Ir al contenido

La flor de los recuerdos (México): 17

De Wikisource, la biblioteca libre.
La flor de los recuerdos (México)
de José Zorrilla
Correspondencia al Sr. D.J. M. Torres-Caicedo


Isla de Santo Tomás—Diciembre 23—1854.


Bueno es vivir para ver, porque cuanto mas se vé mas se sabe, mi querido Torres, y en Dios y en mi ánima le aseguro á vd. que me alegro de haber nacido para ver y saber cosas que jamás me pasaron por el magin: y dígolo porque ayer ví y aprendí una, que me convenció de cuan engañado habia yo vivido hasta ahora acerca del empleo y utilidad de los buques-correos que sirven la línea de Southampton á Veracruz. Ya sabe vd., amigo mío, que el que de Southampton parte encuentra en Santo Tomás otro al cual trasborda sus pasajeros y correspondencia, partiendo con ellos y con ella á la Habana, Veracruz y Tampico, el buque estacionado en Santo Tomas, y estacionándose en este puerto el que arribó de Southampton, para conducir á Europa los pasajeros y la correspondencia que de aquellos puntos de América á su tiempo debe arribar.

Vd. sabe que los ingleses son la gente mas exacta del mundo, y que en donde quiera que dos empresas ó dos compañías están planteadas, no importa para qué objeto, como una de ellas sea inglesa, se capta el favor del público, por la fama de exactitud y formalidad de que goza la Inglaterra por todo el universo; pues bien, ahora verá vd. la exactitud y formalidad con que sirve esta línea la Inglaterra.

Ayer al entrar en este puerto, no vimos en él buque alguno que á la compañía inglesa perteneciera: pedimos nuevas del que debía esperar el arribo del Paraná, y el agente de la compañía nos respondió, que como nos habíamos retrasado cuatro días, no había podido esperarnos y habíase hecho á la mаг para la Habana el 20 como era su deber, según el contrato que con el gobierno inglés tiene hecho la compañía. Los poetas no solemos ser muy fuertes en lógica, pero había aquí un argumento que saltaba á los ojos y que no pude, menos de hacer al agente inglés, preguntándole:

—¿Para qué se estacionan cada mes en Santo Tomás dos buques-correos?

—Para recibir y conducir á las Américas los pasajeros y la correspondencia de Europa, me respondió el inglés.

—Entonces ¿Qué es lo que va á hacer á la Habana sin una ni otros el buque que de aquí salió el 20?

—A cumplir con su obligación de partir de aquí y arribar allá exactamente en los dias marcados. Caballero, la compañía no debe, según el contrato, alterar el servicio de los correos por ningún motivo.

—Yo creía que el servicio á que la compañía estaba obligada era la conducción de la correspondencia:—¿qué hace pues en la Habana, vuelvo á preguntar, el capitán del buque que partió de aquí sin ella el 20?

—Dar parte de que á su salida de aquí no había llegado el buque de Europa, y probar su exactitud y la mía.—Y basta de preguntas, caballero, no es á vd. á quien tengo yo que dar cuentas, ni esplicaciones.

Y el inglés me volvió la espalda.

A los pocos minutos, el capitán del Paraná fijó en la cámara de popa un cartel en el cual anunciaba á sus pasajeros que permanecerían en aquella isla hasta el 20 de Enero de 1855, para cuya época debía llegar de Southampton el buque-correo del 2 del mismo mes, si el gobierno no le embargaba para conducir tropas á Sebastopol.

Ante aquel inesperado anuncio fueron de ver y de oir la estupefacción de los unos y los reniegos de los otros: el temblor de los nerviosos ó pusilánimes, y las quejas é imprecaciones de los biliosos é iracundos. Hubo lágrimas, gritos, ataques de nervios, maldiciones y tirones de pelos, ante la risueña perspectiva de permanecer un mes en aquella isla, en la cual dicen que el cólera, el vómito, el pasmo y las cuartanas esperan con los brazos abiertos á los vagabundos europeos. Los que de nosotros no iban sobrados de dineros, ponderaban los fabulosos precios á que los indígenas nos iban á hacer pagar los artículos de primera necesidad en su hospitalaria isla; una mala cama, á una buena onza: una libra de carne, á una esterlina: un plátano á un peso. Los tímidos y aprensivos aseguraban que en Santo Tomás no se podia comer fruta, ni beber vino, ni bañarse, ni salir al sol, ni pararse á la sombra, ni mirar á la luna, ni transpirar de noche sin ser acometido de una enfermedad tan violenta como incurable, noticias todas agradabilísimas para quien tenia mucho miedo, pocos dineros, menos conocimiento del país, y grande necesidad y priesa de llegar á su destino.

Yo, amigo mio, que conozco y practico el refrán de “á Dios rogando y con el mazo dando,” y que comprendí que los lamentos ni los reniegos no nos sacarian del atolladero en que la exactitud del inglés nos había metido, anuncié mi determinación de saltar en tierra, para ver de hallarle alguna salida, con ayuda de los cónsules europeos residentes en la isla de Santo Tomás.

Adhiriéronse á mi pensamiento, Pancho Baralt y Leonardo Delmonte, pariente el primero de Rafael M. Baralt, poeta é historiador de Nueva Granada, que lleva su mismo apellido, que es ya justamente célebre por sus escritos, á quien no conozco personalmente, y á quien tengo en no poca estima por lo que de su pluma he leido, é hijo el segundo del malogrado habanero Domingo Delmonte, á quien debí una buena amistad en Paris y muy delicados servicios en Madrid: mozos ambos el Pancho y el Leonardo á quienes hallé á bordo del Paraná, y de quienes hablaré á vd. mas adelante en esta y en mis siguientes cartas.—Saltamos en un botecillo gobernado por un robusto negro, y nos dirigimos á aquella tierra que tan insalubre é inhospitalaria nos habian pintado y que á mí tan pintoresca me parecia, por encima de un mar azul y tranquilo y bajo un sol cuyos rayos no poco nos calentaban á pesar de hallarnos en el mes de Diciembre.—Aquella población construida en anfiteatro en la falda de aquellas colinas eternamente verdes, aquella rica vegetación de los trópicos que yo por primera vez veía, aquellos penachos ondulantes de palmas y cocoteros que coronaban los cerros, aquella alfombra de arbustos y yerbas aromáticas que vestian sus fecundas lomas, aquellas flores abiertas y aquellos frutos maduros que mis ojos por do quiera alcanzaban á ver, el espectáculo en fin de una naturaleza y una gente tan distintas de las por mí hasta entonces conocidas, me tenia embebecido y encantado; y no podia convencerme de que aquella atmósfera tan luminosa y trasparente, y aquella tierra tan fértil y tan florida, encerrasen traidoras en su seno tantos gérmenes de muerte en sus miasmas epidémicos tan fatales á los europeos.

—Parecíame que estaba contemplando uno de aquellos panoramas que nos enseñan en Lóndres, en los cuales ve uno pasar ante sus ojos y visita en una noche todas las riberas del Ganges y las maravillas de la India; y yo era sin duda el solo viajero del Paraná que daba gracias á Dios por haberle traído á aquella isla que los europeos abordan siempre con inquietud y desconfianza. Yo veo á Dios por todas partes, mi querido Torres, yo encuentro á la divinidad y su poesía hasta en los mas desiertos arenales, y bendigo al Criador hallando admirable y portentosa la creación en la cual no veo malo nada mas que el hombre, que viciado por sus malas pasiones, alucinado por las teorías de su falsa ciencia, y corrompido por los vicios de la loca sociedad, ha degenerado física y moralmente del hombre á quien Dios colocó, bello, noble, vigoroso, inteligente y sabio, en los jardines del Eden. Por donde quiera que se torne la vista, la creación impregnada del perfume de la religión y la poesía, revela á Dios; mas por donde quiera se encuentra al hombre envilecido en el fango del egoísmo y del interés, puesto que nuestra moderna, y tan decantada civilización convierte en avarientos comerciantes, á nuestros nobles, á nuestros héroes, á nuestros ricos, á nuestras hermosas, y hasta á los sacerdotes de nuestra religión de caridad y fraternidad, cuyo generoso Fundador para enseñarnos estas, dos universales obligaciones y cristianas virtudes, vivió pobre derramando beneficios, murió dando liberal hasta la última gota de su sangre, y la única vez que se armó de un látigo, fué para echar del templo á los mercaderes.

Pero dejémonos, mi querido Torres, de reflexiones y moralidades que no están es ulugar en esta nuestra correspondencia.

De ellas me sacó el ruido de un bote que tras del nuestro venia, ó mejor dicho volaba, impulsado por cuatro vigorosos negros que al acompasado impulso de cuatro remos le hacían rasar como una golondrina la superficie de las tranquilas aguas. En el venia sentado un jóven rubio y pálido, cuyo cuerpo débil y enfermizo se envolvía en una capa á pesar del calor casi sofocante de aquellos tropicales climas. Deslizóse rápido al lado del nuestro el bote en que el jóven iba, y al emparejar con nosotros, sacando de bajo la capa, una mano descarnada, blanca y aristocrática, me saludó descubriendo al quitarse su sombrero de fieltro una frente alta, despejada é inteligente, y enviándome una mirada afectuosa y melancólica y una sonrisa casi imperceptible. Devolvímosle su saludo mis compañeros y yo, y preguntáronme quién era; no supe qué responderles; la fisonomía de aquel mancebo no me era desconocida, pero ni recordaba su nombre ni el lugar ú ocasión en las cuales le hubiese visto ni encontrado. Por pasajero del Paraná no podía tenerle, puesto que á bordo del buque estaba yo seguro de no haberle apercibido durante nuestra navegación, y eso que hubo momentos de susto, en que se asomaron sobre cubierta hasta los ratones de la bodega. Como quiera que fuere, yo no pude menos de seguir con los ojos al desconocido hasta verle saltar en tierra y desaparecer entre las casas; su recuerdo duró vivo todo el dia en mi memoria, por no sé qué de fantástico y misterioso que descubrir se me antojaba en su figura noble y melancólica, en torno de cuya espresiva cabeza se me figuraba apercibir esa aureola de poesía y de desventura que creemos ver la gente de arte alrededor de las de Cervantes, Cárlos I de Inglaterra, Byron y Andrés Chenier.

Atracó nuestro bote en el mismo lugar en que el suyo atracado habia, y dirigíme inmediatamente con mis amigos en busca del cénsul español, D. Federico Segundo, á quien hallamos en el corredor de una fonda que, como todas las casas de aquella población construida en anfiteatro, abria sus vistas sobre la mar. Recibiónos con la cortesía noble pero franca, característica de los españoles, exenta de la gravedad erguida y ceremoniosa de los ingleses y de la afectación exagerada de los franceses; espusímosle en breves palabras nuestra posición, comprendióla el cónsul en mas breves momentos, y apareciéndose en aquellos el agente inglés en la fonda, punto de reunión general al arribo de los buques de Europa, abocóse con él el español, y en la lengua de Albion, que el Sr. Segundo correctamente habla, le probó que el toque de su empleo no estaba en la exactitud de las salidas de los buques-correos de la isla de Santo Tomás, sino en la del arribo de la correspondencia á los estremos de la línea por ellos establecida; y que los intereses de los gobiernos y el servicio del público, era antes que los de la compañía.—Replicó el inglés y tornóle á argüir el español: tornó á resistir aquel y á insistir éste: comenzó á llenarse el corredor de curiosos é interesados, entre los cuales acertó á estar el cónsul inglés: entéróse de la discusión y púsose de parte del español: tornaron juntos á argüir al agente, de la compañía inglesa y tornó éste á replicar y á resistir: escusóse él con su obligación y las órdenes de sus principales de Lóndres, y opusiéronle ellos la que sus cargos consulares les imponían y las órdenes de sus respectivos gobiernos: atrincheróse el inglés en su responsablidad ante la compañía inglesa, de quien era allí único y absoluto representante; opusiéronle los dos cónsules su responsabilidad ante las dos naciones á las cuales representaban, y finalmente el inglés, que á mi ver luchaba solo para no ceder sin pelear, se dio por vencido y propuso fletar una goleta que anclaba en el puerto para conducir á la Guaira los viajeros y la correspondencia de la América del Sur, y enviarnos á los que íbamos á la Habana y Veracruz en el Paraná á la Jamaica, donde hallaríamos el Wye pronto á conducirnos á nuestro destino. Aceptaron los cónsules su proposición y diéronle las gracias por semejante complacencia: dímoselas nosotros á los cónsules: enteráronse nuestros compañeros de viaje, que tras nosotros poco á poco desembarcado habían, del nuevo y ventajoso arreglo hecho en nuestro favor, gracias á nuestro cónsul, y los que habían comenzado por llorar, concluyeron por reír, los que se habían encolerizado empezaron á sentir el apetito que dá la bilis, y comenzaron los tímidos y aprensivos á ver menos desagradable la perspectiva de nuestra permanencia en Santo Tomás á la luz de la esperanza de nuestra próxima partida, la cual debía verificarse á las cuatro de la tarde del siguiente dia. Cambiáronse pues los temores en confianza, los ataques de nervios en tranquila serenidad, el llanto en risa, en aplausos las reclamaciones y en alegría en fin la tristeza. Partió el agente inglés cargado de nuestras bendiciones á fletar la goleta para la Guaira, y á mandar aprestarse el Paraná á conducirnos á la Jamaica á los que á la Habana debíamos ser conducidos, y, concluida en comedia la tragedia de nuestro viaje, nos dispusimos á celebrar su cómica conclusión con un almuerzo que nos quitase de la boca el gusto acre y las ampollas que en ella nos habian dejado la mostaza y los pudines del Paraná.

—El Sr. D. Federico Segundo, viéndonos en tan felices disposiciones y á salvo de la disipada tormenta, se despidió de nosotros, no sin hacernos en especial á mis dos amigos y á mí las mas francas y generosas ofertas: quedamos por ellas y la poderosa intervención con que en nuestros asendereados negocios habia terciado, grandemente agradecidos, y contentísimos de haber hallado en aquellos parajes un tan cortés y cumplido caballero representando los derechos y protegiendo los intereses de la España.

Partió nuestro cónsul y apareció nuestro almuerzo, del cual solo podia amargarnos el fabuloso precio que según los pronósticos pasados debía costarnos: pero la Providencia tenia dispuesto que yo no participara de ninguna de las amarguras de la isla de Santo Tomás. A punto de sentarme á la mesa, recibí una invitación apremiante, sin admisión de escusa ni demora, para pasar con mis dos amigos á casa del general D. Buenaventura Baez, ex-presidente de la República dominicana, que en su casa nos tenia dispuesto almuerzo y hospedaje, mas suculento, mas cómodo y mas económico que el de la fonda.—Un carruaje nos esperaba á su puerta, y no habiendo medio, ni pasándonos en verdad por la cabeza pensamiento de rehusar, abandonamos á nuestros compañeros que nuestra buena fortuna envidiaron, y partimos á casa del general.

Nada puedo decir á vd. de este personaje, mi querido Torres, que vd. no sepa. Vd. y yo le hemos conocido en Paris de embajador do su República, y la parte que en los sucesos políticos de la isla de Santo Domingo ha tenido, está consignada en los periódicos de la época; ni á mí me cumple ahora recordarla, ni juzgarla me corresponde; tanto mas cuanto que siendo el general Baez amigo mio, no podría yo menos de ser parcial hablando de su persona. En esta ocasión tomó delicadamente pretesto para hacernos sus huéspedas, el de hacerme probar, á mí europeo que por primera vez visitaba aquellas islas, las esquisitas frutas americanas. —Ofrecióme en consecuencia una mesa sobre la cual campeaban la olorosa pifia, la jugosa chirimoya, el plátano nutritivo, el rojo y suave mamey, el azucarado zapote, el delicado mango, las sabrosas conservas de guayaba, de icaco y de limoncillo, adornada con llores de toda especie y cuyos cuatro ángulos flanqueaban sendas botellas del Rhin, de Bordeaux y la Champagne; á través de las cuales comencé á ver la isla de Santo Tomás como la tierra de promisión, la casa del general como el encantado palacio de Aladin en las Mil y una noches, y la América como un Edén.—No necesito describir á vd. el almuerzo, que alegró Baralt con su erudita y picante conversación, en medio de la cual me pidió el general la historia de mi serenata á la Emperatriz Eugenia, que de mil modos habia oido contar, y cuya composición no habia podido haber á las manos.—Repuse yo, que si queria oir la serenata estaba pronto á recitársela, y que de su historia le diria cuatro palabras después de habérsela recitado. Aceptó él, holgáronse mis amigos de comenzar á hacer la digestión al rum-rum de mis versos, y comencé yo á decirlos, no poco halagado de que ellos quisieran oírmelos.