La familia de Alvareda Segunda parte: 5
Segunda parte
Capítulo V
[editar]Habían llegado entretanto las alegres Pascuas de Navidad, y habíanles puesto a los niños un hermoso nacimiento, que cogía y cubría de lentisco, romero, alhucema, y otras plantas y hojarasca olorosa, todo el testero de la sala de sus padres. Traíales Perico estas yerbas del campo, con el placer que un enamorado trae flores a su novia.
El día de Pascua, Perico oyó misa temprano, y se fue a dar una vuelta a su trigo, por haber sabido que andaban cabras por el término.
Volvió sobre las diez del día, y halló a los niños solos.
-Gracias a Dios, padre, que venís, le gritaron saliéndole alegremente al encuentro: nos han dejado solos.
-¿Pues y mae Ana y tía Elvira?
-Fueron a misa mayor.
-¿Con quién quedaron Vds.?
-Con madre.
-¿Y dónde está?
-Acá ¿qué sabemos? Estábamos en la sala con su merced bailando ante el nacimiento, y entró Ventura y nos dijo madre que nos fuésemos con la música a otra parte, que le dolía la cabeza, y al salir (yo lo oí, padre) le dijo Ventura que hacía bien en hacernos tomar la puerta, que los angelitos de Dios eran testigos del diablo. ¿Es verdad eso, padre? ¿Somos nosotros testiguitos del diablo?
¿Quién no habrá experimentado alguna vez en su vida, en grandes o pequeñas circunstancias, el cómo una sola palabra suele ser una llave que abre o explica, una antorcha que ilumina lo presente y lo pasado, que saca del olvido y pone en su luz una porción de circunstancias e incidentes que han pasado desapercibidos, y que unos a otros se enlazan para formar un juicio, fijar una convicción y arraigar una certeza? Tal fue el efecto que las palabras que el decreto de la espiación parecía haber puesto en los labios de la inocencia, causó en Perico. Tarde, pero terrible, se presentó la verdad ante sus ojos, que cerraba la buena fe, y entró la desconfianza en su corazón, tan sano y tan escudado por su honradez, que jamás tuvo entrada en él una sospecha.
-¡Padre! ¡Padre! dijeron los niños al verlo temblar y palidecer.
Perico no los oía.
-Mae Ana, gritaron al verla entrar; acuda Vd., padre está malo.
Al oír entrar a su madre, Perico volvió hacia ella sus desatentados ojos, y en su severa frente creyó leer aquella terrible sentencia que pronunció sobre un porvenir del que quería apartarle su cariño previsor: la que es mala hija será mala casada. Aterrado se precipitó fuera de la casa, murmurando entre dientes un pretesto a su fuga que nadie entendió.
Ana se asomó a la ventana y se tranquilizó viéndolo tomar hacia el campo.
-¿Si le habrán avisado que se ha entrado ganado en el pegujar?
-Bien podría ser, madre; él se lo sospechaba ayer, contestó Elvira.
Pero la hora de comer llegó, y Perico no volvía.
En día de Pascua era extraño; pero en gentes de campo, que no tienen horas fijas, no era alarmante.
A la noche, a su hora acostumbrada, vinieron Pedro y María; ambos venían solos.
-¿No ha venido hoy Ventura al lugar? preguntó Ana.
- Sí, respondió Pedro; pero hay fiesta, y se lo llevarán allá los amigos: siempre ha sido tan bailador, que dejaría la comida por un fandango.
-¿Y Rita, dijo Elvira, no estaba en su casa de Vd., tía María?
- Sí, hija mía, allí se vino; pero se quiso ir con la vecina a la fiesta. Le dije que haría mejor en no ir; pero como nunca me hace caso...
-Y le dijo Vd., muy bien, María, añadió Pedro, la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa.
Mustias estaban y silenciosas, cuando entró de repente Perico.
La escasa luz del velón, amortiguada por la pantalla, les impidió observar el trastorno completo de su fisonomía. Cercaban sus ojos ardorosos unas ojeras que parecían puestas allí por largos días de enfermedad: sus labios secos y rojos eran los de un calenturiento.
Echó una rápida mirada en torno suyo, y preguntó bruscamente:
-¿Dónde está Rita?
Todos callaron: al fin dijo María tímidamente:
-Hijo mío, ha ido con la vecina un ratito a la fiesta... le dio por ahí... como era día de Pascua... Ya no puede tardar.
Perico salió con ímpetu, sin contestar palabra.
Su madre se levantó precipitadamente y le siguió; mas no le alcanzó.
-Dígole a Vd., María, dijo Pedro, que Perico haría bien en zurrarle la pavana, y que yo no le había de decir palabra.
-No diga Vd. eso, Pedro, respondió María, no es Perico capaz de ponerle la mano encima a una mujer. ¡Pobrecilla mía! vamos a ver, ¿qué mal hay en que dé cuatro saltos? Pedro, los viejos no se deben olvidar de que fueron mozos.
Entraba en éstas Ana azorada.
-Pedro, dijo, vaya Vd. a la fiesta.
-¿Yo? respondió Pedro, está Vd. fresca. A tres bombas estoy yo con la tal fiesta. Si le calienta Perico las costillas a la suya, bien empleado se le estará. No será mi pañuelo el que enjugue las lágrimas.
-Pedro, vaya Vd. a la fiesta, volvió a decir Ana; pero esta vez con tal acento de angustia, que Pedro volvió la cabeza y se la quedó mirando.
Ana lo cogió de un brazo, lo levantó, lo llevó consigo a un lado, y le dijo algunas rápidas palabras a media voz.
Al oírlas el anciano, dio un grito sofocado, cruzó las manos en que apoyó su frente, cogió apresuradamente el sombrero, y se arrojó fuera del cuarto.
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