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La flecha negra: Libro Tercero

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La Flecha Negra
de Robert Louis Stevenson
Libro Tercero

La casa junto a la playa

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Habían transcurrido varios meses desde el día en que Richard Shelton pudo escapar de las garras de su tutor, meses extraordinariamente fecundos en acontecimientos para Inglaterra.

El partido de Lancaster, casi moribundo entonces, logró levantar cabeza una vez más.

Derrotados y dispersos los de York, acuchillado su jefe en el campo de batalla, pareció, durante una breve temporada del invierno que siguió a los sucesos relatados, que la casa de Lancaster había triunfado definitivamente sobre sus enemigos.

La pequeña ciudad de Shoreby-on-the-Till se hallaba llena de nobles del partido de Lancaster, procedentes de las cercanías. Estaban allí el conde de Risingham, con trescientos hombres de armas; lord Shoreby, con doscientos; y el propio sir Daniel, de nuevo en auge y enriqueciéndose una vez más a fuerza de confiscaciones, se alojaba en una casa de su propiedad, situada en la calle principal, con sesenta hombres. Verdaderamente las cosas habían cambiado.

Era una tarde oscura, de frío intenso, de la primera semana de enero. Blanqueaba la escarcha, soplaba el vendaval y todo anunciaba nieve antes del amanecer.

En una sórdida y mal alumbrada taberna de una callejuela cercana al puerto, tres o cuatro hombres sentados bebían cerveza y despachaban una frugal cena de huevos.

Todos eran parecidos: hombres robustos, de tez curtida, mano dura y mirada audaz, y aunque vestían simples tabardos, como pobres labriegos, hasta un soldado borracho lo hubiera pensado un poco antes de buscar camorra alguna en semejante compañía.

Frente al enorme fuego que ardía en la chimenea y algo apartado se hallaba también sentado otro hombre más joven, casi un niño, vestido de forma muy parecida, aunque era fácil distinguir por su aspecto que era hombre superior a ellos por nacimiento y que pudiera haber ceñido espada si la ocasión lo requiriese.

-No -dijo uno de los hombres sentados a la mesa-. No me gusta esto. Algo malo nos ocurrirá. No es éste sitio adecuado para gente alegre. A la gente alegre le gusta el campo abierto, buen abrigo y pocos enemigos; pero aquí estamos encerrados en una ciudad, rodeados de enemigos, y, para colmo de desdichas, ya veréis cómo antes de amanecer nos regala el cielo una nevada.

-Eso díselo a master Shelton, que está ahí -repuso otro, señalando con la cabeza al muchacho que estaba sentado frente al fuego.

-Mucho estoy yo dispuesto a hacer por master Shelton -replicó el primero-. Pero lo que es ir a la horca por él o por cualquier otro... ¡no, hermanos, no... eso sí que no!

Se abrió la puerta de la posada y entró apresuradamente otro hombre que se aproximó al joven.

-Master Shelton -le dijo-: sir Daniel avanza con un par de antorchas y cuatro arqueros.

Dick, pues de él se trataba, se puso inmediatamente en pie.

-Lawless -ordenó-: tú tomarás la guardia de John Capper. Greensheve, sígueme. Y tú, Capper, abre la marcha. Esta vez le seguiremos los pasos, aunque vaya a York.

Un momento después se hallaban fuera, en la oscura callejuela, y Capper, el hombre que acababa de llegar, señalaba al sitio donde brillaban dos antorchas cuyas llamas sacudía el viento.

Dormía ya profundamente la ciudad; ni un transeúnte circulaba por las calles, y nada más fácil que seguir a aquel grupo sin ser notados. Los dos portadores de las antorchas abrían la marcha; seguía un solo hombre, cuyo largo capote flotaba al viento, y guardaban la retaguardia cuatro arqueros, todos con los arcos al brazo. Marchaban a paso ligero, atravesando un dédalo de callejuelas para acercarse, cada vez más, a la playa.

-¿Sigue todas las noches esa dirección? -preguntó Dick en voz baja.

-Ésta es la tercera vez que pasa, master Shelton -respondió Capper-, y siempre a la misma hora y con la misma reducida escolta, como si quisiera guardar el secreto.

Sir Daniel y sus seis hombres habían llegado a las afueras de la ciudad, donde empezaba el campo.

Shoreby era una ciudad abierta, y aun cuando los señores de Lancaster mantenían fuerte guardia en los caminos reales, era posible, sin embargo, entrar o salir, sin ser visto, por cualquiera de las callejuelas o cruzando campos.

La angosta callejuela que seguía entonces sir Daniel terminaba bruscamente. Frente a él se extendía una áspera y desigual llanura y a un lado se percibía el rumor de la resaca. No había guardias por los alrededores ni luz alguna en aquella parte de la ciudad.

Dick y sus dos forajidos se acercaron algo más al grupo que perseguían; de pronto, al salir de entre las casas y poder abarcar mayor terreno por ambos lados, advirtieron que otra antorcha se aproximaba por distinta dirección.

-Eh -exclamó Dick-. Esto me huele a traición.

Entretanto, sir Daniel había hecho alto. Clavaron las antorchas en la arena y se echaron los hombres, como para esperar la llegada de otra patrulla.

Ésta se acercaba a buen paso. La componían únicamente cuatro hombres: un par de arqueros, un paje con la antorcha y un caballero embozado caminando en el centro.

-¿Sois vos, milord? -gritó sir Daniel.

-Yo soy, en efecto; y si alguna vez dio un caballero leal pruebas de serlo, yo soy ese hombre -respondió el jefe del segundo grupo-, porque ¿quién no preferiría hacer frente a gigantes, brujos o herejes, mejor que a este frío penetrante?

-Milord -repuso sir Daniel-: tanto más reconocida os estará la belleza, no lo dudéis. Pero ¿vamos allá? Porque cuanto antes hayáis visto mi mercancía, más pronto regresaremos a casa.

-Pero ¿por qué la guardáis ahí, buen caballero? -preguntó el otro-. Si tan joven es, tan hermosa y tan rica, ¿por qué no la presentáis entre sus compañeras? Pronto le encontraríais un buen partido, sin necesidad de helaros los dedos y arriesgaros a recibir un flechazo, yendo por el mundo a hora tan inoportuna y en plena oscuridad.

-Ya os he dicho, milord -replicó sir Daniel-, que el motivo de ello sólo a mí interesa, y no pienso daros más explicaciones. Básteos saber que si estáis ya cansado de vuestro viejo amigo Daniel Brackley, no tenéis más que publicar por todas partes que vais a casaros con Joanna Sedley, y yo os doy palabra de que inmediatamente os veréis libre de él. Pronto le encontraréis con una flecha clavada en su espalda.

Entretanto avanzaban rápidamente por la llanura los dos caballeros, precedidos por las tres antorchas inclinadas contra el viento, esparciendo nubes de humo y penachos de llamas, y seguidos por los seis arqueros.

Casi pisándoles los talones les seguía Dick. Desde luego, no había oído ni una sola palabra de esta conversación; pero había reconocido en el segundo de los interlocutores al anciano lord Shoreby, hombre de pésima reputación, a quien hasta el mismo sir Daniel aparentaba condenar en público al hablar de su conducta.

Llegaron pronto junto a la misma playa. Tenía el aire emanaciones salinas, aumentaba el rumor de las olas y allí, en un amplio jardín cercado, se alzaba una casita de dos pisos, con establos y otras dependencias.

El portador de la primera antorcha abrió una puerta que había en la cerca y, una vez que todo el grupo hubo penetrado en el jardín, volvió a cerrarla por el otro lado.

Dick y sus hombres quedaron así imposibilitados de continuar siguiéndoles, a menos que escalasen el muro y se expusieran a caer en la trampa.

Se sentaron entre un grupo de tejos y esperaron. El rojizo resplandor de las antorchas iba y venía de un lado a otro dentro del cercado, como si los portadores de las antorchas patrullaran por el jardín continuamente.

Transcurrieron unos veinte minutos, al cabo de los cuales toda la comitiva salió de nuevo. Sir Daniel y el barón, después de prolongados saludos, se separaron, dirigiéndose cada cual a su respectivo domicilio, seguidos de sus hombres y de sus luces.

Tan pronto como el rumor de sus pasos se hubo desvanecido en el aire, Dick se puso en pie con toda la rapidez de que era capaz, pues tenía todo el cuerpo dolorido y helado por el frío.

-Capper, vas a ayudarme a subir ahí -dijo.

Se adelantaron los tres hasta el muro, Capper se agachó y, subiéndosele a los hombros, Dick trepó hasta la albardilla.

-Ahora, Greensheve -cuchicheó Dick-, súbete aquí, túmbate de cara para que no te vean y mantente siempre pronto a tenderme una mano, si ves que me ocurre algo desagradable al otro lado.

Diciendo esto se dejó caer en el jardín.

Reinaba una profunda oscuridad; ni una luz brillaba en la casa. Soplaba penetrante el viento entre los arbustos y el mar azotaba la playa, Dick avanzaba cautelosamente, tropezando con los matojos y tanteando con las manos; de pronto el rechinar de la grava bajo sus pies le advirtió que se hallaba en uno de los paseos.

Se detuvo allí y, sacando la ballesta que llevaba escondida bajo el largo tabardo, se preparó para obrar sin pérdida de tiempo y avanzó de nuevo con la mayor decisión y arrojo.

El sendero le condujo en línea recta hasta el grupo de edificios.

Todo tenía un triste y ruinoso aspecto; las ventanas estaban resguardadas por desvencijados postigos, abiertos y vacíos los establos, sin heno en el henil ni grano en el granero. Cualquiera hubiese dicho que aquélla era una casa abandonada; pero Dick tenía pruebas suficientes de lo contrario. Continuó su inspección, visitando todas las dependencias, comprobando la mayor o menor solidez de las ventanas. Llegó al fin, dando un rodeo, al lado de la casa que daba al mar y, como esperaba, allí vio una lucecilla en una de las ventanas superiores.

Retrocedió unos pasos, hasta que creyó ver una sombra que se movía sobre la pared del aposento. Se acordó entonces de que, al ir tanteando en el establo, había tropezado su mano con una escalera, y fue rápidamente a buscarla. Ésta era muy corta; sin embargo, poniéndose de pie en el último peldaño, logró tocar los barrotes de hierro de la ventana, y, aferrándose a éstos con todas sus fuerzas, levanta el cuerpo hasta que sus ojos alcanzaron a ver el interior de la habitación.

En ella había dos personas. A la primera pronto la reconoció: era la señora Hatch; la segunda, una joven alta, hermosa y de grave continente, ataviada con un largo vestido bordado... ¿era posible que fuera Joanna Sedley?... ¿Aquel compañero de los bosques, Jack, a quien pensó él en castigar con su correa?

Volvió a dejarse caer en el último peldaño de la escalera, presa de una especie de aturdimiento. Jamás se le había ocurrido que su amada fuera un ser tan superior, por lo que inmediatamente experimentó una sensación de timidez. Pero no era aquél el momento oportuno para pensar. Un ligero siseo sonó muy cerca y se apresuró a descender.

-¿Quién va? -susurró.

-Greensheve -fue la respuesta en tono igualmente cauto.

-¿Qué quieres? -preguntó Dick.

-Que vigilan la casa, master Shelton -respondió el forajido-. No somos nosotros solos los que espiamos, pues estando boca abajo sobre el muro, vi a unos hombres rondando entre las sombras y les oí silbar quedamente para avisarse unos a otros.

-¡Por mi fe, esto pasa ya de extraño! -exclamó Dick-. ¿No eran hombres de sir Daniel?

-No, señor, no lo eran -respondió Greensheve-. O yo no tengo ojos, o cada uno de esos monigotes llevaba una escarapela blanca en la gorra, a cuadros oscuros.

-¿Blanca, con cuadros oscuros? -repitió Dick-. ¡No conozco esa divisa! No es ninguna de las del país.

Bien; si es así, salgamos de este jardín tan silenciosamente como podamos, porque estamos en mala posición para defendernos. Es indudable que en esta casa hay hombres de sir Daniel, y que nos cojan entre dos fuegos es lo peor que puede sucedernos. Coge la escalera; debo dejarla donde la encontré.

La restituyó, pues, al establo, y, a tientas, marcharon hacia el lugar por donde habían entrado.

Capper ocupaba ahora el puesto de Greensheve sobre la albardilla, y, tendiéndoles la mano, primero a uno y luego a otro, tiró de ellos para hacerlos subir. Cautelosa y silenciosamente se dejaron caer de nuevo al otro lado, no atreviéndose a hablar hasta que volvieron a su anterior escondite entre los tejos.

-Ahora, John Capper-dijo Dick-, vuelve a Shoreby, aunque en ello te vaya la vida. Tráeme enseguida cuantos hombres puedas reunir. Éste será el punto de cita, a no ser que los hombres estuviesen muy diseminados y vieses que el día se acercaba antes de juntarlos, en cuyo caso el sitio de cita será algo más allá, hacia la entrada de la ciudad. Greensheve y yo nos quedamos aquí vigilando. ¡Date prisa, John Capper, y que los santos vengan en tu ayuda!

Y en cuanto hubo desaparecido el enviado, continuó diciendo Dick:

-Ahora, Greensheve, vamos tú y yo a rondar el jardín, dando un rodeo. Quiero ver si tus ojos te engañaron.

Manteniéndose a buena distancia del muro, y aprovechando todos los altibajos del terreno, vigilaron la casa por dos de sus lados sin observar nada de interés. En la tercera fachada, la tapia del jardín se hallaba muy cerca de la playa, y para guardar la debida distancia tuvieron que descender algún trecho sobre las arenas. Aunque la marea estaba todavía bastante baja, la resaca era tan alta y tan llana la orilla que, al romper las olas, una gran sábana de espuma y de agua la cubría rápidamente, y así Dick y Greensheve tuvieron que realizar esta parte de su ronda hundidos hasta el tobillo o hasta las rodillas, casi vadeando las frías y saladas aguas del mar del Norte.

De pronto, destacándose contra la relativa blancura de la tapia del jardín, apareció la figura de un hombre, como una débil sombra chinesca, haciendo señales con los brazos, que agitaba violentamente. Luego cayó a tierra, y surgió otro algo más lejos, que repitió la misma operación. Así, como silenciosa consigna, estas gesticulaciones hicieron la ronda del sitiado jardín.

-Buena guardia han montado -cuchicheó Dick.

-Volvamos a tierra, buen amo -repuso Greensheve-. Estamos aquí demasiado al descubierto, porque fijaos: cuando las olas rompan detrás de nosotros, nos verán claramente contra la blanca cortina de espuma.

-Tienes razón -respondió Dick-. Volvamos a tierra y a toda prisa.


Una escaramuza en las tinieblas

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Empapados por completo y helado el cuerpo, volvieron los dos aventureros a su escondrijo entre los tejos.

-¡Quiera el cielo que Capper se dé prisa! ¡Un cirio le prometo a santa María de Shoreby si regresa antes de una hora!

-¿Tenéis prisa, master Shelton? -preguntó Greensheve.

-Sí, amigo mío -respondió Dick-, porque en esa casa está la mujer a quien amo, y ¿quiénes piensas tú que pueden ser los que la rodean en secreto esta noche? ¡Enemigos, sin duda!

-Bien -repuso Greensheve-; si John vuelve pronto, daremos buena cuenta de ellos. No llegan a cuarenta los que están fuera; y cogiéndolos donde se hallan, tan desperdigados, veinte hombres bastarían para espantarlos como bandada de gorriones. Y, sin embargo, master Shelton, si ya está ella en poder de sir Daniel, poco le perjudicará el que pase a manos de otro. ¿Quién será éste?

-Sospecho que lord Shoreby -contestó Dick-. ¿Cuándo vinieron?

-Empezaron a llegar, master Dick -dijo Greensheve-, poco más o menos cuando vos saltabais la tapia. Apenas si llevaba un minuto allí cuando vi al primero de esos granujas arrastrándose hasta doblar la esquina.

En la casita se había extinguido la última luz cuando Dick y Greensheve vadeaban las rompientes olas de la playa, y era imposible adivinar en qué momento se lanzarían al ataque los hombres al acecho en torno al jardín. De dos males, Dick prefería el menor: que Joanna continuase bajo la tutela de sir Daniel, que no cayese en las garras de lord Shoreby; por tanto, tomó la resolución de que si asaltaban la casa, acudiría inmediatamente en auxilio de los sitiados.

Pero el tiempo pasaba y nada sucedía. De cuarto en cuarto de hora se repetía la misma señal en torno a la tapia del jardín, como si el jefe quisiera asegurarse de la vigilancia de sus diseminados esbirros; por lo demás, nada turbaba la tranquilidad en torno a la casita.

Al rato empezaron a llegar los refuerzos de Dick. No estaba aún muy avanzada la noche cuando cerca de veinte hombres hallábanse ya escondidos a su lado, entre los tejos.

Dividiéndolos en dos grupos, tomó él el mando del más reducido y dejó el más numeroso a las órdenes de Greensheve.

-Ahora, Kit -dijo a este último-, llévate a tus hombres al ángulo de la tapia más cercana a la playa. Colócalos de modo que puedan resistir y espera hasta que oigas atacar por el otro lado. Quisiera asegurarme de los que están frente al mar, porque entre ellos debe estar el jefe. Los demás huirán; déjalos que corran. Y vosotros, muchachos, no disparéis ni una sola flecha, porque no conseguiréis más que herir a nuestros amigos. ¡Echad mano al cuchillo y duro con él! Si vencemos, os prometo a cada uno de vosotros un noble de oro, en cuanto entre yo en posesión de mi herencia.

De la singular colección de descamisados, ladrones, asesinos y campesinos arruinados que Duckworth había reunido para que fueran sus instrumentos de venganza, los más audaces y expertos en andanzas guerreras se ofrecieron voluntarios para seguir a Richard Shelton. El servicio de vigilancia de los movimientos de sir Daniel en la ciudad de Shoreby les pareció tan fastidioso que por fin comenzaron a quejarse en voz alta, amenazando con disolver la partida. La perspectiva de un violento encuentro y el probable botín les devolvió el buen humor, y alegremente se prepararon para la batalla.

Despojándose de sus largos tabardos, aparecieron unos con simples chaquetas verdes y otros con pesadas chaquetas de cuero; bajo el capuchón, muchos llevaban gorros reforzados con placas de hierro; y en cuanto a armas ofensivas, espadas, dagas, unas cuantas jabalinas y una docena de brillantes hachas les ponían en situación de poder aventurarse a un choque hasta con tropas regulares feudales. Los arcos, aliabas y tabardos, quedaron ocultos entre los tejos y los dos grupos avanzaron resueltamente.

Cuando Dick hubo llegado al otro lado de la casa, colocó, apostados en línea, a seis hombres, a unos veinte metros de la tapia del jardín, situándose él mismo frente a ellos, a pocos pasos de distancia. Entonces, lanzando todos a la vez un mismo grito, cerraron contra los enemigos.

Éstos, que se hallaban muy esparcidos, echados en el suelo y medio helados de frío, se pusieron atropelladamente de pie, sin saber qué hacer. Antes de que tuvieran tiempo de recobrar la serenidad o de darse cuenta del número e importancia de sus atacantes, un nuevo grito resonó en sus oídos desde el lado opuesto del cercado. Entonces se dieron por perdidos y huyeron a la desbandada.

De tal modo, los dos reducidos grupos de hombres de la Flecha Negra se encontraron frente a la tapia que daba al mar; por decirlo así, cogieron entre dos fuegos aparte de los desconocidos; mientras que el resto huía en distintas direcciones, como si en ello les fuera la vida, y pronto se dispersaron en la oscuridad.

Con todo, la lucha no había hecho más que empezar. Aunque los forajidos de Dick contaran con la ventaja de la sorpresa, eran muy inferiores en número a los hombres que habían rodeado. Entretanto la marea había subido; la playa quedaba reducida a una pequeña franja, y en este húmedo campo de batalla, entre los rompientes y la tapia del jardín, comenzó, en la oscuridad, una incierta, furiosa y mortal batalla.

Los desconocidos iban bien armados; cayeron en silencio sobre sus atacantes y la pelea se convirtió en una serie de combates individuales. Dick, el primero que entró en liza, se vio atacado por tres a la vez; a uno lo derribó del primer golpe; pero como los otros dos se arrojaron furiosamente sobre él, hubo de retroceder ante la acometida. Uno de éstos era un hombretón, casi un gigante, e iba armado de un espadón, que blandía como si fuera una varilla. Contra semejante adversario, de tan largo brazo y tan largo y pesado acero, Dick, con su hacha, quedaba casi indefenso, y si hubiera continuado con igual vigor el otro atacante, el muchacho, acorralado, hubiera caído enseguida. Pero el segundo contrincante, de menor estatura y movimientos más lentos, se detuvo un instante para atisbar en torno suyo en la oscuridad y prestar oído a los ruidos de la batalla.

El gigante seguía aprovechándose de la ventaja que llevaba; Dick retrocedía, esperando el momento oportuno para atacar. De pronto, centelleó en el aire la gigantesca hoja, descendió, y el muchacho, saltando a un lado y lanzándose enseguida a fondo, le tiró un tajo oblicuo de abajo arriba con su hacha. Se oyó entonces un rugido de dolor y, antes de que el herido pudiera levantar de nuevo la formidable espada, repitió Dick el golpe por dos veces, dando con él en tierra.

Un instante después peleaba en lucha más igual con el segundo de sus perseguidores. No había ahora gran diferencia de estatura, y aunque el hombre acometía con espada y daga, en contra de una sola hacha, y era astuto y rápido en la defensa, lo que le daba cierta superioridad en las armas, quedaba ésta compensada por la mayor agilidad de Dick. Al principio, ninguno de los dos adquiría ventaja; pero el más viejo iba aprovechándose insensiblemente de la furia del más joven para llevarle al terreno que quena, y a poco observó Dick que habían cruzado todo el ancho de la playa y que estaban ya luchando hundidos hasta más arriba de las rodillas en la espuma y las burbujas de las rompientes olas. Resultaba allí inútil toda actividad, toda la ligereza de pies del mozo, hallándose éste más o menos a discreción de su enemigo; un poco más y quedaba de espaldas a sus propios hombres, advirtiendo que su diestro y experto adversario no hacía otra cosa que alejarle más y más de los suyos.

Dick rechinó los dientes de coraje. Resolvió terminar al instante el combate, y en cuanto rompió en la playa otra ola y, retirándose, dejó en seco la arena, se precipitó sobre el otro, paró un golpe con el hacha y de un salto se le agarró al cuello. El hombre cayó de espaldas y Dick sobre él, y como la siguiente ola sucedió rápidamente a la anterior, quedó sepultado bajo la sábana de agua.

Sumergido todavía, Dick le arrebató la daga de la mano y se puso en pie, victorioso.

-¡Ríndete! -le gritó-. Te perdono la vida.

-Me rindo -contestó el otro, incorporándose hasta quedar arrodillado-. Peleas como joven que eres, con ignorancia y temeridad; pero, ¡por toda la corte celestial, que te bates como un bravo!

Dick se volvió para mirar hacia la playa. El combate seguía aún vivísimo e indeciso en medio de la noche; sobre el ronco bramar de las rompientes olas se oía el chocar de los aceros y resonaban los ayes de dolor y los gritos de combate.

-Llévame adonde está tu capitán, joven -dijo el vencido caballero-. Ya es hora de que termine esta cacería.

-Señor -contestó Dick-: si estos valientes muchachos tienen capitán, es este pobre caballero que os está hablando ahora.

-Pues, entonces, llamad a vuestros perros, y yo daré a mis villanos la orden de que cesen.

Algo noble había en la voz y en las maneras del vencido adversario de Dick, por lo que éste desechó al instante todo temor de traición.

-¡Deponed las armas, muchachos! -gritó el desconocido caballero-. Me he rendido bajo promesa de respetar mi vida.

El tono del forastero era de orden absoluta, inapelable, y casi al instante cesó el estrépito y la confusión de la refriega.

-¡Lawless! -gritó Dick-. ¿Estás sano y salvo?

-¡Sí! -contestó éste-. Sano y animoso.

-Enciende la linterna -le ordenó Dick.

-¿No está aquí sir Daniel? -preguntó el caballero.

-¿Sir Daniel? -repitió Dick-. Por la cruz que espero que no. Mal lo pasaría yo si aquí estuviese.

-¿Que vos lo pasaríais mal, noble caballero? -preguntó el otro-. Entonces si no sois del partido de sir Daniel, confieso que no lo entiendo. ¿Por qué os lanzasteis, pues, contra mi emboscada? ¿Por qué lucháis, mi joven y fogoso amigo? ¿Con qué propósito? Y para terminar de preguntaros, ¿a qué buen caballero me he entregado?

Pero antes de que Dick pudiera contestar, una voz habló en la oscuridad junto a ellos. Dick pudo distinguir la divisa blanca y negra del que hablaba y el respetuoso saludo que dirigió a su superior.

-Milord -dijo-; si estos caballeros son enemigos de sir Daniel, es una verdadera lástima que hayamos tenido que venir a las manos; pero diez veces mayor sería que ellos o nosotros permaneciésemos aquí entretenidos. Los vigilantes de la casa, a menos que estén todos muertos o sordos, han tenido que oír nuestros golpes desde hace un cuarto de hora; inmediatamente habrán hecho señales a la ciudad, y como no nos apresuremos, es probable que unos y otros tengamos que habérnoslas con un nuevo enemigo.

-Hawksley tiene razón -observó el lord-. ¿Qué opináis, señor? ¿Adónde vamos?

-Milord -respondió Dick-; por mí podéis ir adonde os plazca. Empiezo a sospechar que tenemos motivos para ser amigos, y si bien es cierto que nuestras relaciones empezaron de modo harto brusco, no quisiera yo continuarlas groseramente. Separémonos, pues, milord, chocando vuestra mano con la que os tiendo, y a la hora y en el lugar que digáis encontrémonos de nuevo para ponernos de acuerdo.

-Sois demasiado confiado, joven -contestó el otro-; pero esta vez no habéis depositado mal vuestra confianza. Al apuntar el día iré a encontraros frente a la Cruz de Santa Brígida. ¡Vamos, muchachos, seguidme!

Los desconocidos desaparecieron del lugar de la escena con tal rapidez que resultaba sospechosa, y mientras los forajidos se entregaban a la agradable tarea de despojar a los muertos, Dick dio la vuelta una vez más a la tapia del jardín para examinar el frente de la casa. En una pequeña tronera de la parte alta del tejado distinguió una serie de luces, y como ciertamente podían ser vistas desde las ventanas posteriores de la residencia de sir Daniel, no dudó de que fuera ésta la señal temida por Hawksley y que, a no tardar, llegarían los lanceros del caballero de Tunstall.

Puso el oído en tierra y le pareció percibir un sordo y lejano ruido que venía de la ciudad. Volvió corriendo a la playa. Mas la tarea había terminado: ya el último cadáver estaba desarmado y despojado de sus ropas, y cuatro hombres, adentrándose en el mar, lo abandonaban a merced de las aguas.

Pocos minutos después, cuando salieron por una de las callejuelas próximas de Shoreby unos cuarenta jinetes, ensillados a toda prisa y marchando a galope, ya los alrededores de la casa junto al mar estaban sumidos en el más profundo silencio y desiertos por completo.

Entretanto, Dick y sus hombres habían vuelto a la taberna de La Cabra y la Gaita para procurarse algunas horas de reposo antes de la cita matinal.


La Cruz de Santa Brígida

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A espaldas de Shoreby, en los límites del bosque de Tunstall, elevábase la Cruz de Santa Brígida. Dos caminos se cruzaban allí: uno era el de Holywood, atravesando el bosque; otro, el de Risingham, por el cual vimos huir en desorden a los vencidos partidarios de Lancaster.

Allí se juntaban ambos y descendían por la colina hasta Shoreby, y un poco antes del punto de unión coronaba la cima de un montículo la vieja cruz, maltratada por los embates del tiempo.

Las siete de la mañana serían cuando Dick llegó a aquel lugar. El frío era vivísimo; la tierra aparecía grisácea y plateada por la blanca escarcha; ya apuntaba el día por oriente, luciendo vivos colores purpúreos o anaranjados.

Dick se sentó en el primer escalón de la cruz, se envolvió bien en su tabardo y escudriñó por todos lados con vigilante mirada. No tuvo que esperar mucho. Por el camino de Holywood descendía un caballero, con rica y brillante armadura, cubierta con una sobrevesta de las más raras pieles, marchando al paso sobre un magnífico corcel. A unos veinte metros de distancia le seguía un pelotón de lanceros; pero éstos, tan pronto como divisaron el lugar de la cita, hicieron alto, mientras el caballero de la sobrevesta de piel seguía avanzando solo.

Llevaba levantada la visera y era su continente autoritario y noble, como correspondía a la riqueza de su atavío y de sus armas. No sin cierta confusión se levantó Dick al verle, y descendió del pie de la cruz para ir al encuentro de su prisionero.

-Os doy las gracias, milord, por vuestra puntualidad -dijo, haciendo una profunda reverencia-. ¿Quisiera su señoría echar pie a tierra?

-¿Estáis solo, joven? -preguntó el otro.

-No iba a ser tan cándido -repuso Dick-, y para ser franco con su señoría, os diré que los bosques que se extienden a ambos lados de esta cruz están llenos de hombres honrados que me acompañan, apostados ahí junto a sus armas.

-Habéis hecho bien -replicó el lord-. Y tanto más me place saberlo cuanto que anoche os batisteis temerariamente, más como un salvaje sarraceno loco que como guerrero cristiano. Pero no está bien que me queje, siendo yo quien llevó la peor parte.

-En efecto, milord, salisteis peor librado, puesto que caísteis -repuso Dick-. Pero si no llegan a ayudarme las olas, yo hubiera sido el vencido. Os complacisteis en dominarme, mostrando vuestra superioridad, por medio de numerosas señales que me hizo vuestra daga y que aún llevo. En fin, milord, sospecho que fui yo quien corrió todo el riesgo y sacó todo el provecho de aquella refriega de ciegos que tuvimos en la playa.

-Veo que sois lo bastante astuto como para tomarlo a broma -replicó el forastero.

-No, milord; astuto, no -repuso Dick-; no pretendo con eso sacar ventaja alguna. Pero cuando, a la luz del nuevo día, veo cuán grande es el caballero que se ha rendido, no sólo a mis armas, sino a la suerte, la oscuridad y la resaca... y cuán fácilmente podía la batalla haber tomado bien distinto giro, tratándose de un soldado tan inexperto y rústico como yo... no os extrañe, señor, que me sienta confundido con mi propia victoria.

-Decís bien -respondió el forastero-. ¿Cómo os llamáis?

-Me llamo Shelton -contestó Dick.

-Lord Foxham me llama a mí la gente -añadió el otro.

-Entonces, milord, con vuestra venia, sois el tutor de la más adorable doncella que existe en Inglaterra -exclamó Dick-. Y por lo que toca a vuestro rescate y al de los que con vos quedaron prisioneros en la playa, ninguna duda habrá ya respecto a las condiciones. Os ruego, señor, y a vuestra benevolencia y caridad apelo, que me concedáis la mano de mi señora, Joanna Sedley, y os daré, a cambio, vuestra libertad y la de vuestros seguidores; si la aceptáis, podréis contar con mi gratitud y servicio hasta la muerte.

-Pero ¿no sois vos pupilo de sir Daniel? Sí, sois el hijo de Harry Shelton, que así lo oí decir -dijo lord Foxham.

-¿Quisierais concederme, milord, el favor de desmontar? Desearía explicaros detalladamente quién soy, cuál es mi situación y por qué soy tan atrevido en mis demandas. Os ruego, milord, que os sentéis en estos peldaños, que me oigáis hasta el fin y me juzguéis después con benevolencia.

Diciendo así, Dick tendió una mano a lord Foxham para ayudarle a desmontar, le condujo por el montículo hasta la cruz, le instaló en el sitio en que antes había estado sentado él y, quedándose respetuosamente en pie ante su noble prisionero, le contó la historia de sus andanzas hasta los acontecimientos de la noche anterior.

Lord Foxham le escuchó gravemente, y cuando hubo terminado Dick, dijo:

-Master Shelton: sois el joven caballero más afortunado y más desdichado a un tiempo; pero cuantas veces os sonrió la fortuna, fue, por cierto, bien merecidamente; en cambio, cuando os acompañó la desgracia, no lo merecíais. Pero levantad el ánimo, porque habéis sabido conquistaros un amigo que no está, en verdad, desprovisto de poder y de influencia. En cuanto a vos, aunque no siente bien a una persona de vuestra alcurnia andar asociado con forajidos, he de confesar que sois valiente y honrado, muy peligroso en la batalla y cortés en la paz, joven de excelentes condiciones y valerosa conducta. En cuanto a vuestro patrimonio, no volveréis a verlo hasta que cambien de nuevo las cosas; es decir, que mientras sea el partido de Lancaster el que domine, gozará de lo vuestro sir Daniel como si suyo fuera. Mas por lo que se refiere a mi pupila, ésa ya es otra cuestión; la había prometido yo a un caballero de mi propia familia: un tal Hamley... Vieja es la promesa...

-Sí, milord, y ahora sir Daniel la ha prometido a lord Shoreby -interrumpió Dick-. Y como esta promesa es la más reciente de las dos, es la que mayor probabilidad tiene de cumplirse.

-Ésa es la pura verdad -observó lord Foxham-. Y teniendo, además, en cuenta que soy vuestro prisionero, sin que admitáis más condiciones que el concederme sencillamente la vida, y que, por otra parte, la doncella, por desgracia, está en otras manos, consentiré. Ayudadme vos con vuestra buena gente...

-Milord -exclamó Dick-; son los mismos forajidos con quienes hace poco censurabais que me uniese.

-Que sean lo que quieran; el hecho es que saben luchar -replicó lord Foxham-. Ayudadme, pues, y si entre los dos recuperamos a la doncella, ¡juro por mi honor de caballero que se casará con vos!

Dobló Dick la rodilla ante su prisionero; mas éste, levantándose de la cruz, alzó al muchacho y lo abrazó como a un hijo.

-Vamos -dijo-, si vais a casaros con Joanna, debemos ser ya buenos amigos.


El Buena Esperanza

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Una hora después había regresado Dick a La Cabra y la Gaita, desayunando allí y recibiendo las noticias de sus mensajeros y centinelas. Duckworth continuaba ausente de Shoreby, y esto ocurría con mucha frecuencia ya que representaba muchos papeles en el mundo; estaba interesado en diferentes empresas y dirigía múltiples asuntos. Había fundado aquella Sociedad de la Flecha Negra, como hombre arruinado y ansioso de venganza y dinero; sin embargo, los que más a fondo le conocían, le tenían por agente y emisario del gran hacedor de reyes de Inglaterra, Richard, conde de Warwick.

El caso es que, en su ausencia, le tocó a Richard Shelton dirigir sus negocios en Shoreby, y, al sentarse a comer, se hallaba lleno de preocupaciones que su rostro reflejaba. Había quedado acordado con lord Foxham que aquella noche darían un golpe audaz para poner en libertad a Joanna Sedley a viva fuerza. De todos modos, los obstáculos eran muchos y a medida que iban llegando sus espías, todos traían noticias desagradables.

Sir Daniel se había alarmado por la escaramuza de la noche anterior. Había aumentado la guarnición de la casa del jardín; pero, no contento con esto, tenía estacionados hombres a caballo en todas las callejuelas vecinas, de modo que pudieran comunicarle en el acto cualquier movimiento que observaran. Entretanto, en el patio de su mansión, tenía ensillados otros caballos, y los jinetes armados esperaban tan sólo la señal para montar.

La nocturna aventura en proyecto iba haciéndose cada vez más difícil de efectuar, hasta que, de pronto, el rostro de Dick se iluminó.

-¡Lawless! -llamó-. Tú que has sido marinero, ¿podrías robarme un barco?

-Master Dick -repuso Lawless-, si vos me guardáis las espaldas, capaz sería de robar la Abadía de York.

Poco después ambos partían con dirección al puerto. Era éste una extensa concha situada entre arenosas colinas, rodeada de pequeñas dunas, viejos árboles sin hojas y destartaladas casuchas de los barrios bajos. Numerosos navíos y barcas estaban allí anclados o habían sido varados en la playa. El prolongado mal tiempo les había llevado desde alta mar a buscar el refugio del puerto, y el tropel de negras nubes y las frías borrascas que se sucedían sin cesar, ya con una rociada de nieve, ya con una simple ventolera, anunciaban que, lejos de mejorar, el tiempo amenazaba una próxima y más , seria tormenta.

Los marineros, en vista del frío y del viento, se habían retirado, en su mayor parte, a tierra y llenaban ahora de vocerío y cantos las tabernas de la playa. Muchos de los buques estaban anclados, sin guardia alguna, y como el día avanzaba y el tiempo no llevaba trazas de mejorar, su número aumentaba continuamente.

A estos barcos abandonados y, sobre todo, a los que se hallaban bastante alejados, dirigió Lawless su atención, mientras Dick, sentado sobre un áncora medio hundida en la arena, y prestando oídos ya a las rudas, potentes y amenazadoras voces del ventarrón, ya a los roncos cantos de la marinería en una taberna próxima, pronto se olvidó de cuanto le rodeaba y de sus preocupaciones, al pensar en la gratísima promesa de lord Foxham.

En su ensimismamiento vino a interrumpirle una mano que se posó sobre su hombro. Era la de Lawless, que le señalaba un barquito que aparecía casi solitario a escasa distancia de la entrada del puerto, donde se balanceaba suave y rítmicamente sobre el oleaje. El pálido resplandor del sol de invierno brilló en aquel momento sobre la cubierta de la embarcación, haciéndola destacar contra una masa de amenazadores nubarrones, y en esa momentánea claridad logró ver Dick que un par de hombres halaban el esquife desde un costado del buque.

-Allí está, señor -dijo Lawless-. Fijaos bien. Allí está el barco para esta noche.

Al rato el esquife se apartó del costado del buque, y los dos hombres, poniendo proa al viento, remaron vigorosamente hacia tierra. Lawless se volvió hacia un individuo que por allí andaba.

-¿Cómo se llama? -le preguntó, señalando a la pequeña embarcación.

-Se llama el Buena Esperanza, de Dartmouth -contestó el hombre-. El nombre del capitán es Arblaster. Es ese que empuña el remo de proa en el esquife.

Esto era cuanto Lawless quería saber. Dando precipitadamente las gracias al hombre, se fue, rodeando la playa, hasta cierta caleta adonde se dirigía el esquife. Se situó allí y tan pronto como se hallaron al alcance de su voz, se dirigió a los marineros del Buena Esperanza, exclamando:

-¡Hola! ¡Compadre Arblaster! ¡Bienvenido, compadre; muy bienvenido! ¡Por la cruz que me alegro de veros! ¿Es ése el Buena Esperanza? ¡Vaya, si lo conoceré yo! ¡Aunque estuviera entre mil!... ¡Buen barco, buen barco! Pero ¡caramba!, venid pronto, compadre. ¡Vamos a echar un trago! Ya cobré mi herencia, de la que sin duda habréis oído hablar. Ya soy rico, ya dejé de navegar por los mares; ahora casi siempre navego sobre cerveza especiada. ¡Vamos, amigo! ¡Venga esa mano y a beber con un viejo camarada de barco!

El patrón, Arblaster, hombre maduro, de alargado y curtido rostro, con un cuchillo que una trenzada cuerda sostenía pendiente de su cuello, y exactamente igual a un marinero de hoy día en su porte y talante, se había detenido, presa de asombro y desconfianza. Pero la mención de la herencia y cierto aire de simplicidad de hombre borracho y de franca camaradería, que tan bien fingía Lawless, se unieron para vencer su recelo, y desapareciendo en él la tensión de su semblante, tendió de pronto su mano abierta, que estrechó la del forajido en formidable apretón.

-No -dijo-; no recuerdo vuestra fisonomía. Pero ¿qué importa? Con cualquiera estoy yo dispuesto a echar un trago, y lo mismo Tom, mi marinero. Tom -añadió, dirigiéndose a su acompañante-: aquí tienes a mi compadre, de cuyo nombre no puedo acordarme; pero que sin duda es un buen marinero. Vamos a beber con él y con su amigo, que es hombre de tierra.

Abrió la marcha Lawless, y pronto estuvieron sentados en una taberna que, por ser muy nueva y hallarse en lugar descubierto y solitario, no estaba tan atestada de gente como las cercanas al centro del puerto. No era más que un tugurio de madera muy parecido a los blocaos que existen en las apartadas selvas, toscamente amueblado con uno o dos armarios, algunos bancos de madera y unos tablones colocados sobre barriles en lugar de mesas. En el centro, y como sitiado por violentas e innumerables corrientes de aire, ardía, entre espesa humareda, un fuego de viejas tablas, restos de naufragios.

-¡Ajajá! -exclamó Lawless-. ¡Ésta es la alegría del marinero: un buen fuego, un buen vaso de algo fuerte para beber en tierra, con un tiempo loco ahí fuera y un ventarrón que llega de alta mar rondando en el tejado! ¡A la salud del Buena Esperanza! ¡Porque se mantenga bien al ancla!

-¡Sí! -dijo el patrón Arblaster-, ¡buen tiempo para quedarse en tierra, a fe mía! Y tú, Tom, ¿qué dices? Compadre, decís bien, aunque no consigo acordarme de vuestro nombre; pero decís muy bien. ¡Porque el Buena Esperanza se mantenga bien al ancla! ¡Amén!

-Amigo Dick -dijo Lawless dirigiéndose a su jefe-: si no me equivoco, tenéis entre manos algunos asuntos. Pues bien: ocupaos de ellos al instante, os lo ruego, que yo aquí me quedo con esta buena compañía, dos recios y viejos marineros, y hasta que volváis yo os respondo de que estos dos valientes aguantarán aquí conmigo bebiendo vaso tras vaso. ¡Nosotros, viejos lobos de mar, no somos como los hombres de tierra!

-¡Bien dicho! -exclamó el patrón-. Podéis iros, muchacho, yo cuidaré de vuestro amigo y buen compadre mío hasta el toque de queda... ¡Sí, por María Santísima! Hasta que salga el sol de nuevo... Porque, mirad, cuando un hombre ha estado mucho tiempo en el mar, la sal penetra en la arcilla de sus huesos, y entonces ya puede beberse un pozo, que jamás apagará su sed.

Así, animado por todos, se levantó Dick, saludó y saliendo de nuevo afuera, en la tarde de borrasca, se dirigió a toda prisa hacia La Cabra y la Gaita. Desde allí mandó recado a lord Foxham de que tan pronto cerrase la noche dispondrían de una buena embarcación para hacerse a la mar. Luego, llevando consigo a un par de forajidos con cierta experiencia en la vida marinera, regresó hacia el puerto en dirección a la caleta.

El esquife del Buena Esperanza estaba allí entre otros muchos, de los cuales se distinguía fácilmente por su extremada pequeñez y fragilidad. Cuando Dick y sus dos hombres ocuparon sus puestos y empezaron a alejarse de la caleta para entrar en el puerto abierto, el pequeño cascarón se hundía en el oleaje y se bamboleaba a cada ráfaga de viento como si fuera a naufragar.

El Buena Esperanza, como hemos dicho, se hallaba anclado bastante lejos, donde la marejada era más fuerte. Ningún otro barco estaba fondeado a distancia menor que la de muchos cables, y los más cercanos estaban enteramente abandonados. Además, cuando el esquife se acercaba, una espesa cortina de nieve y el repentino oscurecimiento del cielo ocultaron a los forajidos a todo posible espionaje. En un abrir y cerrar de ojos saltaron sobre la cubierta, y el esquife quedó balanceándose a popa. El Buena Esperanza había sido apresado.

Era un barco de sólida construcción, con cubierta en la proa y en medio del buque, pero abierto en la popa. Tenía un solo mástil y estaba aparejado entre falúa y lugre. Al parecer, el patrón Arblaster había hecho un buen negocio, porque la bodega estaba llena de barriles de vino francés y en una reducida cámara, además de una imagen de la Virgen María -prueba de la devoción del patrón- se hallaban muchas arcas y armarios herméticamente cerrados, que demostraban que era rico y cuidadoso.

Un perro, único ocupante del barco, ladró furiosamente, mordiendo los talones de los huéspedes, pero pronto fue arrojado a puntapiés a la cámara, quedando allí encerrado a solas con su justo resentimiento. Se encendió una lámpara, que fue colocada en los obenques de forma que pudiera ser fácilmente distinguido el navío desde la playa. Barrenaron uno de los barriles de vino y bebieron sendos vasos de excelente Gascuña, brindando por el éxito de la aventura de aquella noche. Luego, mientras uno de los forajidos preparaba arco y flechas aprestándose para defender el buque contra cualquiera que llegase, el otro haló el esquife, saltó en él, haciéndose a la mar, y esperó la llegada de Dick.

-Bien, Jack, mantente alerta -dijo el joven jefe, disponiéndose a seguir a su subordinado-. Tú vas a servirnos de mucho.

-¡Ya lo creo! -repuso Jack-. Mientras estemos aquí; pero en cuanto ese pobre barco saque las narices fuera del puerto... ¡Mirad, ya tiembla! El infeliz me ha oído y el corazón le ha presagiado algo malo, dentro de su costillaje de roble. Pero fijaos, master Dick, cómo se cierra el cielo.

La oscuridad a lo lejos, era pasmosa, en efecto. Entre la negrura se elevaban grandes oleadas, una tras otra, y, a compás de ellas, se alzaba flotante el Buena Esperanza para hundirse vertiginosamente por el otro lado. Una ligera rociada de nieve y de espuma cayó sobre la cubierta volando como polvillo, en tanto el viento pulsaba lúgubremente el arpa entre las jarcias.

-¡Sí que tiene mala cara! -observó Dick-. Pero ¡ánimo! Esto no es más que un chubasco y pronto pasará.

Mas, a pesar de sus palabras, se sentía deprimido por la amenazadora negrura del cielo y aquel gemir y silbar del viento. Por eso, al saltar sobre un costado del Buena Esperanza y dirigirse de nuevo hacia la caleta, se santiguó devotamente y encomendó a Dios las almas de cuantos se aventuraran a merced del mar.

En la caleta ya se habían reunido una docena de forajidos. Les entregaron el esquife, ordenándoles que se embarcaran sin demora.

Algo más adentro de la playa halló Dick a lord Foxham, que corría en su busca, oculto el rostro con una oscura capucha y cubierta su brillante armadura con un largo capote bermejo de pobre aspecto.

-Joven Shelton, ¿estáis decidido, verdaderamente, a haceros a la mar?

-Milord -respondió Richard-; la casa está rodeada de hombres a caballo; sería imposible llegar a ella sin provocar la alarma; y, una vez advertido sir Daniel de nuestro propósito, no lograríamos llevarlo a buen término, a pesar de vuestra asistencia, más que cabalgando contra el viento. Ahora bien: dando un rodeo por mar corremos algún peligro por tener que luchar contra los elementos; pero (y esto compensa de sobra todo lo demás) tenemos la probabilidad de llevar a cabo lo que nos proponemos y rescatar a la doncella.

-Bien -contestó lord Foxham-. Conducidme. Os seguiré, en cierto modo, por vergüenza; pero confieso que preferiría estar en la cama.

-Por aquí, pues -dijo Dick-. Vamos a buscar a nuestro piloto.

Y abrió la marcha, dirigiéndose a la tosca taberna donde diera cita a varios de sus hombres. Algunos se hallaban rondando alrededor de la puerta; otros, más atrevidos, estaban ya dentro, eligiendo los lugares más próximos a aquél donde se hallaba sentado su camarada. Se reunieron en torno de Lawless y de los dos marineros. Éstos, a juzgar por su alterado rostro y sus turbios ojos, hacía ya rato que habían pasado de los límites de la moderación, y, al entrar Richard, seguido de cerca por lord Foxham, entonaban los tres una vieja y triste canción marinera, a coro con el continuo gemir del viento.

Lanzó Dick una rápida ojeada por todo aquel tugurio. Acababan de echar más leña al fuego, y éste arrojaba nubes de humo negro, por lo cual era difícil distinguir claramente los rincones apartados. Era evidente, sin embargo, que los forajidos eran muy superiores en número al resto de los clientes. Satisfecho sobre este punto, para el caso de un fracaso en la ejecución de su plan, se dirigió resueltamente hacia la mesa y volvió a ocupar su puesto en el banco.

-¡Eh! -gritó el patrón, ya borracho-. ¿Quién sois, eh?

-Quisiera hablar dos palabras con vos ahí fuera, master Arblaster -contestó Dick-, y de esto es de lo que vamos a hablar.

Al resplandor de la lumbre le mostró un noble de oro.

Los ojos del viejo marinero se encendieron como dos ascuas, aunque no reconociera al que le hablaba.

-Sí, muchacho -dijo-. Os acompaño. Compadre, vuelvo enseguida. Bebed de firme, compadre...

Y colgándose del brazo de Dick para asegurar sus vacilantes pasos, fue hacia la puerta de la taberna.

No bien hubo franqueado el umbral, diez fuertes brazos se apoderaron de él y le ataron; y en dos minutos, convertido en un fardo y con una buena mordaza en la boca, le arrojaron cuan largo era a un pajar vecino. Al momento, su sirviente Tom, asegurado de igual forma, fue a hacerle compañía, y los dos quedaron allí abandonados a sus torpes reflexiones durante la noche.

Como ya no había necesidad de ocultarse, a una señal convenida se reunieron los seguidores de lord Foxham, y la partida, apoderándose audazmente de cuantos botes requería su número, partieron en flotilla hacia la luz que brillaba en el aparejo de la embarcación.

Mucho antes de que hubiera subido a cubierta el último de los forajidos, ya sonaban furiosos gritos en la playa, prueba de que al menos una parte de los marineros había descubierto la desaparición de sus botes.

Pero tarde era ya, tanto para recuperarlos como para tomar venganza. De los cuarenta hombres aguerridos que se reunieron en el barco robado, ocho estaban avezados al mar y podían perfectamente constituir la tripulación. Con la ayuda de éstos se izó una vela. Se picó el cable. Lawless, tambaleándose aún y cantando todavía a voz en grito el estribillo de una canción marinera, empuñó la larga caña del timón, y el Buena Esperanza comenzó a deslizarse velozmente en medio de la oscuridad de la noche desafiando la furia de las enormes olas que se alzaban más allá de la barra del puerto.

Tomó su sitio Richard junto al aparejo de barlovento. A excepción de la propia linterna del barco y algunas lucecillas de la ciudad de Shoreby, que quedaban a sotavento, todo estaba negro como boca de lobo. Sólo de vez en cuando y a medida que el Buena Esperanza se precipitaba vertiginosamente en el abismo de las olas, se rompía una de las crestas -una gran catarata de nívea espuma-, que vivía un instante, y un momento después corría a confundirse con la estela del barco y se desvanecía.

Muchos de los hombres de a bordo permanecían echados y agarrados a lo que podían, rezando en voz alta; otros, mareados, se habían arrastrado hasta el fondo del buque, echados de cualquier manera entre el cargamento. Y entre la extremada violencia de movimientos del barco y las continuas bravatas del borracho de Lawless, que todavía cantaba vociferando agarrado al gobernalle, hasta el más valiente de todos los de a bordo hubiera sentido no pocas dudas y funestos presagios acerca del resultado de todo aquello.

Pero Lawless, que como guiado por el instinto dirigía el rumbo por entre los rompientes, se lanzó a sotavento de un gran banco de arena, donde navegaron un rato en aguas tranquilas, y bien pronto abarloaban en un tosco malecón, donde precipitadamente fue amarrada la embarcación, que quedó cabeceando y chocando contra las piedras en la oscuridad.


El Buena Esperanza (Continuación)

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No se hallaba el malecón a gran distancia de la casa en la que estaba Joanna. Lo que quedaba por hacer era sólo desembarcar a los hombres, poner fuerte cerco a la casa, forzar la puerta y llevarse a la cautiva. Podían despedirse, pues, del Buena Esperanza: había cumplido su misión de llevarles a retaguardia de sus enemigos, y la retirada, tanto si salían victoriosos como si fracasaban en su principal objetivo, deberían verificarla con mayores esperanzas en dirección al bosque y de las fuerzas de reserva de lord Foxham.

Pero el desembarco de los forajidos no era tarea fácil: muchos se habían mareado, todos se hallaban ateridos de frío, el desorden y la confusión de a bordo habían relajado su disciplina, el movimiento desusado del barco y la oscuridad de la noche les tenía acobardados.

Se precipitaron, pues, todos en tropel sobre el malecón; milord, con la espada desenvainada contra sus propios partidarios, hubo de lanzarse al frente, y aquel tumultuoso impulso no pudo refrenarse sin cierto vocerío, muy lamentable en aquel caso.

Cuando se restableció un cierto orden, Dick partió al frente de unos cuantos hombres escogidos. La oscuridad en la playa, en contraste con los destellos de luz de los rompientes, apareció ante sus ojos como si fuera un cuerpo sólido, y los aullidos y silbidos de la tempestad ahogaban todo ruido menor.

Apenas había llegado al final de la escollera cuando cesó el ímpetu del viento, y entonces le pareció oír en la playa un sordo ruido de cascos de caballos y chocar de armas. Deteniendo a sus inmediatos seguidores, Dick se adelantó uno o dos pasos solo, y se alzó sobre una de las dunas; desde allí le pareció adivinar formas de hombres y de caballos que iban de un lado a otro. Le invadió un vivo desaliento. Si realmente sus enemigos estaban al acecho, si habían cercado el extremo del malecón camino de la playa, lord Foxham y él se hallaban en situación de difícil defensa, con el mar detrás y sus hombres amontonados en la oscuridad en un estrecho paso. Lanzó un cauteloso silbido, que era la señal previamente convenida.

Pero oyeron la señal muchos más de los que él deseaba.

Al instante, a través de la negra noche, cayó una lluvia de flechas disparada al azar, y tan apiñados estaban los hombres en la escollera, que más de uno fue herido, contestando a las flechas con gritos de espanto y dolor. Con aquella primera descarga lord Foxham cayó a tierra; Hawksley ordenó que le llevasen de nuevo a bordo inmediatamente, y sus hombres, durante la breve escaramuza que sucedió, lucharon -si es que siquiera luchaban- sin nadie que los guiara. Ésta fue, quizá, la causa principal del desastre que no se hizo esperar.

Al extremo del malecón, Dick se mantuvo firme, cosa de un minuto, con su puñado de hombres; hubo una o dos bajas por cada bando; se cruzaron los aceros; no se apreciaba la menor señal de ventaja cuando, de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, cambió la suerte en contra de los del Buena Esperanza. Alguien gritó que todo estaba perdido. La gente se hallaba muy predispuesta a prestar oídos a cualquier consejo funesto y desalentador. Y el grito halló eco. «¡A bordo, muchachos, sálvese quien pueda!», gritó otro. Un tercero, con el típico instinto del cobarde, lanzó la voz inevitable que se alza en todas las retiradas: « ¡Traición! ¡Nos han vendido!» Y en un momento aquella masa de hombres se lanzó, agolpándose y empujándose unos a otros, hacia atrás, hacia el malecón, volviendo sus indefensas espaldas a sus perseguidores y poblando la noche de pusilánimes alaridos.

Uno de aquellos cobardes empujaba hacia fuera la popa del barco, mientras otro trataba de retenerlo aún por la proa. Los fugitivos saltaban lanzando gritos, y eran halados a bordo o caían de espaldas en el mar, donde perecían. Algunos eran derribados por sus perseguidores en la misma escollera. Muchos se hirieron ellos mismos en la cubierta del buque por la ciega precipitación y el terror con que se atropellaban, saltando uno por encima de otro, y un tercero por encima de los dos. Al fin, deliberada o casualmente, quedó libre la proa del Buena Esperanza; Lawless, siempre alerta, y que a viva fuerza se había mantenido en su puesto junto al timón durante todo el tumulto y barullo, haciendo uso de su daga, al instante viró en la dirección debida. Comenzó una vez más a navegar el buque en aquel borrascoso mar, corriendo la sangre por los imbornales, repleta la cubierta de hombres caídos que se arrastraban luchando en la Oscuridad.

Lawless envainó entonces su daga y, volviéndose al que tenía más próximo, le dijo:

-Todos esos perros cobardes y aulladores llevan mi señal, compadre. Mientras todos saltaban luchando para poner a salvo sus vidas, no parecieron advertir los hombres los terribles empujones y las puñaladas con que Lawless defendió su puesto en medio de la confusión y el tumulto. Pero acaso habían comenzado ya a darse cuenta más clara de lo ocurrido, o tal vez alguien más oyó las palabras del timonel.

Las tropas de las que se ha apoderado el pánico se rehacen lentamente, y los hombres que acaban de deshonrarse por cobardes, como si quisieran borrar el recuerdo de su falta, caen a veces en el extremo opuesto, en la insubordinación. Así ocurría ahora, y los mismos que habían tirado las armas y hubo que izar, con los pies por delante, al Buena Esperanza, comenzaron a gritar contra sus jefes y a exigir un castigo para alguien.

Blanco de este ruin sentimiento de hostilidad fue, al fin, Lawless.

Con objeto de tomar el largo conveniente, el viejo forajido había puesto la proa del Buena Esperanza rumbo a alta mar.

-¡Cómo! -gritó uno de los que refunfuñaban-. ¡Ahora nos lleva hacia alta mar!

-¡Es verdad! -exclamó otro-. No hay duda de que estamos vendidos.

Y comenzaron todos a vociferar a coro lo mismo, que los habían traicionado, y a reclamar con penetrantes gritos y abominables juramentos que Lawless virara en redondo y los condujera inmediatamente a tierra.

Pero Lawless, rechinando los dientes, continuó en silencio gobernando la nave del modo debido, guiando al Buena Esperanza entre las formidables olas. Entre borracho y picado en su dignidad, despreció en silencio las infamantes amenazas y vanos temores de los hombres. Los descontentos se reunieron a popa, detrás del mástil, y era evidente que, como los gallos del corral, «cantaban para infundirse valor». Pronto estarían dispuestos para cometer cualquier injusticia o ingratitud. Dick comenzó a trepar por la escala, ansioso de intervenir; pero uno de los forajidos, que también tenía algo de marinero, le ganó por la mano.

-Muchachos -comenzó-: me parece que tenéis la cabeza más dura que un madero. Para regresar, primero hay que tomar el largo, ¿no es verdad? Y ese viejo Lawless...

Un puñetazo en la boca le impidió continuar; un momento después, rápidamente, como prende el fuego en un montón de paja seca, fue arrojado sobre cubierta, pisoteado y rematado a puñaladas por sus cobardes compañeros.

Estalló entonces la contenida ira de Lawless.

-¡Llevad, pues, el timón vosotros! -rugió lanzando una horrible maldición.

Y sin importarle un comino el resultado, soltó el timón.

El Buena Esperanza temblaba sobre la cresta de una inmensa ola. Se precipitó con velocidad vertiginosa por el lado opuesto. Inmediatamente otra ola, cual negra y enorme fortaleza, surgió frente a él, y, con vacilante embestida se hundió de cabeza en la líquida montaña. Las verdes aguas pasaron por encima, de proa a popa, en una masa que alcanzaba la altura de las rodillas de un hombre; la espuma subió más alta que el mástil, y el barco se levantó de nuevo del otro lado, con espantosa y trémula indecisión, como gigantesco animal mortalmente herido.

Seis o siete de los descontentos acababan de ser lanzados por la borda; en cuanto al resto, tan pronto como recobraron el habla, comenzaron a implorar a gritos a todos los santos del cielo y a suplicar a Lawless que volviera a empuñar la caña del timón. No esperó Lawless a que se lo pidieran dos veces. El terrible resultado de su gesto de justo resentimiento le había serenado por completo. Mejor que nadie de cuantos a bordo estaban sabía cuán cerca estuvo el Buena Esperanza de irse a pique, y por la desmayada resistencia que había opuesto al mar, que no había desaparecido el peligro.

Dick, que había sido arrojado al suelo por la conmoción, y estuvo a punto de ahogarse, se alzó con el agua hasta las rodillas en la inundada sentina de proa y se fue arrastrando hasta donde estaba el viejo timonel.

-Lawless -dijo-, de ti dependemos todos; tú eres un valiente que sabe gobernar el buque. Voy a ponerte tres hombres de confianza que velen por tu seguridad.

-Es inútil, señor, es inútil -repuso el timonel, escudriñando a través de la oscuridad-. Por momentos nos alejamos de los bancos de arena y, por lo tanto, el mar aprieta cada vez con mayor violencia; en cuanto a esos llorones, muy pronto estarán tumbados de espaldas. Porque mirad, mi amo, podrá ser un misterio, pero es una gran verdad que jamás un hombre malo fue buen marinero. Sólo los honrados y los valientes pueden resistir este bailoteo del barco.

-No, Lawless -exclamó Dick riéndose-. Ése es un adagio de buen marinero que no tiene más alcance que el silbido del viento. Pero dime; por favor: ¿vamos bien? ¿Es apurada nuestra situación?

-Master Shelton -repuso Lawless-; he sido franciscano (¡bendita sea mi suerte!), arquero, ladrón y marinero. De todos estos trajes, preferiría vestir a la hora de mi muerte el de fraile, como fácilmente comprenderéis, y el que menos me gustaría es el embreado chaquetón de John el marinero; y eso por dos razones excelentes: primero, porque la muerte puede pillarle a uno de repente; y segundo, por el horror de ahogarme en este gran remolino salado que tengo bajo mis pies.

Y Lawless dio una patada en el suelo.

-Sin embargo -añadió-, si no muero como un marinero esta noche, le deberé un gran cirio a Nuestra Señora.

-¿Es cierto? -preguntó Dick.

-Tal como os lo digo -respondió el forajido-. ¿No observáis cuán pesada y lentamente avanza el barco sobre las olas? ¿No oís cómo el agua ha inundado la bodega? Casi no obedece ya al timón. Esperad a que se hunda un poco más, y entonces lo veréis irse a pique como una piedra bajo vuestros pies o iremos a encallar a sotavento y se hará pedazos como una cuerda retorcida.

-Hablas con mucha tranquilidad -observó Dick-. ¿No tienes miedo?

-¿Por qué, señor? -replicó Lawless-. Si hubo un hombre con mala tripulación para llegar a buen puerto, ese hombre soy yo... fraile renegado, ladrón y todo lo demás. Pues bien, quizá os maraville, pero aún llevo en las alforjas provisión de esperanzas, y si he de ahogarme, creed que me ahogaré con la vista clara y la mano firme, master Shelton.

Dick no contestó palabra. Pero sorprendido de hallar tan resuelto de ánimo al viejo vagabundo y temiendo alguna nueva violencia o traición, fue en busca de tres hombres de confianza. La mayor parte de los hombres habían desaparecido de cubierta, que constantemente era barrida por la espuma y donde quedaban expuestos al frío viento de invierno. Se habían reunido, pues, en la bodega, entre los barriles de vino y alumbrados por dos oscilantes linternas.

Algunos seguían de juerga, brindando unos a la salud de otros y bebiendo grandes tragos del vino de Gascuña del patrón Arblaster. Pero como el Buena Esperanza continuaba luchando con las encrespadas olas, y popa y proa se alzaban alternativamente al aire para luego hundirse entre la espuma, el número de los alegres bebedores disminuía a cada nuevo bandazo. Muchos se sentaron aparte curándose las heridas, pero la mayoría yacían postrados por el mareo y gimiendo en el pantoque.

Greensheve, Cuckow y un joven de los que seguían a lord Foxham, en quien Dick se había fijado ya por su inteligencia y valor, seguían aún en condiciones de entender y dispuestos a obedecer. A éstos colocó Dick como guardias en torno al timonel; luego, dando una última mirada al negro cielo y al mar, bajó a la cámara adonde llevaron a lord Foxham sus criados.


El Buena Esperanza (Conclusión)

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Los gemidos del barón herido se mezclaban con los aullidos del perro del barco. El pobre animal, bien por la pena de verse separado de sus amigos, bien porque presagiase un peligro en la trabajosa lucha del buque, lanzaba sus aullidos a cada minuto, como cañonazos intermitentes en señal de duelo, por encima del rugir de las olas y del temporal, y los más supersticiosos creían oír en ellos doblar a muerto por el Buena Esperanza.

Habían colocado a lord Foxham en una litera, sobre un capote de piel. Una lamparilla ardía débilmente ante la Virgen colocada en la lámpara, y a su tenue resplandor vio Dick el pálido semblante y los hundidos ojos del herido.

-Estoy gravemente herido -dijo-. Acercaos, joven Shelton, quiero tener junto a mí a alguien que, al menos, sea bien nacido, pues después de disfrutar siempre de vida noble y regalada, bien triste y miserable trance es el de caer herido rastreando en ruin escaramuza y morir aquí en este sucio barco donde se hiela uno entre granujas y villanos.

-No, milord, no -objetó Dick-; yo pido a todos los santos y confío en que pronto os curaréis de vuestra herida y llegaréis sano y salvo a tierra.

-¿Cómo? -preguntó el lord-. ¿Llegar salvo a tierra? ¿Hay, pues, esperanzas?

-El barco avanza con dificultad, malo está el mar, contrario es el viento -respondió el muchacho-, y, por lo que me dice el timonel, mucho será que lleguemos a tierra a pie enjuto.

-¡Ah! -exclamó el barón tristemente-. ¡Todos los terrores me asaltarán así en el tránsito de la muerte! ¡Pedid a Dios, caballero, que os conceda una existencia mísera y morir tranquilamente, mejor que veros toda la vida ensalzado y regalado a son de gaita y tamboril, para que luego, en vuestras postreras horas, os veáis hundido en la desdicha! Sea como fuere, tengo algo en la mente que no admite dilación. ¿No tenemos cura a bordo?

-Ninguno -contestó Dick.

-Atendamos, entonces, a mis intereses profanos -resumió lord Foxham-. Cuando haya muerto, debéis mostraros tan buen amigo mío como intrépido enemigo fuisteis en vida. Caigo en mala hora para mí, para Inglaterra y para los que en mí confiaron. Mis hombres son conducidos por Hamley... el que era vuestro rival; se reunirán en la sala grande de Holywood; este anillo que sacaréis de mi dedo acreditará que obráis por orden mía; además, escribiré dos palabras en este papel, ordenando a Hamley que os ceda la damisela. ¿Obedeceréis? No lo sé.

-Pero, milord, ¿de qué órdenes habláis?

-Sí -exclamó el barón-, sí: órdenes. -Y miró a Dick con aire perplejo-: ¿Sois de los Lancaster o de los York? -preguntó al fin.

-Vergüenza me da decirlo -contestó Dick-, pero no puedo contestaros clara y terminantemente. Lo que tengo por cierto, sin embargo, es que desde el momento en que sirvo a Ellis Duckworth, sirvo a la casa de York. Pues bien, siendo así, me declaro en favor de York.

-Está bien -dijo lord Foxham-, perfectamente. Porque, en verdad, si hubierais preferido a Lancaster, no sé yo entonces lo que hubiera hecho: Pero desde el momento que optáis por York, escuchadme: yo tan sólo vine aquí para vigilar a esos lores de Shoreby, mientras el excelente y joven Richard de Gloucester preparaba un ejército suficiente para caer sobre ellos y dispersarlos. He tomado notas de sus fuerzas, de las guardias que han montado y de dónde están situadas; todos estos datos debía yo entregarlos a mi joven lord el domingo, una hora antes del mediodía, en la Cruz de Santa Brígida, junto al bosque. No es probable que yo pueda acudir a la cita; pero os ruego que, por cortesía, acudáis vos en mi lugar; y ved que ni placer, ni dolor, tempestad, herida o pestilencia, os impidan llegar a la hora y sitio convenidos, porque van en ello la suerte y la prosperidad de Inglaterra.

-Solemnemente me comprometo a ello -dijo Dick-. En cuanto de mí dependa, quedará cumplida esta misión.

-Está bien -dijo el herido-. Milord el duque os dará otras órdenes, y si le obedecéis con celo y valor, vuestra fortuna está hecha. Acercadme ahora algo más la lamparilla, hasta que escriba esas líneas que he de daros.

Escribió una breve misiva «a su honorable pariente sir John Hamley», y luego otra que dejó sin sobrescrito.

-Ésta es para el duque -dijo-. El santo y seña es: «Inglaterra y Eduardo», y la contraseña «Inglaterra y York».

-¿Y Joanna, milord? -preguntó Dick.

-No, a Joanna la conseguiréis como podáis -replicó el barón-. En estas dos cartas os nombro elegido mío; pero a ella la habréis de conquistar por vos mismo, muchacho. Como estáis viendo, yo lo he intentado, y he perdido la vida. Más no podría hacer hombre viviente.

El herido comenzaba a sentirse muy fatigado y Dick, metiéndose los preciados papeles en su seno, le dio ánimos y le dejó para que descansara.

Apuntaba el día, frío y sereno, con volanderos copos de nieve. Muy cerca, a sotavento del Buena Esperanza, se extendía la costa, alternando en ella los rocosos promontorios y las bahías arenosas; más cerca de tierra, destacaban contra el cielo las cumbres de Tunstall, pobladas de bosques. Viento y mar se habían apaciguado; pero el barco navegaba casi hundido y apenas se levantaba sobre las olas.

Lawless se encontraba aún junto al timón, y ya entonces casi todos los hombres habían ido arrastrándose hasta cubierta, y con sus caras lívidas miraban atentamente la costa inhóspita.

-¿Vamos a tierra? -preguntó Dick

-Sí -contestó Lawless-, a menos que antes nos vayamos al fondo.

En aquel instante el buque se alzó tan lánguidamente ante un golpe de mar, y con tanta fuerza batió el agua sobre la bodega que Dick, involuntariamente, asió el brazo al timonel.

-¡Por la misa! -exclamó Dick cuando la proa del Buena Esperanza reapareció sobre la espuma-. Creía que nos íbamos a pique. El corazón se me subió a la garganta.

En el combés, Greensheve, Hawksley y los hombres más escogidos de ambos grupos o compañías que había a bordo estaban rompiendo a toda prisa la cubierta para construir una balsa. A ellos se sumó Dick, trabajando con ahínco para ahogar el recuerdo de la difícil situación en que se hallaba. Mas, aun en medio de su tarea, cada golpe de mar que azotaba a la pobre embarcación y cada nuevo bandazo, mientras vacilaba revolcándose entre las olas, le recordaba con horrible angustia la proximidad de la muerte.

Enseguida, al levantar la vista de su trabajo, observó que se hallaban casi debajo de un promontorio; un trozo de acantilado que se había desprendido, contra cuya base rompía el mar en abundante espuma, casi sobresalía de la cubierta, y por encima de aquél aparecía una casa coronando una duna.

Dentro de la bahía retozaban alegremente las olas; alzaron al Buena Esperanza sobre sus hombros, cubiertos de espuma; arrebataron el mando al timonel y, en un momento, arrojaron al barco con violento impulso sobre la arena y rompieron las olas contra él a la altura de la mitad del mástil, haciéndole bambolearse de un lado a otro. Siguió otra gran oleada; lo levantó de nuevo y se lo llevó más hacia dentro aún; y luego otra ola llegó a sucederla, dejándolo sobre la costa de los más peligrosos arrecifes, clavado como una cuña en un bajío.

-Bien, muchachos -exclamó Lawless-; los santos nos han protegido. La marea baja; sentémonos a beber un vaso de vino y antes de media hora podréis marchar por tierra con tanta seguridad como si caminaseis sobre un puente.

Barrenaron un barril y, sentándose donde encontraron refugio que les librase de la nieve y de la espuma, los náufragos pasaron el vaso de mano en mano, procurando hacer entrar el cuerpo en calor y levantar los abatidos ánimos.

Volvió Dick, entretanto, junto a lord Foxham, a quien halló perplejo y atemorizado, cubierto de agua su camarote hasta la altura de la rodilla, y la lámpara, que era su única luz, rota y apagada con la violencia del golpe.

-Milord -dijo el joven Shelton-; no temáis nada. Evidentemente los santos nos protegen: las olas acaban de arrojarnos sobre un banco de arena, y en cuanto baje la marea podremos ir por nuestro pie a la playa.

Casi transcurrió una hora antes de que el mar hubiera descendido lo suficiente para dejar libre el buque, y pudieran al fin emprender la marcha hacia tierra, que surgía confusamente ante ellos a través de una espesa nevada.

Sobre un montículo, que se elevaba a un lado de su camino, un grupo de hombres se apiñaba observando recelosamente los movimientos de los recién llegados.

-Bien podrían acercarse y prestarnos auxilio -observó Dick.

-Bueno, si ellos no vienen hacia nosotros, vayamos nosotros a su encuentro -dijo Hawksley-. Cuanto más pronto lleguemos a un buen fuego y cama seca, mejor para mi pobre lord.

Pero no habían avanzado mucho en dirección al montículo cuando aquellos hombres, de común acuerdo, se pusieron en pie y arrojaron sobre los náufragos una lluvia de bien dirigidas flechas.

-¡Atrás, atrás! -gritó el lord-. ¡En nombre del cielo, guardaos de contestar!

-No -exclamó Greensheve, arrancándose una flecha que se le había clavado en la cota de cuero-. No estamos en situación de luchar, enteramente empapados, jadeantes como perros y medio helados; pero por el amor de nuestra vieja Inglaterra, ¿a santo de qué viene el disparar tan cruelmente contra sus propios paisanos hundidos en la desgracia?

-Nos toman por piratas franceses -contestó lord Foxham-. En estos turbulentos y degenerados tiempos, no podemos guardar nuestras propias costas, y nuestros antiguos enemigos, a quienes antaño perseguíamos por mar y tierra, piratean ahora por todas partes a su placer, robando, matando o incendiando. Es la pena y el baldón de este desventurado país.

Los hombres del montículo se quedaron al acecho, observándoles atentamente, mientras ellos se alejaban de la playa y se internaban en las desoladas colinas de arena.

Llegaron aun a seguirles de lejos durante una o dos millas, dispuestos a descargar otra nube de flechas sobre los cansados y deprimidos fugitivos a una señal; sólo cuando, al fin, llegaron a terreno firme de un camino real y comenzó Dick a formar a sus hombres en orden marcial, desaparecieron silenciosamente entre la nieve aquellos celosos guardianes de la costa de Inglaterra.

Ya habían logrado lo que se proponían: proteger sus casas y sus tierras, sus familias y sus ganados, y, salvados ya sus intereses particulares, poco le importaba a ninguno de ellos que los franceses llevaran sangre y fuego a todas las demás parroquias del reino de Inglaterra.