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La fontana de oro/IX

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Los grupos de la calle crecían. La población toda presentaba ese aspecto extraño y desordenado que no es tumulto popular, pero sí lo que le precede. Era el 18 de Septiembre de 1821. La mayor parte de los habitantes de Madrid estaban en la calle. El ansioso «¿qué hay?» salía de todas las bocas. En tales ocasiones basta que se paren dos para que en seguida se vayan adhiriendo otros hasta formar un espeso grupo. Entonces todos los que vemos nos parecen malas caras. El accidente más curioso en tales días es el que ofrece la llegada de la persona que se supone enterada de lo que va a haber. Rodéanle: el enterado se hace de rogar, principia a hablar en lenguaje simbólico para aumentar la curiosidad, sienta por base que sin la más profunda discreción y la promesa de guardar el secreto no puede decir lo que sabe. Todos le juran por lo más sagrado que guardarán el secreto, y, por fin, el hombre empieza a contar la cosa con mucha obscuridad; excitado por los oyentes, se decide a ser claro, y les encaja tres o cuatro bolas de tente-tieso, que los otros se tragan con avidez, desbandándose en seguida para ir a vomitarla en otros grupos: tan indigestos son esta clase de secretos.

La tarde a que nos referimos era casualmente cierto lo que nuestro amigo Calleja, enterado oficial de la Fontana, contaba en uno de los grupos formados en la Carrera.

«Pues qué, ¿no saben ustedes? -decía, bajando la voz y haciendo unos gestos dignos del único espartano que, escapado en las Termópilas, llevó a Atenas la noticia de aquella catástrofe memorable-. ¿No saben ustedes? Pues no hay más sino que mañana habrá procesión cívica en honor de Riego, cuyo retrato será paseado por todas las calles de la Corte».

-Bien, bien -dijo uno de los oyentes-. ¿Íbamos a consentir que se maltratara al héroe de las Cabezas, al fundador de las libertades de España?

-Pues lo grave es que el Gobierno está decidido a que no haya procesión. Pero es cosa decidida. La Fontana lo ha resuelto y se hará: ya está preparado el retrato. Y por cierto que es una linda obra: está representado de uniforme, y con el libro de la Constitución en la mano. ¡Gran retrato! Como que lo hizo mi primo, el que pintó la muestra del café Vicentini.

-¿Y el Gobierno prohíbe la fiesta?

-Sí: no le gustan estas cosas. Pero habrá procesión o no somos españoles. El Gobierno la prohíbe.

En efecto: en aquel momento las esquinas recibían un emplasto oficial, en que se leía el bando prohibiendo la fiesta preparada por los clubs para el siguiente día. La tropa estaba sobre las armas.

«Y esta noche tenemos gran sesión en la Fontana».

-Mira, Perico, guárdame un buen sitio esta noche -dijo un joven que formaba parte del grupo-; guárdame un puesto, que tengo que ir esta noche a primera hora al Parador del Agujero a recibir unos amigos que vienen de Zaragoza.

Y después añadió con misterio, dirigiéndose a otros dos o tres que parecían amigos suyos:

«Buenos chicos aquellos chicos de Zaragoza, de que os he hablado. Esta noche llegan. Son del club republicano de allá. Buenos chicos».

El grupo se disolvió; al mismo tiempo, la siniestra figura de Tres Pesetas cruzaba por la calle, unida a la no menos desapacible de Chaleco.

Del grupo salieron tres jóvenes de los que hablaron anteriormente. Eran tres mancebos como de veinticinco años. No podemos llamarles lechuguinos netos; pero tampoco podía decirse de ellos que carecían de toda distinción y elegancia. Eran amigos íntimos, que compartían sus fatigas y sus goces, las fatigas de la pobreza estudiantil y los goces del aura popular, conquistada con artículos de periódicos y discursos en el club.

El uno era un joven de familia distinguida, segundón, a quien habían mandado a estudiar Cánones y sagrada Teología en Salamanca, con el objeto de que fuera sacerdote y disfrutara unas pingües capellanías que habían pertenecido a un su tío, chantre de la catedral de Calahorra. Capellán te vean mis ojos, que obispo como tenerlo en el puño. En efecto: Javier, que así se llamaba el muchacho, hubiera sido obispo, porque su familia tenía gran influencia. Pero el chico, que no amaba los hábitos y se sentía impresionado por las nuevas ideas, hizo su hatillo, y falto de dineros, aunque no de osadía, se puso en camino, y se plantó en Madrid el mismo bendito año de 1820. Vagó por las calles solo; pero pronto tuvo bastantes amigos; escribió a su abuelita, que le concedió un medio perdón y algunos cuartos (pocos, porque la familia, aunque la más noble del territorio leonés, se hallaba en situación muy precaria); marchó después a Zaragoza, donde vivió algunos meses, figurando mucho en los clubs democráticos, y volvió después a la Corte, no muy bien comido ni bebido, pero alegre en demasía. Escribía en El Universal furibundos artículos, y contento con su poquito de gloria, iba pasando la vida, pobre, aunque bien quisto. Cautivaba a todos por la amabilidad de su carácter y lo generoso de sus sentimientos. En política profesaba opiniones muy radicales y pertenecía a la fracción llamada entonces exaltada.

En la misma militaba el segundo de estos tres amigos que describimos, el cual era andaluz, de veintitrés años, delgado, pequeño y flexible, En Écija, su patria, pasaba el tiempo escribiendo versos a Marica, a Ramona, a Paca, a la fuente, a la luna y a todo. Pero todo cansa, y la poesía a secas no es de lo que más entretiene: un día se encontró aburrido y pensó salir del pueblo. Pasó por allí a la sazón el ejército de Riego, y aquellas tropas excitaron su curiosidad.

Preguntó; le dijeron que eran los soldados de la libertad, y esto resonó en sus oídos con cierta agradable armonía. «Me voy con ellos» dijo a sus padres. Estos eran muy pobres, y contestaron: «Hijo, vete con Dios, y que Él te haga bueno y feliz; pórtate bien, y no te olvides de nosotros».

El poeta siguió el ejército, llorando sus padres, y aún es fama que lloraron a escondidas tres de las chicas más guapas de Écija. Al llegar a Madrid, el joven volvió a ser poeta, y entonces hacía versos al Rey cuando abría las Cortes, a Amalia, a Riego, a Alcalá Galiano, a Quiroga, a Argüelles. En su vida cortesana, este poeta, que, como después veremos, pertenecía a la escuela clásica en todo su vigor, pasó algunos clásicos apurillos; mas después, escribiendo en casa de un abogado, desempeñando funciones modestas en el periódico El Censor, vivía siempre alegre, siempre poeta, siempre clásico, apreciado de sus amigos, con alguna fama de calavera, pero también con opinión de joven listo y de buen fondo.

La fisonomía del tercero no era tan agradable ni predisponía tanto a su favor como la de los anteriores. Sin embargo, tenía fama de buen chico; y en cuanto a opiniones políticas, no podía echársele en cara la tibieza, porque era frenético republicano. Algunos malintencionados decían que en el fondo era realista, y que sólo por cálculo hacía alarde de aquel radicalismo intransigente. Pero aún no tenemos motivo para aceptar esta aseveración, que es quizá una calumnia. Llamábanle el Doctrino, porque había estudiado primeras letras en el colegio de San Ildefonso. No podía negarse que había en su carácter cierta astucia disimulada, y en sus modales alguna afectación bastante notoria. Era hijo natural de un vidriero, que le reconoció al morir, dejándole pequeña fortuna; pero los albaceas testamentarios, a quienes el difunto dio amplios poderes, hicieron un inventario, del cual resultaba que el vidriero no había dejado en el mundo cosa alguna de valor. El Doctrino les pedía dinero, y ellos le solían decir: «Tome usted para un semestre». Y le daban una onza.

Pero sus amigos le ayudaban a vivir, le mantenían y le compraban algún levitón de pana. Era notorio (y aún llegó a tratarse seriamente del asunto) que poco antes de la época en que esta historia comienza, el Doctrino gastaba más dinero que de costumbre; y cuando sus amigos le preguntaban el origen de aquel caudal, respondía evasivamente y mudaba de conversación.

Estos tres jóvenes eran inseparables, sin que alteraran la paz las desventuras pasajeras del uno, ni las ganancias fortuitas del otro. La onza semestral del Doctrino perecía en Lorencini o en la Fontana en dos días de café, chocolate y jerez; pero después Javier escribía un artículo tremendo sobre la soberanía nacional para comprarle unas botas al poeta clásico, y el mismo Doctrino sacaba de un misterioso bolsillo un doblón de a cinco para atender a las necesidades amorosas de Javier, que tenía pendiente cierta cuestión con la hija de un coronel de caballería, hombre atroz y fiero como un cosaco.

Estos tres jóvenes vagaron juntos por las calles, acercándose a los grupos, preguntando a todos, contando noticias fraguadas por la fecunda imaginación del poeta hasta que, llegada la noche, se dirigieron al parador del Agujero, sito en la calle de Fúcar, a esperar a unos amigos de Javier, que llegaban aquella misma noche de Zaragoza.

Ni en la arquitectura antigua ni en la moderna se ha conocido un monumento que justificara mejor su nombre que el parador del Agujero en la calle de Fúcar. Este nombre, creado por la imaginación popular, había llegado a ser oficial y a verse escrito con enormes y torcidas letras de negro humo sobre la pared blanquecina de la fachada. Un portalón ancho, pero no muy alto, le daba entrada; y esta puerta, cuyo dintel consistía en una inmensa viga horizontal, algo encorvada por el peso de los pisos principales, era la entrada de un largo y obscuro callejón que daba al destartalado patio. Este patio estaba rodeado por pesados corredores de madera, en los cuales se veían algunas puertas numeradas.

En lo alto residía el establecimiento patronil de La Riojana, antonomasia imperecedera que se conservó por tres generaciones. Allí se servía a los viajeros, recién descoyuntados y molidos por el suave movimiento de las galeras, algún pedazo de atún con cebolla, algún capón si era Navidad o por San Isidro, callos a discreción, lonjas escasas de queso manchego, perdiz manida, con valdepeñas y pardillo. Esta comida frugal, servida en estrechos recintos y no muy limpios manteles, era la primera estación que corría el viajero para entrar después en el via crucis de las posadas y albergues de la villa.

Dos veces al día un ruido áspero y creciente aumentaba la normal algarabía del barrio. Se oían las campanillas, el chasquido del látigo y un estrépito de ruedas que de bache en bache, de guijarro en guijarro iban saltando. La máquina llegaba frente al portal, y aquí era donde se probaba la habilidad náutico-cocheril del mayoral: la máquina daba una vuelta, los machos entraba en el portalón, y tras ellos el vehículo, siendo entonces el ruido tan formidable, que la casa parecía venirse a suelo. El navío daba fondo en el patio, los brutos eran desenganchados, el mayoral bajaba de lo alto de su trono, y los viajeros, que aún se mantenían con la cabeza inclinada, y muy agachados, resabio de cuando atravesaron el portal, notaban al fin que no tenían el techo en la corona, se admiraban de verse con vida, y descendían también.

Aquí, si había parientes esperando, empezaban los abrazos, los besos, las felicitaciones. Era propinado con algún real mal contado el cochero, y cada cual se iba por su camino, siendo costumbre tomar allí mismo, en los aposentos de la Riojana, un preámbulo estomacal para poder subir la calle de Atocha, que era entonces algo más inaccesible que ahora.

Esta vez, cuando la nave hizo su parada definitiva en el patio, hubo una aclamación general. El Doctrino abrazó a sus amigos.

«¡Javier!».

-¡Lázaro!

Y se abrazaron con efusión. Después de los monosílabos de alegría y sorpresa, el segundo dijo al primero:

«¿Tú en Madrid?... ¡al fin! ¿Vienes de Ateca?».

-Sí.

-Bien. No podías llegar más a tiempo. ¿Y los amigos de Zaragoza? ¿Pero de dónde vienes?... ¿Y el club... y nuestro club?...

-Ya sabes que nos lo disolvieron. Hace seis meses que estoy en Ateca.

-¿Y estarás mucho aquí?

-¡Siempre!

-Bien. Aquí la juventud, la vida. Y si he de decirte la verdad... hacemos falta.

-Sí... ¿eh?

-Señores, aquí tenéis a mi amigo, al grande orador del club de Zaragoza, mi amigo y compañero.

Los demás jóvenes, tanto viajeros como visitadores, rodearon al aragonés.

Expliquemos. Cuando Javier estuvo en Zaragoza, trabó amistad muy íntima con Lázaro. En el club propagaron ambos las ideas democráticas (democracia de 1820), que entonces cundieron rápidamente por aquella noble ciudad. Privadamente estos dos jóvenes, afines por carácter y temperamento, se miraban como hermanos, tenían una misma bolsa, comían a un mismo plato, y confundían en un común sentimiento sus pesares y alegrías. Desde la salida de Lázaro para su pueblo no se habían visto.

«¡Cuánto me alegro de que vengas acá! -dijo Javier, abrazándole otra vez-. Hacen falta jóvenes como tú. La juventud de ayer se va corrompiendo: unos se enervan, otros retroceden y algunos se venden por falta de fe».

-Señores, vamos a Vicentini -dijo el Doctrino, llevándose a sus amigos.

-¿Qué Vicentini? A La Cruz de Malta. Allí hay muchos aragoneses, todos son aragoneses.

-Este no viene sino a la Fontana -dijo Javier, señalando a su amigo.

-¡Viva la Fontana, el rey de los clubs!

-Y el club de los reyes -dijo uno que se escurrió como si hubiera dicho una imprudencia.

-¿Quién ha dicho eso? -exclamó el Doctrino furioso.

-No hagas caso: es uno de los que creen esas calumnias -indicó Javier-. Vamos, señores: esta noche hay gran sesión en la Fontana.

-Mañana me llevarás allá -dijo Lázaro a su amigo con empeño.

-¿Cómo mañana? Esta noche misma, ahora mismo. ¿Vas a perder la más importante sesión que se ha visto ni verá?

-¿Pero cómo puedo ir esta noche? Si acabo de llegar. Tengo que ir a casa de mi tío.

-¿Tienes aquí un tío? ¿Es liberal?

-Presumo que sí: no le conozco.

-¿Y ahora vas allá?

-Naturalmente.

-¡Qué disparate! Déjate ahora de tíos. Vente a la Fontana. Son las ocho: ya va a empezar. A la salida irás a tu casa.

-Hombre... eso no me parece bien -dijo Lázaro suspenso.

-¿Pero cómo vas a perder esta sesión? Habla Alcalá Galiano, Romero Alpuente, Flórez Estrada, Garelli y Moreno Guerra. No habrá otra sesión como esta. ¿Qué más da que vayas a tu casa ahora o a las doce? Tu tío creerá que no ha llegado la diligencia.

-Hombre, no. Estoy cansado. Me esperan tal vez en su casa.

-No seas tonto. Vente a la Fontana. No hay más remedio sino que vas. ¿Dónde vive tu tío?

-Calle de Válgame Dios.

-¡Jesús, qué lejos! No vayas allá ahora.

Lázaro tenía un vivo deseo de llegar pronto a casa de su tío: ya se comprenderá por qué. Pero le era humanamente imposible, porque su cariñoso amigo le llevaba casi por fuerza al club. Además, las razones con que disculpaba aquella determinación tenían también algún peso en su mente. Aquel recibimiento caluroso, la noticia de aquella gran sesión de la célebre Fontana, estimularon el entusiasmo a que siempre propendía su carácter, y se dejó llevar.

Quién sabe si había algo de providencial en aquella extemporánea visita a la Fontana. Sería cosa de ver que sin sacudir el polvo del camino (esto pensaba él) le acogieran con aplauso en el club más ilustre y célebre de la monarquía. Tal vez le conocían ya de oídas por sus brillantes discursos de Zaragoza. ¿Cómo tal vez? Sin duda le conocían ya. A estos pensamientos se mezclaba el orgullo de que a oídos de Clara llegara al día siguiente su nombre llevado por la fama. Una apoteosis se le presentaba confusamente ante la vista. ¿Por qué no? Sin duda aquello era providencial.

Así es que la resistencia que al principio opuso fue disminuyendo a medida que se acercaba a la Fontana. No le tengáis por loco todavía.

Llegaron. La puerta estaba obstruida por un inmenso gentío. Pero el Doctrino con los suyos, y Javier con Lázaro y el poeta, tuvieron medio de entrar por un patio interior. La sesión era muy agitada. Un orador acusaba al Gobierno de la destitución de Riego. Contó lo que había pasado en Zaragoza, y acusó a los habitantes de esta ciudad por no haber defendido a su General.

«Poner la mano -decía- en un héroe como Riego, es la mayor de las profanaciones. ¿Y qué ha hecho Zaragoza? ¡Oh!, la ciudad en que tal cosa ha pasado permaneció muda y permitió que su Capitán General fuera destituido; dejó que un vil esbirro manchara la sagrada investidura de la autoridad, despojando de ella a Riego. (Grandes aplausos.) Se ha dado el pretexto de que Riego fomentaba el desorden en todo Aragón. Esto no es cierto: es una mentira fraguada en esos obscuros conciliábulos de cierto palacio que no quiero nombrar. (Rumores y risas.) Se le manda de cuartel a Lérida como un sospechoso, y se entrega el mando al jefe político. ¿Quién es ese jefe político? Siempre fue enemigo de la libertad. Todos le conocéis: es un enemigo encubierto de la libertad. ¡Abajo los disfraces! (Aplausos.) Lo que se quiere bien lo conocéis: es ir apartando poco a poco de los cargos públicos a los buenos liberales, para poner en ellos a esos hipócritas que se llaman nuestros amigos, y nos detestan en el fondo de sus corazones corrompidos. (¡Sí,¡sí!, ¡sí!) ¿Qué se pretende? ¿A dónde nos conducen? ¿Qué va a resultar de esto? ¡Ay de la libertad que hemos conquistado! Mucha atención, ciudadanos. No os descuidéis. Estad alerta, o si no, ¡ay de la libertad! (Bien, bien.)

»Pero lo repito, señores: ¡de quien tengo más quejas es del pueblo de Zaragoza, de ese pueblo que yo creí el más grande de la tierra y que no lo es!... ¡No, no lo es! (Rumores.) ¿Por qué permitió que Riego fuera destituido? ¿Por qué le dejó marchar? ¿Y es esta la ciudad de 1808? No, yo diré a esa ciudad: no te conozco, Zaragoza. Tú no eres Zaragoza. Ya no sabes levantarte como un solo aragonés. Has dejado atropellar a Riego. ¡Tú nos salvaste en otro tiempo; pero hoy, Zaragoza, nos has perdido!». (Grandes y continuados aplausos.)

Un joven se levantó (era aragonés).

«Protesto -dijo con la mayor energía- contra las acusaciones lanzadas a mi patria, a la noble capital de Aragón, por ese señor, cuyo nombre no sé... ni quiero saberlo. (Una voz dice: Alcalá Galiano.) Mi patria no ha olvidado su honor. ¿Qué queréis que hiciera contra lo mandado en un decreto del Gobierno Constitucional?...».

-Desobedecerlo -gritaron varias voces.

-Señores, dejadme continuar.

-¡Que siga, que siga!

-Protesto, en nombre de mis paisanos, y afirmo que es Zaragoza el pueblo de España que más ha hecho en todos los tiempos por la libertad. ¿No se le acusa de ser un foco de exaltación republicana? ¿No se ha dicho que de allí salen las ideas más disolventes, que allí se elabora una conspiración para sostener la República?

-Hechos quiero y no palabras -dijo el primer orador.

-Pues hechos tendréis. ¿No sabéis que existe en Zaragoza un club, cuya influencia y prestigio alcanzan a todo Aragón? Ese club, llamado democrático, ha sido en dos años la más entusiasta y eficaz asamblea de la nación. Lo que allí se ha predicado bien lo sabéis. Las voces elocuentes que allí han resonado bien autorizadas son. La propaganda que allí se ha hecho ha llegado hasta aquí. (Rumores.)

-No sabemos lo que es ese club. Siempre nos hablan ustedes los aragoneses del club de Zaragoza, y aún hoy no sabemos lo que es eso. ¿Qué es eso? Mucho discurso democrático, pero ningún acierto para hacer propaganda y formar un partido. Pero en último resultado, ¿cuáles son las teorías de ese club tan decantado? Yo desconfío de él. ¿Quién habla en ese club? Conozcamos a sus hombres. Creo que la mayor parte de los que estamos aquí reunidos miran a esa insignificante reunión con el desdén que merece. (Voces y algazara.)

Muchos aragoneses se levantaron apostrofando al orador. Lázaro escuchaba todo, inmutándose por grados. Sus amigos le decían en voz baja que defendiese al club de Zaragoza. De repente un aragonés se levantó en medio de la sala, y señalando al sitio donde se hallaba Lázaro con los demás llegados aquella noche, dijo:

«Presentes están algunos señores que han pertenecido a ese club».

Todos miraron a aquel sitio.

«Bien -dijo el orador-. Si están ahí esos señores, que hablen, que nos digan lo que es ese club y qué ha hecho. Queremos oírles: que hablen».

-¡Aquí está el orador más notable del club democrático de Zaragoza! -dijo en voz muy alta Javier, señalando a su amigo.

-¡Sí, sí! -dijeron todos los aragoneses que había en el recinto, reconociendo a su compatriota-. Defiéndanos usted, defiéndanos.

Todas las miradas se fijaron en Lázaro. ¡Cosa singular! En aquel momento una súbita transformación se verificó en el ánimo del joven. Se sintió turbado, se esforzó en saludar, quiso decir algo y no pudo. Pero le impelían hacia la tribuna, y no había remedio. Si no hablaba, ¿qué dirían de él? Lázaro había brillado en Zaragoza por su elocuencia; había aprendido a dominar la multitud, a sobreponerse a ella, a manejarla a su antojo. Pero en aquella ocasión se encontraba novicio, se desconocía, tenía miedo.

«¡Que hable, que hable!».

-Abrid paso -exclamó uno de los diputados más notables de las Cortes de entonces.

Lázaro tuvo una inspiración. El recuerdo de su joven y amable amiga le fortalecía; y a la manera de aquellos caballeros antiguos, que invocaban el auxilio soberano de su dama antes de entrar en combate, procuró evocar todas las imágenes de gloria y felicidad que le habían dado estímulo. Ensanchado el pecho con esto, subió a la tribuna. Desde arriba miró aquella multitud de cabezas apiñadas, y recibió de un golpe las miradas curiosas de tantos ojos.

Aquello le pareció un abismo. Su rostro, encendido por la turbación, se puso bruscamente muy pálido. Hubiera querido hablar con los ojos cerrados. Aquellos diputados, aquellos escritores, aquellos políticos eminentes que veía en torno suyo, le daban miedo. Pero él tenía mucho corazón, y logró dominarse un poco. ¿Pero cómo iba a empezar? ¿Qué iba a decir? En un supremo esfuerzo de inteligencia recogió sus ideas, formuló mentalmente una oración, miró al auditorio... El auditorio le miró a él, y observó que estaba pálido como un cadáver. Lázaro tosió; el auditorio tosió también. La primera palabra se hacía esperar mucho; por fin el orador tomó aliento, y desafiando aquel abismo de curiosidad que se abría ante él, comenzó a hablar.