarme, me vas á tomar mi niña: ¡hágase tu voluntad!

Siguió á esta súplica un profundo silencio. Después, tras de algunos momentos, en que oía caer sus lágrimas gota á gota sobre el mármol, un suspiro prolongado se escapó del fondo de su pecho y añadió:

—¡Te he llevado dos hijos míos; allí están á tus pies!... Pero ¡déjame, déjame mi niña!

Cuando hirieron estas palabras mis oídos, un terrible escalofrío recorrió todo mi cuerpo; mis oídos zumbaron y va no quise oir nada más. Y sin pensar que mi madre pudiera observarlo, me salí precipitadamente de la iglesia, sollozando con amargura. Aquella oración me había parecido peor que una maldición. Quería á mi madre con delirio; creía que me amaba mucho, pues me acariciaba siempre, y me llamaba con ternura su pobre pequeñuelo, porque mientras crió durante dos años á mi hermano mayor, á mí me destetó muy pronto á causa del nacimiento de Annoula. Más entonces me acordé también de que mi padre me nombraba y llamaba con más frecuencia que mi madre.

—¡Oh! me decía, ¡mi padre si que me amaba! Mi madre no me ama. No quiero volver á la iglesia.

Y bañado en lágrimas me escapé hacia mi casa.

No tardó mi madre en unírseme el mismo día con la pequeña paciente, porque el sacerdote, temeroso de que muriera en la iglesia, la había obligado á llevársela consigo.

Cuando volví á verla, mi madre me acarició mucho; ora me tomaba en sus brazos, ora me cubría de besos repetidas veces, todo lo cual en mucho tiempo no había hecho. Hubiérase dicho que quería pedirme perdón de lo que olvidaba en su desesperación; ¡que yo era su hijo!

Aquella noche, sin embargo, no pude cerrar los ojos; tan conmovido estaba. Echado en la cama me esforzaba en tener cerrados mis párpados, pero con los oídos atentos al menor movimiento, á la menor palabra de mi madre. Ella como siempre, permanecía levantada, velando á la cabecera de la enferma. Sería cerca de media noche, cuando la oí ir y venir por el cuarto. De pronto me figuré, equivocadamente, que se hacía la cama para descansar un ratito. Poco después la oí cantar con voz baja y tono quejumbroso, un myrologo: era el myrologo de mi padre. Antes de la enfermedad de Annoula, lo cantaba muy á menudo; ahora era la primera vez que lo oía.

Recuerdo perfectamente al hombre que lo compuso: un bohemio tostado por el sol, andrajoso, muy conocido en los alrededores por su talento de improvisador. Paréceme verle todavía con sus cabellos negros y aceitosos, sus ojuelos vivos y ardientes, su pecho desabrochado y cubierto de vello. Sentado á la parte de dentro de la puerta de entrada de nuestra casa, rodeado de vasijas de cobre que había reunido para estañarlas, con la cabeza inclinada hacia la espalda, acompañaba su triste canto con los quejumbrosos sones de su lira de tres cuerdas. Mi madre delante de él, de pie, con Annoula en sus brazos, escuchaba atentamente, con los ojos arrasados en lágrimas. Yo estaba muy juntito á ella, pegado á su falda y ocultando mi rostro en sus pliegues, porque tan dulce como el canto, era horrible el aspecto del cantor. Cuando mi madre hubo aprendido de memoria su triste lección, desanudó la punta del pañuelo que llevaba sobre su cabeza y sacó de él dos pequeñas piezas de oro, y se las entregó, y no satisfecha aún, fue á buscar para el bohemio pan y vino y todo cuanto pudo hallar en la casa, para darle de comer. Mientras que tomaba su almuerzo abajo, en el patio, mi madre, arriba, á media voz, repetía el canto para fijarlo bien en su memoria. Quedaría sin duda satisfecha de su ensayo, pues en el momento en que iba á marcharse el bohemio, corrió hacia él y le regaló un vestido de mi padre.

—Que tu marido descanse en paz, le dijo aquél, al marcharse, admirado de tan inesperada generosidad.

Esta era la lamentación que mi madre cantaba aquella noche y que escuchaba yo, dejando deslizar en silencio mis lágrimas, y sin atreverme á moverme. De pronto sentí el olor del incienso.

—¡Ah! pensé en mis adentros, ¡habrá muerto la pobre Annoula! y salté de la cama. Extraña escena contemplaron mis ojos; la enferma respirando penosamente como siempre; sobre su cama un traje de hombre completo; á la derecha un taburete cubierto con un paño negro y sobre el un vaso lleno de agua, y a ambos lados, dos cirios encendidos. Mi madre de rodillas, incensaba los objetos, los ojos fijos en la superficie del agua. Debí ponerme extraordinariamente pálido cuando, al observarme, corrió hacia mí presurosa para tranquilizarme.

—No tenias nada, hijo mío, díjome en voz baja; este es el traje de tu padre; ruega también tú para que venga á curar á nuestra Annoula, v al mismo tiempo me hizo poner de rodillas junto á ella.

Yo exclamé entonces sollozando: ¡Vén padre mío, vén y llévateme en lugar de Annoula!

Al decir estas palabras dirigí á mi Madre una mirada llena de amargura, no sólo porque la reciente escena de la iglesia me hacía sentir más la pérdida de mi padre, sino para demostrarle también que sabía que en su oración, había ofrecido mi vida en cambio de la de mi hermana.

No comprendía, insensato, que de esta suerte aumentaba la desesperación de mi madre. Cuanto debió desgarrar su corazón la oración aquella de la iglesia y, sin embargo, yo le daba á entender que había sorprendido su secreto!

No dejó ella traslucir nada y continuó incensando los objetos que tenía delante; después dejó el incensario y fijó de nuevo los ojos en el agua.

De pronto una mariposita blanca dando vueltas alrededor del vaso, le tocó con sus alas y movió ligeramente la superficie del agua. Mi madre se inclinó piadosamente haciendo la señal de la cruz, como se hace en la iglesia cuando pasa el Santísimo Sacramento.

— Persígnate también, hijo mío, añadió en tono bajo y con gran emoción , sin levantar los ojos; obedeciéndole yo maquinalmente.

Cuando la mariposita se hubo perdido en la obscuridad del cuarto, exclamó:

—¡Ha pasado el alma de tu padre!

Respiró entonces profundamente ye levantó contenta, siguiendo todavía con sus ojos la mariposa. Luego bebió un poco de aquella agua y me la dió también á beber. Acordéme en aquella sazón que otra vez, antes de la enfermedad de Annoula, nos hacía beber cuando nos despertábamos del agua de aquel vaso, diciendo que nuestro padre había bebido de él; y acordéme bién que cuantas veces hacía mi madre esto, quedaba tan alegre y contenta durante todo el día, como si le hubiera sobrevenido una dicha misteriosa.

Mientras pensaba que esta escena se habría repetido á menudo durante nuestro sueño, se acercó mi madre al lecho de Annoula. La paciente no estaba ni dormida ni por completo despierta, tenía sus párpados medio cerrados, y sus ojos, en cuanto podía vérseles, lanzaban un extraño brillo al través de sus largas y espesas pestañas. Con suma precaución alzó mi madre aquel débil cuerpecito, y en tanto que con una mano la sostenía por las espaldas, con la otra la presentaba el vaso á sus marchitos labios.

—¡Ea, amor mío, le decía, bebe un poquito para curarte!

La enferma, con los ojos cerrados siempre, dio á entender que había oído estas palabras con una pálida y dulce sonrisa que entreabrió sus labios. Tragó algunas gotas de aquella agua que en efecto, debía curarla, pues apenas hubo mojado con ella sus labios, abrió los ojos hizo esfuerzos llenos de angustia para respirar. Un ligero suspiro se escapó de su pecho; después cayó pesadamente en los brazos de mi madre. ¡Mi pobre hermana se veía ya libre de sus males!

Muchas personas habían criticado en otro tiempo á mi madre, porque en tanto que los extraños se lamentaban en alta voz sobre el cuerpo de su marido, ella derramaba silenciosa y taciturna, amargas lágrimas. La pobre obraba así por temor de ser acusada de falta de reserva y de no ser comprendida, porque, como va dije, quedó viuda muy joven. Mas cuando mi hermana murió, bien que no tenia mucha más edad, no pensó en lo que dirían las gentes de sus lamentos desgarradores. Todo el vecindario acudió en masa á consolarla, más su dolor era terrible y verdaderamente inconsolable.

—Se volverá loca, decían muchos, al pasar delante de nuestra puerta.

—Dejará sus hijos en la calle, añadían otros, al vernos descuidados y andrajosos, mientras nuestra madre pasaba los días sentada, vencida por el dolor, entre la tumba de mi hermana y la de mi padre. Fueron precisos mucho tiempo y los consejos del sacerdote para que volviese sobre sí y se acordara de que tenía otros hijos.