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La flecha negra: Libro Cuarto

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La Flecha Negra
de Robert Louis Stevenson
Libro Cuarto

La Madriguera

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El sitio por donde Dick había salido al camino real no estaba lejos de Holywood, y distaba nueve o diez millas de Shoreby-on-the-Till. Allí, después de asegurarse de que nadie les perseguía, se separaron los dos grupos. Los hombres de lord Foxham partieron, llevando a su señor herido, en busca de la comodidad y el abrigo de la gran abadía, y al verles desaparecer Dick tras la espesa cortina de la nieve que caía, se quedó con una docena de sus forajidos, últimos restos de su partida de voluntarios.

Algunos estaban heridos y todos, sin excepción, furiosos por su mala suerte y difícil situación; harto helados y hambrientos para hacer otra cosa, refunfuñaban lanzando hoscas miradas a sus jefes. Dick repartió su bolsa entre ellos sin quedarse nada; les dio las gracias por el valor que habían mostrado, aunque con mucho gusto hubiérales echado en cara su cobardía; y así, una vez suavizado un tanto el mal efecto de sus prolongadas desdichas, los despachó para que, agrupados o por parejas, encontrasen por sí mismos el camino que había de llevarles a Shoreby y a La Cabra y la Gaita.

Por su parte, influido por lo que acababa de ver a bordo del Buena Esperanza, eligió a Lawless como compañero de ruta. Caía la nieve sin pausa ni variación alguna, como una nube igual y cegadora; calmado el viento, ya no oía su soplido, y el mundo entero parecía borrado y sepultado bajo el sudario de aquella silenciosa inundación. Grande era el riesgo que corrían de perderse en el camino y perecer entre montones de nieve; por ello Lawless, precediendo siempre algo a su compañero, con la cabeza levantada como perro de caza que ventea, iba avizorando cada árbol y estudiando la ruta como si gobernara un barco entre escollos.

A eso de una milla en el interior del bosque se hallaron en un cruce de caminos, bajo un bosquecillo de altos y retorcidos robles. Aun en el reducido horizonte que dejaba la nieve al caer, era aquél un lugar que nadie podía dejar de reconocer, y evidentemente Lawless lo reconoció con indecible satisfacción.

-Ahora, master Richard -dijo-; si no sois demasiado orgulloso para convertiros en el huésped de un hombre que no es de hidalga cuna, ni siquiera buen cristiano, puedo ofreceros un vaso de vino y un buen fuego que derrita el tuétano de vuestros helados huesos.

-Guíame, Will -contestó Dick-. ¡Un vaso de vino y un buen fuego! ¡Sólo por verlos sería capaz de andar lago trecho!

Torció a un lado Lawless, bajo las desnudas ramas de los árboles, y avanzando resueltamente en línea recta durante un rato, llegó ante un escarpado hoyo o caverna, que la nieve había cubierto ya en su cuarta parte. Sobre el borde colgaba una haya gigantesca con las raíces al aire, y por allí, apartando el forajido un montón de ramas secas, desapareció en las entrañas de la tierra.

Algún furioso vendaval había casi desarraigado el haya y arrancado buena porción de césped, y allí debajo había cavado Lawless su selvático escondrijo. Las raíces servían de vigas; de techo de bálago el césped, y de paredes y suelo la madre tierra. A pesar de lo tosco de todo aquello, el hogar, que estaba en un rincón, ennegrecido por el fuego, y la presencia de un arcón de roble con refuerzos de hierro demostraban, a la primera ojeada, que aquello era la cueva de un hombre y no la madriguera de un animal excavador.

A pesar de haberse amontonado la nieve en la boca, tamizándose hasta llegar al suelo de aquella caverna de tierra, el aire era mucho más cálido que afuera, y cuando Lawless hizo saltar una chispa y los secos haces de retama comenzaron a arder crepitando en el hogar, aquel lugar adquirió cierto aire de casero bienestar.

Exhalando un suspiro de satisfacción, Lawless extendió sus manazas ante la lumbre y pareció complacerse aspirando el humo.

-Aquí tenéis, pues -dijo-, la madriguera del viejo Lawless. ¡Quiera el cielo que no entre aquí ningún perro raposero! Mucho he robado yo por el mundo desde que tenía catorce años y huí por vez primera de mi abadía, con la cadena de oro del sacristán y un misal que vendí por cuatro marcos. He estado en Inglaterra, y en Francia, y en Borgoña, y en España también en peregrinación por el bien de mi pobre alma, y en el mar, que no es país de nadie. Pero mi sitio está aquí, master Shelton. Mi patria es esta madriguera en la tierra. Llueva o sople el viento... luzca abril y canten los pajarillos y caigan las flores en torno a mi lecho, o venga el invierno y me sienta solo con mi buen compadre el fuego mientras el petirrojo gorjea en el bosque... aquí están mi iglesia y mi mercado, mi mujer y mi hijo. Aquí vuelvo a refugiarme siempre, y aquí, ¡quiéranlo los santos!, quisiera morir.

-No hay duda de que es un rincón caliente -observó Dick-, agradable y escondido.

-Necesita serlo -repuso Lawless-, porque si lo descubriesen, master Shelton, me destrozarían el corazón. Pero aquí -añadió escarbando con sus gruesos dedos en el arenoso suelo-, aquí está mi bodega y vais a probar una botella de fuerte y excelente cerveza añeja.

Tras haber ahondado un poco, en efecto, sacó de allí un botellón de cuero, de un galón aproximadamente, lleno casi en sus tres cuartas partes de un vino muy fuerte y dulce, y una vez que bebieron como buenos amigos cada uno a la salud del otro y avivaron el fuego, que brilló de nuevo, se tumbaron cuan largos eran, deshelándose y humeando y sintiéndose, en fin, divinamente calientes.

-Master Shelton -observó el forajido-: dos fracasos habéis sufrido últimamente, y es probable que os quedéis sin la doncella... ¿estoy en lo cierto?

-Sí, cierto es -insistió Dick.

-Pues bien -prosiguió Lawless-; escuchad a un viejo loco que ha estado en casi todas partes y ha visto casi de todo. Os ocupáis demasiado de los asuntos ajenos, master Dick. Servís a Ellis, pero él no desea más que la muerte de sir Daniel. Trabajáis por lord Foxham, bien... ¡que los santos le protejan! Sin duda sus intenciones son buenas. Pero trabajad ahora por cuenta propia, buen Dick. Id sin rodeos en busca de la doncella. Cortejadla, para que no os olvide. Estad preparado, y en cuanto la ocasión se presente... ¡a galope con ella en el arzón!

-Sí, Lawless; pero no hay duda de que está ahora en la propia mansión de sir Daniel - repuso Dick.

-Hacia allí iremos entonces -replicó el forajido. Dick le miró sorprendido. -Sé muy bien lo que me digo -afirmó Lawless-. Y si tan poca fe tenéis que vaciláis ante una palabra, mirad. Sacando del seno una llave, el forajido abrió el arcón de roble y, rebuscando en su fondo, sacó primero un hábito de fraile, un cíngulo de cuerda y luego un enorme rosario de madera, tan pesado que bien pudiera servir de arma.

-Esto es para vos. Ponéoslo.

Una vez se hubo disfrazado Dick con el hábito, sacó Lawless unos colores y un pincel y procedió con la mayor habilidad a desfigurar con ellos sus facciones. Espesó y alargó sus cejas, análoga operación practicó con el bigote, que en él apenas era visible, y con unos trazos en torno a los ojos cambió su expresión y aumentó aparentemente la edad de aquel juvenil monje.

-Ahora -añadió-, cuando haya yo hecho lo propio conmigo mismo, seremos la más gentil pareja de frailes que la vista pudiera desear. Audazmente nos presentaremos en casa de sir Daniel, y allí nos prestarán hospitalidad, por el amor de Nuestra Madre la Iglesia.

-Y ¿cómo podré pagaros yo ahora, querido Lawless? -exclamó el muchacho.

-Callad, hermano -contestó el forajido-. Nada hago que no sea por mi gusto. No os preocupéis de mí. Yo, ¡por la misa!, soy de los que saben cuidar de sí mismo. Cuando algo me falta, larga tengo la lengua y tan clara la voz como la campana del monasterio..., y pido, hijo mío, y cuando el pedir no da resultado, generalmente me lo tomo yo mismo.

El viejo pillo hizo una graciosa mueca, y aunque a Dick le desagradara deber tan grandes favores a tan equívoco personaje, no pudo reprimir la risa.

Volvió Lawless al arcón y se disfrazó de modo parecido a Dick, pero con sorpresa, el joven se percató de que su compañero ocultaba bajo el hábito un haz de flechas negras.

-¿Por qué hacéis eso? -preguntó el muchacho-. ¿Por qué lleváis flechas, si no tenéis arco?

-¡Ah! -replicó Lawless alegremente-. Es muy probable que haya cabezas rotas, por no decir espinazos, antes de que vos y yo salgamos sanos y salvos del lugar adonde vamos, y si alguien cae en la lucha, quisiera yo que del hecho se llevara la fama nuestra partida. Una flecha negra, master Shelton, es el sello de nuestra abadía; muestra quién escribió el mensaje.

-Si tan cuidadosamente os preparáis -observó Dick- también llevo yo unos papeles que, por mi propio interés y el de los que me los confiaron, estarían mucho mejor aquí que llevándolos encima, expuestos a que me los encontraran. ¿Dónde podré esconderlos, Will?

-No, eso no es cosa mía -repuso Lawless-. Yo me voy ahí, al bosque, y me entretendré silbando una canción. Entretanto, enterradlos vos donde os plazca y allanad bien la arena después.

-Jamás! -exclamó Richard-. Confío en vos, hombre. No voy a cometer ahora la bajeza de desconfiar.

-Hermano, sois un niño -replicó el viejo forajido, quedándose parado en la boca de la cueva y volviendo el rostro hacia su compañero-; cristiano viejo soy y no traidor a los de mi sangre, ni inclinado a escatimar la mía cuando un amigo está en peligro. Pero, chiquillo loco, soy ladrón de oficio, de nacimiento y por hábito. ¡Si mi botella estuviera vacía y seca mi boca, os robaría, querido niño, tan cierto como que os quiero, os respeto y admiro vuestras cualidades y vuestra persona! ¿Puedo hablaros con mayor claridad? No. Y haciendo chasquear sus gruesos dedos, se lanzó hacia fuera entre los matorrales.

Al quedarse solo Dick, y después de pensar con asombro en las inconsistencias de carácter de su compañero, sacó rápidamente los papeles, que revisó y enterró. Sólo uno se reservó para llevarlo encima, puesto que en nada comprometía a sus amigos y, en cambio, podía servirle como arma en contra de sir Daniel. Era la carta del caballero dirigida a lord Wensleydale, enviada por medio de Throgmorton el día de la derrota de Risingham, y hallada el siguiente por Dick sobre el cadáver del mensajero.

Pisoteando los rescoldos del fuego, salió Dick de la caverna y fue al encuentro del viejo forajido, que le esperaba bajo las desnudas ramas de los robles y comenzaba a estar ya cubierto de los copos de nieve que iban cayendo. Se miraron uno a otro y se echaron a reír: tan perfectos y jocosos eran los disfraces.

-No me disgustaría, de todos modos -murmuró Lawless- que estuviéramos ahora en verano y en día claro para poder mirarme mejor en el espejo de algún estanque. Muchos de los hombres de sir Daniel me conocen; y si nos descubrieran, pudiera ser que respecto a vos hubiera más de un parecer; por lo que a mí toca, en menos que se reza un padrenuestro estaría yo pataleando, colgado de una cuerda.

Tomaron ambos el camino de Shoreby, el cual en esta parte de su curso seguía de cerca las márgenes del bosque, saliendo de cuando en cuando al campo abierto y pasando junto a algunas casas de gente pobre y modestas heredades.

De pronto, a la vista de una de éstas, Lawless se detuvo.

-Hermano Martin -dijo en voz perfectamente desfigurada y apropiada a su hábito monacal-: entremos a pedir limosna a estos pobres pescadores. Pax vobiscum. Sí -añadió con su voz natural-; es tal como yo me temía. Se me ha olvidado algo el tonillo quejumbroso y, con vuestra venia, mi buen master Shelton, tendréis que permitirme practicar en estos rústicos lugares, antes de arriesgar mi rollizo pescuezo entrando en casa de sir Daniel. Pero fijaos un momento, cuán excelente cosa es saber de todo un poco. Si no hubiese sido marinero, os habríais hundido sin remedio en el Buena Esperanza; si no fuese ladrón, no hubiera podido pintaros la cara; y de no haber sido fraile, cantado de firme en el coro y comido a dos carrillos en el refectorio, no podría llevar este disfraz sin que hasta los perros nos descubriesen y nos ladrasen por impostores.

Se hallaba ya junto. a una ventana de la casa de labor, y poniéndose de puntillas, atisbó el interior.

-¡Vaya! -exclamó-. Mejor que mejor. Aquí vamos a poner a prueba nuestras caras, y encima vamos a divertirnos burlándonos del hermano Capper.

Así diciendo, abrió la puerta y entró en la casa.

Tres de los de su partida se hallaban ante la mesa, comiendo vorazmente. Sus puñales, clavados junto a ellos en las tablas, y las foscas y amenazadoras miradas que sin cesar lanzaban sobre la gente de la casa demostraban que el festín se debía más a la fuerza que a la voluntad. Contra los dos frailes, que, con cierta humilde dignidad, penetraban ahora en la cocina, se volvieron con evidente enojo, y uno de ellos -John Capper en persona- que, al parecer, asumía el papel de director, les ordenó con malos modos que se retiraran inmediatamente.

-¡No queremos mendigos aquí! -gritó.

Mas otro -aunque muy lejos de reconocer a Dick y a Lawless- se inclinó a procedimientos más moderados.

-¡Nada de eso! -gritó-. Nosotros somos hombres fuertes y tomamos las cosas; ellos son débiles e imploran; pero al final, ellos serán los que venzan y nosotros los que caigamos debajo. No le hagáis caso, padre; acercaos, bebed en mi vaso y dadme la bendición.

-Sois hombres de espíritu ligero, carnal y maldito -dijo el fraile-. ¡No permita el cielo que yo beba jamás en semejante compañía! Mas oídme: por la lástima que me inspiran los pecadores, aquí os dejo una reliquia bendita, y por el bien de vuestra alma os pido la beséis y conservéis con cariño.

Al principio, Lawless lanzaba sus palabras contra ellos como un fraile predicador; pero, al llegar a las últimas, sacó de debajo de su hábito una flecha negra, la arrojó con fuerza sobre la mesa, frente a los tres asombrados forajidos, se volvió al instante y llevándose consigo a Dick, salió de la estancia y se perdió de vista entre la nieve que caía, antes de que tuvieran tiempo de pronunciar una sola palabra o de mover un dedo.

-Hemos puesto a prueba nuestros falsos rostros, master Shelton -dijo-. Ahora estoy dispuesto a arriesgar mi pobre pellejo donde queráis.

-Bien -repuso Richard-. Me muero ya de impaciencia por hacer algo. ¡Partamos hacia Shoreby!


En casa de mis enemigos

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Era la residencia de sir Daniel en Shoreby una mansión alta, espaciosa y enlucida, con cerco de roble tallado y cubierta por techo de bálago muy bajo. Por su parte posterior se extendía un jardín lleno de árboles frutales y frondosos bosquecillos, dominado en un lejano extremo por la torre de la iglesia de la abadía.

Hubiera podido alojarse en el edificio, si hubiera sido menester, el séquito de cualquier personaje más principal que sir Daniel, pero sólo con el que en este momento albergaba, el bullicio era ya extremado. Resonaban en el patio ruidos de armas y de herraduras; la cocina, donde la actividad era continua, parecía una rumorosa colmena; de la sala llegaban las voces de los trovadores y músicos y los gritos de los titiriteros. Sir Daniel, en su prodigalidad, en el fausto y ostentación de su morada, rivalizaba con lord Shoreby y eclipsaba a lord Risingham.

Todo huésped era allí bien recibido. Bardos, saltimbanquis, jugadores de ajedrez, vendedores de reliquias, medicinas, perfumes y sortilegios, y con ellos toda clase de clérigo, fraile o peregrino, eran bienvenidos en la mesa de inferior categoría y dormían juntos en los espaciosos desvanes o en las desnudas tablas del largo comedor.

La tarde siguiente al naufragio del Buena Esperanza, la despensa, las cocinas, las cuadras, los cobertizos para carros que rodeaban dos de los lados del patio, se hallaban llenos de desocupados, algunos pertenecientes a la servidumbre y vestidos de librea morada y azul, y otros forasteros de carácter indefinido que la codicia atraía a la ciudad y eran recibidos por el caballero por razones políticas y porque ésa era la costumbre de la época.

La nieve, que seguía cayendo sin interrupción, la extremada frialdad del aire y la proximidad de la noche, eran motivos suficientes para retenerlos allí, al abrigo de un techo. El vino, la cerveza y el dinero corrían en abundancia; muchos jugaban tendidos sobre la paja del granero, y muchos seguían aún ebrios desde la comida del mediodía.

A los ojos de un hombre moderno, hubiera parecido aquello el saqueo de una ciudad; a los ojos de un contemporáneo ocurría lo que en cualquier otra noble y rica morada en tiempo de fiesta.

Dos monjes, joven el uno y viejo el otro, habían llegado a última hora y se calentaban al fuego en un rincón del cobertizo. Una abigarrada muchedumbre les rodeaba: juglares, charlatanes y soldados; y con ellos había entablado el mas viejo una conversación tan animada, y cruzado tan estentóreas carcajadas y chistes, que el grupo crecía por momentos. Su joven compañero (en quien el lector ya habrá reconocido a Dick Shelton) se había sentado algo más atrás, y poco a poco fue apartándose.

Escuchaba, en verdad, atentamente; pero no despegaba los labios, y, por la grave expresión de su semblante, no parecía hacer mucho caso de las bromas de su compañero.

Al fin, su vista, que vagaba inquieta continuamente, observando todas las entradas de la casa, se iluminó al ver una pequeña comitiva que penetraba por la puerta principal y cruzaba el patio en dirección oblicua. Dos damas, embozadas en gruesas pieles, abrían la marcha; las seguían un par de camareras y cuatro fornidos hombres de armas. Un momento después desaparecieron en el interior de la casa y Dick, deslizándose entre la muchedumbre de haraganes reunidos en el cobertizo, siguió sus pasos ansiosamente.

La más alta de las dos es lady Brackley -pensó- y donde está lady Brackley no andará muy lejos Joanna.

En la puerta de la casa se quedaron los cuatro hombres de armas; las damas subían ahora la escalera de bruñido roble, sin más escolta que las dos camareras. Dick las seguía de cerca. Era ya la hora del crepúsculo, pero en la casa parecía ya que fuera de noche. En los descansillos de la escalera brillaban antorchas en soportes de hierro, y a lo largo de alfombrados corredores ardía una lámpara frente a cada puerta. Y, donde ésta se hallaba entreabierta, pudo ver Dick las paredes tapizadas y los suelos cubiertos de juncos, reluciendo al resplandor de los fuegos de leña.

Dos pisos llevaban ya subidos y en cada descansillo la más joven y más baja de ambas damas se había vuelto para mirar fijamente al fraile. Como él conservaba bajos los ojos, afectando la gravedad de maneras que correspondía a su disfraz, no había podido verla más que una vez, y no pudo darse cuenta de que había llamado su atención. De pronto, en el piso tercero, el grupo se separó y la dama más joven continuó sola su ascensión, mientras la otra, seguida por las dos camareras, tomó por el corredor hacia la derecha.

Dick subió rápidamente y, escondiéndose en un rincón, asomó la cabeza y siguió con la vista a las tres mujeres. En línea recta y sin mirar atrás, continuaron ellas alejándose por el corredor.

Perfectamente -pensó Dick-. Si averiguo dónde está la cámara de lady Brackley, mucho será que no encuentre a la dama Hatch cumpliendo algún encargo.

En aquel preciso instante una mano se posó sobre su hombro, y dando un salto y sofocando un grito, se volvió para coger a la persona de la mano.

Se quedó avergonzado al ver que la persona que tan bruscamente había asido era la joven de las pieles. Ella, por su parte, se había quedado pasmada y muda de terror, temblando toda ella al sentirse cogida de tal modo.

-Señora -dijo Dick, soltándola-, os pido mil perdones; pero no tengo ojos en la espalda, y en verdad, no podía adivinar que erais una doncella.

La muchacha seguía mirandole; pero su terror comenzaba ya a trocarse en sorpresa y su sorpresa en recelo. Dick, al leer en su rostro el cambio que iba operándose en su espíritu, empezó a temer por su propia seguridad en aquella casa hostil.

-Hermosa doncella -dijo, afectando tranquilidad-, permitidme besar vuestra mano, como prueba de que perdonáis mi rudeza, y me marcharé inmediatamente.

-Extraño monje sois, joven caballero -replicó la damisela, mirándole con atrevimiento y suspicacia a un tiempo-. Ahora que he vuelto en mí de mi asombro, me parece adivinar al seglar en cada palabra que pronunciáis. ¿Qué hacéis aquí? ¿Por qué andáis así sacrílegamente disfrazado? ¿Venís en son de paz o de guerra? Y, ¿por qué espiáis a lady Brackley como si fuerais un ladrón?

-Señora -repuso Dick-, de una cosa os ruego que no dudéis: no soy un ladrón. Y aunque viniese en son de guerra, como en cierto modo vengo, entended que no hago yo la guerra a hermosas doncellas; por tanto os suplico que me imitéis y me dejéis marchar. Porque, en verdad os digo, bella señora: gritad si así os place; lanzad sólo un grito y explicad lo que habéis visto... y este pobre caballero que os está hablando será muy pronto hombre muerto. No puedo creer que seáis tan cruel -añadió Dick. Y cogiéndole a la muchacha una mano, que retuvo suavemente entre las suyas, la miró con cortés admiración.

-¿Sois, pues, espía?... ¿Un yorkista? -preguntó la doncella.

-Señora -contestó él-, soy, en efecto, un yorkista y, en cierto modo, espía. Pero lo que a esta casa me trajo, lo mismo que ha de ganarme vuestra piedad, interesando en favor mío vuestro corazón, nada tiene que ver con York ni con Lancaster. Voy a poner por entero mi vida en vuestras manos, a discreción vuestra. Soy un enamorado y mi nombre... En este momento la joven puso rápidamente su mano sobre la boca de Dick, miró precipitadamente hacia arriba y hacia abajo y, viendo libre de enemigos el terreno, comenzó a llevarse al joven, con gran fuerza y vehemencia, escaleras arriba.

-¡Silencio! -le dijo-, y venid. Ya hablaréis después.

Algo desconcertado, Dick se dejó conducir hacia arriba, fue empujado a lo largo del corredor y metido de pronto en un aposento alumbrado, como tantos otros, por un leño que ardía en la chimenea.

-Y ahora -dijo la damisela obligándole a sentarse en un taburete- sentaos ahí y obedeced mi soberana voluntad. En mi mano está vuestra vida o vuestra muerte y no he de sentir el menor escrúpulo al abusar de mi poder. Fijaos bien: me habéis maltratado cruelmente el brazo. ¡Y dice que no sabía que era una doncella! ¡Pues si llega a saber que lo era, se quita el cinto y me da de correazos con él!

Y tras estas palabras, salió vivamente de la estancia y dejó a Dick boquiabierto de sorpresa y no muy seguro de si estaba soñando o despierto.

-¡Quitarme el cinto para darle de correazos! -se repetía una y otra vez.

Y el recuerdo de cierta tarde en el bosque acudió a su mente, y una vez más le pareció ver a Matcham queriendo hurtar el cuerpo y mirándole con ojos suplicantes.

Mas entonces le asaltó el temor de los peligros presentes. En el aposento contiguo percibía un ruido como de alguien que se moviera precipitadamente; luego siguió un suspiro que sonó extrañamente cerca; después un crujir de faldas. Escuchando atentamente estaba cuando vio moverse el tapiz que cubría una de las paredes, oyó el ruido de una puerta al abrirse, las colgaduras se separaron y con una lámpara en la mano entró en la estancia Joanna Sedley.

Iba ataviada con costosas ropas de oscuros y cálidos colores, como corresponde a la estación de las nieves. El cabello lo llevaba recogido en lo alto, como si ciñera una corona. Y aquella que tan pequeña y desmañada parecía con el traje de Matcham, surgió ahora esbelta como un sauce joven y se deslizaba sobre el piso como si despreciara la molesta tarea de andar.

Sin un estremecimiento, sin un temblor, levantó la lámpara y contempló al joven monje.

-¿Qué os ha traído aquí, buen hermano? -le preguntó-. Sin duda os dirigieron mal. ¿Por quién pregunta?

Y colocó la lámpara sobre una repisa.

-¡Joanna!... -exclamó Dick, y la voz se le anudó en la garganta-. ¡Me dijiste que me amabas, y yo, loco e mí, lo creí!

-¡Dick! -exclamó ella a su vez-. ¡Dick!

Con gran asombro del muchacho, la hermosa y esbelta damisela avanzó un paso y, enlazando sus brazos a torno a su cuello, le dio cien besos en uno solo.

-¡Oh, loco! -exclamó ella-. ¡Oh, Dick mío! ¡Si pudieras verte! ¡Ay! -añadió haciendo una pausa-. ¡Te he estropeado el rostro, Dick! Te he borrado un poco de pintura. Pero eso puede enmendarse. Lo que no tiene enmienda, Dick... mucho me temo... es mi boda con lord Shoreby.

-¿Está, pues, decidida? -preguntó el muchacho.

-Para mañana, antes del mediodía, Dick; en la iglesia de la abadía -contestó ella-. Triste fin van a tener John Matcham y Joanna Sedley. De nada sirven las lágrimas; si así fuera, lloraría hasta dejar mis ojos exhaustos. No he dejado de rezar, pero el cielo no escucha mis súplicas. Y si tú, Dick mío, buen Dick, no puedes sacarme de esta casa antes de la mañana, besémonos una vez más y digámonos adiós.

-No -repuso Dick-, no seré yo; jamás pronunciaré esa palabra. Eso es desesperar, y mientras hay vida, Joanna, hay esperanza. Y, a pesar de todo, abrigo una esperanza. ¡Sí, y triunfaré! Escúchame: cuando no eras más que un hombre para mí, ¿no te seguí?... ¿No levanté una partida de hombres fieles?... ¿No arriesgué mi vida en la contienda? Y ahora que te he visto tal como eres, la más hermosa y noble de todas las doncellas de Inglaterra, ¿crees tú que había de volverme atrás? Si los profundos mares se abriesen ante mis pies, me lanzaría a ellos sin vacilar; si el camino estuviese poblado de leones, los ahuyentaría como si fueran ratones.

-Ciertamente -contestó ella con sequedad-. Mucho te entusiasma un vestido azul celeste.

-No, Joanna -protestó Dick-. No es sólo tu vestido. Comprende, muchacha, que ibas disfrazada. También me tienes aquí disfrazado y, en realidad, ¿no es digna de risa mi figura? ¿No parezco un verdadero payaso?

-Sí, Dick, sí; sí que lo pareces -contestó ella sonriendo.

-¡Pues entonces!... -arguyó él con aire triunfador-. Así te ocurría a ti, pobre Matcham, en el bosque. Y en verdad que eras una moza que daba risa. ¡Pero ahora!

Así pasaron el tiempo, cogidos de las manos, cambiando sonrisas y amorosas miradas y fundiendo los minutos en segundos; y así hubieran seguido toda la noche. Pero de pronto oyeron detrás de ellos un ruido y se percataron de que la más baja de las jóvenes estaba allí, puesto el dedo sobre los labios.

-¡Por todos los santos! -exclamó-. ¡Qué ruido armáis! ¿No podéis hablar en voz baja? Y ahora, Joanna, mi hermosa doncella de los bosques, ¿qué vais a dar a vuestra amiga por haberos traído a vuestro enamorado galán?

Por toda respuesta Joanna corrió hacia ella y la abrazó con cariñoso arrebato.

-Y vos, caballero -preguntó la joven-, ¿qué vais a darme?

-Señora -contestó Dick-, de buena gana os pagaría en la misma moneda.

-Venid, pues -dijo la dama-, se os da permiso. Pero Dick, rojo como una amapola, tan sólo le besó la mano.

-¿Qué os asusta de mi cara, buen caballero? -preguntóle ella, haciéndole una profundísima reverencia. Y cuando Dick la abrazó al fin, muy tibiamente, añadió:

-Joanna, vuestro galán es muy indeciso delante de vos. Pero os aseguro que cuando nos encontramos por vez primera era más decidido. ¡Mujer, si aún estoy llena de cardenales! No creáis una palabra de cuanto os diga yo, si no es verdad que toda la piel me dejó amoratada. Y ahora -prosiguió-, ¿os lo habéis dicho ya todo? Porque he de despedir rápidamente a vuestro paladín.

Los dos exclamaron que nada habían podido decirse aún, que la noche comenzaba entonces y que no querían separarse tan pronto.

-¿Y la cena? -preguntó la damisela-. ¿No hemos de bajar a cenar?

-¡Es verdad! -exclamó Joanna-. Se me había olvidado.

-Escondedme, entonces -sugirió Dick-; ponedme detrás de los tapices, encerradme en un arca, lo que queráis, con tal de que esté yo aquí cuando volváis. Pensad, hermosa dama, que tan duramente nos trata la suerte que pasada esta noche acaso no podamos volver a vernos hasta la hora de la muerte.

La damisela se enterneció ante estas palabras, y cuando, poco después sonó la campana llamando a la mesa a todos los de la casa de sir Daniel, Dick fue colocado, muy tieso, como envarado, contra la pared, en un lugar donde una división de los tapices le permitía respirar más libremente y aun atisbar lo que pasara en el aposento.

No hacía mucho que en tal posición se hallaba cuando algo vino a inquietarle de manera extraña. En aquel piso alto de la casa sólo turbaba el silencio de la noche el chisporroteo de las llamas y el crepitar de algún leño verde en la chimenea; pero, de pronto, al atento oído de Dick llegó el rumor de alguien que andaba con extremada cautela, y, poco después se abría la puerta y un hombrecillo de negro rostro y raquítico aspecto, vistiendo los colores de la librea usada por la gente de lord Shoreby, asomaba primero la cabeza y luego el encorvado cuerpo.

Tenía abierta la boca, como si ello le ayudara a oír mejor, y sus ojos, que eran muy brillantes, se movían rápidamente y con inquietud, de un lado a otro. Dio la vuelta a la habitación, una y otra vez, golpeando aquí y allá sobre las colgaduras; pero, por milagro, escapó Dick a la pesquisa. Luego, miró debajo de los muebles y examinó la lámpara; al fin, como quien acaba de sufrir amargo chasco, se disponía a marcharse tan silenciosamente como había entrado cuando, de pronto, se arrodilló, recogió algo de entre los juncos del suelo, lo contempló y, dando muestras de satisfacción, lo escondió en la escarcela que llevaba pendiente del cinto.

A Dick se le cayó el alma a los pies al verlo, pues el objeto en cuestión era una borla de su propio cíngulo, y era evidente que aquel raquítico espía, que tan maligno placer hallaba en su oficio, no tardaría en llevárselo a su amo, el barón. Tentado estuvo de echar a un lado el tapiz, caer sobre aquel miserable y, aun con riesgo de su vida, arrebatarle aquella prueba delatora. Mas cuando se hallaba indeciso, otra nueva causa de preocupación vino a aumentar su duda. De la escalera llegaba una voz áspera, ronca, como de beodo, y poco después se oían en el corredor desiguales, vacilantes y pesados pasos.

-«¿Qué hacéis aquí, alegres camaradas, entre los sotos de la verde selva?» -cantaba aquella voz-. «¿Qué hacéis ahí, eh, borrachines, qué hacéis ahí?» -continuó, lanzando sonora carcajada de beodo, y una vez más rompió a cantar:

Si así empináis el blanco vino, gordo fray John, amigo mío, y si yo como y vos bebéis, ¿quién dirá misa, lo sabéis?

Lawless, ¡ay!, cayéndose de puro borracho, vagaba por la casa, buscando un rincón donde pasar, durmiendo, los efectos de sus libaciones. Vibró de ira Dick. El espía, aterrorizado al principio, pronto se rehízo al ver que tenía que habérselas con un borracho, y con rapidez de felino salió de la habitación y desapareció de la vista de Richard.

¿Qué hacer? Si perdía su contacto con Lawless, no podría trazar un plan que le permitiera rescatar a Joanna. Si, por otra parte, se atrevía a dirigirse al forajido, aún podría estar oculto el espía, y las consecuencias serían fatales. A pesar de todo, Dick se decidió por este último riesgo. Saliendo de su escondrijo, fue a la puerta del aposento y se quedó en ella, presto a cuanto fuera necesario. Lawless, con la cara congestionada, inyectados de sangre los ojos y tambaleándose, se acercaba vacilante. Al fin, vio confusamente a su jefe y, a pesar de las imperiosas señas de Dick, le saludó enseguida a voz en grito y llamándole por su nombre.

Dick dio un salto y sacudió al borracho furiosamente.

-¡Bestia! -le apostrofó en voz baja-. ¡Eres una bestia, no un hombre! Tu imbecilidad es peor que la traición. Por tu borrachera podemos vernos todos perdidos.

Pero Lawless seguía riendo y tambaleándose, intentando dar unas palmadas en la espalda al joven Shelton.

En aquel momento, el fino oído de Dick percibió un rápido roce en los tapices. De un salto se lanzó al sitio de donde provenía el ruido, y un instante después caía arrancado un trozo de la colgadura de la pared y, envueltos en él, Dick y el espía.

Rodaron una y otra vez, luchando por agarrarse del cuello, frustrando sus propósitos el tapiz que estorbaba sus movimientos, y siempre cogidos con silenciosa y mortal furia. Pero Dick era mucho más fuerte; pronto quedó el espía postrado bajo su rodilla, y un solo golpe del largo puñal del vencedor le dejó sin vida.


El espía muerto

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Durante aquella violenta y rápida escena, no hizo Lawless más que mirar inerte sin prestar auxilio, y hasta cuando todo hubo terminado y Dick, ya de pie, escuchaba ansiosamente el lejano bullicio que llegaba desde los pisos inferiores de la casa, seguía el viejo forajido bamboleándose cual arbusto agitado por el viento, mirando estúpidamente el rostro del muerto.

-Menos mal que no nos han oído -murmuró Dick, al fin-. ¡Gracias a todos los santos del cielo! Pero ahora, ¿qué voy a hacer con este pobre espía? Por lo pronto, le quitaré de la escarcela la borla que encontró.

La abrió, en efecto, Dick, y halló en ella unas cuantas monedas, la borla y una carta dirigida a lord Wensleydale y cerrada con el sello de lord Shoreby. Tal nombre despertó los recuerdos de Dick e instantáneamente rompió el lacre y leyó la carta. Breve era su contenido; pero, con gran placer de Dick, daba prueba evidente de que lord Shoreby sostenía traidora correspondencia con la casa de York.

El muchacho solía llevar consigo su tintero de cuerno y recado de escribir; así pues, doblando la rodilla junto al cadáver del espía, pudo escribir estas palabras una esquina del papel.

Milord de Shoreby: vos que habéis escrito esta carta ¿sabéis por qué ha muerto vuestro amigo? Pero permitidme que os dé un consejo: no os caséis. JOHN AMEND-ALL

Colocó el papel sobre el pecho del cadáver, y entonces Lawless, que había estado contemplando todo esto con ciertos destellos de inteligencia, que reaccionaba ya, sacó de pronto una de las flechas negras que llevaba bajo el hábito y rápidamente clavó con ella la carta en aquel cuerpo. El espectáculo de esta irreverencia, que más bien parecía crueldad, arrancó un grito de horror a Shelton; pero el forajido no hizo más que reírse.

-Quiero que la gloria de esta hazaña se la lleve mi orden -exclamó con voz hiposa-. Mis alegres compañeros se han de llevar la fama... la fama, hermano.

Cerrando apretadamente los ojos y abriendo la boca como un sochantre, comenzó a cantar, con formidable voz: Si así empináis el blanco vino...

-¡Silencio, borracho! -exclamó Dick, empujándole violentamente contra la pared-. Dos palabras voy a decirte... si es posible que me entienda un hombre que tiene más vino que seso en la cabeza; dos palabras tan sólo, y en nombre de la Virgen María: ¡márchate de esta casa, donde si continúas, no sólo lograrás que te ahorquen a ti, sino a mí también! ¡Anda, aprisa, ligero, o por la misa, que acaso me olvide de que soy, en cierto modo, tu capitán y tu deudor! ¡Márchate!

El falso monje comenzaba a recobrar el uso de la inteligencia, y el timbre de voz y el centelleo de los ojos de Dick hicieron que le entrara en la cabeza el sentido de sus palabras.

-¡Por la misa! -gritó también Lawless-. Si no hago falta aquí, puedo marcharme.

Y tomó, dando traspiés, por el corredor, y fue escaleras abajo, dando tumbos y golpes contra la pared.

Tan pronto como le hubo perdido de vista, Dick volvió a su escondrijo, decidido a ver el fin de aquel asunto. La prudencia le aconsejaba que se marchara; pero el amor y la curiosidad pesaron con más fuerza en su ánimo.

Lentamente transcurría el tiempo para el joven, como emparedado detrás de los tapices.

Comenzaba a extinguirse el fuego de la habitación y a disminuir la luz de la lámpara humeante.

Ningún rumor se percibía que indicase la vuelta de alguien a aquella parte superior de la casa; de abajo llegaba todavía el débil murmullo y el estruendo de los de la cena; y bajo el espeso manto de nieve la ciudad de Shoreby descansaba silenciosa a uno y otro lado.

Al fin, sin embargo, por la escalera comenzaron a acercarse voces y ruido de pasos, y poco después varios de los huéspedes de sir Daniel llegaban al descansillo, y al dar la vuelta al corredor, advirtieron el tapiz desgarrado y el cadáver del espía.

Unos corrieron hacia adelante y retrocedieron otros; pero todos juntos comenzaron a dar gritos.

Al oír tal griterío, huéspedes, hombres de armas, damas, criados, y, en una palabra, todos cuantos allí habitaban, llegaron corriendo de todas direcciones y unieron sus voces a aquel tumulto.

No tardó en abrirse paso entre ellos sir Daniel mismo, que iba acompañado del novio de la mañana siguiente, lord Shoreby.

-¿No os hablé yo, milord -dijo sir Daniel-, de esa maldita Flecha Negra? ¡Ahí tenéis una prueba! Clavada está y, ¡por la cruz!, compadre, sobre uno de los vuestros o de alguien que robó uno de vuestros uniformes.

-Realmente, era uno de mis hombres –contestó lord Shoreby, echándose hacia atrás-. Muchos como éste quisiera tener. Era listo como un sabueso y discreto como un topo.

-¿De veras, compadre? -preguntó con aguda intención sir Daniel-. ¿Y qué venía a olisquear a estas alturas en mi pobre casa? Pero ya no volverá a olfatear nada más.

-Con vuestro permiso, sir Daniel -dijo uno-, aquí hay un papel con algo escrito, clavado sobre su pecho.

-Dádmelo con flecha y todo -ordenó el caballero.

Y cuando tuvo en su mano la saeta, se quedó un rato contemplándola, como sumido en sombría meditación.

-Sí -dijo dirigiéndose a lord Shoreby-, he aquí la prueba de un odio que me persigue constantemente, y como pisándome los talones. Este palo negro, o uno semejante, acabará conmigo. Y, compadre, permitid que el buen caballero os dé un consejo: si estos sabuesos dan en seguiros el rastro, huid. Esto es como una enfermedad... Se agarra a los miembros con terca insistencia. Pero veamos lo que han escrito. Me lo figuraba, milord; os han marcado ya, como viejo roble que ha de derribar el leñador; mañana o pasado sentiréis el hacha. Pero ¿qué escribisteis en esa carta?

Arrancó lord Shoreby el papel de la flecha, lo leyó, lo arrugó entre sus manos y, venciendo la repugnancia que hasta entonces le había impedido acercarse, se arrojó de rodillas junto al cadáver y ansiosamente rebuscó en su escarcela.

Luego se puso en pie, algo descompuesto el semblante.

-Compadre -dijo-, he perdido, en efecto, una carta de mucha importancia, y como yo pudiera echarle la mano encima al canalla que la ha robado, de inmediato le mandaría a servir de adorno en una horca. Pero, ante todo, aseguremos las salidas de la casa. ¡Por san Jorge, que bastante daño han hecho ya!

Se apostaron centinelas en torno de la casa y del jardín; otro, también, en cada descansillo de la escalera; todo un pelotón en el vestíbulo de la entrada principal, y otro, además, junto a la hoguera del cobertizo. Los hombres de armas de sir Daniel fueron reforzados con los de lord Shoreby; no faltaban, por lo tanto, hombres ni armas para proteger la casa ni para cazar en la trampa a cualquier enemigo que allí estuviera escondido, si es que alguno había.

Entretanto, sacaron el cadáver del espía, llevándolo, bajo la espesa nevada, a depositarlo en la iglesia de la abadía.

Sólo cuando se hubieron tomado todas estas precauciones y volvió a reinar en la casa decoroso silencio, sacaron las dos muchachas a Richard Shelton de su escondite, dándole cuenta detallada de todo lo sucedido. Él, por su parte, les refirió la visita del espía, el peligro que corriera al ser descubierto y el rápido fin de la escena.

Joanna se apoyó, medio desvanecida, contra la tapizada pared.

-¡De poco servirá esto! -exclamó-. ¡De todos modos, mañana por la mañana han de casarme!

-¡Cómo! -dijo su amiga-. Aquí está nuestro paladín, que ahuyenta los leones como si fueran ratoncillos. Poca fe tienes, en verdad. Pero venid, amigo, terror de leones, dadnos alguna seguridad; hablad y oigamos vuestros audaces consejos.

Dick se quedó confundido al ver que así le echaban en cara sus propias y exageradas palabras, pero, aunque enrojeció, habló, no obstante, con brío.

-Verdaderamente -dijo- nuestra situación es difícil. Sin embargo, si lograse salir de esta casa nada más que media hora, creo que todo podría marchar bien todavía; y en cuanto al casamiento, se impediría.

-Y en cuanto a los leones -remedó la joven-, serían ahuyentados.

-Perdonad -murmuró Dick-. No hablo yo ahora por el gusto de echar baladronadas, sino más bien como el que pide ayuda o consejo, pues si no consigo salir de esta casa entre esos centinelas, menos que nada podré hacer. Tomad, por favor, mis palabras en su justo sentido.

-¿Por qué dijiste que tu enamorado era un rústico, Joanna? -preguntó la joven-. Te garantizo que no se muerde la lengua; su palabra es fácil, suave y audaz, cuando quiere. ¿Qué más puedes querer?

-No -suspiró Joanna sonriendo-. Ése no es mi amigo Dick: me lo han cambiado. Cuando yo le conocí era tosco y rudo. Pero eso nada importa; para mí ya no hay salvación. No me queda más remedio que ser lady Shoreby.

-Pues bien -exclamó Dick-; voy a intentar la aventura. Nadie se fija mucho en un fraile, y si encontré una buena hada que me condujo hasta aquí, bien puedo encontrar otra que me haga llegar hasta abajo. ¿Cómo se llamaba el espía?

-Rutter -respondió la damisela-. Pero ¿qué queréis decir, terror de la selva? ¿Qué os proponéis hacer?

-Seguir audazmente mi camino como si tal cosa -replicó Dick-, y si alguno me detiene, decirle que voy a rezar por el alma de Rutter. Ahora mismo estarán rezando ante el pobre muerto.

-La estratagema es algo inocente -observó la muchacha-; pero podría resultar viable.

-No, no es ninguna treta -exclamó el joven Shelton-, sino simplemente un golpe de audacia, que, con frecuencia, vale más que nada en los grandes apuros.

-Tenéis razón -dijo ella-. ¡Id, pues, en nombre de la Virgen María, y que el cielo os proteja! Dejáis aquí a una pobre doncella que os ama con toda su alma, y a otra que de todo corazón es vuestra amiga. Sed cauto, por nuestro bien, y cuidad de vuestra seguridad.

-Sí -añadió Joanna-. Vete, Dick. No corres mayor peligro marchándote que quedándote. Vete; mi corazón va contigo. ¡Que los santos te protejan!

Pasó Dick por delante del primer centinela con aire tan decidido que el hombre tan sólo se movió con cierta inquietud y le miró fijamente. Pero al llegar al segundo descansillo, el otro centinela le cortó el paso con su lanza y le ordenó que dijese qué le llevaba por allí.

-Pax vobiscum -contestó Dick-. Voy a rezar ante el cadáver de ese pobre Rutter.

-Está bien -replicó el centinela-. Pero no está permitido ir solo. -Se asomó sobre la barandilla de roble y lanzó un silbido-. ¡Ahí va uno! -gritó.

Y entonces dejó paso a Dick.

Al pie de la escalera encontró a toda la guardia en pie para recibirle, y cuando repitió su cantinela, el jefe del puesto ordenó que cuatro hombres le acompañasen a la iglesia.

-¡No le dejéis escapar, muchachos! -dijo-. ¡Os va la vida si no lo lleváis a sir Oliver!

Entonces se abrió la puerta, le cogieron dos hombres, uno por cada brazo; otro se puso al frente con una antorcha y el cuarto, con el arco tendido y la flecha en la cuerda, guardó la retaguardia. Así echaron a andar, pasando por el jardín, bajo la densa oscuridad de la noche y la nevada, llegando pronto a las iluminadas ventanas de la iglesia abacial.

En el portal del oeste había un piquete de arqueros, que se refugiaban como podían bajo la bóveda de la entrada, y todos cubiertos de nieve, y sólo después de haber cambiado unas palabras con los que conducían a Dick se les permitió a éstos continuar, entrando en la nave del sagrado edificio.

La iglesia estaba débilmente iluminada por los cirios del altar mayor y por un par de lámparas que colgaban de las bóvedas, ante las capillas particulares de familias ilustres. En el centro del coro yacía el cadáver del espía, piadosamente dispuestos sus miembros, sobre un féretro.

Un precipitado murmullo de plegarias resonaba a lo largo de los arcos; en los sitiales del coro, monjes con cogulla, arrodillados, y en los escalones del altar mayor, un sacerdote, de pontifical, celebraba la misa.

Al ver a los recién llegados, uno de los que llevaba cogulla se levantó y, bajando los escalones que elevaban el nivel del coro sobre el de la nave, preguntó al que guiaba a los cuatro hombres qué les llevaba a la iglesia.

Por respeto a la ceremonia religiosa y al muerto, hablaron en voz baja, pero los ecos del enorme y casi vacío edificio recogieron sus palabras y las repitieron sordamente por las naves laterales.

-¡Un monje! -exclamó sir Oliver (era él), al oír el relato del arquero-. Hermano, no os esperaba -añadió volviéndose hacia el joven Shelton-. Con todos mis respetos, ¿quién sois? Y ¿a instancias de quién venís a unir vuestras oraciones a las nuestras?

Conservando Dick la capucha sobre su rostro, hizo señas sir Oliver de que se apartara uno o dos pasos de los arqueros y, tan pronto como el clérigo lo hubo hecho, le dijo:

-No puedo esperar engañaros, señor. En vuestras manos está mi vida.

Sir Oliver se sobresaltó violentamente; palidecieron sus rollizas mejillas y durante un rato guardó silencio.

-Richard -dijo luego-, no sé lo que te trae aquí; pero mucho me temo que nada bueno es. Sin embargo, por los recuerdos del pasado, por el cariño que me tuviste, no quisiera exponerte a ningún daño. Toda la noche estarás sentado junto a mí en un sitial del coro: allí estarás hasta que lord Shoreby se haya casado y la comitiva haya regresado sana y salva a casa. Y si todo va bien y no has tramado tú nada malo, al final marcharás donde quieras. Pero si tienes algún propósito sanguinario, caerá sobre tu cabeza. ¡Amén!

Y santiguándose devotamente, el cura se volvió y se inclinó ante el altar.

Tras esto, dijo unas palabras a los soldados y, cogiendo de la mano a Dick, le hizo subir al coro y le colocó en el sitial contiguo al suyo, donde, aunque no fuera más que por pura fórmula de respeto, tuvo el muchacho que arrodillarse y aparecer muy absorto en sus devociones.

Sin embargo, su imaginación y sus ojos no paraban un momento.

Observó que tres de los soldados, en vez de regresar a la casa, habían tomado tranquilamente una posición estratégica en la nave lateral, y no le cupo la menor duda de que así lo habían hecho por orden de sir Oliver. Había caído, pues, en una trampa. Allí había de pasar la noche rodeado del resplandor espectral y las sombras de la iglesia, contemplando el pálido rostro del que él mismo había matado. Y ahí, a la mañana siguiente, había de ver a su adorada casarse con otro hombre, ante sus propios ojos.

Pero, a pesar de todo, logró dominar su espíritu y revestirse de paciencia para esperar el desenlace.


En la iglesia de la abadía

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Duraron las oraciones, en la iglesia, toda la noche sin interrupción, ora cantando salmos, ora haciendo sonar de cuando en cuando el fúnebre tañido de la campana.

Rutter, el espía, fue velado con honores de noble. Allí yacía, entretanto, tal como lo habían puesto, cruzadas las manos inertes sobre el pecho y mirando al techo con sus ojos muertos, y cerca, en el sitial del coro, el muchacho que le había matado esperaba, con dolorosa inquietud, la llegada de la mañana.

Sólo una vez, en el transcurso de aquellas horas, se inclinó sir Oliver hacia su cautivo, para decirle con voz tan leve como un susurro:

-Richard, hijo mío, si algún odio abrigas contra mí, yo te aseguro, por la salvación de mi alma, que lo haces contra un inocente. ¡Pecador me confieso ante los ojos del cielo! Pero pecador contra ti no lo soy ni lo he sido nunca.

-Padre -repuso Dick en el mismo tono de voz-, podéis creerme, nada intento; pero en cuanto a vuestra inocencia, tal vez no olvide que no os sincerasteis más que a medias.

-Un hombre puede ser culpable inocentemente -replicó el clérigo-. Puede habérsele ordenado cumplir a ciegas una misión, ignorando su verdadero alcance. Esto es lo que a mí me ocurrió. Yo atraje a tu padre hacia la muerte; pero tan cierto como que nos está viendo el cielo en este lugar sagrado, yo no sabía lo que hacía.

-Es posible -murmuró Dick-. Pero ved qué rara telaraña habéis tejido, que ahora resulta que yo he de ser, en este momento, vuestro prisionero a la par que vuestro juez; que al propio tiempo que amenazáis mi vida estáis implorando que contenga mi ira. Creo yo que si toda la vida hubierais sido un hombre recto y buen sacerdote, no tendríais ahora que temerme ni detestarme.

Y ahora volved a vuestras oraciones. Os obedezco, ya que la necesidad obliga; pero no quiero que me molestéis con vuestra compañía.

Exhaló el cura tan hondo suspiro que casi se inclinó el muchacho a sentir por él algo de lástima, y luego sepultó la abatida cabeza entre las manos, como hombre abrumado por el peso de la zozobra.

No volvió a murmurar los salmos; pero Dick oyó el chocar de las cuentas entre sus dedos y el acompasado murmullo de sus plegarias entre dientes.

Un rato después la grisácea claridad de la mañana penetraba por las pintadas vidrieras de la iglesia, avergonzando al débil resplandor de los cirios. Aumentaba la luz, haciéndose más viva, y al poco tiempo, a través de las claraboyas del sudeste, un chorro de rosada luz solar jugueteaba en las paredes. La tormenta había cesado; los nubarrones descargaron su nieve y huyeron lejos, y el nuevo día apuntaba sobre un alegre paisaje de invierno, cubierto por una blanca funda.

Entraron apresuradamente acólitos y encargados del servicio de la iglesia, se llevaron el féretro al depósito de cadáveres y limpiaron de las baldosas las manchas de sangre, para que ningún espectáculo de mal agüero desluciese la boda de lord Shoreby.

Al propio tiempo, los mismos clérigos, que tan lúgubre ocupación tuvieron durante la noche, comenzaron a poner sus rostros más en consonancia con la mañana, para honrar la ceremonia, mucho más alegre, que a punto estaba de empezar. Y como nuevo anuncio de la llegada del día, fue congregándose allí la gente devota de la ciudad, entregándose a sus rezos ante sus capillas favoritas o a esperar su turno ante los confesionarios.

En medio de toda esta actividad, era fácil burlar la vigilancia de los centinelas de sir Daniel, que estaban apostados en la puerta. Y, poco a poco, Dick, mirando aburridamente en torno suyo, tropezó con la mirada de Will Lawless, nada menos, vistiendo aún el hábito de monje.

El forajido reconoció al momento a su jefe y reservadamente le hizo señas con las manos y los ojos.

Muy lejos estaba Dick de haber perdonado al viejo bribón su inoportuna borrachera, pero no quería complicarle en el aprieto en que se hallaba; en consecuencia, contestó a su seña con otra, ordenándole que se marchara.

Como si la hubiera entendido, Lawless desapareció inmediatamente detrás de uno de los pilares, y Dick respiró tranquilo.

Pero ¡cuál no sería su sorpresa y espanto al sentir que le tiraban de la manga y ver al viejo ladrón instalado junto a él, en el sitial contiguo, y con todas las apariencias de hallarse sumido en sus devociones!

Instantáneamente sir Oliver se levantó de su asiento y, deslizándose por detrás de los sitiales, se dirigió hacia los soldados que estaban en la nave lateral. Si tan pronto habían despertado las sospechas del cura, el mal no tenía remedio, y Lawless quedaría prisionero en la iglesia.

-No te muevas -susurró Dick-. Estamos en el mayor de los aprietos, gracias, sobre todo, a tu cochinada de ayer por la tarde. Cuando me viste aquí sentado, donde no tengo derecho a estar, ni interés alguno, ¡mala peste!, ¿no pudiste oler que algo malo había en todo esto y huir del peligro?

-No -repuso Lawless-, creí que habíais recibido noticias de Ellis y que estabais aquí cumpliendo con vuestro deber.

-¿Ellis? -repitió Dick-. ¿Ha vuelto, pues?

-Ya lo creo -contestó el forajido-. Llegó anoche, y buenos azotes me dio por haberme emborrachado... De modo que ya estáis vengado, mi señor. ¡Ese Ellis Duckworth es una furia! A galope vino desde Craven para evitar esa boda; y ya sabéis, master Dick, su manera de obrar...: lo que dice lo hace.

-Pues entonces -dijo Dick, sin descomponerse -tú y yo, mi pobre hermano, somos hombres muertos, porque aquí estoy prisionero sólo por sospechas y mi cabeza responde de esa misma boda que él se propone desbaratar... Peliagudo dilema: ¡perder la novia o perder la vida! Pues bien: la suerte está echada... ¡me toca perder la vida!

-¡Por la misa! -exclamó Lawless levantándose a medias-. ¡Me marcho!

Pero Dick le puso enseguida la mano en el hombro, deteniéndole.

-Amigo Lawless -le dijo-, quédate ahí quieto sentado. Y si tienes ojos en la cara mira hacia allá, hacia el rincón, bajo el arco del presbiterio. ¿No ves que, con sólo moverte tú para levantarte, esos hombres armados se han preparado para interceptarte el paso? Ríndete, amigo. Cuando, a bordo del barco, creíste que ibas a morir ahogado, fuiste valiente; sélo ahora también para morir, dentro de poco, en la horca.

-Master Dick -suspiró Lawless-, ¡la cosa me ha pillado tan de sorpresa! Pero dadme tiempo de recobrar el aliento, y, ¡por la misa!, tan valeroso he de ser como vos mismo.

¡Ahora te reconozco, valiente! -murmuró Dick-. Sin embargo, Lawless, mucho me apena tener que morir; pero, si de nada sirve el lloriquear, ¿para qué quejarse?

-¡Verdad es! -asintió Lawless-. Si así ruedan las cosas, ¡un comino me importa la muerte! Un día u otro será, mi señor. Y morir colgado en una buena pelea dicen que es una muerte dulce, aunque jamás supe de nadie que volviera del otro mundo para contarlo.

Y diciendo eso, el bravo pícaro se recostó en su sitial, cruzó los brazos y comenzó a mirar en torno con aire insolente y despreocupado.

-Respecto a esto -añadió Dick-, lo mejor que podemos hacer es estarnos quietos. Todavía no sabemos lo que Duckworth se propone, y cuando se haya dicho la última palabra, por muy mal que fueran las cosas, aun quizá podríamos poner pies en polvorosa.

Al dejar de hablar, percibieron unos lejanos y débiles acordes de alegre música, que se acercaban cada vez más fuertes. Las campanas de la torre rompieron a repicar y una multitud, que crecía por momentos, comenzó a apiñarse en la iglesia, sacudiéndose la nieve de los pies y frotándose y calentándose las entumecidas manos con su aliento. Se abrió de par en par la puerta del lado oeste, dejando ver el resplandor del sol sobre la nevada calle y dando entrada a una ráfaga de aire sutil de la mañana; en una palabra: todo demostraba que lord Shoreby deseaba casarse muy de mañana y que ya se acercaba el cortejo nupcial.

Algunos de los hombres de lord Shoreby despejaron el paso hacia la nave central, obligando a retroceder, con sus lanzas, a la gente; un momento después se veía acercarse, sobre la nieve helada, los pífanos y trompeteros, con la cara escarlata a fuerza de soplar; los tambores y los címbalos, tocando con fuerza.

Al acercarse éstos a la puerta del templo, formaban fila a cada lado, marcando el compás de su vigorosa música, golpeando con los pies sobre la nieve. Por el paso que dejaban así abierto aparecieron los jefes del noble cortejo nupcial, y tal era la variedad y vistosidad de sus trajes, tal la pompa y derroche de sedas y terciopelos, de pieles y rasos, de bordados y encajes, que la comitiva se destacaba sobre la nieve como un jardín cuajado de flores en medio de un sendero, o como una gran ventana de pintados cristales sobre una pared.

Venía primero la novia, triste espectáculo, pálida como el invierno y apoyándose en el brazo de sir Daniel, acompañada, como madrina de boda, por la damisela que protegiera a Dick la noche anterior. Inmediatamente después, radiante en su atavío, seguía el novio, cojeando con su gotoso pie, y cuando atravesó el umbral del sagrado edificio y se despojó de su sombrero, se vio su calva rosada por la emoción.

Y entonces le llegó la hora a Ellis Duckworth.

Desde el sitio en que estaba Dick, como sacudido por encontradas emociones y agarrando con crispada mano el atril que tenía delante, vio cómo la multitud se agitaba y retrocedía en tropel, levantando los ojos y los brazos. Siguiendo estas señales, vio a tres o cuatro hombres con los arcos tensos, a punto de disparar, asomados a la galería de las claraboyas. En aquel preciso instante dispararon las flechas, y antes de que el clamor y las voces de la asombrada muchedumbre tuviesen tiempo de extenderse a todos los oídos, desaparecieron.

Llena quedó la nave de cabezas que se agitaban y de gritos de horror; aterrorizados acudieron los clérigos desde sus sitios, cesó la música, y aunque las campanas siguieron repicando unos segundos, alguna noticia del desastre llegó al fin hasta donde los campaneros tiraban de sus cuerdas, pues también ellos desistieron de su alegre tarea.

En el centro mismo de la nave yacía el novio, muerto en el acto, atravesado por dos flechas negras. La novia se había desmayado. Sir Daniel, en pie, miraba con aire dominante a la multitud, tan sorprendido como airado, con una flecha de una vara temblando en su antebrazo izquierdo y la cara chorreando sangre por otra que le había rozado una ceja.

Mucho antes de que pudiera practicarse la menor pesquisa para capturarlos, los autores de esta trágica interrupción se precipitaron por una escalera de caracol y desaparecieron por una poterna.

Pero Dick y Lawless todavía quedaban como rehenes; a la primera señal de alarma se levantaron e hicieron varoniles esfuerzos para ganar la puerta, pero entre la estrechez de los sitiales y la multitud de aterrorizados curas resultó vano el intento, y no tuvieron más remedio que volver estoicamente a sus puestos.

Entonces, pálido de horror, sir Oliver se puso en pie y llamó a sir Daniel, señalando con una mano a Dick.

-¡Aquí -gritó- está Richard Shelton! ¡Hora funesta!... ¡Culpable de un asesinato! ¡Cogedle!... ¡Mandadlo prender! ¡Por nuestras vidas, cogedle y atadle fuerte! ¡Ha jurado destruirnos!

Sir Daniel se quedó ciego de ira... ciego también por la sangre caliente que aún corría por su rostro.

-¿Dónde? -rugió-. ¡Traédmelo a rastras! ¡Por la cruz de Holywood que se ha de arrepentir de este momento!

Retrocedió la muchedumbre y un grupo de arqueros invadió el coro, violentamente echó mano sobre Dick y empujándole le hicieron bajar los escalones del presbiterio. Lawless, por su parte, se quedó en su asiento, más quieto que escondido ratoncillo.

Sir Daniel, limpiándose la sangre que le corría por los ojos, miró, parpadeando, a su cautivo.

-¡Ah, traidor, insolente -le dijo-; ya te tengo seguro! Y por todos los juramentos de la tierra, por cada gota de sangre que me corre por los ojos he de arrancarte un gemido de tu cuerpo. ¡Lleváoslo! -añadió-. ¡No es éste el sitio! A mi casa con él. Dejaré en todas las articulaciones de tu cuerpo la marca de la tortura.

Pero Dick, desasiéndose de los que le habían prendido, levantó su voz.

-¡Santuario! -gritó-. ¡Santuario! ¡Estoy en lugar sagrado y a él me acojo! ¿Oís, padres míos? ¡Quieren arrancarme de la iglesia!

-De la iglesia que tú has profanado con un asesinato, muchacho -añadió un hombrón, magníficamente vestido.

-¿Quién lo prueba? -gritó Dick-. Me acusan de complicidad, es cierto, pero sin la menor prueba. Yo era, en verdad, un pretendiente a la mano de esta damisela, y ella, me atrevo a decir, respondía a mi galanteo con su favor. Pero ¿qué hay de malo en eso? Amar a una doncella no es ofensa, creo yo... ni tampoco conquistar su amor. En cuanto a lo demás, limpio estoy de toda culpa.

Se oyó un murmullo de aprobación entre los espectadores; con tanta audacia proclamó Dick su inocencia. Pero inmediatamente una multitud de acusadores se alzó por el otro lado, gritando que la noche anterior le hallaron en casa de sir Daniel, llevando aquel sacrílego disfraz. Y en medio de aquella Babel, sir Oliver, con la voz y el gesto, señalaba a Lawless como cómplice en aquel delito. Éste, a su vez, fue arrancado de su asiento y colocado junto a su jefe.

Se excitaron los ánimos de la multitud entre los dos bandos que se habían formado ; y mientras unos arrastraban a los prisioneros de un lado a otro para favorecer su huida, otros les llenaban de injurias y les golpeaban con sus puños. A Dick le zumbaban los oídos y le daba vueltas la cabeza de puro aturdido, como el que lucha con los remolinos de un impetuoso río.

Pero el hombrón que antes contestara a Dick restableció, mediante un prodigio de resistencia vocal, el silencio y el orden en la muchedumbre.

-Registradlos -ordenó-, a ver si llevan armas. Así podremos juzgar mejor sus intenciones. No le hallaron a Dick más arma que su largo puñal, y esto habló en favor suyo, hasta que un hombre, oficiosamente, lo sacó de su vaina; entonces se vio que estaba aún manchado con la sangre de Rutter. Se alzó entonces un tremendo vocerío entre los partidarios de sir Daniel, cortándolo enseguida el hombrón con un gesto y una mirada imperiosa.

Pero, al llegarle el turno a Lawless, se le encontró debajo de su habito un haz de flechas idénticas a las que habían sido disparadas.

-¿Y qué decís ahora? -preguntó a Dick, con aire ceñudo, el hombrón.

-Caballero -repuso Dick-, estoy en un santuario, ¿no es verdad? Pues bien, caballero: por vuestro porte adivino que sois de elevada condición, y en vuestro semblante leo señales de piedad y de justicia. A vos, pues, me entregaré prisionero, con mucho gusto, renunciando al derecho que me concede este sagrado lugar. Pero antes que rendirme a discreción a ese hombre, a quien en voz alta acuso de ser el asesino de mi padre y el detentador injusto de mis tierras y rentas, antes que eso os suplico la gracia de que, con vuestra noble mano, me deis muerte en el acto. Vos mismo habéis oído que, aun antes de que fuese probada mi culpabilidad, ya me amenazó con el tormento. No cuadra a vuestro propio honor el entregarme a mi declarado enemigo y antiguo opresor, sino el que me juzguéis conforme manda la ley, y si en verdad soy culpable, que me deis misericordiosa muerte.

-Milord -gritó sir Daniel-, espero que no daréis oídos a ese lobo. Su daga sangrienta le echa en cara su falsedad.

-No; pero permitidme que os diga, mi buen caballero -replicó el alto desconocido-, que vuestra vehemencia dice muy poco en favor vuestro.

En ese momento, la novia, que había vuelto en sí de su desmayo unos minutos antes y contemplaba con extraviados ojos la escena, se desasió de los que la sostenían y cayó de rodillas ante el hombrón.

-Milord Risingham -exclamó-; oídme en justicia. Me hallo aquí, bajo custodia de ese hombre, puramente obligada por la fuerza, secuestrada, robada a mi propia familia. Desde el día en que esto ocurrió no he hallado piedad, amparo ni consuelo en ningún hombre más que en éste, en Richard Shelton, a quien ahora acusan y tratan de perder. Milord, si anoche estuvo en la mansión de sir Daniel, fue porque a ella le llevé yo; fue porque yo se lo pedí, y nunca pensó en cometer daño alguno. Cuando sir Daniel se portaba aún con él como buen señor, luchó lealmente contra los de la Flecha Negra. Pero cuando su vil tutor intentó quitarle la vida con ardides, y tuvo que huir de noche para salvarse de aquella traidora morada..., ¿dónde podía ir en busca de auxilio, sin recursos de ninguna clase? Y si cayó entonces en malas compañías, ¿a quién condenaríais por ello, al muchacho injustamente tratado o al tutor que abusó de la confianza en él depositada?

Al llegar aquí, la otra damisela que la acompañaba se arrojó también de rodillas junto a Joanna.

-Y yo, mi buen lord y tío -añadió ella-, puedo dar fe, en conciencia y ante todos los presentes, de que lo que esta doncella ha dicho es cierto. Fui yo, indigna compañera suya, quien llevó hasta allí al joven.

El conde de Risingham oyó en silencio, y cuando las voces cesaron, continuó aún silencioso un rato. Luego, dio a Joanna la mano para que se levantara, aunque pudo observarse que no usó igual cortesía con la que se había llamado sobrina suya.

-Sir Daniel -dijo, al fin-, es éste un complicado asunto que, con vuestro permiso, me encargaré yo de examinar y resolver. Contentaos, pues, con saber que vuestro asunto está en buenas manos; se os hará justicia, y, entretanto, marchaos a vuestra casa y haceos curar vuestras heridas. El aire es muy frío y no quisiera que pillarais un enfriamiento además de esos rasguños.

Hizo con la mano una seña, y ésta fue transmitida de unos a otros, en el interior de la nave, por sus obsequiosos servidores, que esperaban atentos al menor gesto.

Instantáneamente, fuera de la iglesia, sonó penetrante toque de trompetas, y a través del abierto portal, arqueros y hombres de armas, vestidos con los colores de la casa de lord Risingham y llevando su divisa, comenzaron a entrar en la iglesia, marchando en fila; les quitaron los dos prisioneros a los que aún los custodiaban, y cerrando filas tras Dick y Lawless, marcharon de frente y desaparecieron.

Al pasar, Joanna tendió las manos hacia Dick y le gritó adiós; y la madrina, sin que en nada la abatiese el evidente enojo de su tío, le envió un beso acompañado de un grito de:

«¡Ánimo, cazador de leones!», lo que por vez primera, desde los sucesos ocurridos, hizo asomar una sonrisa a los labios de la multitud.


El conde de Risingham

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A pesar de ser, con mucho, el más importante personaje de cuantos había entonces en Shoreby, el conde de Risingham se alojaba pobremente en la casa de un caballero particular, en los barrios extremos de la ciudad. Sólo los hombres armados que había en las puertas y los mensajeros a caballo que iban y venían sin cesar anunciaban la residencia temporal de un gran lord.

Así sucedió que, por falta de espacio, Dick y Lawless fueron encerrados en una misma habitación.

-Muy bien hablasteis, master Richard -dijo el forajido-. No podíais hacerlo mejor, y, por mi parte, os doy las gracias cordialmente. Hemos caído en buenas manos; nos juzgarán en justicia y a una hora u otra de esta noche nos colgarán decentemente de un mismo árbol.

-La verdad es, pobre amigo mío, que así lo creo -respondió Dick.

-Sin embargo, aún nos queda una cuerda en nuestro arco -replicó Lawless-. Ellis Duckworth es hombre como no se encontraría otro entre diez mil; os tiene metido en el corazón, tanto por vos mismo como por vuestro padre, y conociendo vuestra inocencia en este lance, removerá cielo y tierra para salvaros.

-Tal vez no -dijo Dick-. ¿Qué puede hacer él? No tiene más que un puñado de hombres. ¡Ay! Si fuese mañana... Si yo pudiera acudir a una cita que mañana tengo una hora antes del mediodía... Creo que las cosas cambiarían de aspecto... Pero ahora no hay remedio.

-Bien -dijo resumiendo Lawless-; si vos proclamáis mi inocencia, yo proclamaré la vuestra con toda energía. De nada nos servirá; pero si me han de ahorcar, no será por quedarme corto en jurar que somos inocentes.

Mientras Dick quedaba sumido en sus pensamientos, el viejo pícaro se acurrucó en un rincón, tiró de su capucha monástica hasta taparse la cara y se acomodó para dormir. Pronto sonaron sus fuertes ronquidos: hasta tal punto su larga vida de penalidades y aventuras le había embotado el sentido del miedo.

Largo rato hacía que pasara el mediodía, y el día comenzaba a declinar, cuando se abrió la puerta de la habitación y Dick fue conducido a la parte alta de la casa, donde en tibio aposento meditaba el conde de Risingham, sentado junto al fuego.

Al entrar su cautivo, alzó la vista.

-Caballero -le dijo-, conocí a vuestro padre, que era un hombre de honor, y esto me inclina a ser más indulgente; pero no he de ocultaros que pesan sobre vuestra conducta graves cargos. Andáis asociado con asesinos y ladrones; existen pruebas evidentes de que habéis atentado contra la paz del reino; se sospecha que os apoderasteis de un barco, como un pirata; fuisteis hallado, oculto y disfrazado, en casa de vuestro enemigo; fue asesinado un hombre aquella misma noche...

-Si me lo permitís, milord -interrumpió Dick-, os confesaré inmediatamente mi culpa, tal como es. Yo maté a Rutter, y como prueba de ello -añadió, buscando algo en su seno- aquí tenéis una carta que llevaba en su escarcela.

Tomó la carta lord Risingham, la abrió y la leyó dos veces.

-¿Habéis leído esto? -preguntó.

-Sí, lo he leído -contestó Dick.

-¿Sois del partido de York o del de Lancaster? -inquirió el conde.

-Milord, no hace mucho que me hicieron la misma pregunta y no supe cómo contestarla - dijo Dick-; pero habiendo respondido a ella una vez, no he de variar ahora. Milord, soy del partido de York.

Inclinó la cabeza el conde en señal de aprobación.

-Honrada respuesta -dijo-. Pero entonces, ¿por qué me entregáis esta carta?

-Porque, contra los traidores, milord, ¿no están por igual dispuestos todos los partidos? - exclamó Dick.

-Bien quisiera yo que así lo estuvieran, caballero -repuso el conde-, y cuando menos apruebo vuestra frase. Observo que hay en vos más juveniles impulsos que culpa, y, de no ser sir Daniel hombre tan poderoso en nuestro partido, casi estaría tentado a defenderos en vuestra querella. Porque he indagado y, por lo que parece, habéis sido tratado muy duramente, y tenéis mucha excusa. Pero mirad, caballero, yo soy, antes que nada, un jefe que ha de defender los intereses de la reina y aunque, según creo, hombre justo por naturaleza, y hasta con exceso inclinado a la misericordia, estoy obligado a dirigir de tal suerte mis actos que resulten beneficiosos para los intereses de mi partido, y por conservar a sir Daniel sería capaz de ir muy lejos.

-Milord -repuso Dick-, sin duda os parecerá osadía el que yo os aconseje; pero ¿contáis con la fidelidad de sir Daniel? Tenía yo entendido que con intolerable frecuencia pasaba de un partido a otro.

-¡Ah! Ésa es la costumbre en Inglaterra. ¿Qué le vamos a hacer? -replicó el conde-. Pero sois injusto con el caballero de Tunstall, y del modo que se entiende la fidelidad en esta desleal generación, últimamente se ha mostrado honradamente leal a nosotros, los de Lancaster. Hasta en nuestros últimos reveses siguió firme a nuestro lado.

-Entonces -contestó Dick- si os dignáis echar una ojeada a esta otra carta, podría ser que cambiarais la opinión en que le tenéis.

Y entregó al conde la misiva de sir Daniel a lord Wensleydale.

El efecto que ésta produjo en el semblante del conde fue instantáneo; se enfureció como un león y, con repentino impulso, llevó la crispada mano a su daga.

-¿También esto lo habéis leído? -preguntó.

-También esto -respondió Dick-. Vuestras posesiones es lo que ofrece a lord Wensleydale.

-Sí, mis posesiones, como decís -exclamó el conde-. Esta carta me convierte en vuestro servidor. Me ha mostrado la madriguera del zorro. Mandadme, master Shelton; no seré mezquino en mi gratitud; y para empezar, seáis de York o de Lancaster, hombre honrado o ladrón, desde este momento os concedo la libertad. ¡Marchaos, en nombre de la Virgen María! Pero considerad como un acto de justicia que retenga y ahorque a vuestro compañero Lawless. El crimen se ha cometido públicamente y es conveniente que a él siga un castigo público también.

-Milord, la primera súplica que os hago es que también a él le perdonéis.

-Es un condenado pícaro, ladrón y vagabundo, master Shelton -dijo el conde-. Hace lo menos veinte años que se tiene bien ganada la horca. Y si, al fin, a ella ha de ir a parar, ¿qué más da mañana que pasado?

-Sin embargo, milord, por cariño a mí, vino él aquí -respondió Dick-, y muy ruin y desagradecido sería si lo abandonara.

-Master Shelton, muy terco sois -repuso severamente el conde-. Mal camino es ése para prosperar en el mundo. A pesar de todo, y para librarme de vuestra importunidad, voy a complaceros una vez más. Marchaos, pues, juntos; pero cautelosamente y salid rápidamente de la ciudad de Shoreby. Porque ese sir Daniel, ¡a quien el cielo confunda!, tiene sed insaciable de vuestra sangre.

-Milord, os expreso ahora con palabras mi gratitud, esperando poder pagaros dentro de breve plazo una parte de mi deuda -contestó Dick mientras salía de la habitación.


Otra vez Arblaster

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Cuando a Dick y a Lawless se les permitió escapar por una puerta trasera de la casa en la que lord Risingham tenía su guarnición, ya anochecía.

Hicieron alto un momento al abrigo de la tapia del jardín para ponerse de acuerdo acerca del mejor camino a seguir. El peligro era extremado. Si uno de los hombres de sir Daniel llegaba a verlos y daba la voz de alarma, pronto les darían caza y les acuchillarían al instante.

Y no sólo era la ciudad de Shoreby una red de peligros para sus vidas, sino que salir a campo abierto era correr el riesgo de tropezar con las patrullas de vigilancia.

Poco después, al entrar en un terreno descubierto, divisaron un molino de viento y, junto a él, un espacioso granero con las puertas abiertas.

-¿Qué te parece si nos quedásemos ahí hasta que se hiciera de noche? -preguntó Dick.

No ocurriéndosele a Lawless mejor recurso, corrieron hacia el granero y se ocultaron detrás de la puerta, entre la paja.

La luz del día iba desapareciendo rápidamente y, al rato, plateaba ya la luna la helada nieve. Entonces o nunca era el momento de llegar a La Cabra y la Gaita sin ser vistos, y cambiar allí sus delatoras ropas. Aun así, lo más discreto era dar un rodeo por las afueras y no arriesgarse a ir por el mercado, donde, entre la aglomeración de gente, estaban en peligro más inminente de ser reconocidos y muertos.

Largo era el camino. Les llevó aquel rodeo no muy lejos de la casa junto a la playa, oscura y silenciosa entonces, dejándoles, al fin, al borde del puente. A la clara luz de la luna, pudieron ver que muchos barcos habían levado anclas y, aprovechando lo despejado del cielo, partieron con rumbo a tierras más lejanas; por esta causa, las míseras tabernas de la playa - aunque burlando la ley del toque de queda, tuviesen aún encendidos fuegos y velas- no estaban ya llenas de parroquianos ni resonaban en ellas los coros de canciones marineras.

Apresuradamente, casi corriendo, con sus hábitos monásticos recogidos hasta la rodilla, se hundían los fugitivos en la nieve, cruzando por entre el laberinto del maderamen marino, y ya llevaban recorrido más de la mitad del camino en torno del puerto cuando, al pasar frente a una taberna, se abrió de pronto la puerta y una ráfaga de luz cayó sobre sus fugitivas figuras.

Se detuvieron en el acto, con la intención de hacer creer que estaban entregados a una animada conversación.

Tres hombres, uno después de otro, salieron de la taberna, y el último cerró tras él la puerta. Iban los tres tambaleándose, como si hubieran pasado el día en continuas libaciones, y se quedaron indecisos a la luz de la luna, como quienes no saben qué hacer. El mas alto de los tres hablaba en voz alta y lastimera.

-Siete barricas del mejor Gascuña que jamás sirviera tabernero alguno -decía-. El mejor barco que jamás zarpara del puerto de Dartmouth, una Virgen María medio dorada, trece libras en buena moneda de oro...

-Yo también he tenido grandes pérdidas -interrumpió uno de los otros-. También he perdido cosas de mi propiedad, compadre Arblaster. En la fiesta de san Martín me robaron cinco chelines y una bolsa de cuero que valía nueve peniques y cuarto.

Lo que oyó Dick le llegó al alma. Hasta ese momento quizá no había pensado ni un par de veces en el pobre patrón arruinado por la pérdida del Buena Esperanza; con tal indiferencia miraban en aquellos tiempos, los hombres que llevaban armas, los bienes e intereses de sus inferiores. Pero aquel repentino encuentro le recordó vivamente lo duro de su proceder y el triste fin de su empresa, y tanto él como Lawless volvieron del otro lado la cabeza para evitar ser reconocidos.

El perro del barco, sin embargo, había logrado escapar del naufragio y hallar el camino de regreso a Shoreby. Estaba ahora detrás de Arblaster, junto a sus talones, y de pronto, olfateando y enderezando las orejas, se lanzó hacia adelante y comenzó a ladrar furiosamente a los dos falsos frailes.

Tambaleándose le siguió su amo.

-¡Eh, compañeros! -gritó-. ¿Tenéis un penique para este pobre y viejo marino arruinado por los piratas? ¡Soy hombre que pudiera haber pagado por vosotros dos el jueves por la mañana, y heme aquí ahora, el sábado por la noche, mendigando para una jarra de cerveza! ¡Si no me creéis, preguntadle a mi marinero Tom! ¡Siete barricas de buen vino de Gascuña, un barco que era mío, y fue antes de mi padre, una bendita Virgen María de madera de plátano y medio dorada y trece libras en oro y plata! ¿Eh? ¿Qué os parece? Un hombre que ha luchado contra los franceses; porque yo me he batido contra ellos, y más cabezas he cortado en alta mar que hombre alguno de cuantos se hicieron a la vela en el puerto de Darmouth. Vamos, dadme un penique.

Ni Dick ni Lawless se atrevieron a contestarle una sola palabra, por temor de que reconociera sus voces; y allí se quedaron tan inertes como barco en tierra, sin saber hacia dónde volverse ni qué esperar.

-¿Eres mudo, muchacho? -preguntó el patrón-. Compañeros -añadió, interrumpiéndole el hipo-, son mudos. No me hace gracia esa descortesía, pues aunque un hombre sea mudo, si es cortés, hablará, sin embargo, cuando se le habla, creo yo.

El marinero Tom, hombre extraordinariamente forzudo, pareció concebir ciertas sospechas acerca de estas dos mudas figuras, y, más sereno que su capitán, se plantó de pronto ante Lawless, le cogió bruscamente del hombro y le preguntó qué le pasaba que tan quieta tenía la lengua.

Lawless, creyendo que todo disimulo era ya inútil, le contestó con un puñetazo formidable que dejó tendido al marinero sobre la arena, y, gritando a Dick que le siguiera, echó a correr por entre el maderamen.

La escena se desarrolló en un segundo. Antes de que Dick pudiera correr poco ni mucho, Arblaster le tenía cogido entre sus brazos; Tom, arrastrándose, lo agarró por un pie, y el tercero de aquellos hombres desenvainó un machete y lo blandía sobre su cabeza.

No era el peligro en que se hallaba ni el enojo lo que abatía el ánimo del joven Shelton; era la profunda humillación que sentía de haber escapado de las garras de sir Daniel y de haber convencido a lord Risingham, para venir ahora a caer indefenso en manos de este viejo marinero borracho, y no sólo indefenso, sino, como su conciencia le decía a gritos cuando era ya demasiado tarde, realmente culpable... insolvente deudor del hombre cuyo barco había robado para perderlo después.

-Traédmelo hasta la taberna para que le vea la cara -gritó Arblaster.

- No, no -objetó Tom-. Vaciémosle antes la bolsa, no sea que vayan a reclamar su parte los demás compañeros.

Pero por más que lo registraran de pies a cabeza no le encontraron encima ni un solo penique; tan sólo el sello de lord Foxham, el anillo que le arrancaron brutalmente del dedo.

-Ponédmelo de cara a la luna -dijo el patrón, y cogiendo a Dick por la barbilla, le levantó bárbaramente la cabeza.

-¡Virgen bendita! -gritó-. ¡Es el pirata!

-¿Qué? -exclamó Tom.

-¡Por la Virgen de Burdeos! ¡Es el mismo! -repitió Arblaster-. ¡Ah, ladrón, al fin te he cogido! ¿Dónde está mi barco? ¿Dónde están mis siete barriles de Gascuña? ¿Eh? ¿Será verdad que te tengo en mis manos? Tom, dame un pedazo de cuerda; voy a atar de pies y manos a este ladrón, como pavo en el asador... ¡Por la Virgen, que así voy a atarlo! Y luego voy a tundirle a golpes.

Así, por el estilo, siguió hablando, mientras, con la destreza propia de los marinos, iba enrollando la cuerda alrededor de los miembros de Dick asegurando cada vuelta y cada cruce con nudos y afianzando su obra con salvaje tirón.

Cuando hubo terminado, el muchacho era un mero fardo entre sus manos: tan indefenso como un muerto. Lo empujó el patrón hasta donde el brazo le alcanzaba, y prorrumpió en una carcajada. Después le pegó un tremendo puñetazo en un oído, que lo dejó aturdido; y volviéndole a uno y otro lado le dio furiosos puntapiés.

La ira se alzó como una tempestad en el pecho de Dick, una cólera que le ahogaba, y creyó morir. Pero cuando el marinero, cansado ya del cruel juego, lo lanzó cuan largo era sobre la arena y se volvió para consultar con sus compañeros, instantáneamente recobró la serenidad. Era un momento de respiro: antes de que comenzaran de nuevo a torturarle, quizá pudiera hallar un medio de escapar a aquella degradante y fatal desventura.

Muy pronto, en efecto, y mientras sus apresadores discutían lo que habrían de hacer con él, sacó fuerzas de flaqueza y con voz firme les habló así:

-¿Os habéis vuelto locos de remate? El cielo pone en vuestras manos la mejor ocasión para enriqueceros que jamás tuvo marinero alguno; una ocasión como no se os presentará otra en treinta aventuras que corráis en lejanos mares... y, ¡por la misa!, ¿qué se os ocurre? ¿Pegarme? ¡Vaya, no haría otra cosa un chiquillo rabioso! Pero vosotros, sesudos marineros que no teméis al agua ni al fuego, y que amáis el oro tanto como la carne de buey, me parece que no sois muy discretos.

-Sí -dijo Tom-; ahora que estás atado quisieras engañarnos.

-¡Engañaros! -repitió Dick-. Si fuerais tontos, sería fácil. Pero si sois astutos, como creo que lo sois, podéis ver claramente dónde está vuestro provecho. Cuando os quité el barco, nosotros éramos muchos, todos bien equipados y armados; pero ahora, pensad un poco, ¿quién reunió aquellas tropas?

Alguien, sin duda, que tenía mucho oro. Y si éste, rico ya, continuaba aún yendo a caza de oro, desafiando las tempestades... Pensad una vez más... ¿No habrá un tesoro escondido en algún sitio?

-¿Qué querrá decir? -preguntó uno de los hombres.

-Pues que si habéis perdido un bote viejo y unas jarras de vino picado -continuó Dick- os olvidéis de ello como cosa que no vale la pena y os metáis más bien en una aventura, digna de ser así llamada, que en doce horas habrá de enriqueceros o arruinaros para siempre. Pero levantadme de aquí y vayamos a algún sitio cerca para hablar delante de una jarra de cerveza, porque tengo el cuerpo dolorido y helado, y casi metida la boca entre la nieve.

-Lo que busca es engañarnos -dijo Tom, despectivamente.

-¡Engañarnos! ¡Engañarnos! -exclamó el tercero del grupo-. ¡Me gustaría conocer al hombre capaz de engañarme! ¡Buen fullero habría de ser! No me he caído yo de ningún nido.

Sé distinguir una iglesia cuando tiene campanario; y, lo que es yo, por mi parte, compadre Arblaster, creo que no está desprovisto de razón este joven. ¿Queréis que le escuchemos? Decid: ¿queréis que le escuchemos?

-Contento me vería ante un azumbre de cerveza fuerte, master Pirret -contestó Arblaster-. ¿Qué dices tú a eso, Tom? Pero la bolsa está vacía.

-Yo pago -dijo el otro-. Yo pago. Estoy deseando saber de qué se trata. Creo, en conciencia, que hay oro en el asunto.

-¡Si empezáis a beber otra vez, todo está perdido! -gritó Tom.

-Compadre Arblaster, a ese marinero vuestro le dejáis tomarse demasiadas libertades - replicó master Pirret-. ¿Vais a permitir que os mande un hombre asalariado? ¡Vaya, vaya!...

-¡Silencio, compañero! -dijo Arblaster, dirigiéndose a Tom-. ¿Vas a meter el remo, tú? ¡Bueno sería que la tripulación viniese a enmendarle la plana al patrón!

-Haced, pues, lo que queráis -repuso Tom-. Yo me lavo las manos.

-Levantadle, pues --dijo master Pirret-. Sé yo ahí un sitio reservado donde podremos beber y charlar.

-Si he de ir andando, amigos, tendréis que desatarme los pies -observó Dick, una vez que estuvo derecho como un poste.

-Es verdad -concedió, riendo, Pirret-. Hay que reconocer que no podría dar un paso tal como está. Dadle un corte a la cuerda... Sacad el cuchillo y cortadla un poco, compadre.

Hasta el mismo Arblaster se quedó algo suspenso ante esta proposición, pero como su compañero insistió y Dick tuviera el buen sentido de aparentar una expresión de indiferencia, encogiéndose de hombros ante tal retraso, el patrón cortó, al fin, las cuerdas que sujetaban al prisionero pies y piernas. Esto no sólo le permitió a Dick caminar, sino que, al aflojarse proporcionalmente toda la red de sus ataduras, observó que empezaba a mover con mayor libertad el brazo que tenía atado a la espalda y concibió la esperanza de que, a fuerza de tiempo y paciencia, podría llegar a dejarlo libre por completo. De ello podía dar gracias a la simpleza y codicia de master Pirret.

Este personaje asumió la dirección de todo, y los condujo a la mismísima mísera taberna a la cual Lawless había llevado a Arblaster el día del temporal. Casi desierta se hallaba ahora; el fuego era un montón de rojas ascuas que irradiaban vivísimo calor, y cuando todos hubieron tomado asiento y el amo puso ante ellos una medida de cerveza tibia y especiada, tanto Pirret como Arblaster estiraron las piernas y apoyaron los codos sobre la mesa como hombres dispuestos a pasar un rato agradable.

Consistía la mesa a la que se sentaron, como todas las demás de la taberna, en una pesada tabla cuadrada puesta sobre un par de barriles, y cada uno de los cuatro compinches, de tan extraña y diversa catadura, había tomado sitio en uno de los lados del cuadrado: Pirret frente a Arblaster y Dick en el lado opuesto al marinero Tom.

-Ahora, joven -dijo Pirret-, al asunto. Verdaderamente parece que os habéis portado bastante mal con nuestro compañero Arblaster; pero eso ¿qué importa? Dadle una compensación... mostradle esa oportunidad de hacerse rico... y yo os respondo de que os perdonará.

Hasta este momento había hablado Dick bastante a la ligera; pero ya era necesario, bajo la vigilancia de seis ojos, inventar y relatar alguna historia maravillosa y a ser posible recuperar aquel importantísimo anillo-sello de lord Foxham. Lo primero que hacía falta era dejar correr el tiempo.

Cuanto más los entretuviera, más beberían sus apresadores y con mayor seguridad podría intentar la huida.

Ahora bien: no tenía Dick grandes dotes para inventar historias, y lo que contó se parecía mucho al cuento de Alí-Babá, sustituyendo el oriente por Shoreby y el bosque de Tunstall y exagerando, más bien que disminuyendo, los tesoros de la cueva. Como sabe el lector, ésta es una excelente historia, que tan sólo un defecto tiene: el de no ser verdad. Así pues, como era la primera vez que la oían aquellos sencillos marineros, los ojos se les salían de las órbitas y se quedaban boquiabiertos como el bacalao en la pescadería.

Pronto pidieron una segunda medida de aquella cerveza tibia mientras Dick desarrollaba aún, con toda habilidad, los incidentes de su historia; una tercera jarra siguió a la segunda.

He aquí la situación de los contertulios cuando la historia tocaba a su fin: Arblaster, borracho y muerto de sueño, colgaba inerte sobre el banco. El mismo Tom había escuchado encantado el cuento y su vigilancia había disminuido en proporción.

Entretanto, Dick había ido zafándose de sus ligaduras y se hallaba ya dispuesto a jugarse el todo por el todo.

-¿De modo -preguntó Pirret- que vos sois uno de ésos?

-Contra mi voluntad me hicieron serlo -respondió Dick-. Pero si yo pudiera lograr, por la parte que me tocara, uno o dos sacos de monedas de oro, bien tonto sería si quisiera seguir viviendo en una asquerosa cueva, exponiéndome a recibir tiros y bofetadas como un soldado.

¡Cuatro somos aquí! Pues bien: vayamos mañana al bosque antes de que salga el sol. Si pudiéramos procurarnos honradamente algún borrico, sería mucho mejor; pero si no podemos, cuatro robustas espaldas tenemos, y yo os respondo de que volveremos tan cargados que nos doblaremos al peso. Pirret se relamió de gusto.

-Y esta palabra mágica... ese santo y seña con que se abre la cueva... ¿cuál es, amigo? - pregunto.

-¡Ah! Esa palabra no la saben más que los tres jefes -respondió Dick-. Pero ahora veréis la suerte que habéis tenido: que esta misma noche traiga yo conmigo un amuleto para abrirla. Es una cosa que en todo el año no se separa de la bolsa del capitán.

-¿Un amuleto? -pregunto Arblaster medio despierto y guiñando un ojo a Dick-. ¡Vade retro! No me vengáis a mí con amuletos. Soy un buen cristiano; preguntádselo si no a Tom el marinero.

-Pero si esto no es más que magia blanca -repuso Dick-. Nada tiene que ver con el diablo; no se trata más que del poder oculto de los números, de las hierbas y de los planetas.

-Sí, sí -asintió Pirret-; no es más que magia blanca, compadre. No hay en ello pecado, os lo aseguro.

Pero continuad, joven. Este amuleto... ¿en qué consiste?

-Voy a mostrároslo inmediatamente -respondió Dick-. ¿Tenéis ahí el anillo que me quitasteis del dedo? ¡Bien! Cogedlo ahora con las puntas de los dedos y sostenedlo así con el brazo extendido, contra el brillo de esos rescoldos. Así, exactamente. Pues bien: ése es el amuleto.

De una rápida ojeada Dick se aseguro de que tenía libre el paso entre él y la puerta. Se encomendó a Dios con el pensamiento y, tendiendo el brazo, arrebato de un tirón el anillo; en el mismo instante levanto la mesa y la arrojo de pronto sobre el marinero Tom. Este pobre infeliz cayo debajo, gritando bajo la madera, y antes de que Arblaster comprendiera lo que ocurría o de que Pirret pudiera fijar su inseguro pensamiento, Dick había corrido ya hacia la puerta y conseguido escapar a la clara luz de la luna.

Ésta, que andaba ya por la mitad del cielo, y la extremada blancura de la nieve, hacían que el despejado terreno que rodeaba al puerto apareciese alumbrado como por la claridad del día, con lo que Shelton, saltando entre el maderamen, con el hábito recogido, era una figura visible desde lejos.

Tom y Pirret le siguieron dando voces; salieron de todas las tabernas gentes que, atraídas por los gritos, se les unieron; al poco rato, toda una turba de marineros corría en su persecución. Pero el marinero en tierra resulta mal corredor, y tal era en el siglo XV, y Dick además les llevaba buena delantera, que aumento rápidamente, tanto que al llegar cerca de una angosta callejuela se atrevió hasta a pararse y miro hacia atrás, riéndose.

Sobre la blanca alfombra de nieve corrían cuantos marineros había en Shoreby, apiñados todos, formando una mancha borrosa, con algunas colas de rezagados que les seguían en grupos aislados. Todos vociferaban y gesticulaban agitando los brazos en el aire; algunos tropezaban, y para completar el cuadro, al caerse uno, una docena más iban a caer también sobre él.

El confuso ruido del vocerío, que talmente parecía elevarse hasta la luna, resultaba cómico y terrorífico para el fugitivo, a quien intentaban dar caza. Mas en sí era ineficaz, porque bien seguro estaba de que ningún marinero podría darle alcance. Pero solamente la magnitud del alboroto, que habría de despertar a cuantos dormían en Shoreby y atraer a las calles a los centinelas ocultos, sería amenaza de peligros que le esperaban y podían cerrarle el paso. Así pues, atisbando en una esquina el oscuro portal de una casa, se metió rápidamente en él, y dejó pasar el salvaje acoso de todos aquellos bárbaros perseguidores, que siguieron gritando y gesticulando, rojas las caras con la excitación y la carrera, blancos sus cuerpos por las caídas en la nieve.

Pasó largo rato antes de que terminara aquella invasión de la ciudad por los del puerto, y mucho tardó en restablecerse el silencio. Durante no poco rato se oyó aún a algunos marineros desperdigados gritando por las calles en todas direcciones y en todos los barrios de la ciudad.

Trajo esto no pocas riñas, unas veces entre ellos mismos, otras con las patrullas que encontraban; salieron a relucir cuchillos; se repartieron no pocos golpes, por una y otra parte, y más de un cadáver quedó tendido sobre la nieve.

Una hora después, cuando el último marinero regresaba, refunfuñando, hacia el puerto y se metía en su taberna favorita, si alguien le hubiera preguntado qué clase de hombre perseguía, habría tenido que contestar que, si lo supo, lo había olvidado.

A la mañana siguiente, muchas eran las extrañas historias que corrían de boca en boca, y, poco después, la leyenda de que el diablo había hecho una visita nocturna a Shoreby pasaba como artículo de fe entre los muchachos de Shoreby.

Pero el regreso al puerto del último marinero no bastó para que pudiera librarse Shelton de su fría prisión del portal.

Reinó aún, durante algún tiempo, gran actividad entre las patrullas, y salieron partidas especiales a hacer la ronda del lugar y llevar noticias de lo ocurrido a algunos de los grandes lores, cuyo sueño había sido interrumpido de manera tan insólita.

Muy avanzada andaba ya la noche cuando Dick se aventuró a salir de su escondite y llegó sano y salvo, pero dolorido el cuerpo por el frío y los golpes recibidos, a la puerta de La Cabra y la Gaita.

Conforme mandaba la ley, no había ya en la casa ni fuego ni luz, pero a tientas llegó hasta un rincón del helado cuarto que servía de posada; halló allí una manta que se echó en los hombros y, arrastrándose hasta ponerse al lado del más próximo durmiente, pronto le venció el sueño.