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La fontana de oro/VIII

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Tres días después de la aventura descrita en el capítulo segundo, estaba Clara muy de mañana encerrada en el cuarto que le servía de habitación. El fanático le había dicho pocas horas antes que esperaba a su sobrino, y que era preciso acomodarle allí hasta que se mudaran todos a una nueva casa que pensaba tomar.

Clara se quedó absorta al oír esta noticia, y no pudo contestar palabra, porque la sorpresa le embargaba la voz. Cuando quedó sola se encerró en su cuarto.

Era éste pequeño e irregular: estaba en lo más interior de la casa, y tenía una ventana estrecha, con vidrios de dudosa transparencia, que daba a un patio, de esos que por lo profundos y estrechos parecen verdaderos pozos. Enfrente y a los lados se abrían tres filas de ventanas mezquinas, respiraderos de otras tantas celdas, donde se albergaban familias bulliciosas. El cuarto de Clara tenía el usufructo de un rayo de luz desde las once a las once y media, hora en que pasaba a iluminar las regiones tropicales del tercer piso. Aquel rayo de luz no traía nunca colores, ni paisaje, ni horizonte, ni alegría.

El patio era un recinto populoso, el centro de un enjambre humano. A ciertas horas asomaban por aquellos agujeros otras tantas cabezas: esto sucedía en los grandes acontecimientos, cuando la herrera del piso bajo y la planchadora del cuarto resolvían al aire libre alguna cuestión de honor, o cuando la manola del tercero y la zurcidora de enfrente entablaban pleito sobre la propiedad de la ropa tendida.

Por lo demás, allí reinaba siempre una paz octaviana, y era cosa de ver la amable franqueza con que la esterera pedía prestada una sartén a la vecina de la izquierda, y la confianza íntima con que dialogaban en el quinto el soldado y la mujer del zapatero. Enlazaban unas ventanas con otras, a guisa de circuitos telegráficos, varias cuerdas, de donde colgaban algunas despilfarradas camisas, y de vez en cuando tal cual lonja de tasajo, sobre el cual descendía en el silencio de la noche una caña con anzuelo, manejada por las hábiles manos del estudiante del sotabanco.

La vidriera del cuarto de Clara no se abría nunca. Elías la había clavado por dentro desde que ocupó la casa.

Si la perspectiva del patio era desapacible, el interior de la habitación tenía indudablemente cierto encanto, no porque en él hubiera cosas bellas, sino por la sencillez y modestia que allí reinaban y el cuidadoso aseo y esmero, única elegancia de los pobres. Veíase, en primer término, una voluminosa cómoda, compuesta de seis enormes gavetas con sus labores de talla junto a las cerraduras, y algunas incrustaciones un poco carcomidas; encima un mueble decorativo bastante viejo, que representaba una figura de Parca con una de las manos alzada en actitud de sostener algo; pero en lugar del reloj que en otro tiempo cargaba, sostenía en tiempo de Clara un caja forrada en papeles de color, la cual debía guardar utensilios de labor femenina. En lugar de la redoma de cristal, tapaba todo esto un pedazo de gasa, sujeto con cintas azules a las piernas de la diosa, la cual ostentaba en su profano pecho un escapulario de la Virgen del Carmen.

Una mesa de tocador, tres sillas de viejo nogal, pesadas y lustrosas, un cojincillo erizado de agujas y alfileres, banqueta y cama de caoba de muy voluminosa arquitectura, cubierta con manta palentina, completaban el ajuar.

Clara estaba delante de su espejo, y se ocupaba en enredarse en la coronilla una gruesa trenza de pelo negro, recientemente tejida y terminada en la punta con un atadijo del mismo pelo y un lazo encarnado. Dos órdenes de pequeños rizos; guedejas sutiles, retorcidas con negligencia, le adornaban la frente, y de las sienes blancas, cuya piel transparentaba ligeramente la raya azulada de alguna vena, le caían dos airosos mechones.

No hay actitud más propia para apreciar debidamente las formas académicas de una mujer, que esa que toma cuando alza las manos y se enrolla una trenza en la cabeza, dejando ver el busto, el talle, el cuello en toda su redondez. Tiéndense los músculos del pecho, se contornea la espalda, y el ángulo del codo y las suaves curvas del hombro describen en su dilatación graciosas líneas que dan armoniosa expresión escultural a toda la figura.

Concluida la operación del peinado, Clara echó una mirada de deseo y desconfianza a la última gaveta de la enorme cómoda en donde tenía su ropa. Es que allí existía, guardado con singular esmero, un traje que Elías le había comprado algunos años antes, cuando era menos adusto y gruñón. Este traje, que era lo más lujoso y bello que la huérfana poseía, tenía la forma y los colores más en moda en aquella época: cuerpo de terciopelo negro con prolijos dibujos de pasamanería, y guardapiés de seda pajizo, adornado con una gran franja, como de a tercia, de encaje negro. Dudaba si sacarlo o no: quería ponérselo, y temía ponérselo; quería lucir aquel día su mejor vestido, y temió al mismo tiempo estar demasiado guapa con él. ¿Por qué? Y se detenía pensativa y triste, sin atreverse a sacar a la luz pública aquel tesoro tanto tiempo escondido. ¿Por qué? Porque Elías se había puesto tan fastidioso (así decía ella), estaba tan maniático y la reñía tanto sin motivo... ¡qué singularidad! La semana anterior estaba cosiendo y arreglando la cenefa del vestido que se había roto, cuando entró aquel hombre, y bruscamente le dijo:

«¿Qué haces ahí...? Siempre pensando en componerte. ¿Para qué te ocupas en esas fruslerías?».

Ella, la verdad sea dicha, aunque tenía una razonable contestación que dar a aquella pregunta, no se atrevió; y doblando tristemente su obra, fue a sepultarla en la cómoda. Elías no se ablandó por esa prueba de sumisión, y en tono más agrio y severo le dijo al verla tirar de la gaveta:

«Cuando digo que te has echado a perder...».

Pero no fue esto lo peor que escuchó la pobrecilla mientras, llena de vergüenza, devolvía a la tumba aquel despojo que había querido profanar sacándolo de tan venerable asilo. No fue esto lo peor que oyó, porque el viejo, bajando la voz y como si hablara consigo mismo, dijo:

«Al fin tendré que tomar una determinación contigo».

¡Jesús, santos y santas del cielo! ¡Qué determinación será esa!... ¡Si querrá también el viejo encerrarla a ella en la misma gaveta como una prenda sin uso!...

Aquello de la determinación la tuvo preocupada muchos días. En vano trató de sondar el ánimo del viejo. ¡Ay! Pero si ella no sabía sondar ánimos de nadie... El único medio de que se hubiera valido para averiguarlo era preguntárselo sencillamente, y a esto no se atrevía.

Aún hubo más. Por la triste calle de Válgame Dios solía pasar una ramilletera, que en su cesta llevaba algunos manojos de claveles, dos docenas de rosas y muchas, muchísimas violetas. Clara observaba al través de los cristales el paso de aquellos frescos colores que le atraían el alma, de aquellos suaves aromas que anhelaba aspirar desde el balcón. Un día se decidió a comprar unas flores, y mandó a Pascuala por ellas. Clara las tomó, las besó mil veces, les puso agua, las acarició, se las puso en el seno, en la cabeza, y no pudo menos de mirarse al espejo con aquel atavío; las volvió a poner en el agua, y, por último, las dejó quietas en un búcaro, que tuvo la imprudencia de colocar donde Coletilla ponía su bastón y su sombrero cuando llegaba de la calle. ¡Oh! Sin duda él, al entrar, se había de poner alegre viendo las flores. Las flores le gustarían mucho. ¡Qué sorpresa tendría!... Esto pensaba ella. Decididamente era una tonta.

El fanático llegó y se acercó a la mesa; pero al poner en ella su sombrero chocó este con el vaso, que cayó al suelo, soltando las flores y vertiendo el agua en las mismas piernas del realista.

El hombre montó en cólera, y mirando con furor a la huérfana, que estaba temblando, gritó:

«¿Qué flores son estas? ¿Quién te ha mandado comprar estas flores? Clara, ¿qué devaneos son estos? ¡Coqueta! No hay ya remedio. Te has echado a perder. ¿También quieres llenarme de flores la casa?».

Clara quiso contestarle; pero aunque hizo todo lo posible no le contestó nada. Elías pisoteó las flores con furia.

«Estoy resuelto a tomar la determinación».

Otra vez la determinación. ¿Qué determinación sería aquella?, pensaba Clara en el colmo de su confusión y de su miedo. Después, retirada a su cuarto, pensó en lo mismo, y decía para sí: «¿Querrá matarme?».

Aquella noche no pudo dormir. A eso de las doce sintió que Elías se paseaba en su cuarto con más agitación que de ordinario. Hasta le pareció oír algunas palabras, que no debían ser cosa buena. Levantose Clara muy quedito movida de la curiosidad, y poco a poco se acercó con mucha cautela a la puerta del cuarto de Elías, y miró por el agujero de la llave. Elías gesticulaba marchando: de pronto se paró, y se acercó a una gaveta y sacó un cuchillo muy grande, muy grande y muy afilado, resplandeciente y fino. Lo estuvo mirando a la luz, examinolo bien, y después lo volvió a guardar. Clara, al ver esto, estuvo a punto de desmayarse. Retirose a su cuarto y se acostó temblando, arropándose bien. Desde la noche que pasó en el caramanchón de doña Angustias en compañía de los ratones, no había tenido un miedo igual. A la madrugada se adormeció un poco; pero en su sueño se le presentaban multitud de cuchillos como el que había visto, y a veces uno solo, pero tan grande, que bastara por sí a cercenar cincuenta cabezas a la vez. Arropábase más a cada momento, creyendo en los extravíos del sueño que el cuchillo, a pesar de su puntiaguda forma y de su brillante filo, no podía penetrar las sábanas.

Al día siguiente se serenó, y después se reía de haber temido que Elías podría matarla.

Pero, sin embargo, no se atrevía a ponerse el traje. Aquella bella prenda pecaminosa había de dormir el sueño de la eternidad en lo más hondo de la cómoda, donde sería pasto de gusanos.

Clara no había podido determinar en su entendimiento lo que para ella podía resultar de la venida de Lázaro. En su grande alegría no veía en aquello más que un suceso muy feliz sin detenerse a considerar los sucesos que posteriormente se podían derivar de aquella llegada. Algunas ideas vagas acompañaron tan sólo aquel sentimiento expansivo y desinteresado. Él sería un joven de posición. ¿Cómo no? Sin discurrir en el medio, Clara pensó en un cambio de suerte. Sin saber cómo, se unían en su entendimiento y confusión indisoluble la idea de la llegada de Lázaro y la idea de emanciparse un poco de la fastidiosa (no calificaba de otra manera) tutela de don Elías. A su mente vino la idea del matrimonio. Vino, sí, varias veces; pero casi no era idea aquello: era una percepción confusa, una esperanza tímida y como recelosa. Por último, ya llegó a pensar, a pensar verdaderamente en esto. Una percepción confusa dijimos, sí: esta percepción la ocupaba constantemente. Lázaro iba a ser su marido. Clara también sabía ver los días futuros, y veía a su marido junto a ella en un lugar que no era aquel, en una casa que no era aquella, en otros sitios, en otra tierra. Y en otro mundo, ¿por qué no? Esto hubiera sido lo más acertado.

Aquel día estaba muy alegre, reía por la menor causa, se ruborizaba sin motivo, estaba inquieta y sin sosiego, quedábase pensativa un largo rato, y después parecía hablar consigo misma.

Las nueve serían cuando Pascuala volvió de la calle, y entró en el cuarto de Clara.

Era Pascuala una mujer que formaba a su lado el contraste más violento que puede existir entre dos ejemplares de familia humana. Era una moza vigorosa y hombruna, apacentada en los campos alcarreños, alta de pecho, ancha de caderas, de mejillas rojas, boca grande, nariz chica, frente estrecha, pelo recogido en un gran moño, color encendido, pesadas manos, ojos grandes y negros.

Acercose a la joven, y misteriosamente le dijo:

«¿Sabe usted lo que me ha pasao?».

-¿Qué? -dijo Clara alarmada.

-Que he visto al melitarito del otro día, el que estuvo aquí cuando el señor vino malo.

-¿Y qué?

-¿Qué? Nada, sino que me ha asustao, porque me dijo quería entrar, y como estamos solas pensé que me pasaría algo... porque como es una así tan guapetona... y no tiene una mala cara... Ya ve usted.

-¡Ah! ¿El oficial aquel del otro día?... ¿Y dices que se quería meter aquí?

-Sí; y después me preguntó por usted.

-¿Por mí? ¿Y qué le dijiste?

-Que estaba güena. Después dijo que si estaba aquí el viejo. Ya ve usted qué poco respeto. ¡El viejo! ¡Qué irreverencia! Yo le dije que no. Él me dijo que quería entrar a hablar conmigo... Pero, vamos... yo soy muy maliciosa, y yo me malicio...

-¿Qué?

-A mí no me engañan así con palabritas. Como es una tan guapetona...

-No tengas cuidado -dijo Clara riendo-. Es que está enamorado de ti y quiere casarse contigo. Si lo sabe el tabernero...

-¿Mi Pascual? No lo sabrá... Si llegara a saber mi Pascual que hay un señorito que dice chicoleos a Pascuala...

Advirtamos que esta fregona tenía por novio a un Pascual que había fundado nada menos que una taberna en la calle del Humilladero. Aquellas relaciones honestas y nobles parecían muy encaminadas al matrimonio; y como ella era así tan guapetona, habría probabilidades de que aquel par de Pascuales se unieran ante la Iglesia para dar hijos al mundo y agua al vino.

«Pues como Pascual lo llegue a saber...».

-Pero yo soy muy pícara... y se me ha puesto en la cabeza... ¿sabe usted lo que se me ha puesto en la cabeza?

-¿Qué?

-Que él no quiere entrar aquí por mí, sino por usted.

-¿Por mí? No seas tonta -replicó Clara, riendo con la mayor naturalidad.

-¿Le dejo entrar?

-No, cuidado. Por Dios, no hagas tal. No vuelvas a hablarle más. ¿A qué tiene que venir aquí ese caballero?

-Yo me malicio... aunque una sea así tan guapetona... Yo me malicio que a mí no me quiere pa maldita de Dios la cosa... porque, al fin, siempre una es criada y él un caballero... Pues parece persona muy principal. Digo... ¿Le dejo entrar?

-¡Jesús, Pascuala, no lo vuelvas a decir! -exclamó seriamente Clara-. ¿Pero a qué quiere entrar aquí ese caballero?

-Toma, a verla a usted.

-¿Y para qué quiere verme a mí?

-Toma, para verla.

-¡Qué ocurrencia! -murmuró pensativa.

En esto se sintió un campanillazo. Abrieron, y entró Coletilla.

Las dos muchachas seguían su coloquio cuando sintieron en la calle rumor de voces agitadas, algunos gritos y pasos precipitados. Asomáronse los tres, y vieron que discurrían varios grupos por la calle. Los chisperos más famosos del barrio dejaban sus hierros y salían en busca de aventuras. Coletilla lanzó una mirada de rencoroso desdén sobre los transeúntes, y cerrando con estrépito el balcón, dijo:

«¡Otra asonada!».

Las dos muchachas temblaron acordándose del miedo que tuvieron pocas noches antes.

«¡Ay, cuándo se acabarán estas cosas!» observó Clara.

-¡Pronto! -dijo con sequedad el viejo, sentándose y tomando una carta que había sobre la mesa.

La leyó; después tomó su capa y su sombrero, y dijo a las chicas:

«Voy a salir; tengo que hacer: no volveré en toda la tarde. Mi sobrino llegará esta noche a eso de las ocho: yo no vendré hasta las diez lo más temprano. Que me espere aquí».

Y embozándose en su capa, miró un triste reloj, que contaba con tristísimo compás la vida en el testero de la sala.

«No abráis a nadie: cuidado, cuidado con la puerta. Echad todos los cerrojos. Cuando venga mi sobrino, dadle algo que comer y que me aguarde».

-¿Pero cómo va usted a salir con esos alborotos? -dijo Clara con temor-. No nos deje usted solas: tenemos mucho miedo.

-¡A mí! ¿Qué me han de hacer a mí? ¡Ay de ellos! -murmuró con ahogado furor-. Tened cuidado con la puerta os repito.

Y después, como hablando consigo mismo, dijo en voz baja:

«Sí: es preciso tomar una determinación... buena determinación».

Clara pudo oírlo, y pensó en la cómoda, en el traje, en las flores, en el cuchillo y en la determinación, en aquella maldita determinación que no conocía. Pero aun esto, que la tuvo cabizbaja y melancólica un buen rato, no fue bastante para quitarle la felicidad que aquel día rebosaba en su alma.