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La expiación de mi madre:004

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III
La expiación de mi madre (1893)
de Giorgos Viziinós
traducción de Antonio Rubió y Lluch
IV
V

FELIZMENTE las malas noticias no eran ciertas. Al regresar tras larga ausencia estaba en el caso de poder cumplir mi promesa, sobre todo, preciso es confesarlo, porque mi madre supo contentarse siempre con muy poca cosa.

Mas, en lo relativo á su hija adoptiva, no me encontró tan fácil de acceder como se había imaginado. Muy al contrario; desde mi llegada, traté de obtener, con gran sorpresa su y a, el retorno de la muchacha. No era lo que roe sublevaba su amor á una niña, debilidad muy acorde con mis propios sentimientos y deseos. ¿Qué más hubiera querido yo que encontrar en mi casa una hermana, cuyo dulce semblante y acogida simpática hubieran borrado de mi memoria el recuerdo de mi aislamiento y mitigar la amargura de todas las pruebas por mi sufridas en el extranjero? Nada más grato para mí que contarle mis aventuras, mis lejanas peregrinaciones, mis hazañas, que comprarle los vestidos y las joyas que hubiera deseado, que dotarla, que bailar en sus bodas... Esta hermana me la figuraba grande, hermosa, simpática, inteligente, instruida, lista, en una palabra, como las chicas que había visto en los países por mí recorridos; mas en lugar de ella encontré una cosa mu y distinta; nuestra hermana adoptiva era pequeña, fea, ruin, terca, caprichosa, desagradable y muy corta de alcances, de manera que al primer golpe de vista no me inspiró más que antipatía.

—Devuelve á sus padres á Catalina, dije á mi madre un día que me encontré solo con ella, si tú me quieres, devuélvela, te lo digo de veras. Yo te traeré de Constantinopla otra hija, otra niña hermosa y lista, una alhaja para nuestra casa.

Y le trazaba con animados colores el retrato de la huerfanita que pensaba traerle, y le decía cuánto la amaría.

Cuando levanté los ojos me pasmó ver que gruesas lágrimas se deslizaban silenciosamente por sus mejillas; su semblante era pálido, su dolor inexplicable.

—¡Oh! dijo al fin con expresión de desesperación; creía que tú al menos, amarías á Catalina, pero veo que me he engañado. Tus hermanos no quieren hermana, y tú quisieras otra. ¿Tiene la culpa la pobre niña? Ella es tal cual Dios la hizo; si tuvieras tú una hermana verdadera, fea y de poca inteligencia, la abandonarías por eso en mitad de la calle, para tomar otra que fuese hermosa y gentil?

—No, madre mía, la dije, no por cierto. Pero en tal caso sería tu hija, con la misma razón que yo, mientras que aquélla no nos es nada; es una forastera.

—No, respondió sollozando; no, esta niña no es una forastera; es mía. Yo la tomé á su madre cuando no tenía más que tres meses; yo he consolado su llanto; yo la he envuelto en vuestros propios pañales la he dormido en vuestra cuna; es vuestra hermana, es mi hija.

Después de estas palabras, pronunciadas con voz fuerte y en tono solemne, levantó la cabeza y me miró de hito en hito... Aguardaba sin duda alguna contestación viva de mi parte, pero no dije una palabra. Entonces, bajando los ojos, continuó en voz baja v como platicando consigo mismo:

—¡Ay! ¿qué hacer, pues? Yo también la hubiera querido mejor; pero va lo ves, mi pecado no está perdonado todavía. ¡Hágase la voluntad de Dios! Al decir esto, levantó los ojos llenos de lágrimas al cielo, puso su derecha en su pecho, y así quedó unos momentos sumergida en profundo silencio.

¿Qué pecado habría podido cometer mi madre? ¿Qué pecado que Dios no se lo perdonase? ¿Por qué culpa se sometía voluntariamente á tantos tormentos, para cuidar los hijos de otros que no tenían ninguna cualidad para hacerla feliz, cuyo agradecimiento no era siquiera para ella una recompensa?

—¡Tú debes tener una gran pena en el corazón, madre mía! le dije. Y tomándole la mano se la besaba tiernamente para excusarme.

—¡Sí , me dijo resueltamente; tengo una gran pena sobre mi corazón; tengo un peso muy terrible, hijo mío! Hasta aquí, sólo Dios y mi confesor tenían de él conocimiento; pero tú eres discreto y hablas á veces tan bien como mi confesor. Levántate, vé á cerrar la puerta; acércate y te lo contaré todo; tal vez tú podrás consolarme; tal vez te apiadarás de esta infeliz Catalina y la amarás como á tu propia hermana.

Estas palabras, y más que todo el tono con que las pronunció, turbaron por completo mi espíritu. ¿Qué es lo que mi madre me podría decir que debieran ignorar mis hermanos? Cuanto había sufrido durante mi ausencia, lo conocía va por habérmelo contado ella misma; toda su vida pasada la sabía de memoria... Al sentarme cerca de ella, mis piernas flaqueaban. Mi madre reclinó la cabeza como un condenado que está delante de los jueces con la conciencia de haber cometido un crimen imperdonable.

—¿Te acuerdas de nuestra Annoula? me preguntó, después de algunos momentos de penoso silencio.

—Sí, mamá, le respondí; ¿cómo olvidarla? Era nuestra única hermana; mis ojos la vieron espirar.

—iAh! dijo suspirando; no fué mi única hija. Tú eres cuatro años más joven que nuestro Christaki; un año después de él, tuve á mi primera hija. Eran los días en que se preparaban las bodas de Photy, el molinero. Tu padre hizo retardar el matrimonio hasta haber pasado mis cuarenta días, á fin de que pudiéramos sostener, los dos juntos, la corona nupcial sobre la cabeza de los recién casados. Quería que saliera un poco para darme algunas distracciones, porque tu abuela, hasta mi casamiento, me las vedó todas.

La ceremonia tuvo lugar por la mañana. Por la noche, los invitados estaban reunidos; sonaba el violín; todos comían en el patio; las cántaras de vino pasaban de mano en mano; tu padre, que era animado se había alegrado un poco y me arrojó el pañuelo para invitarme á danzar con él. Cuando le veía bailar, mi corazón se ensanchaba, y como yo era joven, gustaba también mucho del baile. Bailamos, pues, los dos, dirigiendo la danza. Los demás seguían; pero nosotros éramos los que danzábamos más y mejor.

Llegada la media noche, tomé á un lado á tu padre y le dije: «Mira , no puedo permanecer más tiempo aquí; tengo la niña en la cuna, y la pobrecita ha de sentir hambre por necesidad. No quiero darle de mamar delante de todo el mundo y con este hermoso traje. Quédate si quieres, y diviértete todavía; yo vuelvo á casa con la niña.— Está muy bién, replicó tu padre; vén á dar todavía una vuelta conmigo, y luego nos irémos los dos; el vino comienza á subirme á la cabeza y tengo también ganas de marcharme.»

Acabó aquella última danza y nos pusimos en camino. El recién desposado envió al violón á acompañarnos hasta mitad del camino; pero este era largo aún, porque las bodas se habían verificado á un extremo del pueblo. El criado nos precedía con la linterna; tu padre me daba la mano. «Parece que estas fatigada, mujer mía? — Sí, Miguel.— Vaya, un poco de ánimo; bien pronto llegarémos; yo mismo haré la cama; me sabe mal de haberte hecho bailar tanto.—No es nada, le respondí; lo he hecho para darte gusto; a descansaré mañana.»

En esto llegamos á casa. Cambié los pañales e la niña y le di de beber; tu padre hizo la cama. Christaki dormía con la vieja Venecia, que habíamos dejado para guardarle. Nosotros no tardamos en acostarnos. Durante mi sueño parecióme oir llorar la niña. «¡Pobrecita, pensé para mí; no ha quedado hoy satisfecha!» Quería apoyarme en su cuna para darle el pecho, pero estaba tan fatigada que no pude sostenerme. Tomé, pues, á la niña y la puse á mi lado en la cama. El sueño volvió ó apoderarse de mí.

No sé que hora de la noche sería; mas á la primera incierta claridad de la mañana, quise volver otra vez la niña ó la cuna. ¡Qué vi, entonces, Dios mío, en el momento en que iba a levantarla! La niña estaba inmóvil y rígida. Desperté á tu padre, arranqué los pañales de la criaturita; quisimos reanimarla, calentarla. Inútil todo; la pobre estaba muerta.

—¡Has ahogado á mi hija! me dijo tu padre con los ojos llenos de lágrimas. Entonces yo me puse A sollozar, á gritar, pero tu padre, poniéndome su mano en la boca: «¡Silencio, me dijo; qué haces, animal!»— Hacia tres años que estábamos casados y nunca me dijo una sola palabra ofensiva. Aquella noche fue la primera vez. —«Ea, no chilles así.¿Quieres despertar á los vecinos, para que luego vayan contando por todas partes que tú estabas borracha y que has ahogado á tu hija?» Y tenía razón. ¡Que descanse en paz! por que si el mundo lo supiera, debería abrirse la tierra para ocultar en ella mi vergüenza!

Cuando hubimos enterrado á nuestra pobrecita hija, y volvimos de la iglesia, entonces comenzaron las grandes lamentaciones; entonces no me vi obligada a contener mi llanto.—Eres joven aún y tendrás otros hijos, me decían. Pero pasaban días y Dios no me los concedía, y yo me decía á mí misma; Dios me castigó porque no he sido capaz de conservar el ser que me había dado. Y yo tenía vergüenza del mundo y temía á tu padre, porque aun cuando al principio ocultó su dolor y trató de consolarme para darme ánimo, comenzó luego á preocuparse y á volverse taciturno. Tres años pasaron así, sin que el pan que comiera alegrara mi corazón. Viniste á la sazón al mundo... ¡Cuántas peregrinaciones había hecho!... Era al menos un consuelo, pero no completo.

Tu padre hubiera deseado que fueras una hija; así me lo dijo un día.—Bienvenido sea; mas una hija es lo que hubiera querido. — Tén esperanza, le repliqué; cuando Dios me haya perdonado mi pecado, entonces nos dará una hija.

Al marchar su abuela en peregrinación al Santo Sepulcro, envié doce camisas que yo misma había hilado, tres piezas de oro con la efigie de Constantino para que me trajera una indulgencia, y mira, en aquel mismo mes en que tu abuela regresó de Jerusalén con la indulgencia, experimenté los primeros síntomas de mi embarazo de Annoula. A cada momento hacía venir á la comadrona:—Veamos si será niña.—Si lo será, me decía: ¿no lo conoces? ¡Si no cabes en tus vestidos! Y yo me llenaba de alegría oyendo aquellos pronósticos.

Cuando vino al mundo el nuevo sér y fué realmente una hija, respiré al fin. Le dimos el nombre de Annoula, el mismo que había llevado la pobre muerta, para que pareciese que no faltaba nadie en la casa. —¡Dios mío, yo os doy gracias, exclamaba noche y día, yo os dov gracias porque habéis borrado mi vergüenza y mi pecado! ¡Y cuidábamos á la pequeñita Annoula como la niña de nuestros ojos! Tú tenías celos y te consumías, y mi corazón, cuando te oía llorar, se desgarraba. ¿Cómo apartar de mis brazos á Annoula? Nunca me dejaba el temor de que viniera algún accidente. ¡Tu padre, con todo y regañarme, estaba todavía más preocupado que yo! ¡Pobrecita! ¡tantas caricias y tan poca salud! Hubiérase dicho que Dios se arrepentía de habérnosla dado. Vosotros siempre estábais fuertes, sanos, llenos de robustez, no cesábais de jugar; ella, en cambio, siempre tranquila, silenciosa, enfermiza. Al verla tan pálida me recordaba mi primera hija, la muerta, y la idea de que yo la había matado, comenzó á preocuparme otra vez por completo, hasta tanto que vino un día en que la segunda murió también. El que no haya pasado por pena semejante, hijo mío, no puede comprender cuánto mi dolor fué amargo; ya no tenía esperanza de tener otra hija; tu padre había muerto. Si no hubiera podido procurarme otra, creo que me volviera loca. Es verdad que mi primera adoptiva no poseía un corazón muy bueno; con todo, en tanto que la tuve, bien lo viste, la cuidé y la quise, imaginándome que era una hija propia; olvidaba la que perdiera y mis remordimientos se apaciguaban. Dice el proverbio que un niño extraño es para la casa un tormento. Para mí era un consuelo, un alivio, pensando que cuanto más pena me daría para criarlo, tanto más Dios se apiadaría de mí. No te pido ahora otra cosa; no me exijas, pues, que devuelva Catalina á sus padres para tomar otra más hermosa.

—¡No, no, madre mía! exclamé interrumpiéndola. Después de cuanto acabas de decirme, nada te pido. Perdóname; yo te prometo de ahora en adelante amar á Catalina como mi propia hermana, y no decirle nada, nada...

—Que la Virgen te bendiga, hijo mío, me respondió con un suspiro de alivio; porque, ya lo ves, la quiero á esa desgraciada y me duele que se hable mal de ella. ¡Qué sé yo! Por desgraciada que sea, es la voluntad de Dios; me he encargado de ella, y basta.