La familia de Alvareda Segunda parte: 4
Segunda parte
Capítulo IV
[editar]Después de una noche de angustias y desvelo, se levantó Ana, al parecer más tranquila, abrigando alguna esperanza en la determinación que había tomado de hablar a Rita, y mostrándole el precipicio al que ciega corría, persuadirla a retroceder.
Tenía Ana una dignidad que hubiese impuesto a todo aquel en quien la noble calidad de respetar no hubiese estado sofocada por el orgullo, que ha sido siempre el peor de los enemigos del hombre: porque cual ningún otro es osado, cual ningún otro levanta la frente ante la virtud, cual ningún otro se planta y señorea, cual ningún otro esconde su perversidad bajo buenas formas, y cual ningún otro falsea las ideas y condena y califica de servilismo al respeto, ese santo sentimiento que entró en el mundo con la primera bendición de Dios. Quiere el orgullo a veces erigirse en dignidad; pero no lo consigue jamás. Porque la dignidad, al contrario del orgullo, no se alza a costa ajena, sino que deja y mantiene cada cosa en su lugar, siendo su actitud aún más noble cuando honra, que cuando es honrada. La dignidad no la dan el puesto, el saber, la riqueza; ni menos que nada, la soberbia. Ella es el sencillo reflejo de un alma elevada que siente su fuerza. Es natural, como el sonrosado de la robustez, y no postiza, como el rojo de los afeites.
Pero hay entes que se sobreponen a todo, y descansan con un aplomo portentoso sobre una base falsa y labrada en vago, ostentando una intrepidez y una arrogancia que no tienen los que se apoyan en la firme roca de la infalible justicia y de la eterna verdad. Rita era de estos seres, que pisan con firme paso y frente serena una senda torcida.
El buen sentido de las gentes del campo, que sienten profundamente cuanto hemos dicho, comprendía el carácter de ambas mujeres y lo definía mejor en su incisivo laconismo, cuando hablando de Ana decían: la tía Ana enseña, sin hablar, la ley de Dios. Y de Rita: esa no teme ni a Dios ni al diablo.
Rita estaba cosiendo cuando entró Ana. Echó ésta pausadamente el cerrojo a la puerta, y se sentó en frente de su nuera.
-Ya sabes, Rita, le dijo con calma, que nunca fui gustosa en tu boda.
-¿Y venís a que os dé las gracias? contestó Rita con descaro.
Ana, sin atender, prosiguió:
-Yo te tenía calada.
-No es menester ser zahorí para eso, repuso Rita; yo soy de par en par, y toro claro: digo lo que pienso, y como lo pienso.
-No es lo malo que digas lo que piensas; lo malo es que pienses lo que dices.
-Ya se ve, más me valiera hacerme la zorrita muerta, el agua mansita, como otras, que parecen copitos de nieve y son granitos de sal.
Este era un tiro contra Elvira, que Ana recibió de lleno; pero del que no hizo caso, y prosiguió:
-Pues me engañé, no te había calado toda.
-Vamos allá, dijo Rita; hoy hay chubasco.
-Nunca pensé, prosiguió Ana, que llegase el caso que ha llegado.
-Ya escampa, y llueven chuzos, dijo Rita con aire socarrón, y siguió cosiendo como si tal cosa.
-Puesto, prosiguió Ana, que no te arredra engañar a mi hijo...
-Hola, ¿esas tenemos? dijo Rita con frescura.
-¡Y matarme a mi pobre hija!...
-¡Acabáramos! repuso Rita, ahí está el busilis: porque Ventura no se quiere casar con una espichada, que para salir tiene que pedir licencia al enterrador, ¡lo he de pagar yo! Y eso, sólo porque él tiene el genio alegre y le gusta más bromearse conmigo, que lo tengo también, que no beber con ella agua de malvabisco. ¿Lo puedo yo remediar?
Ana dejó a Rita concluir, sin que su semblante mostrase otra alteración que una mortal palidez.
-Rita, le dijo después que ésta hubo acabado de hablar, una mujer no se amanceba impunemente.
-¿Qué decís? exclamó Rita poniéndose en pie y tirando la costura, con las mejillas y los ojos encendidos: ¿qué habéis dicho, señora? ¿Amancebada yo? ¡Pues no es nada lo del ojo, y lo llevaba en la mano! ¡Amancebada! ¡Amancebada! Siempre me habéis querido mal; como suegra al fin, y mala suegra; pero yo no sabía que los que se comen los santos levantasen tales testimonios.
-No digo que lo estés, repuso Ana en el mismo tono grave y moderado que había observado desde que empezó a hablar; pero que estás en camino, y que vas a estarlo, si Dios no lo remedia abriéndote los ojos.
-¡Ahora como antes y siempre profeta! ¡Jonás en persona! (y añadió entre dientes: Así te tragase la ballena).
-Sí, Rita, sí, dijo Ana, y vengo...
-¿A amenazarme? preguntó Rita con aire rufián.
-¡No, Rita, no, hija! repuso la noble mujer con voz conmovida y temblorosa: vengo a suplicarte en nombre de Dios, por amor a mi hijo, por respeto a los tuyos, por tu propia suerte, que mires lo que vas a hacer, que entres en ti, que aún es tiempo.
-¿Os lo ha encargado Perico?
-No, no sospecha nada el hijo de mi alma; líbrenos Dios de despertar al león que duerme.
-Pues entonces, ¿a qué se mete Vd. en camisa de once varas? ¡Vaya, que no lo siente el ahorcado y lo siente el Teatino! Perico no es celoso, señora, ni lo ha sido nunca; ni se le antojan los dedos huéspedes, ni los mosquitos milanos. Ni es ningún trota-conventos gazmoño, para poner los gritos en el cielo porque las gentes se chanceen, ni hacer aspavientos porque a su mujer le saquen unos cubos de agua cuando está lavando. ¿Pensará Vd. que me voy a condenar por eso?
-¡Rita, Rita, no juegues con los hombres!
-¡Ni Vd. con las mujeres, caramba! que no parece sino que estoy escandalizando el lugar.
-Considera, Rita, prosiguió Ana con crecida severidad, que la afrenta en los hombres suele arrastrar sangre.
-En agua de rosas se había Vd. de bañar, respondió Rita, si corriese una poca para que se cumpliesen aquellos vaticinios de que la sangre propia no se goza, y otros de igual jaez, con los que quería Vd. quitar a su hijo que se casase, y se llevó Vd. chasco, como se lo llevará ahora, si intenta, como lo veo, indisponernos. Yo sé lo que me hago. Perico es mozo de paz, y sabe la mujer que tiene. Déjenos Vd. en paz, que así viviremos, si Vd. no se mete a calentarle los cascos a su hijo. Cuide Vd. de las galas de novia de su hija, de la niña bonita de la casa, que tan a su gusto toma estado.
Al oír esta sarta de insultos y vejaciones, un instante vaciló el prudente sufrimiento de aquella respetable matrona; venció el santo Ángel de la paciencia que Dios les envía a las madres desde el punto que lo son, para servirles de cirineo en sus cruces, y Ana salió mirando a Rita con una triste sonrisa, en que había tanta o más compasión que desprecio.
Quedó esta digna mujer en un abatimiento lleno de angustia, al ver lo infructuoso del paso que había dado, y determinó abrirse con Pedro, a fin de que éste alejase a su hijo. Finalmente el guarda de la hacienda, en la que Ventura lo había sido, vino a faltar, y fue éste llamado para reemplazarlo. Esta ausencia, aunque interrumpida por frecuentes venidas al lugar, dio algún respiro a la acongojada Ana, que se decía: un día de vida es vida.
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