La fábula en el bosque

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La fábula en el bosque


En vano se acostó Próspero sobre el lecho de ramajes. Dolorido el cuerpo, extremecida el alma, no podía lograr el sueño. Fue una noche terrible, el martirio del hombre bueno entre los malvados. Acordóse Próspero Cerdera de la Virgen de Pareduelas-Albas y la invocó con amor infinito, con ternura inmensa... Cada una de las palabras de la Salve, marchaba, rociada de lágrimas, en la dirección del Cielo. En la madrugada, la inmensa fatiga corporal, el derroche de los tesoros de su sistema nervioso le impusieron el sueño. ¿Sueño?... No se puede llamar dormir a la caída en el letargo, en un letargo dolorosísimo y angustioso...

Y así vivió Próspero varios días, sin darse cuenta exacta de su situación. El hambre le obligó a buscar en el cestillo la comida que le enviaban los secuestradores. Comió, bebió: la edad moza daba a las energías físicas todos los derechos que hubieran negado a un viejo decadente.

Después de la angustia, renació la esperanza.

Una noche soñó Próspero que la Virgen de Pareduelas-Albas, una Virgen pequeñita y blanca, adorada por tantos millares de sorianos, se le presentaba. Ella, la Gran Señora, se había dignado hacer el viaje desde la humilde aldehuela a las profundidades del Chaco. Y la Virgencita le sonreía anunciándolo la libertad. Hasta creyó Próspero escuchar la voz de la Señora. «Reza cada día la Salve, y reza el Padre Nuestro por tus padres difuntos, piensa en mí siempre... Ten cordura y resignación... Luego verás el bien que Dios te concede...»

Y esta visión confortó al prisionero. Ved de qué modo los efluvios de la Fe, animan a los oprimidos y convierten las prisiones en templos...

Una mañana Próspero, después de lavarse en una fuente inmediata, se puso delante de la choza y se encontró rodeado de una porción de bichitos que iban y venían, saltando unos, reptando otros, caminando algunos, volando los demás. Era la fauna del Chaco. Como esos animalejos no habían sufrido nunca la presencia del hombre, ni su persecución, no les importaba cosa alguna que delante de ellos surgiera el «monstruo racional» de que habló el Padre Feijoo. Prodújole gran sorpresa a Próspero el espectáculo. Allá, en la tierra soriana, el bicho huía del hombre, porque estaba seguro de que este iba a matarle. Aquí conservábanse los «hermanos menores», como los llamó San Francisco de Asís, libres del terror. ¿Por qué habían de matarlos? ¿Por qué habían de perseguirlos?... Y los animalucos extraños, extraños para un español, se movían valientes, indefensos, como en el país de la fábula.

Lo primero que vio Próspero fue un caparazón costroso, que avanzaba lentamente. Era el gran armadillo, al que llaman los indios «Tatús Carreta». Era así como inmensa tortuga, de patas ganchosas, de cola movible.

Luego descubrió al monito, que así se le denomina: pequeño, saltarín, de cola prensil. Marchaba de una rama a otra con velocidad fantástica, lanzando a veces un chillido...

También andaba oradando la tierra la vizcacha, llamada vizcacha de la sierra, un roedor que, apenas se detiene, intenta agujerear al suelo, preparándose un nicho en donde dormir o donde esconderse.

Media docena, o más, de liebres, estaban como en congreso formando circulo. No crean los lectores españoles que estas liebres son como las de nuestras tierras, que escapan apenas oyen ruido. Las que vio Próspero eran de doble tamaño que las liebres castellanas: sus orejas larguísimas, la piel aleonada, y ellas parecían conversar con ronquidos. Bestezuelas caprichosas, que gustan de reunirse. Tal vez tienen su idioma. Es probable que las esencias de su instinto no necesiten para ser exteriorizadas, sino un rugidito, un silabeo torpe, o un alarido, éste cuando se deciden a cambiar de parajes. No es la liebre argentina, llamada vulgarmente, patagónica, el emblema de la timidez. Y resulta que su carne es bravía e insípida. Está defendida de los cazadores por la inutilidad de su valor culinario.

Aún había más bichos en aquel paraje, el más recóndito de la frondosidad arbórea, el poquísimas veces visitados por las tribus. Allí aparecía la mulita, el armadillo sabroso, de cuya condición fisiológica discuten los naturalistas, monstruo absurdo, no por el daño ni por el temor que inspire, sino por costumbres singulares. Es como una cazuelita invertida, que marcha despacio, agitando con vibraciones infinitas el rabillo, apuntando con las orejas hacia el horizonte, mostrando sus garras largas y agudas.

Entró en el círculo de observación de Próspero, dando un brinco y siguiendo su carrera, el gentisilo Huelmul, (el ciervo de la montanera); largos cuernos, revestidos de piel, labio leporino, esto es, partido en el centro, piel roja con manchas blancas. El buen Huehmul, más que correr, vuela. De un brinco pasó sobre la docena de altos árboles.

Siguieron en el desfile la corzuela roja, que es un ciervo chiquitín. Cabría en el manguito de una dama elegante. De cuando en cuando, lanza un sonido gutural, que parece el anuncio de su paso, como la trompa de un minúsculo automóvil.

Luego cruzaron en ronda frenética los guanacos, especie de burros del desierto, peludos, lanudos, de anchas pezuñas, velocísimos en su galope.

De lo alto de un árbol descendió en pausado vuelo el tucán. Azul y amarillo, de cola corta, de alas dilatadísimas. Es el pájaro narigudo, el del pico colosal: el que, no obstante el armamento con que le favoreció la Naturaleza, es tímido, no es combatiente y se alimenta de granitos, de plantas y de la lombriz subterránea. El tucán que hubiera recordado a un literato el soneto de Quevedo


«Érase un hombre a una nariz pegado...»

picoteó en la tierra, anduvo torpemente unos pasitos, y después emprendió el vuelo para subir a otro árbol.

Entró en la plazoleta naturalmente formada delante del rancho a cuya puerta estaba Próspero, un pájaro enorme, como dos veces mayor que un pavo. Era la avutarda de las llanuras, una gallinácea gigantesca que murmuraba, moviendo la garganta con visibles agitaciones, un grito que parecía una palabra y que, traducida a la fonética española, parecía decir:

«¡Más, más!...» ¿Era que la avutarda no se contentaba nunca con el alimento conseguido?... Humboldt ha dicho que en los gritos de los animales suenan los instintos de cada especie.

La avutarda se alejó muy despacio. Fue el único de los bichos hasta entonces presentados, que tuvo miedo al hijo de Adán, porque, al descubrir a Próspero, rompió en raudo vuelo: una tempestad de plumas recias que producían un rumor semejante al de un carrito veloz, conducido al galope de un caballo.

Pasaron más tarde diez o doce Ñandúes, el avestruz pequeño, lo que los argentinos llaman el avestruz petizo. Gallardos, cubiertos de rico plumerío, con el pescuezo desnudo y al fin de él un cráneo pequeñito con recio pico y ojos vivísimos, balanceánbanse de adelante atrás. Esas aves viven en un perpetuo columpio. Marchan describiendo curvas. No puede volar. Diríase que sus alas solo sirven para que en ellas se críen los adornos de las damas ricas.

Iba a obscurecer. El sol, rutilante, demoraba en el Poniente. Entonces apareció, flotando en el ámbito, una cosa extraña. No era un pájaro, aunque por el tamaño lo pareciese, y no de los menores. Era un pedazo de tul que flotaba. Era, más que otra cosa, la condensación de la frase de una poeta. Era la Magnamariposa, un lepidóptero, prodigioso por la riqueza de los matices de sus alas...

La primera impresión que recibió Próspero ante este casual o providencial desfile de la fauna del Chaco, fue de espanto. Temió que alguno o varios de esos bichos, fueran enemigos del hombre y picasen o mordieran, y tal vez envenenara la sangre del herido. Luego, como observó que aquello parecía el paseo de los bichos cual si se buscasen para la noche parajes cómodos a los que les conducían sus instintos, se serenó. Desde ese momento fue un testigo tranquilo; no sabía él, no podía saber, siendo ignorantísimo, que el mismo caso que a él le había ocurrido, pasole a Roberston Claudín, el naturalista irlandés, quien acertó en sus viajes por el Chaco por uno de estos desfiles zoológicos, en el que, según dijo el sabio «aprendió más zoología que en su continuo leer y en sus incansables investigaciones en los Museos.»

Próspero quedó maravillado. ¿De manera que -pensaba el chico- son tantos y tantos los muñecos que Dios ha hecho para que anden por la tierra?... Y esta idea de muñecos arrancaba de la impresión recibida por el sorianito, ya que a él le habían divertido con su tránsito veloz o lento, con sus gritos diferentes, con su aspecto vario...

El tatús carreta no había desaparecido aún. Él caminaba tan despacio que para avanzar un metro necesitaba media hora. De repente, el armadillo gigante volvió como si quisiese mirar a Próspero. Levantó el hocico con violencia, lanzó unos ronquidos, aplastose sobre el suelo y allí quedó. Entonces Próspero, cogiendo una estaca, avanzó hacia el tatús. Creíase fuerte para dominarle y para imponérsele. No es que él quisiera dañar a los animales inocentes que no le habían atacado. Es que el instinto del hombre es el de adueñarse de la tierra que pisa. Y las energías conquistadoras del soriano, exigíanle un acto de posesión.

Fue escena de sublime fábula ésta que apenas apunto. Un niño prisionero, respondiendo a la calidad de su raza descubridora y dominadora, gritó:

-¿Quién eres tú, animal horrendo?... ¿Por qué vienes aquí?... ¿Por qué te detienes delante de mi cárcel?...

Como si el tatús carreta, hubiese entendido estas palabras movió la cabeza lanzando sonidos indefinibles.

En el estado de perturbación fantástica en que se encontraba el hijo de Dióscoro, no es maravilla que el secuestrado entendiera cosas inverosímiles. Creyó que el tatús carreta le hablaba. Y hasta entendió sus palabras, que según la morbosidad espiritual del afligido, eran éstas:

-Soy el viejo del bosque, soy el que camina con su casa a cuestas, soy el perpetuo desterrado... Marcho buscando un lugar seguro, sin más caudal que las tejas que me cubren, que son las escamas de mi cuerpo... Déjame que continúe... ¿Quién eres tú que así me amenazas?

El tatús rectificó la posición de su cuerpo, y siguió en la deriva de su itinerario. Próspero se recogió a su choza, y allí permaneció largamente, con los codos sobre las rodillas, con el rostro encajado en las manos, los ojos llorosos... Había sentido una emoción inesperada. No se trataba de su persona ni de sus intereses. Es que había encontrado la magnificencia omnipotente del Creador, el poblador de las tierras, el diferenciador de las razas, el que convirtió el polvo de las llanuras y las arenitas de las montañas en animales de tan distinta calidad y de tan diferentes formas. El bosque inmenso, los árboles multicentenarios, la inagotable novedad zoológica, daba señal al muchacho de que en lo alto, sobre las luchas de la humanidad, radicaba una fuerza inagotable a la que había que rendirse... Y él lloraba, y él rezaba. Y así llegó la noche, la negra noche... El secuestrado se durmió en el seno materno, porque el último recuerdo que pasó por su memoria fue el de Aquilina, la santa de Pareduelas-Albas, la que hilaba el copo, la que engendraba hijos buenos...